Lilith

Lilith


CAPÍTULO 02

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—Pienso a menudo en la señorita Robinson. Yo podría hacer lo que hacía ella. He pensado que, si diese clases a unos niños o me colocara de acompañante... para leerle a alguien, una inválida quizás... Algo así. Sería perfectamente capaz de hacerlo. Sé que no puedo seguir siempre haciendo camisas y no quiero separarme de Lilith. Ha sido maravillosa. Ahora me doy cuenta de lo maravillosamente que se ha portado. Y a veces creo, aunque quizá se trate de una presunción por mi parte, que, si bien yo la necesito mucho, ella me necesita también a mí un poco.

—Lilith estará bien. Puede cuidar de sí misma. Es en ti en quien estoy pensando.

—Tú tienes amigos, Frith. Quizá pudieras recomendarme a ellos.

—Ésa no es vida para ti, Amanda. ¡Una especie de criada distinguida! ¡Absurdo!

—No olvides que he sido una humilde camisera.

—Lo recuerdo con profundo pesar. No, Amanda, tienes que apartarte de todo eso, y sugiero... que te cases conmigo.

—¡Casarme contigo, Frith! Es lo último que se me habría ocurrido, especialmente teniendo en cuenta que...

Él la interrumpió.

—Seguramente que lo pensaste en algún momento. Recuerda, nuestros padres lo planearon. Si te casaras conmigo, habría una reconciliación con tu familia, no tengo la menor duda de ello.

Amanda se levantó.

—¡Frith! ¿Y Lilith? Tú y ella sois amantes, creo. —¿Te ha dicho ella eso?

—Ella no me ha dicho nada, pero no soy tan ciega como para no ver cosas tan evidentes. ¿Qué sentiría ella si me casara contigo?

—Lilith es una chica muy inteligente, aunque carente por completo de instrucción. Aceptaría la situación como inevitable. Sabe que ella y yo nunca podríamos casarnos.

—¿Y después? ¿Qué te propones hacer? ¿Continuar con Lilith... como amante?

Frith guardó silencio.

Amanda continuó:

—No nos conoces muy bien a ninguna de las dos, Frith.

—Estás sorprendida. Estás disgustada conmigo. Mi querida Amanda, tú has llevado una vida muy protegida. ¿Qué sabes del mundo civilizado? Nada en absoluto. Me miras como si fuera un monstruo porque os quiero a las dos, a ti y a Lilith, pero de maneras diferentes. Créeme, no es una situación excepcional.

—No te miro como si fueras un monstruo. Te miro simplemente como Frith, un viejo amigo que me ha pedido que me case con él. Pero yo no quiero casarme contigo, Frith. Quiero que me ayudes a encontrar algún trabajo que pueda desempeñar. Si lo haces, te estaré muy agradecida.

—Te estás portando como una tonta, Amanda. Me pides que te ayude a llevar una vida de fatigas y penalidades, cuando yo te ofrezco...

—Lo sé. Me ofreces una vida de honor, de prestigio, en una especie de ménage a trois. Es muy amable por tu parte, pero no puedo aceptar. Debes dejarme hacer con mi vida lo que quiera.

—¡Oh, Amanda, siempre tan sentimental! ¡Si fueras tan juiciosa como Lilith...! Ella comprende. Se lo he explicado.

—Se lo has explicado... ¡antes de declararte a mí!

Frith asintió complacientemente; pero Amanda estaba segura de que no conocía a Lilith como ella, y creía que tenía pocos motivos de complacencia.

Sam Marpit se hallaba sentado a una de las mesas, repasando desconsoladamente las cuentas, cuando entró Lilith. Fingió no verla; quería controlar su expresión; sería un error dejarla que advirtiese el júbilo que sentía al verla. Los ingresos económicos habían ido disminuyendo desde que ella se marchó. La gente preguntaba dónde estaba. Los asistentes habían acudido a ver la danza de los velos y se marchaban decepcionados. Estaba seguro de que acabarían yendo a Delaney's si no encontraba a alguien con suficiente atractivo como para ocupar el lugar de Lilith y sus velos.

Y ahora estaba allí, se acercaba, toda humilde, queriendo recuperar su empleo, suponía, comprendiendo que había cometido un error, que hubiera debido escucharle.

Lilith se sentó frente a él, lo que le recordó su primera entrevista, cuando ella se había sentado en aquella sala entre las sillas vueltas del revés, con las persianas echadas y el suelo cubierto de serrín.

—¡Oh! —exclamó Sam, haciendo que su voz sonara lo más inexpresiva posible—. ¿Quién es ésta?

—La reina de Saba —respondió Lilith, con más acento cockney del que él le había oído jamás—. ¿Quién eres tú? ¿El rey Salomón?

Sintió deseos de reír, de palmearse el muslo. No era la broma —por mucho que le gustaran las bromas—, sino el tener de nuevo a Lilith lo que le agradaba.

—Salomón —dijo—, ése soy yo. Deberías ver a mis esposas y a mis concubinas.

Reanudó el estudio de sus cuentas. —He vuelto —anunció.

Sam asintió.

—Es una pena. Quiero decir que es una pena que te marcharas. Tengo una cantante nueva. Es estupenda. Sabe cómo atraer a la gente. Lo siento mucho, Lilith.

—No lo sientas, Sam. Simplemente pensaba darte la primera oportunidad. Delaney está esperando.

Se puso de pie, y él la dejó avanzar tres pasos en dirección a la puerta.

—No seas tan impetuosa —aconsejó—. Siéntate. No hace falta que te marches tan pronto sólo porque no podamos hacer negocios. Vamos a charlar un rato en honor a nuestra vieja amistad.

—Estoy ocupada, Sam. Tengo que ver a Delaney.

—Un momento, un momento. No me gustaría verte caer en manos de un hombre como ése. —¿Por qué? —¡Ese sótano suyo!

—Yo no trabajaría en el sótano. Puedo establecer mis propias condiciones. Adiós, Sam.

—Espera un poco. No querrás tomarme demasiado en serio. Tengo esa cantante y me atrae muchos clientes, pero... bueno, podría encontrar sitio para ti... en recuerdo de los viejos tiempos. No podría ofrecerte lo que te pagaba antes. Te daría quince chelines a la semana...

—Ni hablar. Si no me voy con Delaney, quiero ganar lo mismo que antes... Y, otra cosa: quiero vivir aquí.

Sólo a duras penas pudo Sam reprimir una carcajada de alegría.

—Podría arreglarse. Pero no debemos precipitarnos. Estás pidiendo mucho, ¿sabes? Los negocios son los negocios. No obstante, siento debilidad por ti, Lilith.

—Déjate de debilidades. Si quieres que vuelva es porque yo puedo atraer a la gente mejor que ninguna de tus cantantes. El negocio no va tan bien desde que yo me marché, ¿verdad?

—Eso es lo que tú llamarías una exageración. En mis propias palabras, simplemente no es verdad. No tienes tanto gancho.

—Bueno, si eso es lo que piensas, Sam Marpit, me iré con Delaney. Imagino que él sí cree que tengo gancho.

—Siempre fuiste muy susceptible, Lilith. Pareces cansada. ¿Qué tal un buen whisky caliente? Te sentará bien. ¡Fan! —gritó—. ¡Fan!

Entró Fan. Era una muchacha plácida, pero pareció un poco desconcertada al ver a Lilith.

—Un buen whisky caliente, Fan —pidió Sam—. Lilith ha vuelto.

Fan llevó el whisky y Sam observó a Lilith mientras lo bebía.

—O sea que las cosas no han ido bien, ¿eh? —señaló—. ¿No tenía yo razón al decírtelo?

Lilith tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

—Quizá sí, Sam.

—Me di cuenta de que no era trigo limpio. Esos petimetres nunca lo son. Siempre me pregunto qué es lo que quieren de una chica trabajadora.

—Y sabes perfectamente cuál es la respuesta. Lo mismo que quieres tú, Sam Marpit.

—¿No te hice una oferta honrada? ¿No dije que me casaría?

Lilith asintió.

—Claro que —señaló él con cautela— eso fue antes... Ahora no es lo mismo.

—No te preocupes, Sam. Nadie se está despepitando por casarse contigo. A no ser Fan.

—Me tratas mal, ¿no te parece? Lo único que quiero es ayudarte y tú lo único que haces es tratarme mal.

—He venido a hablar de negocios. Si quieres que vuelva, dilo, Sam. Si no...

—Está bien. Quiero que vuelvas. Te considero como una hija.

—Me alegro, Sam —dijo ella, ablandándose de pronto, con un aire tan patético y tierno que Sam Marpit sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Eso es precisamente lo que quiero ser.

Sam movió afirmativamente la cabeza. Pero espera, pensó. Ya estaba planeando el anuncio que pondría a la puerta del restaurante: «El regreso de Lilith.» Podrían poner ocho velos en lugar de siete, como novedad, para mantenerles en suspenso durante más tiempo; o quizá los clientes prefiriesen seis y un desenlace rápido. No importaba. Lilith había vuelto. Irían a verla. ¡Y además se quedaba a vivir allí! ¿No era eso lo que él siempre había deseado? La veía suavizada por sus experiencias, comprendía lo que significaba un buen muchacho como Sam en comparación con galantes seductores. Podría ocupar la habitacioncita de arriba. Estaría arreglada sin la altanería de que hasta entonces había hecho gala. Ya no atribuiría un valor tan alto a sus favores, ¿no? Difícilmente podía esperar ahora que se casase con ella. Habría cambiado. Eso siempre las cambiaba.

Sam sonrió con satisfacción al verse a sí mismo subiendo la escalera en dirección a aquella pequeña habitación —que sería la de Lilith— encima del restaurante de Sam Marpit.

Frith no estaba preocupado. No tenía ninguna duda de que lograría atraer de nuevo a Lilith a la vieja relación. Su plan de matrimonio con Amanda había parecido conveniente, no sólo para él, sino también para Amanda. Era un hombre indolente y bien humorado al que le gustaba cambiar cuando podía; sin embargo, se sentía decepcionado e irritado por el hecho de que sus bien trazados planes se hubieran visto frustrados por dos mujeres. Había sabido por Amanda que Lilith había decidido instalarse en el restaurante, ya que había dicho que, sin duda, Amanda no tardaría en abandonar la habitación que ocupaban en casa de los Murphy.

Así que Frith se dirigió al restaurante en busca de Lilith.

Se quedó para verla ejecutar la danza de los velos; le recordaba muchos momentos íntimos; ella era completamente sensual... manifestaba en la danza su auténtica personalidad. ¿Por qué no había nacido en su esfera social? Al contemplarla se sintió tentado a casarse con ella, a pesar de todo. Naturalmente, eso significaría su suicidio social. Ya era bastante malo trabajar, pues la sociedad consideraba que al trabajar se perdía el estatus de caballero. Había pensado que era capaz de superar eso. Poseía ingenio y atractivo suficientes para llegar a dondequiera que quisiese ir; pero un matrimonio inconveniente significaría el final de esa carrera particular que proyectaba seguir.

No podía casarse con Lilith; pero no temía realmente que ella no continuara siendo su amante.

Lilith estaba bailando, creía, exclusivamente para él. Estaba seguro de que le había visto, aunque fingía que no; el cambio operado en ella era evidente. Sonrió, satisfecho. Sabía que acudiría a su mesa al terminar la danza y que volverían a salir juntos; y al día siguiente se ocuparía de alquilar una casa en alguna parte... no demasiado lejos de Wimpole Street.

Lilith bailó hasta quedar despojada de todos los velos, fascinante y seductora bajo la mortecina luz; luego, agradeció los aplausos de los clientes con una reverencia y, con gracioso movimiento, recogió los velos y desapareció.

Sam la siguió hasta la habitación.

Se sentía tan inquieto como aquella otra noche en que había acudido ese hombre y ella se había negado a actuar otra vez.

Se detuvo junto a la puerta, observándola; estaba nerviosa. El hombre producía ese efecto sobre ella.

Desde su regreso, se había mostrado, como decía Sam, «tan irritable como siempre e igual de altiva». Se había asegurado de que hubiese una cerradura con su respectiva llave en la puerta de su habitación; y le obligaba a guardar las distancias. Sam continuaba preocupado por el hombre que estaba en la sala.

—Te están llamando, Lilith —dijo—. Vuelve y canta algo. Ponte otra vez los velos... Anda.

—Está bien —respondió ella—. Está bien.

Hasta el momento, perfecto.

Esperó en la habitación, oyó su canción, oyó los aplausos.

Al regresar, Lilith exclamó:

—¡Todavía estás aquí!

—Escucha —dijo Sam—. No te vayas como la otra vez. No sería tan fácil que volviera a admitirte.

Ella no respondió, pero se puso el vestido de las rosas rojas y el escote ornado de lentejuelas; y se prendió una rosa en el pelo.

—¿Adónde vas?

—A mostrarme sociable con los clientes. Ése es mi trabajo, ¿no? Voy a hacerles consumir más coñac y champán. Voy a hacerles comer más solomillos y tartaletas de anchoas.

—Escucha... —empezó, falsamente beligerante y desvalido, porque ella era plenamente consciente de sus temores.

En el restaurante, se sentó a charlar con algunos de los clientes habituales. Frith la miraba, rogándole con los ojos que acudiera a su mesa. Lilith disfrutaba haciéndole esperar. Si ella no pertenecía a su mundo, él no pertenecía al suyo. Si ella no era lo bastante buena para sus amigos, al menos era la reina del restaurante Marpit's.

Al final, fue hasta su mesa y se sentó.

—¡Lilith! —exclamó él, con tono de reproche.

—Pide champán —dijo ella—. Es lo esperado.

—¿Quién lo espera? —preguntó él—. ¿Ese estúpido de pelo grasiento?

Lilith se apresuró a defender a Sam.

—Te agradecería que no hablases mal de él. Es amigo mío, un buen amigo.

—¿Amigo? ¿Eso es todo?

—Es mi amigo, sí. Me ha pedido que me case con él, así que no quiero que se le insulte. —Hizo una seña a uno de los camareros—. Champán —dijo—. Champán, Jack.

Frith preguntó:

—¿Has aceptado su propuesta de matrimonio?

—Podría hacerlo.

—Yo en tu lugar no lo haría.

—Pero no estás en mi lugar.

—Lilith, márchate de este sitio. No me gusta verte aquí.

La mirada de ella se endureció.

—¿No? ¿Por qué? ¿Porque es ordinario? ¿Porque es vulgar? Como sabes, eso es lo que yo soy.

—No seas absurda.

—De modo que soy absurda, además de ordinaria y vulgar y... Gracias, Jack. Págale ahora —añadió, mientras Jack servía el líquido espumoso.

Cuando el camarero se hubo marchado, Frith dijo:

—Por amor de Dios, sé razonable.

—¿Qué es ser razonable?

—Vuelve conmigo ahora.

—¿Para qué?

—He encontrado una casa encantadora. En realidad, son dos. Quiero que tú elijas. Ninguna de las dos está muy lejos de Wimpole Street.

—Pero ninguna está en Wimpole Street.

—No entremos en todo eso.

Ella le sonrió por encima del borde de su copa.

—No sé por qué has venido aquí.

—Para intentar convencerte de que seas juiciosa.

—¿Para intentar convencerme de que sea pecaminosa, querrás decir?

—¡Pecaminosa, Lilith! Hablas como una mojigata. Es un poco tarde para eso.

—Es un poco tarde para que tú vengas aquí.

—Quiero explicártelo, Lilith. Odiarías estar casada conmigo.

—Nadie mejor que yo para juzgar lo que amo y lo que odio.

—No sería tu... tu estilo. Tendrías que conocer a un montón de gente aburrida. Si miraras esas casas...

—No necesito mirar casas para saber lo que quiero. Las casas no establecen ninguna diferencia para mí.

—Comprendo lo que sientes, Lilith. No hay nada en el mundo que yo desee más que casarme contigo; pero si fuese posible. Pero, simplemente, no lo es. Cualquier cosa menos eso, Lilith, cualquier cosa, cualquier cosa. Sería un error, querida, tanto desde tu punto de vista como desde el mío. Mi familia no aprobaría...

—No te importó tu familia cuando decidiste venir a Londres para hacerte médico, ¿no?

—Es completamente diferente.

—No había ninguna necesidad de que vinieses aquí esta noche —dijo ella, con tristeza.

—¿Qué estás haciendo aquí, viviendo en este lugar? ¿Qué hay de esa criatura tan horrible y vulgar? ¿Cuál es tu relación con él?

—No es la que tenía contigo. Él no es un caballero, ¿sabes?, así que puede pedirme que me case con él.

—Te estás portando como una tonta, Lilith.

—Me estoy portando como yo misma; y, si no te gusta, no deberías haber venido.

—Tú sabes que me gusta. Me gusta más que nada en el mundo. La verdad es que te amo.

—Eso no sirve de nada, decir cosas. No quiero verte más. Y cuando tú y Amanda os caséis, tampoco quiero veros a ninguno de los dos.

—No me voy a casar con Amanda.

—¿No?

—No. Se lo he pedido y me ha rechazado. ¿Sabes por qué?

Lilith no respondió, y él continuó:

—Creo que es porque sabe lo nuestro.

Lilith se lo quedó mirando con incredulidad, y, por primera vez desde que se había sentado a su mesa, se suavizó la expresión de sus ojos.

—O sea que lo sabía. Está madurando. Y dijo «no», ¿eh? Pobrecillo, no han hecho más que darte calabazas. Primero, yo. Luego, Amanda.

—Así que, ya ves, Lilith, no tendrías que vernos juntos, ¿no?

—No. Tendrías algunos ratos libres para ir a esa casita que está cerca de Wimpole Street y no está en Wimpole Street.

—Te quiero, Lilith. No puedo pensar en nada más que en eso. He venido aquí esta noche...

—Ha sido muy amable por tu parte venir a un sitio como éste. ¡Un caballero como tú...!

—Te llevaré conmigo esta noche.

—No.

—Sí, lo haré. Si es necesario, esperaré hasta que se cierre el local.

—Sam tiene unos puños temibles. Fue boxeador, todo un campeón.

—No creas que puedes disuadirme.

—Voy a despedirme de ti ahora. No debo entretenerme demasiado tiempo con un solo cliente. A Sam no le gusta.

—¿Crees que voy a aceptar un «no» por respuesta? No te daré descanso.

—Quizás —respondió ella— hayan terminado ya los días en que podías influir en mi descanso.

—Tú no cambias tan rápidamente.

—Cuando cambio, doy la vuelta completa.

Frith empezó a hablar en voz baja y apasionada, rememorando experiencias que habían compartido, recordándole cuánto había anhelado estar con él, cómo había pensado en él continuamente.

Lilith levantó su copa y sonrió mientras bebía; él no advertía el completo egoísmo de Lilith, su orgullo; sólo la veía como la dócil amante que no había vacilado en declarar que le deseaba.

Ella le escuchaba con aire indiferente, dejando resbalar los ojos por la sala mientras saludaba a la gente o correspondía a sus saludos.

—Volveré una y otra vez —declaró él—. Te haré entrar en razón.

Lilith se levantó y fue a otra mesa, pero él aún confiaba en que todo saldría como deseaba. Sabía que ella había sido incapaz de permanecer más tiempo con él, que tenía miedo de acabar cediendo.

Cuando volvió a su habitación para quitarse el vestido rojo de las rosas y las lentejuelas, Sam estaba allí.

—¿Todavía aquí? —preguntó.

—Te he visto hablando con él.

—¿Y qué hay de malo en eso? Ha pagado una botella de champán.

—No irás a intentar otra vez alguno de tus trucos, ¿verdad?

—Depende de lo que entiendas por trucos, Sam Marpit.

—Nada de volver a marcharte.

Lilith no respondió y, súbitamente enloquecido por el temor a perderla —de perderla a ella, comprendió de pronto, no de perder su capacidad para atraer clientes—, se acercó a Lilith, la agarró por los hombros y la zarandeó.

La rosa que llevaba en el pelo se cayó al suelo. Lilith dijo:

—Eres demasiado rudo, Sam Marpit. No es extraño que no quiera casarme contigo. Él recogió la rosa.

—¿Yo? —exclamó—. ¿Rudo yo? —Empezó a reír con gran excitación y a darse palmaditas en el muslo, pero no de regocijo esta vez, sino de puro nerviosismo—. Tú sabes —continuó, con voz ligeramente más aguda que de costumbre—, tú sabes que yo no sería rudo. Yo creo que sería todo lo contrario.

—Bueno —respondió ella—. En ese caso, quizá me casara.

Sam la rodeó con sus brazos y la besó, y ella se mantuvo pasiva, dulce y tranquila. Y la amaba simplemente así, por ella misma y nada más.

 

 

Amanda se estaba vistiendo para la cena. Llevaba un vestido de terciopelo negro, muy adecuado para una viuda, dijo Frith, que le había prestado el dinero necesario para comprarlo.

—Si sientes escrúpulos, puedes devolvérmelo cuando ganes dinero, que será pronto. Esta noche es importante. Es tu primera entrevista.

Se había mostrado misterioso.

—No quiero que vayas a cenar como una muchacha... ya sabes, que no tienes aspecto de viuda, una muchacha que acude a una entrevista con su posible futuro patrón. ¡Recuerda a la pobre señorita Robinson! ¡Siempre intentando gustar! ¿Hay algo más desagradable que una persona que llega a semejantes extremos por agradar? No. Quiero que conozcas a mis invitados. Y, si uno de ellos tiene un puesto que ofrecerte, puedes decidir aceptarlo.

Frith se mostraba extraño últimamente, meditativo a veces, incluso melancólico, lo que resultaba insólito en él; y otras veces estallaba de alegría y volvía a ser el joven que ella recordaba.

En cuanto a sí misma, experimentaba un constante desasosiego, se preguntaba cuál sería su futuro, pensaba cada vez más en la pobre señorita Robinson; también se sentía intranquila por Lilith. Había visitado el restaurante una mañana —porque, como dama, no podía ir allí por la noche—, y Lilith la había recibido en la amplia sala, entre las sillas vueltas del revés y las mesas y el serrín del suelo, que estaba igual que el día de la primera visita de Lilith. Se habían abrazado calurosamente; había sido una de las raras ocasiones en que Amanda veía a Lilith realmente conmovida.

—Tienes que conocer a Sam —dijo Lilith—. Ya sabes que nos vamos a casar. Quiero que vengas a la boda. Será una boda en toda regla. Sam insistirá en ello, porque será bueno para el negocio. Estarán aquí muchos de los clientes, pero no tienes que preocuparte por eso.

Yo cuidaré de ti.

—Lilith, ¿crees que está bien?

—¿El qué?

—Casarte con Sam.

—Yo soy quien mejor puede juzgar lo que es bueno para mí, y no creerás que haría nada que no lo fuese, ¿verdad?

—Supongo que no.

—¿Así que tú no te vas a casar?

—No.

—¿Qué vas a hacer, Amanda? Eso es lo que me preocupa. Napoleón está perfectamente. En cuanto a mí, seré la señora de Sam Marpit. Pero ¿y tú?

—Creo que voy a conseguir una especie de empleo. Frith me va a ayudar. Como institutriz o acompañante, o algo así. Eso es lo único que sé hacer, aparte de coser camisas, y fuiste realmente tú quién me ayudó, lo sé. No soy tan inteligente como tú, Lilith. Tú eras fuerte. No podría haber vivido sin ti.

Lilith asintió con la cabeza.

—Creo que tienes razón. Bueno, yo me las arreglo muy bien. Sam no es un hombre pobre, y yo me encargaré de que se haga rico.

—A ti siempre te irá bien todo, Lilith. Hay algo en ti que me lo dice así.

—Tú también estarás bien. Yo me encargaré de ello. ¿Recuerdas cómo solía llevarte comida de la cocina cuando te encerraban en tu habitación? Cuidaba de ti entonces, y cuidaré de ti ahora. Si ese empleo de institutriz te resulta insoportable, acude a mí. Puedes vivir aquí.

—Oh, Lilith, eres buena, muy buena.

—Bueno, no empieces a llorar. Las lágrimas nunca han ayudado a nadie. Y aquí está Sam, que viene a verte. Sam, ésta es mi prima y mi cuñada. Ya va siendo hora de que empieces a conocer a mi familia.

—Es un placer.

—Lo mismo digo —había respondido Amanda—. Me alegra conocerle por fin. Lilith me ha hablado mucho de usted.

Sam se dio una palmada en el muslo.

—Ha hablado de mí, ¿eh?

Había rodeado con el brazo a Lilith, que se desasió de él.

Amanda se preguntó qué sería de ellas ahora; ella se disponía a establecerse en una nueva forma de vida que, en el mejor de los casos, la convertiría en otra señorita Robinson; Lilith, que amaba a Frith, iba a casarse con Sam Marpit.

En la cena que Frith había organizado había dos invitados: una tal señora Gillingham, una locuaz viuda de mediana edad, y el doctor Stockland, un hombre de unos treinta años, tranquilo, alto, de cuerpo enjuto, ojos tristes y aire melancólico.

Durante toda la cena, la señora Gillingham habló de su casa en el campo, de su casa en la ciudad y de sus perros. A Frith le divertía la señora Gillingham. Se mostró atento y obsequioso con ella, y Amanda, en su nueva valoración de Frith, supuso que consideraba que la señora Gillingham podría ser una persona útil. Bromeaba con ella afectuosamente, flirteaba con ella. Y la señora Gillingham parecía disfrutar con su comportamiento. Amanda pensó que daría igual que el tal doctor Stockland y ella no estuvieran ahí por todo lo que estaban participando en la conversación.

Los ojos del doctor se encontraron con los suyos, y le sonrió; imaginó que compartía sus pensamientos.

Cuando pasaron al salón para tomar el café, Frith se mantuvo al lado de la señora Gillingham, dejando juntos a Amanda y el doctor Stockland.

El doctor se inclinó hacia ella y habló en voz baja.

—Frith me dice que ha quedado usted en una situación difícil tras la muerte de su marido.

Amanda no pudo por menos que sonreír para sus adentros ante la delicada forma en que Frith había expresado aquello. No podía dejarle en mal lugar contándole la verdad al doctor Stockland. Asintió.

Él continuó:

—Me dice que está usted buscando un puesto de alguna clase, algo que sea adecuado para una dama joven como usted.

—En efecto —corroboró ella.

—¿Le ha contado algo acerca de mis circunstancias personales?

—Nada en absoluto.

—Supongo que le ha parecido mejor que se lo cuente yo mismo. Vivo en esta misma calle. Soy especialista en enfermedades del corazón.

—Comprendo.

—Mi esposa padece una enfermedad cardíaca que le impide llevar una vida muy activa. Necesita una acompañante. Necesita alguien como usted. Alguien interesante, que le lea, hable con ella y le haga compañía. Yo creo que se llevarían muy bien las dos. En otro tiempo fue una mujer llena de vitalidad, muy animada. Es una prueba terrible para ella estar tan enferma. ¿Querría usted venir a verla?

—¿Me está ofreciendo... un puesto?

—Sí, si usted y mi esposa deciden que se agradan mutuamente y que pueden ser felices juntas. ¿Vendrá a verla?

—Es muy amable por parte de Frith hacer todo esto por mí. —Se le llenaron los ojos de lágrimas; el doctor las vio y apartó rápidamente la mirada.

Mientras miraba la ornamentada y moderna repisa de la chimenea de Frith, dijo:

—Sé que congeniarán. Estoy seguro de que a mi esposa le encantará tenerla como amiga. De hecho, tan pronto como la vi comprendí que, si podía persuadirla para que aceptara este puesto, el resultado sería muy satisfactorio desde nuestro punto de vista, el de mi esposa y el mío.

—Sólo puedo esperar que su esposa me acepte. Necesito hacer algo. Le agradezco mucho...

—¿Puedo decirle que irá a verla mañana? —preguntó—. Venga a tomar el té con ella. Así podrán arreglar las cosas entre las dos.

—Gracias. Estaré encantada de ir.

Sonrió, pues Frith estaba mirando en su dirección. Él levantó cómicamente una ceja.

 

 

Amanda visitó al día siguiente a la señora Stockland.

Era una casa alta, mucho más grande que la de Frith. Mientras subía los escalones y accionaba la campanilla, el corazón le latía con fuerza.

Un criado abrió la puerta.

—Soy la señora Tremorney —anunció—. Creo que le señora Stockland me está esperando.

—Por aquí, por favor, señora.

Fue conducida a una sala de estar situada en el primer piso. El hombre llamó con los nudillos, y Amanda oyó una vocecilla aguda, casi infantil, exclamar:

—Adelante.

Amanda percibió al instante el lujo de la estancia; las alfombras eran gruesas, y la sala se hallaba llena de muebles sólidos y modernos. Observó con rapidez los delicados objetos de porcelana colocados sobre una mesa, los abarrotados estantes, los ornamentos de bronce, jade y marfil repartidos por la estancia. Un gran espejo de marco dorado que colgaba sobre la repisa de la chimenea reflejaba ¡a habitación, así como el reloj de pared dorado y las figuras que adornaban la repisa.

—Perdone que no me levante, señora Tremorney. Hoy es uno de mis días malos.

La voz llegaba desde el sillón, y en él vio Amanda a la esposa del doctor. Era una mujer corpulenta de unos treinta y tantos años, con cierta tendencia a la obesidad, vestida de un modo algo recargado, con el pelo cortado en cerquillo sobre la frente y recogido detrás en un moño; de sus orejas colgaban unos pendientes, y su blusa tenía chorreras de encaje y numerosos lazos de raso rosa; brillaban anillos en sus dedos y pulseras en sus brazos, y en torno al cuello llevaba una cadena de la que pendía una reluciente aguamarina.

—¿Cómo está usted? —saludó Amanda, tendiendo la mano.

—Siéntese, por favor. Es usted muy joven.

—Tengo veinte años.

—Parece más joven. Y tengo entendido que es viuda.

—Sí.

—Su marido debió de morir muy joven. Tuvo que ser terrible para usted. Debe hablarme de ello. Me gusta conocer las penalidades de otras personas. Desde luego, yo misma estoy muy enferma. Supongo que ya se lo habrá dicho Hesketh. Es el corazón, ¿sabe? Así fue como nos conocimos. Su padre fue llamado para que me visitara. Entonces se especializó en enfermedades del corazón. Eso fue hace años... Mi mal apenas si era perceptible entonces. Simplemente, respiraba con un poco de dificultad. Pensaron que era consecuencia de llevar corsés demasiado apretados. Naturalmente, entonces yo no estaba en absoluto enferma. Eso ha venido después de mi matrimonio.

—Qué lástima.

—¿Quiere tocar la campanilla, por favor? Espero que Shackleton les haya dicho que suban el té. Pedí que lo trajeran tan pronto como usted llegara; pero —su rostro adquirió una expresión hosca— no siempre hacen caso a lo que yo digo. Llame, por favor. Gracias. Siéntese. ¿De modo que quiere ser mi acompañante? Una especie de enfermera también, dijo Hesketh. Me ha explicado que usted cuidó a su marido. A veces necesito una enfermera. Estoy muy enferma, ¿sabe? No lo parece, ¿verdad? Con el corazón siempre pasa eso. Se encuentra una perfectamente y, de pronto, se desploma como fulminada. Y una no parece realmente enferma. Yo lo he heredado. Mi padre murió de eso. Oh...

Entró una doncella en la habitación.

—¿Ha llamado, señora?

—¡Sí, el té! —exclamó la señora Stockland, en un tono de impaciencia—. Ordené que lo subiera tan pronto como llegase la señora Tremorney.

—Enseguida estará aquí, señora.

La señora Stockland agitó la cabeza; los pendientes le golpearon el cuello y se le marcaron las venas de las sienes.

—Está bien. Pero no me haga esperar más. No lo soportaré.

Sarah salió, y la esposa del doctor se volvió hacia Amanda.

—Debe contarme cosas acerca de usted. Puede imaginar lo triste que es para mí no poder salir, como acostumbraba. Cuando era unos años más joven, antes de casarme, solía ir a bailes y a las fiestas más divertidas. Estaba siempre en el centro de las cosas. Imagine lo que es verme como estoy ahora, sin apenas salir. Y cuando salgo es sólo para dar un paseo en coche por el parque. Oh, aquí viene el té.

Miró con expresión ceñuda a la doncella.

—No hace falta que espere, Sarah. La señora Tremorney lo servirá. No le importa, ¿verdad, señora Tremorney? Luego podemos hablar. Estoy deseando conocer más cosas acerca de usted. Temo que me encuentre un tanto inquisitiva. Me encanta conocer cosas sobre la vida de las personas. ¿Qué queda para mí si no... apartada como estoy de los círculos sociales?

—¿Toma azúcar? ¿Crema? —preguntó Amanda.

—Azúcar, por favor, y mucha crema. Oh, han traído sólo té indio. Saben que a veces me gusta el chino. Señora Tremorney, yo creo que lo hacen para fastidiarme. Le confesaré que... Pero no importa. Podría pensar que era ésta una casa extraña y rehusar venir... Yo quiero que venga. Hesketh dice que usted me leerá libros. Eso será magnífico. Y va a ser usted una enfermera-acompañante. También eso será magnífico. Se siente una tan sola... La gente no la visita a una si sabe que está enferma. La gente es horriblemente egoísta, todos... ¡Todos lo son! Oh, por favor, deme una de esas pastas. ¡No tienen pasas! Bueno, no importa. Espero que no le desagraden las pastas sin pasas.

—Estas están deliciosas. Señora Stockland, dígame, por favor, cuáles serían mis obligaciones si decidiera usted darme este puesto.

—¿Obligaciones? Oh, cuidar de mí. Estaríamos juntas. Después de todo, no tengo a nadie más que a los criados. Hesketh siempre está ocupado; al menos eso dice. Nunca dispone de tiempo para estar conmigo —De nuevo percibió Amanda aquella expresión fosca—. Pacientes, ya sabe. Exigen mucha atención, dice. Y siempre está leyendo también, estudiando. Todo lo referente al corazón. Creo que tiene esperanzas de curarme. —Meneó la cabeza, y los pendientes centellearon al oscilar—. No hay curación. Yo vi lo que le ocurrió a mi padre. —En su rostro se dibujó una expresión de sombrío abatimiento.

Nunca, pensó Amanda, había visto tantas emociones manifestadas en tan breve lapso de tiempo.

—¿Es usted aficionada a la lectura?

—Creo que quizá me interesarían más los libros si me los leyese alguien. Me fatiga mucho leer... Los ojos... Ah, veo que mira usted mi retrato.

Amanda no había estado mirando nada más que a su contratadora en potencia, pero ahora la conocía lo suficiente como para comprender que trataba de dirigir su atención hacia un cuadro. Era un retrato de una hermosa joven, y justamente se podía advertir que la mujer del sillón había sido el modelo de la pintura. Amanda se preguntó cómo podría soportar mirarlo, cuando, evidentemente, concedía tanta importancia a su aspecto. El rostro del retrato era redondeado, quizá ligeramente grueso; mostrando una cierta tendencia a engordar; los rojizos cabellos estaban peinados con raya en el centro, alisados a ambos lados y recogidos en un moño sobre la nuca. Los bellos y redondeados hombros estaban desnudos, y la tonalidad verde azulada del vestido de noche armonizaba a la perfección con los rojos cabellos.

—Es muy hermoso —dijo Amanda. —¿Me ha reconocido? O sea, que no he cambiado mucho.

—Me he dado cuenta enseguida de que era usted.

Amanda comprendió que había dado la respuesta adecuada y que, si llegaba a trabajar en aquella casa, su tarea más ardua sería la elección de las palabras.

La señora Stockland había cambiado de pronto y se había tornado de repente más parecida a la joven del cuadro.

—Me acuerdo cuando estuve posando para ese retrato. El pintor no era muy conocido entonces. Eso vino después. Yo creo que mi retrato contribuyó un poco a ello. Estuvo colgado en la academia. Recuerdo lo mucho que se le admiraba. Él estaba enamorado de mí, naturalmente. Recuerdo cómo se arremolinaba la gente para contemplarlo... Fue el cuadro del año.

—Lo creo. Es muy sugerente.

—¡Sugerente! ¡Qué palabra tan encantadora! Veo que va a ser usted una compañera muy amena. Hesketh me dice que ha vivido usted en el campo.

Oh, querida, qué aburrimiento, ¿verdad? Yo no podría soportar el campo. Y es usted amiga de Frith Danesborough. ¡Qué persona tan entretenida! Debe usted hablarme de su vida en el campo, aunque supongo que sería bastante monótona. Casi tanto como estar aquí... Sí, por favor, tomaré otra taza. Está flojo. Saben que me gusta fuerte. Yo creo que lo hacen a propósito. Quizá cuando lleve aquí algún tiempo pueda usted manejarlos. Yo creo que los criados son muy taimados. En especial cuando saben que nadie va a protestar.

—¿No deberíamos tratar de las condiciones y esas cosas? —sugirió Amanda.

—Sí, supongo que sí. Viviría usted aquí, naturalmente; y quisiera que tuviese una habitación cercana a la mía. Después de todo, va a ser mi acompañante, ¿no? Y hará sus comidas con nosotros, y será como un miembro más de la familia, supongo.

—No quisiera inmiscuirme en su intimidad. Podría comer a veces en mi habitación, si resultara más conveniente. Usted no querría que estuviese siempre a su lado...

—Me figuro que eso lo decidirían los sirvientes. Parecen decidirlo todo en esta casa. Deme el abanico, señora Tremorney.

Se le había enrojecido mucho la cara, y empezó a abanicarse con el ornamental abanico japonés que Amanda le había entregado. Al mirarla, Amanda sintió un súbito deseo de escapar de aquella habitación atestada, de la mujer cuyo rostro le repelía; había barruntado ya que la vida como enfermera y acompañante de aquella mujer iba a estar llena de dificultades.

La señora Stockland permanecía recostada en el sillón, abanicándose y hablando de sueldos y privilegios, ofreciendo lo que, después de haber vivido en el ático de la señora Murphy, era una existencia muy confortable; no obstante, Amanda no encontraba ningún atractivo en la perspectiva que se alzaba ante ella y empezaba a dudar de la sabiduría de aceptarla.

—Así está mejor —puntualizó la señora Stockland—. A veces, me siento abrumada por el calor. Siempre temo que vaya a darme uno de mis ataques. No debo excitarme. Eso es lo más importante. Debo mantenerme tranquila. Los demás no lo recuerdan, ¿sabe? Me alteran sin pensar en el daño que pueden causar.

Amanda sintió un acceso de abatimiento. Aquella mujer la alarmaba, pero ¿qué podía hacer? Frith le había brindado esa oportunidad, y debía estar agradecida. Debía aceptarla. Por lo menos, intentarlo. La señora Stockland era una inválida, una inválida irritable, sin duda. ¿Qué era lo que le provocaba el deseo de escapar? ¿El excesivo calor de la habitación? ¿El retrato? ¿El extraño brillo de los ojos de la mujer, la autocompasión, los continuos reproches contra personas que no estaban allí para defenderse? Ella había imaginado una inválida apacible y sosegada y aún no había tenido tiempo para acomodar sus pensamientos.

La señora Stockland había dejado caer su abanico y lo miraba con expresión desvalida, así que Amanda lo recogió del suelo; al dárselo a la señora Stockland, sus rostros quedaron próximos durante unos momentos. Amanda miró las sonrosadas mejillas y lo relucientes ojos y, al hacerlo, percibió el olor a licor; comprendió que debía de haber bebido mucho para que el olor se notara incluso después de haber tomado el té, y supuso que alguna forma de intoxicación debía de ser la razón de su extraño comportamiento.

¡Intoxicación! Amanda pensó en las personas que había visto sentadas en las aceras a las puertas de las tabernas, en la expresión extraña, perdida y depravada de sus rostros, en la acalorada excitación de algunos y la pálida depresión de otros. ¿Por qué no lo había advertido inmediatamente en esa mujer?

«No puedo quedarme aquí—pensó—. Sería imposible. Nunca me llevaría bien con ella.»

Y entonces entró en la habitación el doctor Stockland. Amanda comprendió de pronto el significado de su fatiga, su aire de melancolía. Era esa mujer quien le había hecho así.

—Ah, señora Tremorney —dijo—. Suponía que la encontraría aquí. —Le cogió la mano y se la estrechó. Había una expresión de inquietud en sus ojos. Parecía una persona diferente del hombre con quien había estado en la casa de Frith la noche anterior. Se hallaba tenso y nervioso.

—La señora Tremorney me ha estado contando todo lo referente a ella —dijo su esposa—. Cómo cuidó a su pobre marido enfermo y cómo vivió en el campo y lo aburrido que era vivir allí. Le va a encantar estar conmigo. Estoy segura de que hará que las cosas sean un poco más agradables para mí. Lo necesito. —Había malevolencia ahora en su voz, y la malevolencia iba dirigida hacia él.

«No puedo vivir en esta casa —pensó Amanda—. Me doy cuenta de que sería imposible. Yo no la complacería; nada la complacería jamás. Y odia a su marido.»

—¿Queda algo de té? —preguntó el doctor, dirigiendo una sonrisa a Amanda—. Me alegro de que hayan congeniado.

Amanda sirvió una taza de té y notó que la mano le temblaba ligeramente.

—La señora Tremorney ocupará la habitación contigua a la mía. Ya lo hemos acordado.

—Me alegro.

—Bueno... —empezó Amanda.

El doctor Stockland la miró con ansiedad, y ella se sintió más conmovida de lo que justificaba la ocasión.

—Haremos todo lo posible para que se encuentre a gusto —prometió—. Mi esposa, como sin duda habrá advertido, necesita compañía. Necesita compañía inteligente, señora Tremorney. Me alegra que se quede usted con nosotros. Lo ha decidido ya, ¿verdad?

Era el momento de confesar que no lo había decidido, que necesitaba algún tiempo para reflexionar. Paseó la mirada de uno al otro; ambos pares de ojos la estaba instando a que se quedase, los de la mujer, desorbitados y vidriosos; los del hombre, tristes y melancólicos. Tuvo conciencia de su debilidad, que tanto regocijaba a Frith y a Lilith.

—Confiamos en que se quede —insistió él—. Será muy beneficioso para nosotros dos.

Parecía tan ansioso, tan fatigado, tan preocupado... Era como si dijese: «Ayúdeme. Entreténgala. Quítemela de las manos un rato cada día. Quítemela de mi conciencia.»

Se oyó a sí misma responder débilmente:

—Sí... desde luego. Me quedo.

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