Lilith

Lilith


CAPÍTULO 03

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CAPÍTULO 03

 

De todos los niños —y eran cuatro ahora, incluido Leigh—, Dominick era el más querido. Hasta Kerensa se mostraba amable con él, y su voz cambiaba cuando hablaba con su hermanito. Resultaba conmovedor ver a los niños jugar en la nursery. Observar la rudeza con que Kerensa y Leigh se trataban mutuamente y el cambio que se operaba en ellos cuando tocaban a Dominick.

Dominick era un niño de aspecto agradable y buen carácter. Mostraba una gran avidez por ser tratado con cariño y ocupaba un lugar especial en la familia. Era brillante e inteligente, y, a menudo, era como si le hubiera sido otorgado un encanto especial, un sentido especial en lugar de la vista. Jugaba con los otros al escondite, tanteando con las manos —sus largas y delicadas manos, que eran más sensibles que las de otros—, escuchando, ya que su oído era más sensible. Hasta su risa era más alegre, más contagiosa. Desde el sótano hasta el ático, todo el mundo adoraba a Dominick. Era el favorito de todos, excepto de Frith; pero, como el propio Frith se confesaba a sí mismo, él no era nada sentimental y, aunque sentía cariño por el niño ciego, era Kerensa —la turbulenta y díscola Kerensa— quien gozaba de su especial afecto.

Ella lo exigía. Levantó hacia su rostro sus grandes ojos azules y pidió que le dijese la verdad.

—¿A quién quieres más? Eso es lo que de verdad importa.

—¿A quién quiero más? A Claudia, creo. —Claudia era la niña pequeña.

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso!

—¿No sabes que las damas no deben decir esa palabra? Pregúntaselo a la señorita Robinson.

—Lo sé, y no me importa. Robbie dice que iremos al infierno si decimos «mentiroso». Nosotros siempre decimos «sorotimen». Lo mismo al revés, ¿comprendes? Y un tonto es un toton.

—¡Qué astutos! —exclamó Frith—. Me pregunto si conseguiréis engañar al ángel de la guarda.

Kerensa le abrazó. Él era fascinante, adulto, pero distinto a los demás adultos; era tan imprevisible como un niño, y un niño travieso además. De modo que era importante para Kerensa ser la más querida para Frith. La niña volvió a la cuestión.

—Está bien. ¿A quién quieres más en realidad?

—La gente siempre quiere más a los bebés. ¿No lo sabías?

—Los demás, sí... Tú, no.

—Puesto que sabes más que yo acerca de mis propios sentimientos, ¿por qué te molestas en preguntarme?

—Nadie habla como tú, Frith, querido Frith. Y por eso te llamamos Frith. Casi todos los mayores tienen que ser señor, o tía. Nadie deja que le llamen por su nombre de pila, más que tú.

—Soy perezoso, me temo. Y muy indolente.

—¿Qué es eso? —Pero no le interesaban las palabras, y siempre se aferraba tenazmente al tema de que se trataba.

Así pues, insistió:

—De verdad, de verdad. ¿A quién quieres más? —y le echó los brazos al cuello.

—¿Moriré asfixiado si no doy la respuesta correcta? ¿Me estrangularás si no digo «Kerensa»?

—Sí.

—No me queda entonces más remedio que decir que quiero a Kerensa más que a nadie. Pero debes saber que las confesiones arrancadas mediante tortura no son muy fiables.

Pero era sincero. Y ella lo sabía.

—Tú estás en el primer lugar, con mamá, por supuesto —le dijo. Llevaba una lista de sus amores, escrita con letra redonda y descuidada que se hacía más grande al llegar al final de la página—. Tú y mamá estáis los primeros. Luego, Nick. Luego, Leigh. Luego, Padnoller. Luego, Robbie. Luego, papá y Claudia. No me gusta Claudia. Se le sale la baba.

—A ti también antes.

—¡No es verdad!

Luego, le abrazó, y él dijo:

—Me siento muy inseguro. La lista nunca es la misma durante dos días seguidos. Un pequeño desliz, y acabaré entre papá y Claudia. Lo sé.

La niña le abrazó con más fuerza.

—No, tú no. Porque, aunque seas muy malo, no me importa. Me gusta que seas malo.

De modo que no había duda de que Kerensa era la favorita de Frith, y Frith lo era de Kerensa.

La señorita Robinson llevaba cuatro años en Wimpole Street, y durante esos cuatro años parecía haber rejuvenecido y haberse vuelto muy alegre. Ya no estaba preocupada y nunca recordaba a los niños lo que había hecho por ellos. Hablaba con frecuencia a Kerensa de las virtudes de su madre y de la niña tan buena que había sido. Lady Janet había sido también una discípula modelo, al parecer. De hecho, parecía que lo habían sido la mayoría de sus alumnas. Kerensa constituía una lamentable excepción. Pero no era ninguna tonta. Le gustaba oír relatos de la infancia de su madre y no tardó en descubrir que Amanda había sido tan torpe como ella para las labores de costura.

—Hay que estar siempre alerta con Kerensa —le decía la señorita Robinson a Amanda—. Es demasiado lista y, aunque puede estar sumamente distraída en clase, se le escapan muy pocas de las cosas que no están destinadas a sus oídos.

La señorita Robinson amaba intensamente a Dominick. Lo consideraba un niño especial, pues había nacido poco después de su llegada a la casa. Había sufrido durante aquellas terribles semanas en que se supo que el niño continuaría ciego, y la familia aún no conocía las compensaciones por la falta de vista que reciben los ciegos. Para la señorita Robinson la tarea más agradable durante la jornada era la clase de lectura con Dominick. Le había explicado cómo un caballero francés, monsieur Louis Braille, ciego como Dominick, había pensado que era una pena que los ciegos no pudiesen disfrutar de los libros como las personas que podían ver. Y ahora Dominick se sentaba todas las mañanas con ella en la nursery, y sus largas y sensibles manos se movían sobre las letras en relieve que con tanta rapidez había aprendido.

Era imposible compadecer a Dominick, porque él no lo hacía.

La señorita Robinson era muy feliz. Había sido maravilloso volver con Amanda, pensar en los niños no nacidos aún, y que habrían de quedar bajo su tutela.

Poco antes del nacimiento de la pequeña Claudia, Amanda había dicho:

—Robbie, incluso cuando los niños hayan crecido, no quiero que nos dejes. Aún faltan muchos años, desde luego, pero... no quiero que pienses en marcharte.

Le señorita Robinson se había vuelto entonces hacia Amanda, con los ojos muy brillantes, y sus coloradas manos habían temblado. Después, Kerensa, que observaba estas cosas, dijo que la señorita Robinson era ahora como Pilgrim cuando le quitaron la carga que llevaba.

La señorita Robinson llevó a los niños al parque, como hacía casi todas las mañanas después de las clases. Leigh y Kerensa iban delante, y Dominick caminaba por lo general a su lado, cogiéndole de la mano. Tenía cuatro años, Kerensa seis y Leigh diez.

Kerensa iba saltando peligrosamente cerca del Serpentine. Se caería en él un día de éstos. Era casi como si ella lo supiera y lo deseara.

—No puedo imaginar —exclamó de mal humor la señorita Robinson— de dónde has sacado tu maldad.

—No la he sacado de ninguna parte —replicó Kerensa con insolencia—. Es toda mía.

Metía las puntas de las botas en el agua y se mofaba de Leigh porque no la imitaba. Se burlaba de él hasta que lo hacía.

—Alejaos del agua —ordenó la señorita Robinson—. Huele horrible hoy.

Y era cierto. El calor intensificaba el fétido olor de las aguas residuales llevadas al Serpentine por el arroyo de Westbourne.

La respuesta de Kerensa fue echar a correr.

—¡Vuelve! —exclamó la señora Robinson—. ¡Vuelve aquí!

Pero Kerensa continuó corriendo delante de ellos, hasta que se detuvo para mirar un bulto que yacía sobre la hierba. Pensó que era un montón de trapos, pero era una anciana, una anciana pobre, y, mientras Kerensa avanzaba de puntillas hacia ella, pareció moverse despacio... se movía su pelo; se movían sus harapos, y Kerensa vio que estaba cubierta de insectos que reptaban sobre ella, y eran los insectos los que se movían, no la anciana. El olor era nauseabundo, peor que el de los cementerios en que Kerensa había visto cómo las ratas se cebaban en los muertos.

Kerensa estaba horrorizada y, al mismo tiempo, fascinada.

La mujer le miró, así que no estaba muerta; sus ojos aparecían veteados de líneas amarillas y rojas. Miró a Kerensa como si le pidiese algo, y Kerensa, que, pese a toda su rudeza, se conmovía casi tan fácilmente como su madre, encontró un penique que había estado atesorando en el bolsillo y lo que tenía, y ¡cuánto desearía haber tenido más que darle!

Luego, dio media vuelta y corrió, cegada por las lágrimas, porque se sentía avergonzada de no quebrantar las normas que se le habían predicado y acercarse más y preguntarle a la anciana qué podía hacer para ayudarla.

Corrió hasta el agua, que parecía danzar a través de sus lágrimas, Leigh se acercó y se puso a su lado.

—¡Mira! —exclamó ella, para desviar su atención de las lágrimas—. Mira mis pies. Están entrando en el agua. ¡Mira! ¡Están mojados!

La señorita Robinson fue hasta ella y la apartó del agua.

 

 

Hesketh llegó tarde a casa. —Amanda —dijo—. Quiero hablar contigo a solas.

Ella se situó ante él en la sala de consulta, latiéndole con fuerza el corazón por la zozobra, pues vio que estaba muy preocupado.

—Ha habido varios ingresos de enfermos en el hospital —dijo—. Me temo que tienen cólera.

—¡Hesketh! ¡Oh, es terrible!

—Sí. Del East End de Londres. No me sorprende. Toda esa suciedad en las calles. Las aguas fecales y...

Amanda pensaba en la epidemia de hacía no muchos años, cuando habían muerto catorce mil londinenses. Recordó que el padre de él había contraído esa temida enfermedad y había muerto.

—Querida —continuó él—, debo quedarme en el hospital. No puedo venir aquí, ya lo comprendes. Si logramos aislar la epidemia... mantenerla en el East End, podremos luchar mejor contra ella.

—Sí —respondió lentamente Amanda—. Lo entiendo.

—No sabemos cómo se ha propagado con tanta rapidez. Pero debemos tomar toda clase de precauciones. Voy a volver ahora al hospital. Tal vez pase algún tiempo antes de que volvamos a vernos.

—¡Oh, Hesketh!

—Lo sé, querida. Pero tiene que ser así. No me atrevo a volver aquí, donde estáis tú y los niños.

—No puedo dejar de pensar en tu padre —añadió ella.

—Él no se cuidaba. Te prometo que yo sí lo haré. Adoptaré toda clase de precauciones. Ya sabes, cariño, que los médicos son generalmente inmunes.

—Pero...

—Mi padre era imprudente. Trabajaba sin cesar. Nosotros somos varios, y seremos razonables. Tenemos que mantener esto a raya, y encontrar la forma de prevenir estas epidemias recurrentes. Oh, Amanda, querida, he sido más feliz de lo que jamás imaginé pudiera ser. Te tengo a ti... y a los niños. Volveré sano y salvo a tu lado. No temas.

Cuando salió, ella se dirigió a la ventana para poder verle una última vez.

El sol caía como plomo sobre los adoquines, y continuaba el intenso calor.

 

 

Kerensa salió sola de la casa. No se le permitía hacerlo, pero algo sucedía allí. Su madre no le había prestado atención cuando ella trató de hablarle de la mujer del parque. Kerensa estaba irritada; detestaba que no la escuchasen.

Confeccionó una nueva lista de sus amores. Frith ocupaba ahora el primer lugar; mamá, el segundo.

Parecía de pronto muy importante que informase a Frith de su ascenso al primer puesto. Se sentía enferma, aturdida y muy sedienta, y necesitaba alguien que la consolase. Y sentía también que quería ser mala, demostrarle a su madre que si ella no le escuchaba, había alguien que sí lo haría.

Le decían que no debía salir sola porque era una niña, y eso era absurdo, ya tenía seis años; y todo el mundo sabía que eso era ser muy mayor. Además, la casa de Frith estaba a sólo unas puertas de distancia.

Caminó hasta la puerta de la casa de Frith, sintiéndose muy importante pese a su dolor de cabeza y a sus párpados que parecían cerrárseles. Hizo sonar la campanilla, y abrió Napoleón.

—Hola, Napoleón —dijo.

—Vaya, es la pequeña señorita Kerensa —le respondió Napoleón.

—Soy la señorita Stockland —corrigió ella con altivez—. Ya no soy pequeña y me encuentro muy enferma.

—Oh, supongo que quieres ver al amo.

—Sí, por favor, Napoleón.

Le siguió escaleras arriba y, cuando él llamó a la puerta y oyó la voz de Frith, echó a correr por delante de Napoleón y se fue derecha a Frith.

—¡Kerensa! ¿Qué significa esto?

—Frith, yo... tú estás el primero ahora, y me siento mal y tengo dolores... muchos dolores...

Frith la cogió en brazos y la sentó sobre su rodilla. Ella oyó su voz, desde muy lejos le pareció, nombrándola. Le había puesto las manos en la cara y le estaba estirando la piel del párpado inferior. Luego, se levantó y la estrechó fuertemente entre sus brazos.

—Frith, Frith, ¿adónde vamos?

—Tú te vas a ir a la cama, aquí, en mi casa. ¡Napoleón! —llamó—. Vete en seguida a casa de la señora Stockland y dile que Kerensa está enferma. Dile que la voy a tener aquí, porque no creo que deba estar cerca de los otros. Ve enseguida y recuerda lo que he dicho.

Napoleón salió cojeando, y Frith subió la escalera hasta su habitación. Una vez allí, depositó a Kerensa sobre su cama, hablándole en susurros, con mas suavidad y ternura, pensó ella, de la que había utilizado jamás.

—No te preocupes, Kerensa. Frith está aquí. Yo te cuidaré, Kerensa.

 

 

Estaban ocupadas todas las camas del hospital; muchas personas yacían fuera, en el patio, en espera de ser admitidas, víctimas de todos los síntomas de la temida enfermedad... sed, diarrea intensa, calambres y postración. Morían a centenares, desplomándose en las calles del East End o tratando de arrastrarse hasta sus casas.

El cólera asiático, probablemente llevado al puerto de Londres por marineros extranjeros, se propagaba vertiginoso por las callejuelas. En los hediondos albañales, donde se congregaban las inmundicias, jugaban los niños y se multiplicaban los gérmenes del cólera. La infección ascendía a través del suelo, bajo el que estaban las abovedadas cloacas por las que arroyos contaminados iban a desaguar al río. En las miserables casuchas, en que se hacinaban hasta diez personas en una sola habitación, la infección se transmitía de una víctima a otra; las moscas, que se multiplicaban con rapidez durante aquellas semanas de verano, ayudaban a llevar la enfermedad de calle en calle; las ratas, que saltaban sobre los cadáveres putrefactos de los cementerios y vagaban mansamente en torno a las letrinas y las cloacas, penetraban audaces en las casas para desempeñar su papel en la danza horrenda de la muerte.

Hesketh trabajaba durante todo el día y gran parte de la noche, robando horas al sueño cuando era posible. Había otros como él, hombres nobles y abnegados que se movían entre los afligidos, llevando, a pesar del riesgo, consuelo, además de curación, a los pacientes.

Hesketh encontraba satisfacción en su trabajo, pero se mostraba crítico consigo mismo. La muerte de Bella gravitaba todavía pesadamente sobre su conciencia, y, siempre que hacía algo para salvar una vida, pensaba: «Una vida salvada. Si destruí una vida, he salvado otras.»

Pensaba constantemente en su familia y anhelaba regresar junto a ella. A cada momento se preguntaba si el destino le reservaba algún duro golpe. Tenía un hogar feliz, una familia a la que atender. Siempre había deseado esto por encima de todo. Pero sólo a través de la muerte de Bella lo había conseguido. No podía olvidarlo. Si el pequeño Dominick no hubiera nacido ciego, ¿lo habría olvidado ya? Se lo preguntaba con frecuencia. Era, sin duda, una necedad pensar ni por un momento que la ceguera de Dominick fuese un castigo para él, un golpe del Cielo en los nudillos. Sin embargo, cada vez que miraba el rostro ciego del pequeño le parecía ver a Bella tendida en la cama, riéndose de él, burlándose de él.

—Deberías dormir ahora que puedes —dijo el médico joven que se hallaba tumbado a su lado.

Se volvió y le miró: Tom Barnardo, un joven fanático del trabajo, de poco más de veinte años y recién licenciado, un joven de rostro dulce e idealista y una indefinible cualidad que hacía que los niños le adorasen.

—El sueño se resiste a venir, justo cuando uno lo necesita —respondió Hesketh.

—Estás demasiado cansado —observó Barnardo.

—Supongo que sí. ¿Qué opinas de la teoría de Budd?

—Probablemente es cierta. Pero no creo que sea toda la solución.

—Yo también creo que Budd tiene razón. Procede de las cloacas, y tenemos que asegurarnos de que el agua potable no esté contaminada. Ahí es donde radica el problema.

—Bueno, esta vez hemos conseguido aislarla mejor. Apenas si hay un solo caso fuera del East End, según tengo entendido. Y, cuando consideras los últimos brotes...

—Sí —respondió Hesketh.

—¿Sabes? —dijo Tom Barnardo—. Tú no deberías estar aquí teniendo familia...

—¿No crees que deberíamos estar todavía más aquí?

—Quizá. Pero tú tienes una familia... niños pequeños, ¿no? —Es cierto.

—¡Ah, los niños! Ése es el problema. Hoy he encontrado uno que vagaba por las calles, sin hogar. Su madre, muerta; su padre, muerto. Le he dicho: «¿Y qué vas a hacer? ¿Por qué no te vas a casa?» Me ha respondido: «¿A casa? Yo no tengo casa, señor.» Lo he traído al hospital para hacerle un reconocimiento. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarle en la calle? Hay cientos, muriendo todos los días, no sólo de cólera, sino también de inanición. Niños sin hogar... ¡Imagina!

—Es terrible. La miseria de esta parte de Londres debería hacer llorar a la gente.

—Si la mirase —replicó con desdén el joven—. Pero ¿se entera alguien? No. Todo el mundo pasa de largo, por el otro lado de la carretera. Todos nuestros caballeros y nuestras damas, todos nuestros dignatarios eclesiásticos... Lo siento. Me exaspero al pensar en ello.

—Tú también deberías intentar dormir.

—Sí, dormir y soñar. ¿Sabes qué quiero hacer cuando todo esto haya terminado? Fundar un asilo, un asilo en el que se pueda albergar a estos niños, a estos desamparados. Quiero vestirlos, alimentarlos y prepararlos para ocupar un lugar en el mundo.

Hesketh sonrió al joven Tom Barnardo, mientras éste continuaba hablando, detallando los planes de su noble sueño.

Y siguieron hablando hasta que, exhaustos, se durmieron.

Despertaron a otro día de sofocante calor, de enfermedad y horror... y sueños.

 

Kerensa apareció tras su enfermedad más alta y delgada, silenciosa y seria en ocasiones.

Recordaba muy poco de lo que había sucedido después de que Frith la llevara a la cama; sabía que estaba muy enferma y que los otros niños no debían ir a verla para que no se pusieran enfermos también. Sólo Frith podía acercarse a ella, porque era tan listo que él sabía cómo no caer enfermo.

Durante largo tiempo permaneció tan débil que yacía inmóvil en la cama. El propio Frith la alimentaba utilizando una pequeña tetera provista de un curioso pitorro, y durante mucho tiempo ella fingió estar demasiado débil para poder sostener la taza, porque quería que Frith le siguiera dando la comida a la boca. Quería que estuviese todo el tiempo con ella. Él ocupaba, ya para siempre, el primer puesto de su lista.

Los días fueron refrescando, y llovía mucho. —Eso es bueno —dijo Frith—. Eso se llevará toda la inmundicia. Es lo que queremos.

—¿Por qué?

—Bueno... ha hecho demasiado calor, y eso es malo para las personas que están enfermas.

—¿Hay muchas personas enfermas?

—Muchísimas.

—¿Más enfermas que yo?

—Mucho más. No me tenían a mí para cuidarlas.

La niña sonrió, complacida. Parecía justo que a ella, Kerensa, la cuidase el mejor médico del mundo.

—Pronto podrás recibir visitas —dijo él—. Eso te gustará.

Ella se encogió de hombros.

—Sólo quiero que estés tú.

—Oh, vamos, ya has tenido demasiado de mí. «La variedad es la salsa de la vida.»

—No me importa. Yo no quiero salsa. Te quiero a ti.

Pero tuvo visitas. Estaba su madre, que se mostró muy afectuosa y que, evidentemente, había permanecido muy asustada durante todo el tiempo de la enfermedad de Kerensa; le mantuvo la mano cogida y la besaba sin cesar. Kerensa estaba contenta por su atención; resolvió que su madre estaba muy cerca del primer lugar de la lista y que, si no hubiera existido una persona tan maravillosa como Frith, podría haber ocupado el primer puesto.

Estaba también Dominick, palpándole, sonriente, la cara. ¡El inteligente Nick, que sabía quién eras con sólo tocarte los ojos y la nariz!

—Hola, Nick.

—Hola, Kerrie. ¿Cuándo vas a venir a casa?

—No sé. He estado muy enferma. Supongo que tendrán que seguir cuidándome durante mucho tiempo aún.

Leigh estaba allí, mirándola con timidez y tratando de fingir que no estaba a punto de echarse a llorar de pura alegría porque ella no se había muerto. Kerensa sabía que, si Leigh hubiera tenido una lista, ella habría estado en el primer puesto.

La señorita Robinson dijo:

—Pronto volveremos a dar las clases, ¿verdad?

—Tú, acaso —respondió Kerensa—. Yo, no. Todavía tengo que ponerme mejor.

Cuando todos se hubieron marchado, Frith se acercó a su cama, sonriendo.

—Ya no necesitas aparentar estar tan débil, chiquilla.

Has desempeñado a la perfección el papel de pequeña inválida.

—¡Pero todavía soy una inválida, Frith!

—No. Estás mucho mejor. Bien, ¿qué es lo que ocurre?

—¿Tendré que irme a casa cuando esté mejor? —Por supuesto.

—Entonces, no quiero ponerme mejor. Quiero vivir contigo.

—El capricho del momento — replicó él—. Sin embargo, es una bonita idea.

Lilith fue a verla el día siguiente, y fue sola.

Kerensa se sentó ceremoniosamente en la cama para recibir a su visitante.

—O sea que ya pronto vas a venir a casa —dijo Lilith.

—No puedo ir hasta que me recupere.

—Leigh te ha echado mucho de menos. No ha hecho más que hablar de ti. Supongo que tú también le has echado de menos a él.

—He estado demasiado enferma —respondió Kerensa. Luego, pensó en Leigh, con sus ojos solemnes y oscuros, y en las muchas veces que había ocultado sus travesuras a los ojos de sus padres o de la señorita Robinson. Kerensa era muy cariñosa—. He echado de menos a Leigh —dijo—.Me gustaría que pudiera venir aquí con Nick a veces... cuando no está Frith.

—Bueno, quizá pueda venir ahora que te estás poniendo bien.

Entró Frith.

—Vaya —dijo—. Otra visita.

Kerensa se puso súbitamente en guardia. Había en su voz algo diferente cuando hablaba con Lilith, también en sus ojos cuando la miraba.

—¿De modo que Lilith te ha hecho el honor de visitarte? —Fingía hablar a Kerensa, pero, en realidad, le estaba hablando a Lilith. Acercó su silla a la de Lilith y continuó mirándola—. ¿Qué tal encuentras a nuestra paciente?

—Muy bien. Ha sido maravilloso por tu parte, Frith, cuidar de ella como lo has hecho.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Simplemente, se me metió en casa, con gérmenes del cólera y todo.

—Yo no lo sabía —protestó Kerensa, con aire ofendido.

—Es muy lista nuestra Kerensa —dijo Frith—. Sabe cómo sacar partido de sus desventajas.

Kerensa deseaba que no hablase así; sentía que hablaba a Lilith y a ella la excluía.

Habría odiado a cualquiera que no fuese Frith por hablar así. En verdad, odiaba a Lilith por hacer que Frith la mirase a ella en lugar de a su pequeña enferma.

Estaban hablando ahora... uno al otro, olvidados por completo de Kerensa.

La niña sabía que Lilith era muy guapa. No había pensado en ello antes. Lilith llevaba un gran sombrero que a Kerensa le había parecido un tanto ridículo cuando entró en la habitación. Ahora Kerensa no estaba segura de que fuese ridículo. Las cintas del sombrero eran muy brillantes; y el miriñaque de Lilith era enorme... mucho mayor que los que llevaban la mayoría. Daba la impresión de que había tanto miriñaque y tan poca Lilith que había que mirar con atención para verla.

«Vete —murmuró para sus adentros—. ¡Estás echándolo todo a perder!»

Y, por fin, Lilith se levantó para marcharse. Frith se dirigió con ella hacia la puerta.

—Frith —dijo Kerensa—. Frith, quédate aquí.

Él se volvió y le sonrió, pero no era la misma sonrisa que tenía para Lilith. Era una sonrisa distante, de adulto.

—Enseguida vuelvo —respondió, y salió con Lilith. Pero no volvió enseguida. Kerensa permaneció tendida, inmóvil, aguzando el oído para oír el ruido de la puerta de la calle al cerrarse; no sucedió nada.

Estaban juntos, riendo juntos, contándose secretos; y habían salido de la habitación porque querían estar solos.

Estaba congestionada y furiosa; lloró un poco.

—¡Es porque estoy muy débil! —exclamó lastimeramente. Pero ¿de qué servía hacerse la inválida cuando no había nadie que la viera y la oyese?

Le pareció que pasaban horas y horas antes de que oyese cerrarse la puerta de la calle, y saltó de la cama y miró por la ventana, pero no podía ver la acera sin abrirla, y no se atrevía a hacerlo.

—¿Qué haces fuera de la cama? —Era Frith, de pie en el umbral, mirándola.

Se acercó a ella y la cogió en brazos.

—¡Estás ardiendo! Métete ahora mismo en la cama.

—Me has dejado sola demasiado tiempo —protestó Kerensa.

Frith soltó una carcajada y la echó sobre la cama como si fuese un fardo. La tapó, y ella le echó los brazos al cuello. Quería preguntarle si ella estaba en el primer puesto de su lista, pero no se atrevía porque temía que, si le decía la verdad, la respuesta pudiera no ser: «Sí».

 

 

La familia de Amanda aumentaba en torno a ella. Había ahora dos niños más: Martha y Dennis. Estaba satisfecha con su familia. Dennis, el pequeño, era un bebé sano y fuerte; en cuanto a Dominick, no lo cambiarían por nada... era el preferido de todos; Claudia tenía cuatro años, y Martha —que se llamaba a sí misma Martie—, dos.

Lilith también estaba contenta. Leigh tenía ahora catorce años y era alto y atractivo, un orgullo para la casa, según decía el doctor; y Lilith estaba convencida de que el doctor le quería tanto como a sus propios hijos. Aunque esto pudiera parecer sorprendente a algunos, no lo era para Lilith. Su hijo representaba todo lo que debía ser un hijo, y, cuando le miraba, le brillaban los ojos, no sólo de orgullo, sino también de triunfo. Ella le había moldeado; ella le había hecho conforme a sus propios deseos; y todo lo que había planeado para él parecía próximo a hacerse realidad.

Él quería ser médico; eso era porque el hombre a quien ahora llamaba padre, como los otros niños, era médico. Pasaban mucho tiempo juntos, y Leigh había comunicado sus deseos al benefactor que había sido también un padre para él. Su educación era dirigida con el máximo cuidado, y, si bien Leigh nunca sería un médico brillante —aunque así lo creía fervientemente Lilith—, sería, con seguridad, un médico concienzudo.

A los catorce años, había salido ya a estudiar fuera de casa, y esto significaba que Kerensa había tomado a su cargo a los otros niños.

Fue un día poco después del décimo cumpleaños de Kerensa, un día que ella recordaría años después.

Estaba echada en el suelo de la nursery, leyéndole un libro a Dominick, a quien le encantaba que le leyesen. Él estaba sentado en el suelo también, apoyado contra una pata de la mesa, girando la cabeza con aquel peculiar aire de excitación que nunca dejaba de intrigar a los demás, pues había comprendido que en el mundo de Dominick había muchas cosas que ellos ignoraban. A todos los niños les gustaba oírle contar lo que experimentaba cuando caminaba por el jardín y se detenía bajo el peral o se arrodillaba para tocar el macizo de flores que Padnoller cuidaba con tanto esmero. A él, a su vez, le gustaba que le contasen lo que veían, los colores y las formas; le gustaba que le llevasen hasta las cosas de las que hablaban para poder tocarlas y olerlas mientras las nombraban. Era éste un juego que practicaban con frecuencia y del que nunca se cansaban.

Kerensa había terminado el relato y, mientras cerraba el libro, miró a su hermano y vio en su rostro la expresión de éxtasis que siempre le hacía desear entrar en su mundo sin luz.

—Nick —dijo suavemente.

Él alargó una mano, y Kerensa se la cogió. Dominick le tocó la cara con la otra.

—Kerry, ¿qué hay de extraño en este cuarto? Es diferente de los otros cuartos. ¿Por qué?

—Supongo que porque es nuestro cuarto. Está desordenado. Hay cosas por toda la mesa. Están los bloques de Martie y la muñeca de Claudia. Y está la caja de lápices de alguien. Y en el suelo estamos ahora nosotros y el libro.

—Hay algo más también. Háblame de este cuarto, ¿quieres, Kerrie? —Se puso en pie y alargó la mano—. Llévame por él y déjame tocar todo, y cuéntame cómo es.

Kerensa se levantó y se puso a su lado. Luego, recogió el libro y lo puso sobre la mesa, pues una de las reglas de la nursery era que no se debía dejar nada en el suelo para evitar que Dominick tropezase. Era una regla que Kerensa —descuidada en todo lo demás— nunca olvidaba y se encargaba de que ninguno de los otros la olvidase tampoco.

—Empezaremos por la ventana —dijo—. Éstas son las cortinas. Son una especie de terciopelo... listas y listas de terciopelo, todas unidas. Lo llaman felpilla, o algo así.

—Es suave. ¿Es bonito?

—Sí, y es rojo oscuro.

—Rojo —dijo Dominick.

—Las manzanas son rojas a veces —explicó Kerensa—. Y las ciruelas son rojas. Este color se parece más a las ciruelas que a las manzanas. Tus mejillas son rojas, y también las mías; pero es otro rojo. El rojo es un color bonito. A mí es el que más me gusta de todos... porque es un color que te sale al paso.

—¿Sí?

—Bueno, no en realidad, pero lo parece. Cuando está con otros muchos, parece decir: «Mírame. ¡Soy rojo!»

Rieron los dos. Kerensa siempre le hacía comprender las cosas mejor que nadie.

—Y luego está la ventana —continuó—. Se puede ver a través de ella porque es de cristal. Abajo está el jardín.

—La cosa no está fuera —dijo Dominick—. Está en este cuarto.

—¿Está aquí sólo cuando está papá?

—Sí, y a veces cuando está mamá, pero sólo si está él también.

—Me pregunto qué será. ¡Oh!, ¿qué será?

—Llévame por el cuarto.

—Ya conoces la alfombra. Es del mismo color que las cortinas.

—¡Como las ciruelas! —exclamó Dominick, echándose a reír porque la idea le había dado dentera. Las últimas ciruelas que había comido estaban muy agrias.

—Aquí hay una silla. Ya conoces las sillas, ¿no? Te has sentado en todas. —Sí, las conozco.

Acarició cariñosamente una de ellas.

—Llévame al armario —dijo Dominick.

Kerensa así lo hizo, y él lo tocó. Palpó los entrepaños y el pomo de la puerta, que era giratorio.

—¿Podría un hombre grande como papá asustarse como se asustan de la oscuridad los niños, los niños que pueden ver?

—Yo creo que quizá los mayores se asustan también —respondió Kerensa—. Los mayores son unos simuladores terribles. A veces creo que son iguales que nosotros, sólo que más grandes.

—Sí —asintió Dominick—, igual que nosotros, sólo que más grandes. Kerrie, ¿qué es un esqueleto?

—Huesos, cuerpos muertos. Los vemos en los cementerios. ¡Uf! ¡Horribles! Alégrate de no poder verlos, Nick.

—Ponen esqueletos en los armarios, Kerrie. El otro día oí a Padnoller decírselo a la cocinera. Dijo: «Ése sí que es un buen esqueleto en el armario.» Kerrie, ¿hay un esqueleto en este armario?

—¡Oh, esqueletos en armarios! —exclamó, desdeñosa, Kerensa—. Eso es sólo una de las tonterías que dicen y que no son reales. No se trata de esqueletos de verdad. Significa, creo, que hay un secreto malo.

—¿Un secreto en el armario?

—No, no en el armario... sino en cualquier parte... un secreto del que los mayores no quieren que se hable abiertamente... sólo lo comentan en susurros cuando creen que los pequeños no les oímos.

—Kerrie, yo creo que hay algo en este armario. —Abrió la puerta—. Hay un olor raro. Dime qué hay en el armario.

—Están el engrudo y la brocha en el estante de arriba, con nuestros álbumes de recortes. En el otro estante hay libros, con nuestros cuadernos de ejercicios. Hay un tintero.

—Todo en este armario huele de forma distinta a lo demás. ¿Lo notas?

—No.

—Estos libros tienen otro olor además del suyo propio. Mete la cabeza, Kerrie. Huele. Es como cascara de naranja.

—A lo mejor guardaban naranjas aquí.

—Como manzanas también... manzanas que se han ido arrugado y se han podrido por dentro.

—Puede que guardaran fruta aquí.

—Pero es sólo como frutas. No las frutas mismas. Aquí hay uno de esos esqueletos, Kerrie. Por eso papá es tan diferente en este cuarto.

—Nick, no le hables a nadie del esqueleto. Vamos a encontrarlo y nos lo quedamos para nosotros.

—Sí —dijo Dominick—. Yo creo que es un esqueleto malo, Kerrie.

—¿Como lo sabes?

—Porque papá y mamá están más tristes aquí que en ningún otro sitio.

Cerraron la puerta del armario y volvieron a sus puestos en la mesa. Kerensa leyó otro cuento y se olvidó por el momento del armario. Pero lo recordó más tarde y buscó a Lilith.

Nunca le había gustado Lilith, pero su aversión había aumentado desde su enfermedad. Todas las emociones de Kerensa eran violentas; la indiferencia era algo que rara vez sentía. Sabía ahora que había otro secreto de los adultos por descubrir, y éste era para ella mucho más importante que el del armario porque se refería a la relación entre Frith y Lilith.

Sabía, por intuición, que tenía más probabilidades de descubrir el secreto a través de Lilith así que le formuló de sopetón una pregunta, esperando cogerla desprevenida:

—¿Qué había en la nursery antes de ser nursery}

Tuvo la satisfacción de ver sobresaltarse a Lilith.

—Bueno, había un dormitorio.

—¿De quién era el dormitorio?

—¡Qué preguntas haces! ¿Por qué quieres saberlo?

—Porque me gusta saber lo que pasaba antes de nacer yo.

—Siempre he creído que imaginabas que el mundo no empezó hasta que tú naciste.

—Oh, sí que empezó antes. En el principio lo hizo Dios, ¿no? Y estuvieron primero Adán y Eva. Eso fue años y años antes de nacer yo.

—¡Me sorprende que no hiciera una Kerensa en vez de una Eva!

Kerensa consideró con seriedad esto y convino en que habría sido una buena idea.

—Bueno —dijo—, no lo hizo. Pero ¿de quién era la habitación?

—Era de la esposa de tu padre... de su primera esposa.

Kerensa sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo. ¡La esposa que su padre había tenido antes de casarse con su madre! Aquí había una pista de las relaciones entre hombres y mujeres. ¿No podría ser que, si descubría el esqueleto del armario de la nursery, llegaría comprender la relación entre Frith y Lilith?

—Hay un olor raro en el armario. ¿Qué se guardaba allí?

—¿Quieres que te lo diga? Whisky, coñac y ginebra. Sabes lo que son, ¿verdad? —Sí.

—Bueno, no sigas hablando de ello, porque a tu mamá podría molestarle. ¿Sabes? La primera señora Stockland era tan aficionada a esas bebidas que las guardaba bajo llave en ese armario. Es extraño que hayas notado su olor.

—Ha sido Dominick.

—Comprendo. Bueno, no vayas a contarle a nadie lo que te he dicho, ¿eh? Podría disgustarle a tu mamá.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuántas veces al día dices eso?

—Tengo que preguntar. ¿Cómo voy a saber nada si no?

Lilith la miró tímidamente. Era una niña preciosa, encantadora, la más atractiva de todos los niños, con excepción, claro está, de Leigh y, dirían algunos, Dominick. Lilith deseaba que Kerensa le tomase afecto; habría estado dispuesta a hacer de ella su favorita. Comprendía tan bien su carácter y su comportamiento que simpatizaba con ella. Resultaba extraño que Kerensa pareciese decidida a mostrarse la menos amistosa de todos. Además, Lilith tenía planes para Kerensa: Kerensa y Leigh se casarían algún día.

—Claro que tienes que hacer preguntas si quieres saber —le respondió conciliadora—. Bueno, mira. Te voy a decir una cosa. La primera esposa de tu padre estaba en esa habitación... día y noche permanecía en ella porque se encontraba muy enferma. Y le gustaba beber, lo que era malo para ella. Guardaba la bebida cerrada bajo llave en ese armario para que nadie supiera cuánto bebía. Y, ahora, ni una palabra de esto, recuerda. No fue un matrimonio feliz, y tu padre quiere olvidar todo lo referente a él, así que no vayas a empezar con tus cómos y tus porqués y tus cuándos, ¿eh?

—No —respondió Kerensa, más excitada de lo que quería demostrar—. No diré nada.

Fue en busca de Dominick y le dijo:

—He encontrado el esqueleto, Nick. El olor es de coñac, ginebra y whisky. Papá tuvo una esposa antes de mamá, y fue muy desgraciado, así que quiere olvidar.

Dominick asintió lentamente con la cabeza.

—Sí. Ponen la voz de «quiero olvidar».

—O sea que no debemos decir nada, Dominick. A nadie. Me alegro de que no fuese un esqueleto de verdad debajo de la tarima. No me habría gustado.

—Yo me alegro de que sea algo ya terminado, Kerrie.

Kerensa asintió, pero no estaba segura de que ese tipo de cosas acabaran nunca.

Era mayor que Dominick y estaba convencida de que, pese a toda su sabiduría, él no sabía tanto como ella acerca del extraño mundo de los adultos.

 

 

Los años transcurrían plácidos para Amanda, señalados por los días de fiesta: los cumpleaños de los niños en que se celebraban alegres reuniones en la biblioteca; Navidad, cuando se instalaba un árbol resplandeciente, adornado de oropel y cuajado de regalos, según la moderna costumbre que había popularizado el príncipe consorte; las vacaciones de verano pasadas en el campo con la madre de Hesketh. Su vida estaba consagrada a Hesketh y los niños. Sabía que Hesketh era feliz ahora y que se habían apaciguado ya los remordimientos de conciencia que había padecido durante los primeros años de su nuevo matrimonio. La idea de que Dominick había nacido ciego a causa del pecado de su padre al amar a Amanda antes de que Bella muriese, estaba del todo abandonada. Tenían ahora al pequeño Dermis, un niño robusto y sano, no tan encantador como Dominick, cierto, pero ¿quién podía ser tan encantador como Dominick?

Amanda pensaba a menudo con cariño en sus hijos. Ninguno de ellos se mostraba celoso de Dominick, hacia el que nadie podía por menos de manifestar la mayor ternura. Claudia y Martie reñirían por una muñeca o un libro de láminas, pero ninguno de ellos negaría nunca a Dominick lo que quisiese. Quizás ello se debía a que Dominick nunca pedía nada que, sospechara, querían los otros. Amanda había empezado a pensar que la dolencia de Dominick no era en absoluto una dolencia, ya que el niño ciego parecía infundir en los demás sentimientos de bondad, tolerancia y responsabilidad hacia los débiles.

Y así, aparte de pequeños temporales, ligeras preocupaciones, pequeñas diferencias, eran una familia feliz.

Hasta Lilith estaba contenta. Su relación con Frith era irregular, pero duraba ya tanto tiempo que, sencillamente, parecía una clase poco usual de matrimonio. Frith nunca se había casado; parecía satisfecho con las cosas tal como estaban. No era un trabajador concienzudo como Hesketh. Amanda sospechaba ahora que sus deseos de ejercer una profesión, en aquellos lejanos días de Cornualles, habían sido, simplemente, un deseo de escapar a las restricciones de la vida campesina. Tenía una pequeña pero selecta clientela de personas ricas, principalmente mujeres. No se privaba de placeres y viajaba mucho, pasando fuera de Inglaterra la mayor parte del invierno y dejando que su ayudante se ocupase de las adineradas dientas. «Me aprecian más —decía— si no estoy siempre con ellas.»

Era egoísta y perezoso, declaraba; él nunca se habría interesado por el asilo del doctor Barnardo, como había hecho Hesketh. Hesketh era muy serio y estaba resuelto a que su vida fuese útil a los demás. Lo hacía trabajando siempre de firme, sin rehuir esfuerzos, dedicando gran parte de su tiempo a la caridad.

Amanda había estado con la hermana de Frith, Alice, y Anthony suprimo, cuando visitaron Londres. Frith dijo que era absurdo que no se reuniesen.

Ella había disfrutado reanudando su relación con Alice; descubrieron que tenían muchas cosas en común, ya que Alice había dado a luz seis hijos. En cuanto a Anthony, Amanda se preguntaba cómo había podido temer a aquel rechoncho hombre de edad madura. Imaginaba que le guardó un poco de resentimiento por haber huido de él, pero pronto lo había olvidado. Al fin y al cabo, no había perdido nada con su marcha, pues él era ahora el heredero de su padre y Amanda estaba segura de que Alice era para él una esposa más satisfactoria de lo que ella habría sido jamás.

Alice dijo que la madre de Amanda hablaba de ella con frecuencia y que le gustaría conocer a sus nietos. Quizá, sugirió Alice, la próxima vez que ella y su marido visitaran Londres, la podrían llevar con ellos.

Cuando Alice y Anthony regresaron a Cornualles, Amanda empezó a recibir cartas de su madre. Eso resultaba confortante. Era como curar una vieja herida.

Y así transcurría el tiempo. Cumpleaños, Navidades, pequeñas enfermedades de los niños, verlos crecer, preocupándose un poco por ellos, amándolos mucho; ésta era la vida familiar que siempre había anhelado.

Con Denis, de cuatro años cumplidos ya, y una niñera, además de la señorita Robinson, para ayudar a atender a los pequeños, Amanda se encontró con que disponía de tiempo para colaborar con Hesketh en sus obras de caridad. Esto había comenzado cuando fue con él al nuevo asilo de Tom Barnardo en el East End y había visto a los niños que este buen hombre recogía en las calles, y escuchado las lastimosas historias que contaba.

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