Lilith

Lilith


CAPÍTULO 02

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—No es tontería. Es magia —insistió Lilith. —Dejad ya eso —concluyó William, y fustigó al caballo.

Lilith no paró de hablar en todo el rato; tenía una provisión abundante de historias, la mayoría de las cuales se las había oído a la abuela Lil. No quería dejarles olvidar el incidente que había turbado a Amanda y William y tanto le había regocijado a ella. Les contó cómo, cuando la abuela Lil fue a Altarnon con un buhonero que conocía, montada a la grupa de su caballo, había visto a una loca que estaba siendo sumergida en el pozo de St. Nun.

—Se hundió, gritando como si estuviera poseída por un millón de demonios, y salió tan cuerda como cualquiera de nosotros. Hay magia en los pozos de Cornualles, porque fueron bendecidos hace mucho tiempo por nuestros santos.

Luego Lilith empezó a cantar; tenía una potente y agradable voz de mezzosoprano que parecía más poderosa aún por provenir de una personilla tan menuda. Cantó la melodía de la Furry Dance, acomodando en ella su propia letra acerca de una pareja que se había conocido en St. Keyne y sobre un hombre que había dejado que una doncella llegara allí antes que él. Luego pasó a entonar canciones de Navidad: Mientras estaba en la soleada orilla y El señor y la señora empezaron la jarana. Y William y Amanda unieron sus voces a la de ella.

Llegaron por fin a las proximidades de Leigh House, donde se bajaron las dos niñas, y William continuó hacia la granja Polgard.

Amanda quería estar callada, pero Lilith dominaba aún la situación.

—Estás enfadada —afirmó.

—No.

—Sí, lo estás. Y te voy a decir por qué. Es por lo que ha pasado en el pozo. Tú has llegado allí antes que William, y eso significa que, si os casarais, tendría que mandar él.

—Te prohíbo que digas esas cosas. Sería imposible que William y yo nos casáramos.

—Cualquier joven puede casarse con cualquier muchacha.

—Olvidas quién soy yo y quién es él.

—Tú lo olvidaste al venir con nosotros.

—No lo he olvidado ni un solo momento.

—Pues deberías olvidarlo. Pero no eres mejor que nosotros, no mucho, por lo menos, no lo suficiente para hacer imposible que te cases con él.

—Jamás he oído semejante estupidez, y quisiera que me hablases con más respeto. De hecho, voy a insistir en que lo hagas.

Lilith se adelantó contoneándose y la miró con burla por encima del hombro.

—Amanda, ¿conoces el retrato de la galería, el del hombre de pelo amarillo y ojos del mismo color también que los tuyos?

—¿Te refieres a mi abuelo?

—Sí. Tu abuelo... y el mío.

—¿Tu abuelo?

—Sí. Mi padre era hijo suyo como lo es el tuyo.

La abuela Lil trabajó en la casa. Él la casó con el abuelo Tremorney, pero eso no cambia nada, ¿verdad? Es mi abuelo, tanto como tuyo. Y también lo es de William.

Lilith echó a correr, riendo, volviéndose para mirar por encima del hombro. Amanda la siguió con pasos vacilantes, tropezando con las ásperas piedras de la carretera, que le herían los pies a través de las finas suelas de sus zapatos de casa.

 

 

Laura Leigh permanecía acostada en su lecho de enferma. Las cortinas estaban corridas; las ventanas, cerradas; se hallaba encendido el fuego de la chimenea, y sólo sabía que aquel día de finales de septiembre era un día de sol radiante porque penetraba un poco a través de la rendija que había quedado entre las cortinas al no haberlas corrido del todo una de las doncellas.

Le dolía la cabeza; le dolía el cuerpo; pero esos dolores físicos no eran tan penosos como el resentimiento que albergaba su corazón.

Su marido estaba fuera; había ido a visitar a su hermano, que vivía en los límites de Devon y Somerset, y permanecería ausente varias semanas. Se alegraba de que se hubiera ido. Durante su enfermedad, mientras yacía en aquella habitación creyendo que nunca saldría de ella, era como si la verdad se hubiera negado a ser dejada fuera, lo mismo que se negaba a quedarse fuera la luz del sol que en ese momento le hería los ojos. Había penetrado por aquella rendija abierta en la cortina de la hipocresía y era dolorosa, tan dolorosa como la luz del sol para sus fatigados ojos.

Alargó la mano para coger el frasco de sales. Se sentía débil cuando se movía. Pero se pondría mejor, como se había puesto mejor después de aquellas otras pruebas; y, con el tiempo, retornaría la orden, pues se trataba de una orden, cualesquiera que fuesen los suaves términos en que fuera expresada: «Iré a tu habitación esta noche.»

Había oído cómo rezaba por ella durante su enfermedad. ¿Para que hubiera más suerte la próxima vez? Quizá. ¿Para que el Señor se dignara conceder a Paul Leigh un hijo varón?

La omnipotencia divina podía proporcionar cualquiera de las dos cosas: un milagro en la forma de un hijo varón para Laura, o un acontecimiento natural como la muerte de una esposa, un discreto intervalo y, luego, el matrimonio con otra a cuya habitación pudiera ir.

¿Debía compadecerle? Sabía que, a su manera, sufría tanto como sufría ella a la suya. Tenía que luchar contra la sensualidad. Eso era algo que no le había pasado inadvertido. Si hubiera pensado de otra manera, podría haber sido como su padre. ¡Oh, sí, también él tenía que llevar su cruz!

De modo que allí estaba, sin un hijo varón que ofrecerle, sin nada más que un cuerpo que era un poco más débil de lo que había sido antes, un cuerpo que tenía menos probabilidades aún de cumplir sus fines.

Se echó a llorar a causa de la debilidad que sentía. Luego recordó su niñez y lo feliz que había sido en su casa. Su padre había sido un hombre alegre y bien humorado; su madre había sido un poco dominante, pero cariñosa y compasiva. Al volver la vista atrás, aquellos días parecían muy felices, todas las congojas de la infancia se esfumaban; todas las alegrías quedaban realzadas por la diestra tiza del recuerdo.

Habían sido tres hermanas y dos hermanos. Dos de ellos habían muerto ya. Los otros estaban casados; sus dos hermanas pertenecían a la alta sociedad de Londres, disfrutaban de alegres bailes y excursiones al Parque, viendo la coronación de la reina y la apertura del Parlamento. ¡Qué vida se daban! Y ella estaba aquí, en una casa que su dueño había convertido en triste y sombría, enfrentada continuamente a su incapacidad para darle un hijo varón.

¡Si pudiera volver a ser niña! En esta época del año estarían pensando en ir a la Feria de San Mateo. Su padre siempre les había llevado allá. Veían a la mujer barbuda y al hombre gordo; se acordaba de la adivina que le había dicho que se casaría con un lord; sentía casi el sabor del pan de jengibre y de los refrescos; percibía casi el olor a carne de buey tostada.

Se abrió la puerta y entró Amanda en la habitación.

—¿Estás despierta, mamá?

—Sí, tesoro. ¿Qué querías?

—Verte. ¿Qué tal tu cabeza?

—Me duele mucho.

—Entonces, no te molestaré.

—Quiero hablar contigo, Amanda.

¿Se acercó de mala gana a la cama? ¿Estaba deseando salir de la habitación de la enferma? ¡Pobrecilla Amanda! ¿Qué clase de vida era la suya, viviendo en aquella casa?

—Estaba pensando —dijo Laura— que yo a tu edad iba siempre en esta época del año a la Feria de San Mateo. Era una auténtica fiesta. ¿Te gustaría ir a la Feria?

—Sí, mamá, claro. Pero... ¿lo permitiría papá? Laura agarró la sábana y sus dedos formaron un pliegue en ella antes de responder. Luego, continuó:

—Ve a buscar a la señorita Robinson y, cuando la encuentres, tráela aquí.

Amanda salió y Laura reflexionó un instante su propia postura de rebeldía. ¿Se habría vuelto loca? Decían que estas cosas hacían enloquecer a veces a las mujeres. Cuando su marido regresara le diría: «Le di a la señorita Robinson permiso para llevar a Amanda a la Feria.» Podía imaginar su asombro trocándose en horror. Él creía que todas las ferias —de hecho, todo lo que tuviera como finalidad la diversión— estaban hechas por demonios que actuaban siguiendo las órdenes de Satanás. Bien, por una vez sería demasiado tarde para impedirle hacer algo que deseaba. Y quizá también, pensó, recuperando la cordura, no hacía ninguna falta decírselo.

Entró Amanda, acompañada de la señorita Robinson.

—Oh, señorita Robinson —dijo Laura—, a Amanda le gustaría ir a la Feria de San Mateo. No veo por qué no habría de llevarla usted. La excursión les hará bien a las dos. Es el uno de octubre, mañana, creo. Dígale a Steert que les lleve en la calesa. Amanda, puedes traerme un confite. Recuerdo el primero que tuve. Era un corazón rosa atravesado por una cinta azul.

Amanda y la señorita Robinson estaban demasiado sorprendidas como para poder hablar.

Pero al día siguiente, que era el uno de octubre, emprendieron la marcha en la calesa en dirección a la Feria de San Mateo.

 

 

Los sitios, pensó Amanda, deben de variar según la compañía en que se esté al visitarlos. Durante la primera media hora, la feria era un lugar abarrotado y ruidoso, un poco vulgar, no precisamente el más apropiado para una dama; eso era porque la veía en compañía de la señorita Robinson; con Lilith, estaba segura, habría mostrado un centenar de estímulos y placeres. La señorita Robinson tenía a Amanda agarrada de la mano con fuerza; llevaba muy erguida la cabeza y se recogía la falda para que no resultara contaminada por la bulliciosa muchedumbre. Amanda nunca había visto tantas personas reunidas en un solo lugar y dedicadas a una sola cosa: divertirse.

—¿Le echo la buenaventura, señorita? —la vieja gitana miró con avidez el rostro de la señorita Robinson—. Dios mío, tiene usted la suerte retratada en la cara.

Estaba también la mujer gorda con su cofia y sus grasientos rizos.

—¡Pastel de jengibre, señoras! ¡Delicioso pastel de jengibre! ¡Nunca han probado nada parecido! ¡Pastel de jengibre con grosellas y nueces! ¡Señora! ¡Lo mejor de la feria!

Amanda contemplaba a los niños y niñas descalzos que se abrían paso entre la multitud, libres de las represoras manos de una institutriz. Hacía un año, habría llorado por ellos porque iban descalzos y parecían ateridos y flacos; pero Lilith le había enseñado que era una bendición no hallarse sometida a una institutriz ni obligada a ser una dama; y que eran dignas de compasión las hijas de los ricos por carecer de ella.

En el prado que se extendía más allá de la feria habían empezado a asar un buey; veía el humo que se elevaba y oía el crepitar de las llamas y los gritos de la gente al percibir el olor del buey tostándose. Pronto comenzarían a cortar pedazos de carne para venderlos a la muchedumbre. Esperaba que la señorita Robinson no quisiera ver eso. Lilith se habría reído de sus remilgos.

Pasaron junto a una tienda ante la qué se hallaba un hombre con aros de latón en las orejas y un turbante azul en la cabeza. Su voz era ronca.

—Pasen. Pasen y vean a Salomé. La mejor bailarina del mundo. Tres peniques por ver bailar a Salomé.

Y, mientras voceaba, apareció la propia Salomé, una muchacha no mucho mayor que Amanda, ataviada con un vestido de color rosa que llevaba unas rosas rojas cosidas en la falda y lentejuelas por el cuello y las mangas.

—¡Señorita Robinson, mire! ¡Oh, mire!

—Vamos —exclamó la señorita Robinson—. ¡Qué ordinariez! Una niña de esa edad.

—Es Salomé —protestó Amanda—. ¿Cómo va a ser ordinaria Salomé? Está en la Biblia.

Salomé comprendió que estaban hablando de ella; comprendió que Amanda estaba tratando de instar a la señorita Robinson a que pagara los seis peniques para que pudiesen entrar en la tienda; dirigió a Amanda una sonrisa patética y suplicante, y Amanda anheló verla bailar. Además, era pobre y bailaba para ganarse la vida. Amanda se sintió profundamente conmovida.

—Oh, Robbie, por favor. Yo quiero entrar. Lo quiero más que ninguna otra cosa.

El hombre de los aros se adelantó.

—Quieres ver bailar a Salomé, ¿verdad, querida? Deje entrar a la niña, señora.

La señorita Robinson irguió altivamente la cabeza.

—A usted también le gustará —continuó el hombre de manera persuasiva—. No es la clase de número que puede verse en cualquier caseta. Oh, no. Esto es cultura. Y usted es una dama culta, una dama de gran instrucción. Salta a la vista.

Amanda, que estaba mirando con aire suplicante el rostro de su institutriz, vio que se suavizaba la expresión de ésta. El hombre apoyó una mano en el brazo de la señorita Robinson. Sus ojos mostraban algo que Amanda no entendía. Esperaba que la señorita Robinson le rechazase airadamente, pero no hizo nada parecido.

—Usted aprecia la belleza, señora, me doy cuenta de ello —sus ojos se deslizaron sobre el cuerpo de la señorita Robinson, y añadió con amabilidad—: Las damas hermosas siempre la aprecian.

La señorita Robinson se volvió hacia Amanda.

—¿De verdad quieres verla?

—Oh, sí, por favor.

La bella muchacha del vestido rosa sonreía a Amanda; el hombre la agarraba cariñosamente del hombro.

—Claro que quiere, ¿no es verdad, pequeña? Es algo que nunca olvidará.

—Espero que no sea... indecoroso —dijo la señorita Robinson en un tono un tanto frívolo, muy distinto del habitualmente severo que empleaba con quienes consideraba sus inferiores.

—Oh, descuide, señora, es: ¡arte!

La señorita Robinson pagó los tres peniques por cada una de las dos, y entraron en la tienda, que olía a tierra húmeda y a sudor. Se sentaron en uno de los bancos y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vieron que había allí otras personas que esperaban, con la mirada fija en una cortina azul corrida en un extremo de la tienda.

La tienda oscura le parecía a Amanda un lugar encantado; los ruidos de la feria sonaban ahogados desde el interior de la carpa, y más excitantes de lo que habían sonado fuera. No le importaba esperar mientras la gente entraba poco a poco para llenar los bancos, pues, naturalmente, como explicó a la señorita Robinson, no podían esperar que Salomé actuara sólo para ellas. Finalmente, tras esperar durante un cuarto de hora, las personas que ya estaban en la tienda al llegar ellas empezaron a golpear el suelo con los pies, a silbar y a gritar, de tal modo que la señorita Robinson temió por su dignidad y, Amanda, por Salomé.

Se descorrió entonces la cortina azul, y allí estaba Salomé, con el vestido rosa y las rosas rojas; bailó en el iluminado espacio, girando sobre las puntas de los pies, alzando la falda y mostrándose tan bella que todos los presentes rompieron en aplausos y vítores.

Salomé se detuvo de pronto y levantó la mano.

—Señoras y caballeros —dijo—, gracias por sus aplausos. Voy a bailar ahora la Danza de los siete velos. Espero que les guste.

A continuación, desapareció tras la cortina hasta que el público empezó a dar palmadas y golpear el suelo con los pies para manifestar su impaciencia; cuando reapareció, iba envuelta en lo que a Amanda le pareció muselina blanca, y llevaba los negros cabellos sueltos sobre los hombros.

Hizo una reverencia y anunció con aquella extraña voz, que no era de la región:

—Señoras y caballeros, la Danza de los siete velos.

Comenzó a bailar y, mientras lo hacía estiró de la muselina que se desprendió como la envoltura de un paquete, dejando al descubierto otra envoltura igual; tiró la primera muselina detrás de la cortina.

Un hombre de cara colorada sentado al lado de la señorita Robinson empezó a reír entre dientes.

Todo el mundo tenía la mirada fija en Salomé. Bailaba sinuosamente, se retorcía, se contorsionaba, giraba... Cayó otra de las envolturas de muselina.

La señorita Robinson estaba sentada con el busto muy erguido. Amanda sintió en el brazo la presión de su mano.

—Vámonos de aquí —le dijo la señorita Robinson en un susurro.

Pero Amanda había aprendido de Lilith a ser rebelde.

—Yo me quedo —afirmó, y fijó los ojos en Salomé de forma desafiante.

El hombre de la cara colorada se volvió hacia la señorita Robinson.

—Es el cuarto —dijo—. Hay siete. Y luego ¿qué, eh? —y le dio un codazo en el costado.

Ella se apartó con gesto altivo.

—Insisto... —le susurró a Amanda al oído.

Pero Amanda hizo caso omiso; no podía apartar los ojos de la contorsionante figura. Cayó la quinta pieza de muselina. El hombre de la cara colorada estaba encantado; se volvió hacia la señorita Robinson.

—¿Qué le parece? ¿Qué le parece? Cayó el sexto velo, y la señorita Robinson se levantó.

—¡Siéntate! —ordenaron los que se encontraban en las filas posteriores a la de ella—. No dejas ver. Siéntate de una vez.

Roja de ira, la señorita Robinson se sentó.

Cayó el séptimo velo, y Salomé se mostró cubierta por unas mallas de color carne tan ajustadas que parecían su propia piel. Llevaba una blusa que empezaba a mucha distancia del cuello y terminaba donde comenzaban las mallas.

Saludó con una reverencia. El hombre de la cara colorada silbó; y pareció como si la tienda se llenara de gritos y aplausos.

Salomé corrió entonces tras la cortina y volvió a salir con lo que parecía una capa de raso negro cubierta de relucientes discos de metal. Se envolvió en la capa, cuidando de no ocultar sus bellas piernas enfundadas en las mallas de color carne.

—Señoras y caballeros —dijo—, gracias por sus aplausos. Si alguno de ustedes quiere ver de nuevo la función, permanezcan, por favor, en sus asientos. Yo pasaré para recoger la pequeña cantidad de tres peniques.

Se abrió la lona que hacía las veces de puerta, dejando entrar la luz del sol y el ruido.

—Vamos —exclamó la señorita Robinson—. Vámonos de aquí, enseguida.

Salieron a la luz exterior, pero la magia de Salomé permanecía con Amanda.

—Ha sido completamente repugnante —decía la señorita Robinson—. No debes decírselo a tu madre. Se sentiría llena de vergüenza. ¿Viste a ese hombre que estaba a mi lado, molestándome?

—No creo que quisiera molestarle, señorita Robinson. Simplemente, se sentía feliz y quería comunicárselo.

—¿Y viste la forma en que me miraba ese hombre de los aros?

—Eso era porque le admiraba. Dijo que era usted una dama culta y de gran instrucción. Y también pensaba que era usted guapa, ¿verdad?

—¡Qué va! —exclamó la señorita Robinson con complacida sonrisa.

Amanda observó que se había puesto de muy buen humor.

Amanda sabía que el hombre del espectáculo no había pensado que la señorita Robinson fuese culta ni guapa, sino que, simplemente, había estado tratando de persuadirlas con sus cumplidos para que entraran en la tienda, lo mismo que Salomé lo había intentado con su belleza; pero esa creencia proporcionaba un placer tan evidente a la señorita Robinson que Amanda deseaba alentársela. Se sentía feliz; la feria le encantaba, y aquél era uno de los días más excitantes de su vida.

—¿No crees —preguntó la señorita Robinson— que el hombre que se hallaba a mi lado en la tienda estaba intentando entablar amistad?

—Es posible —respondió Amanda.

—¡Qué impertinencia!

¡Oh, qué día tan gozoso!, pensaba Amanda. La señorita Robinson era feliz, sin pensar en el futuro; ¡y todo por la insolencia de un hombre de cara colorada!

—Creo —continuó la señorita Robinson— que cuando hemos salido ha intentado seguirnos. Espero que nos haya perdido entre la multitud.

Amanda no dijo que estaba segura de que no las había seguido y que le había visto sacar dinero para pagar a Salomé y poder verla bailar de nuevo, pues sabía que a la señorita Robinson le hacía feliz imaginarse perseguida.

Con ese bien humorado estado de ánimo de la señorita Robinson no le fue difícil a Amanda convencerla para que fuesen a que les echaran la buenaventura. Encontraron a la vieja gitana, que incrementó su felicidad prometiendo a la señorita Robinson un marido en un futuro muy próximo. Amanda también tenía un futuro: un apuesto marido, una fortuna y un viaje sobre el agua.

Después, compraron el confite para la señora Leigh, un corazón de azúcar rosa sobre una cinta azul con las palabras «El Corazón Fiel» escritas en letras amarillas.

La señorita Robinson parecía haber rejuvenecido y mejorado tanto su aspecto que Amanda pensó que, si pudiera vivir en una feria, podría llegar a tornarse tan atractiva como para acabar encontrando un marido.

El puesto de los confites estaba junto al extremo de la feria, y cerca de allí, de pie sobre un tablado, había varios hombres y mujeres.

—¿Qué es eso? —preguntó Amanda—. ¿Quiénes son?

La señorita Robinson miró y respondió: —Oh, son chicas de servir y hombres, ofreciéndose para que los contraten. —¡Ofreciéndose!

—Quieren que alguien les tome como criados.

—¡Vendiéndose! —exclamó Amanda—. ¡Igual que la mujer vendía confites! ¡Igual que como venden trozos del buey!

—¡Eso es ridículo! —replicó la señorita Robinson—. Volvamos al centro de la feria.

Pero Amanda se mantuvo firme. Quería saber más acerca de aquellas personas, pues no podía por menos de imaginarse a sí misma allí de pie, pidiendo que alguien se la llevara, mendigando trabajo; y sin saber qué clase de trabajo ni con qué clase de gente acabaría.

Pensaba ahora que no había estado bien haberse sentido tan feliz minutos antes. Algunos de los que estaban en el tablado parecían asustados. Había dos niñas —de no más de diez años— agarradas una a otra y haciendo un esfuerzo por no llorar. Había un hombre corpulento haciendo ostentación de los músculos de sus brazos; una muchacha, regordeta y de ojos negros, con el pelo cayéndole sobre la cara, dirigía procaces sonrisas a un hombre que estaba junto a ella haciéndole preguntas. Amanda advirtió que el hombre le daba un pellizco a la muchacha y vio a ésta reírse.

—¿Qué estás mirando? —preguntó la señorita Robinson—. Vámonos de aquí inmediatamente.

Pero la mirada de Amanda se había desviado de la muchacha para posarse en un chico que permanecía con aire azorado, triste, apartado de los demás, porque, mientras que la mayoría de los otros parecían estar exhibiendo sus cualidades, él se mantenía a un lado. Un acceso de indignación, de ira y de desesperación extinguió todo el placer de Amanda, pues allí, desamparado y desconsolado, estaba William.

La señorita Robinson le estaba estirando de la mano.

—Venga. Vamos a probar el pastel de jengibre.

«El no querría que yo le viese —pensó Amanda, mientras la institutriz le obligaba a alejarse—. Eso sólo le haría sentirse más desdichado.»

Ya no quedaba para ella ningún placer en la feria. La vida no era hermosa; era fea. Toda la excitación del día, toda la fascinación de Salomé se habían desvanecido, destruidas por la afligida expresión del rostro de William.

El pastel de jengibre se le atascó en la garganta. ¿Qué estaba sucediendo en el tablado? ¿Quién se estaba llevando a William?

—¿No quieres el pastel de jengibre? —preguntó la señorita Robinson—. ¡Qué complicada eres!

—Señorita Robinson, vayamos por aquí.

—Pero si ése es el camino por donde acabamos de venir.

No queremos volver allá.

—Pero yo sí quiero...

—Jamás he oído semejante tontería. Tendremos que encontrar pronto a Steert. Es casi la hora de emprender el viaje de vuelta.

Pero Amanda tenía que regresar al tablado. Había sido una cobarde al marcharse. Hubiera debido esperar a ver qué ocurría; hubiera debido hablar con él, decirle cómo sufría con él.

La señorita Robinson estaba examinando unas cintas en un tenderete. Amanda se volvió y echó a correr, empañados de lágrimas los ojos mientras se abría paso entre la muchedumbre.

Cuando llegó, miró entablado con desconsuelo, pues William ya no estaba allí. Pero, casi de inmediato, le vio. Aunque estaba de espaldas a ella, Amanda se dio cuenta de que se sentía infinitamente triste, infinitamente abatido. Caminaba detrás de un hombre que Lilith le había señalado a Amanda como el granjero Polgard.

Amanda se los quedó mirando mientras William seguía al granjero hasta un calesín que les estaba esperando, con una mujer sentada en él. Era menuda y de gesto torvo y, bajo su sombrero negro, su rostro mostraba una expresión cruel. Amanda comprendió que debía de ser la mujer del granjero, que había echado de la mesa á Lilith y William antes de que hubieran podido comer su ración.

William subió a la parte trasera del calesín.

La señorita Robinson la estaba llamando, pero ella no la oía, y le sorprendió ver a la institutriz, congestionada e indignada, a su lado. La cogió del brazo y la zarandeó.

—¿Qué te ha dado de pronto? ¡Echar a correr así! Te he visto justo a tiempo, ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?

Amanda levantó tristemente la mirada hacia el rostro de la señorita Robinson, pero no podía explicárselo.

—No te comprendo. ¡Echar a correr así! Tan... tan absurdamente, tan sin sentido. Vámonos de aquí inmediatamente.

Fueron en busca de Steert y, cuando estuvieron en la calesa, Amanda descubrió que en su carrera hacia el tablado había perdido el confite que su madre le había pedido que le comprara.

—¡Qué negligencia! ¡Qué ingratitud! Oh, Dios mío, qué niña tan difícil —suspiró la señorita Robinson.

Pero Amanda no la escuchaba; estaba llorando en silencio mientras la calesa les llevaba por los caminos.

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