Lilith

Lilith


CAPÍTULO 03

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CAPÍTULO 03

 

La granja Polgard era una de las más grandes de la comarca; también, una de las más prósperas. Algunos decían que eso se debía a la pericia del granjero, Jos Polgard; otros comentaban que tenía su origen en la tacañería de Annie.

Los Polgard habían sido afortunados. Tenían dos hijas que trabajaban en la casa y hacían el trabajo de las mujeres en la granja; y tres hijos para el necesario trabajo masculino. Annie no paraba de gruñir; había deseado otra hija para la vaquería; y, si hubiera sido capaz de tener dos o tres hijos más, no habría hecho falta contratar a nadie.

Annie Polgard era una mujer menuda, mientras que su marido, Jos, era un hombre corpulento, lento en la reflexión y rápido en la ira; cuando se despertaba su ira, se tornaba furioso y violento y se asemejaba a sus toros. En la granja le temía todo el mundo, excepto Annie; pero todos sabían que él temía a Annie. No era que sus hijos, Tom, Harry y Fred, no hubieran podido hacerle frente. Tom y Harry tenían la misma fuerza de buey que su padre, y Fred era delgado y menudo como su madre, aunque fuerte y nervudo. En cuanto a los hombres contratados —Jim Burke y William Tremorney—, carecían de las cualidades combativas de los Polgard pero eran igual de fuertes. Sabían que, si no complacían a Jos Polgard, podían ser expulsados de la granja, lo cual les obligaba a aceptar los golpes.

Nadie —a menos que dispusiera de recursos propios— podía enfrentarse con tranquilidad a un futuro sin trabajo, que era lo mismo que un futuro sin pan; y en aquellos tiempos de penuria se aceptaba enseguida cualquier trabajo que estuviera disponible, cualesquiera que fuesen sus inconvenientes.

Los Polgard lo sabían perfectamente y se aprovechaban de ello al máximo.

Por lo tanto, había que aguantar a Jos, pero constituía una satisfacción general saber que sus peores momentos se los proporcionaba la arpía de su mujer. El poder de Jos era fácil de comprender. Era un hombre de metro ochenta de estatura, anchas espaldas y piel atezada, con un pelo negro y espeso perpetuamente de punta porque era demasiado recio para doblegarse. Los pelos negros parecían brotarle por todo el cuerpo; se abrían paso por el cuello de su camisa; le brotaban de la nariz y las orejas; le cubrían sus enormes manos. Cuando resoplaba por la granja —pues respiraba pesadamente por la boca— era como uno de los animales, un animal salvaje de una especie extraña y aterradora. Solía cabalgar o caminar por la granja con el látigo en la mano, un látigo que le encantaba utilizar con caballos, sus perros y sus hombres y mujeres. Era muy agradable saber que le tenía miedo a Annie.

Y más aterradora que el granjero era la mujer del granjero. Tal vez esto se debiera a que su poder procedía de una fuente misteriosa. Jos era un ejemplo de hombre brutal; pero Annie, según se creía, tenía dentro al demonio. Solía oírse su voz estridente en la cocina y en las vaquerías, dominio exclusivo suyo. Si la granja Polgard era un purgatorio, la cocina y la vaquería eran las entrañas del infierno.

Circulaba una leyenda acerca de Annie. Había llegado a la granja hacía veinticinco años en compañía de su padre, un jornalero eventual, sin bienes de ninguna clase, que vagaba por la región realizando trabajos ocasionales. Jos era joven entonces y acababa de heredar la finca de su padre. Se decía que llegaron a la granja Polgard y Jos proporcionó trabajo al hombre en el campo para unos cuantos días, alegando que Annie podría resultar útil en la casa. Dormían en uno de los pajares, por lo menos el viejo, según decía Millie Tarder, que desempeñaba a la sazón las funciones de ama de llaves y esperaba casarse con Jos; pero no pasó mucho tiempo antes de que Annie lo sedujera. Millie estaba indignada. ¡Annie! Una mujercilla insignificante, sin belleza ni atractivo y con toda su maldad reflejada en la cara, a la vista de cualquier hombre que tuviera un mínimo de sentido. No es que Jos tuviera mucho; pero, aun y todo, decía Millie, debía haber visto lo que estaba tan claro. «No era natural —solía decir Millie, incluso ahora—. No era del tipo de Jos. Y, aunque él hubiera tenido sus diversiones con ella, podía haber terminado poniéndoles fin. No, no era natural. Tenía algún poder sobre él. Decía: "Jos Polgard, me corresponde ser la dueña de esta granja." Y, antes de que transcurrieran dos meses, lo fue.»

Pero le hizo algo a la granja cuando llegó. La mantequilla era más rica; las vacas daban más leche. Estaba actuando alguna influencia, decía Millie; pero Millie no era imparcial, pues había sido despedida el mismo día en que Annie se convirtió en la señora de la granja.

Era mezquina y vigilaba cada migaja de alimento que entraba en sus bocas. «Es raro —afirmaba Millie— que no les hiciera quitarse el barro de las botas y le encontrara alguna utilidad.»

Jos empeoró después de casarse. Parecía como si, porque ella le dominaba, tuviera que vengarse en otros. El no tenía su lengua, pero tenía un brazo fuerte y un puño como una maza; poseía la fuerza de un buey, aunque su cerebro era el de un asno. Y, si bien era el dueño de la mejor granja de la comarca, los menos afortunados se reían a escondidas y decían: «Puede ser, pero tiene que soportar a Annie Polgard.»

A esta finca fue a donde llegó William aquel día de octubre. Se había ofrecido en la feria para ser contratado con el único fin de librarse de trabajar en esa granja, y resultaba irónico que los Polgard le hubieran elegido a él, a pesar de todo. William era sensible y se sentía abatido y humillado. Sin embargo, el conocimiento —que Lilith le había transmitido— de que era el nieto del viejo señor Leigh le sostuvo durante los terribles meses. Eso y su amistad con Tom Polgard, el mayor de los hijos del granjero.

Las largas jornadas de trabajo comenzaban antes de que aparecieran en el cielo las primeras luces del alba, a fin de que se pudiera iniciar el trabajo tan pronto como hubiera luz suficiente para ver. Napoleón, el chico del asilo, cuya suerte era peor que la de ninguno de ellos, se encargaba de despertarles. Le llamaban Napoleón por una broma; había habido muchos Wellington en el asilo. Tenía ahora once años; dormía en una choza peor que el pajar de los contratados. Annie Polgard, que se ocupaba de esos asuntos, creía con fervor en la división de clases. Ella era la reina de esa colmena de actividad; el granjero era un consorte de gran poder, pero controlado por ella; sus hijos le seguían en rango, pero carecían de poder contra ella y contra su padre; venían luego las hijas y, mucho más abajo en la escala, los peones contratados; y un poco más abajo que los animales estaba el joven Napoleón.

Se decía de Napoleón que era tonto, lo cual no era cierto; se trataba, simplemente, de que al verse ante alguien dotado de autoridad le resultaba imposible hablar, tan grande era su miedo. En todo lo que podía recordar, su vida se había desarrollado en medio de la miseria, el hambre y la violencia física, y había adquirido el perpetuo aspecto de un animal enfermo que espera recibir un golpe. Se encariñaba con cualquiera que se mostrase amable con él, y adoraba a William porque éste le ofrecía compasión y simpatía, además de ser la primera persona que había enseñado al pobre Napoleón que esos sentimientos y emociones existían en un mundo cruel.

Napoleón trabajaba sólo por la manutención y así debía continuar durante tres años; «el aprendizaje» se llamaba; después tenía derecho a tres peniques semanales. Pero sabía que nunca los recibiría, porque, cuando expirase el plazo de tres años, sería enviado al mundo y Annie Polgard pediría al asilo otro chico «en aprendizaje». A Napoleón nunca se le permitía sentarse a la mesa; se acuclillaba en un rincón, y cuando la comida terminaba, recogían las sobras en uno de los platos y se las daban. En más de una ocasión, William se había guardado en el bolsillo un trozo de pan de cebada para dárselo luego subrepticiamente al chico.

Era obligación de Napoleón levantarse con el canto del gallo y despertar a los peones. Debían ordeñar las vacas antes del desayuno, frugal en extremo. Últimamente, Annie Polgard había añadido un pedazo de pan de cebada porque Jim Burke se había desmayado de hambre una mañana, y, aunque podía esperarse que Annie dijese: «Contrataremos a un hombre que tenga suficiente sentido como para no desmayarse en plena mañana», era lo suficientemente juiciosa como para saber que los trabajadores, igual que los perros, tenían que alimentarse.

No había interrupciones en el trabajo —Jos se encargaba de ello—, que continuaba durante toda la mañana. Se tomaban un descanso para la comida del mediodía y la actividad continuaba luego hasta las cuatro, en que bebían cerveza casera y comían sólo pan. Para cenar, los hombres tomaban un pastel de carne y una jarra de sidra cada uno.

William vivió aquellos días envuelto en una bruma de aflicción; lo que le hacía sufrir era no tanto el trabajo como la indignidad. Ningún hombre, reflexionaba, tenía derecho a tratar a los demás como lo hacía Jos Polgard. Nunca olvidaba que, si sus propios sufrimientos eran grandes, los de Napoleón eran extremos. Él sufría humillación, pero lo que Napoleón tenía que soportar era una absoluta degradación. Había veces en que William pensaba en abandonar la granja, en huir a otra parte del país. Mientras tanto, procuraba que la vida de Napoleón resultara tolerable.

Tom Polgard conversaba con él mientras reparaban juntos los setos o realizaban preparativos para la paridera. Con gran audacia, William hablaba a Tom de las ideas que se le ocurrían; incluso mencionó a aquellos hombres de Tolpuddle que tanto habían incitado su imaginación. Tom escuchaba, o fingía escuchar. Asentía de vez en cuando con la cabeza y decía: «Es cierto», o: «En eso tienes razón.» Pero a William le parecía que sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

Un día, William descubrió la verdadera razón de la amistad de Tom.

Era el mes de diciembre y estaban rompiendo el hielo de un abrevadero, cuando Tom dijo:

—Espérame aquí un rato. Si mi padre te pregunta dónde estoy, dile que he ido a Cinco Acres a coger un conejo, ¿de acuerdo?

Se marchó con expresión alegre, pero unas horas después, cuando William volvió a verle, tenía un moratón tremendo en la cara y una expresión sombría. William le había visto muchas veces con magulladuras producidas por el puño de su padre o heridas debidas a su látigo, pero nunca le había encontrado tan enfadado y de un humor tan negro.

Napoleón le dio la noticia a William.

—Creo que la culpa de esto te la van a echar a ti.

—¿A qué te refieres, Nap?

—Bueno, fue con tu hermana con la que le cogieron al amo Tom.

—¿Qué hermana?

—La que está en Leigh House. La mayor... Jane. —¿Jane... y Tom?

—Sí. El amo los encontró juntos. Se les echó encima con el látigo. Ella echó a correr, pero Tom no pudo.

Entonces comprendió William que Tom le había elegido como amigo porque era hermano de Jane.

Cuando al mediodía entró en la casa para comer, Annie Polgard le miró con desprecio; había estado alentando su propia ira. Después de que los otros se hubieron sentado a la mesa, le dijo a William:

—Ve a traerme un cesto de patatas. Toma, llena éste.

William cogió el cesto y salió al patio, dirigiéndose por delante de los palomares y del cobertizo de los arneses hasta la caseta en que se guardaban las patatas. Mientras estaba llenando el cesto la oyó acercarse por detrás de él.

—Algunas de esas patatas están podridas. Apártalas.

Y, hambriento a consecuencia de la mañana de trabajo, William pensó en la mesa de la cocina y en la comida que se estaba perdiendo, pues sabía que tendría que empezar a trabajar con los demás.

Y entonces ella empezó a decir lo que pensaba; nunca había podido dominar su lengua.

—De modo que tu hermana anda detrás de nuestro Tom. La muy desvergonzada. Tendrá que pensárselo otra vez. No le servirá de nada venir aquí y decir que nuestro Tom va a casarse con ella, no le servirá, Will Tremorney. Yo no voy a dejar que mi hijo se case con nadie como ella, puedes estar seguro. Así que dile que se ande con cuidado con lo que hace. ¡Jamás oí nada parecido! A ella le gustaría ser la dueña de la granja Polgard, ¿verdad? Le gustaría ocupar mi puesto. Pues dile que lo intente y probará en su espalda el látigo del granjero, ya lo creo que sí. Cuando veas a la zorra de tu hermana, dile que no levante los ojos hacia sus superiores. Dile que mire a donde le dé la gana, pero no a Tom Polgard. —Se acercó a él y le miró fijamente—. Creo que tú preparaste esto. Creo que tú le dijiste a Tom: «Tengo una hermana, una hermana complaciente...»

Se echó a reír, mientras sus ojillos de hurón adquirían una expresión salaz y maliciosa y de sus labios brotaba un torrente de obscenidades. Escupía al hablar, y diminutas gotas de saliva permanecían adheridas a los pelillos que le rodeaban la boca.

—¿Se figura que va a venir a mi casa a ocupar mi puesto? Mis hijos se casarán cuando yo lo diga, y no antes. Y se casarán con quien yo quiera; alguien de su clase, no con una zorra de las alquerías del muelle.

William continuó eligiendo las patatas, y la expresión de su cara no cambió. Lucharía por sus derechos cuando llegase el momento, pero ese momento no había llegado aún, y no había por qué resultar herido antes de que empezara la batalla.

—Eres tan suave como la leche —afirmó ella—. Ni una palabra en tu defensa. Bueno, tienes sentido común. Vuelve a la cocina y lleva el cesto. No tendrás mucho tiempo para comer, ¿verdad?

William se fue. Tomó uno o dos bocados antes de que el trabajo se reanudara, pero, aunque estaba hambriento al volver al trabajo, no parecía darse cuenta de su hambre.

 

 

La habitación de Amanda estaba totalmente a oscuras. No había lamparilla de noche. Su padre lo tenía prohibido.

Cuando oyó que se abría la puerta de su dormitorio no se sobresaltó, pues suponía quién acudía a visitarle. Lilith nunca había perdido sus deseos de un colchón de plumas y a menudo acudía a disfrutar de la comodidad del de Amanda.

Esa noche traía noticias y se las contó mientras yacía tendida en la cama.

—Es Jane. Dice que tiene destrozado el corazón, y es por Tom Polgard.

Al oír el nombre de Polgard, Amanda se estremeció; le venía ocurriendo desde que viera a William subir al calesín del granjero en la feria.

—¿Ama Tom Polgard a Jane?

—Desde luego. Ocurrió ayer. Se reunieron en Cinco Acres, como lo han venido haciendo de vez en cuando desde hace meses, y, mientras estaban allí besándose y abrazándose, va y se presenta el mismísimo granjero. Jane llegó a casa llorando; dijo que había tenido que correr para salvar la vida. Le horroriza que hayan estado a punto de matar al pobre Tom.

—La granja Polgard es un sitio terrible, Lilith.

—Es verdad. El viejo granjero tiene el diablo en el cuerpo y el ama es peor que el granjero. Jane dice que ella nunca les dejará casarse.

—Deberían fugarse. Y también William.

—Tú no sabes nada. ¿Adónde irían?

—¿No podría la abuela Lil hacer algo por William?

—Podría, pero él no aceptaría nada. Podría irse con los Larkin si quisiera. William no violará la ley. Es así de tonto, porque ¿qué ha hecho la ley por él? Te voy a decir una cosa, prima Amanda. Le he hecho una promesa a Jane. Voy a ir a la granja de los Polgard para ver a Tom... o a William, y les pasaré mensajes, eso es lo que haré.

—¿Y si te cogen?

—No creerás que temo a los Polgard, ni al granjero ni al ama, ¿verdad?

—Lilith, debes tener mucho cuidado de que no te cojan. Nunca olvidaré la cara del granjero ni la de su mujer el día en que los vi en el calesín.

Lilith asintió. Habían llorado juntas cuando Amanda llegó a casa y le contó a Lilith lo que había visto en la feria; y ésa era la primera y única vez que Amanda había visto llorar a Lilith.

Lilith dio una patada a las cortinas de la cama.

—Amanda, prima Amanda, cuando mañana lleve yo un mensaje de Jane, tú vendrás conmigo. Mira a ver si puedes hablar con William. Te aprecia terriblemente. Creo que sería un gran consuelo para él que le dijeras algo.

—Oh, Lilith, lo haré, lo haré.

 

 

Los dedos de la señorita Robinson se movían temblorosos mientras cosía el cuello de encaje en el vestido de terciopelo negro. Su madre había dicho: «Siempre debes tener un vestido de noche, por si necesitas de pronto uno. Nunca se sabe. Y el terciopelo negro es muy duradero.»

Lo era. Aquel terciopelo negro parecía tan bueno como hacía diez años; había tenido muy pocas oportunidades de llevarlo.

Pero esa mañana la señora Leigh había acudido a la habitación de la señorita Robinson y le había preguntado:

—Señorita Robinson, ¿querría usted cenar con nosotros esta noche? Va a venir el señor Danesborough, pero su hermana no puede acompañarle.

La señorita Robinson había respondido afirmativamente. Le había parecido notar en la señora Leigh un cierto aire de conspiración, como si estuviera urdiendo algún plan en el que la señorita Robinson tuviese algún papel que desempeñar.

¿Podría ser? Desde la muerte de la esposa del reverendo Charles Danesborough, la señorita Robinson había albergado esperanzas. Al fin y al cabo, ella misma era hija de un clérigo de la Iglesia de Inglaterra, así que no parecía que sus esperanzas fuesen descabelladas del todo. El señor Danesborough necesitaba una esposa; y muy pronto Amanda ya no necesitaría una institutriz. ¿Podría ser que los Leigh, sabiendo que deberían prescindir pronto de sus servicios, estuvieran pensando en que, ya que debían privarla de una alumna, podrían proporcionarle un marido?

¡Qué feliz le haría! La gitana de la feria había dicho que tendría dos hombres para elegir. ¡Uno sería suficiente si fuese tan deseable como Charles Danesborough!

Estaba segura de que se llevaría bien con su familia; era gente encantadora. Y ella no se inmiscuiría en el gobierno de la casa por parte de la señorita Danesborough; serían excelentes amigas. Siempre la había admirado... mucho más que a la un tanto frívola señora Danesborough, que, estaba convencida, había sido sumamente inadecuada.

En cuanto a Frith, que debía de tener ya casi diecinueve años, era un joven agradable, aunque más bien fogoso. Estaba luego su hermana Alice, aproximadamente de la misma edad que Amanda, una niña sosegada y agradable. Se alegraba de haber manifestado siempre una buena disposición para prestar su ayuda en cuestiones relacionadas con el culto.

Estaba exultante de alegría y temor cuando entró en la habitación Amanda, con aire contrariado.

—Señorita Robinson, tengo que bajar a cenar esta noche.

—¿Tú? —exclamó la señorita Robinson.

Amanda asintió sombríamente.

—Sí, me lo acaba de decir mamá. Tengo que llevar el vestido nuevo de seda azul. Ha dicho que si quiere usted asegurarse de que todo esté bien. ¿Por qué quieren que baje yo? ¿Lo sabe usted?

La señorita Robinson apretó los labios, y le temblaron ligeramente las rojas manos.

—Supongo que piensan que te estás haciendo mayor y que es hora de que empieces a ocupar tu puesto en estas cuestiones.

—¿Y tendré que bajar siempre a cenar?

Amanda se imaginaba ya dos duras pruebas diarias en la mesa del comedor, en lugar de una sola.

—Tal vez sea ésta una ocasión especial. Todavía no tienes más que quince años. Yo no hubiera pensado que tu padre querría que participaras ya en una cena de adultos. Pero supongo que tendrá alguna razón. Yo también voy a ir.

—¡Oh, Robbie, tú quieres ir! ¿Por qué quieres ir?

—Eso supondrá un cambio, mi querida niña. Es agradable reunirse con otras personas de vez en cuando.

—¿Con quién estaremos?

—Creo que es una cena sencilla y sin ceremonia. Al parecer, estarán sólo el rector y su hijo.

—Será la primera vez que Frith viene a cenar. ¿Y Alice? ¿Por qué no está invitada?

—No lo sé, querida. Bueno, vamos a ver cómo está tu vestido.

Extendieron el vestido azul sobre la cama, y, mientras lo examinaba, la señorita Robinson dijo:

—Creo que pronto tendrás un verdadero vestido de noche. Supongo que tus padres estarán haciendo planes para ti.

Amanda le echó los brazos al cuello, no porque deseara abrazarla, sino porque no quería ver su rostro.

—Serán años y años, Robbie; años y años... —retiró los brazos—. Me alegro de que vayas a estar tú también, Robbie. La verdad es que resulta extraño que tengamos que ir las dos.

—Yo voy porque la señorita Danesborough no puede venir. Tengo entendido que no se encuentra bien.

—¡Pobre señorita Danesborough! Yo creía que nunca estaba enferma.

La señorita Robinson sonrió para sus adentros. ¿Podría ser que todo lo hubiera organizado la señorita Danesborough? ¿Podría ser que pensara que había llegado ya el momento de que su hermano tuviese una esposa? La señorita Danesborough había dirigido con tanta eficacia los asuntos de la parroquia —la pobre señora Danesborough había resultado una completa calamidad en la tarea— que quizá quisiera llevar más lejos aún su eficiencia. Después de todo, nunca se sabía lo que podría hacer un hombre no casado —aunque fuese rector—, y tal vez la señorita Danesborough considerase aconsejable elegir con rapidez a la segunda señora Danesborough antes de que el rector cometiera la locura de hacerlo por sí mismo.

Estos pensamientos eran agradables; le ayudaron a la señorita Robinson a pasar alegremente aquella tarde de diciembre.

En la cena, la señorita Robinson se encontró sentada a la derecha del rector, que era encantador a su manera, un tanto turbulenta. Debía de sentirse muy complacido al encontrarla tan versada en asuntos de Iglesia. Laura Leigh estaba muy atractiva con su vestido de color ciruela; e incluso el señor de la casa parecía menos sombrío que de costumbre. Recitó una oración de acción de gracias especial, más larga que la que la que habitualmente utilizaba.

Steert permanecía de píe, esperando para servir, con Bess a su lado, y Ada y Jane iban y venían de la cocina. Amanda se preguntó qué estaría haciendo Lilith; estaba segura de que, tarde o temprano, aparecería, porque Lilith se había mostrado en extremo deseosa de conocer los comportamientos y costumbres de los miembros de la alta sociedad desde que supo el parentesco que le unía a ellos. Amanda estaba convencida de que aparecería con algún pretexto durante la cena.

Frith le sonreía a Amanda; parecía mayor que cuando montaba a caballo con ella, y que la última vez que había ido a tomar el té, en que le había enseñado el cadáver de un conejo que había disecado. Quería ser cirujano, les había confiado a ella y a Alice; y podrían surgir complicaciones a ese respecto, pues, naturalmente, su tía —la más enérgica de sus guardianes— deseaba que entrase en la carrera eclesiástica.

Pero Frith, pensaba Amanda, haría lo que él quisiera; el gesto de su boca lo indicaba con absoluta claridad.

Mientras servían la sopa de faisán, la conversación entre Paul Leigh y el rector versaba principalmente sobre asuntos parroquiales, la fuerza de los temporales —que en el anterior mes de octubre habían sido más violentos de lo habitual— y los numerosos indicios de que el invierno iba a ser duro.

El pescado consistía en filetes de lenguado y rodaballo con salsa de langosta.

—Ésta —dijo Laura cuando todos hubieron sido servidos, y fue casi como si hubiera recibido una indicación de su marido— es la primera cena de sociedad de nuestra hija.

 

 

El señor Danesborough levantó la copa. —Felicidades, mi querida Amanda.

—Gracias.

—¿Y qué te parece tu primera cena de sociedad? —preguntó Frith. Sus ojos chispeaban: había cambiado; ahora que lo veía entre adultos comprendía Amanda que era en realidad uno de ellos. Él iba al colegio, al mundo; estaba haciendo acopio de audacia para la batalla que tendría que librar contra la señorita Danesborough y quizá contra su padre. Había viajado muy lejos desde ese pequeño rincón de Inglaterra.

—Lo estoy pasando muy bien, gracias —respondió Amanda con seriedad.

Notaba que sus padres y la señorita Robinson estaban escuchando cada palabra que decía, cada inflexión de su voz; sentía como si estuviera repitiendo una lección que hubiera debido preparar. ¿Cómo habría podido prepararla, cuando no se le había avisado del examen y no tenía ni idea de por qué se realizaba?

—Mi hija —anunció el padre— tiene ya quince años. Consideramos que ha llegado el momento de que efectúe algunas excursiones fuera de su cuarto de estudio, a fin de que esté preparada para la batalla de la vida cuando tenga que afrontarla.

Amanda permaneció en silencio; estaba enrojeciendo; se sentía incómoda sin saber por qué habían querido que fuera a cenar esa noche. Frith le estaba sonriendo, y el vino le producía un delicioso hormigueo. Si su padre no hubiera estado allí, podría haber sido cierto que lo estaba pasando bien.

Los hombres volvieron a tomar las riendas de la conversación. Ésta giraba ahora sobre la guerra que libraba Estados Unidos contra México; y, cuando llegaron las chuletas de cordero, estaban comentando los grandes temas de la actualidad: la supresión de los impuestos que gravaban la importación de cereales y los méritos del libre comercio y del proteccionismo.

La señorita Robinson dejaba caer de vez en cuando alguna frase, sólo para demostrar que, aunque era una mujer, estaba, como institutriz, en una clase aparte; era poco inteligente, había que reconocerlo, pero tenía cuidado en mostrarse de acuerdo con todo lo que opinaba el señor Danesborough, al tiempo que se aseguraba de no llevarle nunca la contraria al señor Leigh.

—Estoy de acuerdo. Mi padre era de la misma opinión que usted. Desde luego, él estaba también en la Iglesia.

—Muy interesante —observó el señor Danesborough, que siempre era cortés con todo el mundo—. ¿Y en qué parte del país era eso?

—En Berkshire —respondió la señorita Robinson, resplandeciente—. Un pueblecito situado no lejos de Wantage.

—Me pregunto si será el mismo James Robinson que yo conocí... bueno, debe de hacer ya cuarenta años...

Por desgracia, el padre de la señorita Robinson no era aquel James Robinson, pero resultaba confortador dialogar así con el señor Danesborough, no en una venta de caridad, no en la iglesia como pastor y feligresa, sino sentados a la misma mesa.

Frith estaba hablando con el señor Leigh, y, por la expresión de este último, era evidente que no le gustaba lo que Frith le estaba diciendo. Mientras le escuchaba, Amanda se sintió maravillada del valor de Frith; su padre no parecía amedrentarle en absoluto.

Hablaban de un tal Charles Dickens, un hombre sumamente desagradable, según el señor Leigh; un hombre muy interesante, según Frith.

—Yo no permitiría que mi familia leyese nada de lo que escribe ese sujeto.

—Pero ¿por qué no, señor? —preguntó Frith.

—¿Por qué no? Porque, mi querido muchacho, considero que lo que él escribe no es adecuado para mujeres.

—Pero, señor, compárelo con Balzac y...

—No deseo compararlo con nadie y, ciertamente, aún deseo menos perder el tiempo con un narrador francés que tengo entendido que incluso es más desagradable que su colega inglés.

—Perdone que se lo diga, señor, pero se pierde usted mucho.

—Te perdono, Frith —replicó con dignidad el señor Leigh—. Te perdono en atención a tu juventud, tu inexperiencia y tu irresponsabilidad.

Frith se encogió de hombros y le dirigió de pronto una sonrisa a Amanda.

El señor Leigh continuó:

—Aunque no quiero ensuciar mi mente con las obras de ese Dickens, el otro día leí algo acerca de él que me convence de que no estoy solo en mi opinión. Creo que fue en el Athenteum. «Un meteoro —decía el articulista— que hemos visto cruzar el firmamento y que ha caído fláccidamente a la tierra sin estallar siquiera en polícromas luces...» o algo parecido. ¿Sigues teniendo todavía una opinión tan alta de tu señor Dickens, Frith?

—Altísima, pero muy baja del crítico.

El señor Danesborough soltó una de sus estruendosas carcajadas.

—Frith es joven todavía —sentenció—. Es vehemente en todos sus amores y sus odios. Así es la juventud.

—A mí me parece claramente radical —replicó el señor Leigh, con tono severo.

Laura cambió de tema mientras servían el pollo.

—He oído —dijo, mirando a su marido de tal modo que Amanda comprendió al instante que era a él a quien se lo había oído— que Peel ha cometido un suicidio político con la derogación de las leyes fiscales sobre los cereales.

—Eso es innegable —aseguró el señor Danesborough.

—Debería haberlo comprendido cuando eliminó el impuesto —observó el señor Leigh—. ¿Y qué cree usted que va a ser de nuestros granjeros? ¿Qué precio obtendrán por el trigo ahora que existe tanta competencia?

—Lo importante —intervino Frith— es que los pobres tendrán pan barato. Los granjeros, estoy seguro, sabrán cuidarse de sí mismos.

El señor Danesborough dirigió una regocijada mirada a su hijo, y Laura se apresuró a responder:

—No sé a dónde va a ir a parar el mundo. Con un impuesto sobre la renta de siete peniques por libra... Realmente, no sé...

—¡Vivimos unos tiempos tristes! —exclamó el señor Danesborough, con un tono de alegría que indicaba que los consideraba cualquier cosa menos tristes.

—Y no mejora nada la situación —señaló el señor Leigh, mirando severamente a Frith— el hecho de que ese sujeto radical llamado Dickens juegue con los sentimientos de los incultos.

Frith era discutidor por naturaleza, y esa noche parecía serlo más que nunca.

—No los incultos, señor —puntualizó—, sino los cultos. Son los sufrimientos de los incultos lo que desea que comprendan los cultos.

Amanda se sentía excitada. Le parecía que Frith era de la misma opinión que William. Quizá lo eran todos los jóvenes; quizá no se trataba tanto de una lucha entre ricos y pobres como de una lucha entre viejos y jóvenes.

—Frith —dijo su padre, con una sonrisa— se ha hecho miembro de la sociedad de debates de su colegio; y es un hecho que, siempre que en nuestra casa se emite una opinión, él tiene que adoptar inmediatamente la postura contraria con la esperanza de arrastrarnos a un debate.

—Ah —exclamó Laura—, me imaginaba algo parecido. Si haces eso, Frith, la gente te tomará por un joven muy contestatario.

—Y eso es lo que creo que soy —replicó.

Había llegado el pudín de limón, y Amanda se dio cuenta de que Lilith había entrado en la estancia con la salsa de almendras. Steert la estaba mirando con ferocidad. Sabía que Lilith había urdido aquello para satisfacer su curiosidad. No tenía ningún derecho a estar en el comedor.

Amanda miró a Lilith y se ruborizó levemente; Frith advirtió el rubor y miró a Lilith, tratando de averiguar la causa. Lilith le sostuvo la mirada. Le costaba creer que aquél fuese el hijo del rector. Se había hecho la imagen de un niño un tanto arrogante y presuntuoso. Nunca le había dedicado ni tan siquiera una mirada, aunque a veces había ayudado a servir el té en el cuarto de estudio, al que acudía con su hermana.

Pero ahora que estaba vestido de esmoquin ya no parecía un niño. Era muy guapo en comparación con el melancólico amo y con su corpulento y congestionado padre. Con su rápida intuición, Lilith comprendió por qué estaba Amanda sentada aquella noche a la mesa del comedor con su hermoso vestido de seda azul. Era porque los Leigh y los Danesborough querían que Frith y Amanda se casaran.

Lilith hizo caso omiso de las desaprobadoras miradas que su presencia había suscitado. No veía las copas, los cubiertos ni el complicado ramillete de flores que constituía el centro de mesa; sólo veía a Frith Danesborough, atractivo, elegante y ostentosamente audaz; y era consciente de un sentimiento de envidia hacia Amanda más intenso que el que había experimentado en los viejos tiempos, antes de ir a la Casa y de que Amanda se convirtiera en amiga suya.

—Vuelve a la cocina —siseó Steert; y Lilith salió.

El señor Danesborough dijo que el pudín estaba delicioso; que no sabía cuándo había probado un pudín tan delicioso a menos que fuese la última vez que había cenado con los Leigh.

Después se generalizó la conversación, y, aunque los hombres volvieron a hablar de política, Frith ya no intervino. En lugar de ello, empezó a hablar con Amanda y le preguntó qué hacía durante todo el día; Amanda respondió con timidez, preguntándose si su padre se sentiría molesto al ver que ella hablaba mientras estaba hablando él; pero tenía que responder a las preguntas de Frith. Cuando, más tarde, se sumaron a la conversación su madre y la señorita Robinson, se sintió aliviada.

Finalmente, Laura dio la señal, y las señoras se levantaron, mientras los hombres permanecían en la mesa.

—Frith es un poco capcioso —afirmó Laura al entrar en la sala de estar—. Supongo que es la edad.

—Quizá nota la falta de una madre —sugirió la señorita Robinson.

—Yo creo que es ese colegio suyo. Los jóvenes salen de casa y consideran que ya no son unos muchachos. Deben tener sus propias ideas.

—Los jóvenes siempre expresarán sus ideas —observó la señorita Robinson.

—Me temo que el señor Leigh quizás esté un poco enfadado con él. Supongo que tú, Amanda, estás de acuerdo con todo lo que dice, ¿no?

Había en la voz de Laura y en la mirada que dirigió a su hija una socarronería que le dio a la señorita Robinson una pista con respecto al significado de la presencia de Amanda en la cena.

La señorita Robinson, a pesar de lo que ella consideraba su éxito con el señor Danesborough, experimentó un acceso de pánico. ¡De modo que estaban pensando ya en casar a Amanda! Pero si sólo tenía quince años. La señorita Robinson comprendió. Desesperando de tener jamás un hijo, deseaban un nieto: Frith Danesborough era el idóneo en todos los aspectos. Los Danesborough pertenecían a una familia adinerada. Si Frith adoptaba la carrera eclesiástica y ocupaba el puesto de su padre, él y su esposa podrían vivir en el distrito, y sus hijos criarse a la sombra de Leigh House. A la señorita Robinson le empezaron a temblar las rodillas... una estúpida costumbre que habían tomado en la última época. En este caso lo hacían porque ella creía que sus días como institutriz de Amanda estaban contados.

Amanda estaba indicando que no sabía lo suficiente para opinar si estaba de acuerdo con Frith; pero, si la derogación de las leyes fiscales sobre cereales significaba realmente que los pobres tendrían más que comer, estaba segura de que Peel... y Frith tenían razón.

—No le digas eso a tu padre —exclamó la señora Leigh, riendo.

La señorita Robinson permaneció en silencio, y Amanda reparó en la expresión de temor de su rostro que tan bien conocía.

Más tarde, en la sala de estar, Frith le dijo a Amanda:

—Supongo que hace tiempo que ha pasado tu hora habitual de acostarte, ¿no? —Sí, hace mucho. —¿Estás cansada?

—No. Aunque me acuesto temprano, rara vez estoy dormida a esta hora.

—Pareces igual de niña que siempre. Ponerte un vestido azul y llevar un peinado nuevo no cambia eso.

—No. Supongo que no.

—Espero no haber ofendido a tu padre. ¿Tú qué crees?

Amanda guardó silencio, y él rompió a reír con una carcajada tan retumbante y contagiosa como las de su padre.

—Oh, bueno, no podemos evitarlo, ¿no? Los miembros de la vieja generación siempre creen que, aunque ellos eran maduros a los dieciséis años, nosotros somos tan retrasados que permaneceremos toda la vida con una edad mental de seis años.

—¿Eso creen?

—Sí. No dejes que te intimiden, Amanda. Defiende tus derechos. Eso es lo que voy a hacer yo. ¿Quieres oír un secreto? —se inclinó hacia delante, con ojos chispeantes—. Nos están observando, ¿sabes? Resulta divertido aparentar estar hablando de trivialidades, pero estar haciéndolo de cosas importantes. Escucha, Amanda. Decididamente, no voy a entrar en la carrera eclesiástica. —Te obligarán, sin duda.

—¡Obligarme! ¡No podrían! Puedes llevar un caballo hasta el agua, pero no puedes hacerle beber. ¿Lo habías oído alguna vez, Amanda?

—Sí.

—Pues es verdad.

—Puedes meter al caballo en el agua. —Eso no le haría beber.

—Puedes impedirle que beba hasta que esté tan sediento que se precipite ansiosamente al agua.

—Eres una filósofa, Amanda. Esas analogías nunca funcionan. Yo no soy un caballo y la Iglesia no es una laguna. Te aseguro una cosa: nunca seguiré la carrera eclesiástica. Y otro secreto. Ya he empezado mi carrera médica. Se lo he dicho a la tía. Por eso es por lo que no ha podido venir esta noche. Está postrada de aflicción, decepción y todo eso. Esta noche se lo diré a mi padre.

—Oh, Frith, eso es magnífico. Nadie podrá detenerte. Pero nunca comprenderán por qué has de preferir la profesión médica a la eclesiástica.

—No es difícil de entender. Estoy más interesado en los cuerpos de las personas que en sus almas.

—Curar a los enfermos es una gran profesión. Yo creo que es la más grande de todas las profesiones.

Había lágrimas en sus ojos, y Frith se rió de ella.

—¡Mi querida Niobe! Pero no llores ahora, por amor del cielo. Creerán que te he estado molestando. ¿Lloras tanto como siempre? Alice te hacía llorar de todas cuando cantaba aquella vieja balada sobre la niña que echaba a andar bajo la nevada y moría de congelación. Voy a sermonearte, Amanda. Eres demasiado sentimental. Debes reservar algunas de esas lágrimas para tus propios problemas y no desperdiciarlas en otras personas. No todo el mundo es tan considerado como tú, ¿sabes? Yo no creo en la idea de eliminar los sufrimientos de las personas. Lo que a mí me interesa es abrirlas por la mitad para ver lo que hay dentro. ¿Quién era la preciosidad de ojos negros que se ha presentado durante la cena?

—Lilith... Ya conoces a Lilith.

—Lilith, claro. Parecía diferente esta noche. Nunca me había fijado en ella.

Laura se acercó a ellos.

—Creo que es hora de que te despidas, querida —le sugirió a Amanda—. Es la primera vez que está levantada tan tarde, Frith. Voy a pedirle a la señorita Robinson que la acompañe a la cama.

—Buenas noches —dijo Amanda a Frith.

Frith le cogió la mano y se inclinó sobre ella.

—Espero que cuando asistas a tu próxima cena sea yo uno de los comensales.

Cuando la señorita Robinson ayudó a Amanda a desabrocharse el vestido, la joven notó que a la institutriz le temblaban las manos. Se volvió impulsivamente hacia ella en un acceso de compasión y, pasando los brazos por los delgados hombros de la señorita Robinson, dijo:

—Robbie, cuando yo me case, nadie, nadie más que tú cuidará de mis hijos. Es una promesa solemne. Lo juro.

 

 

Lilith vio a Amanda, Frith y la hermana de Frith, Alice, salir de las cuadras montados a caballo. Lilith sólo tenía ojos para el joven. De casi uno ochenta de estatura, llevaba su rubio cabello casi oculto bajo la gorra. Vestido con la ropa de montar estaba tan guapo como en la cena; de hecho, era el hombre más guapo que Lilith había visto jamás.

¡Oh, si al menos estuviera montando a caballo con él! Se imaginaba a sí misma vestida con un elegante traje de montar, galopando a lomos de su caballo, y Frith persiguiéndola, riendo, pronunciando su nombre con aquel deje suyo del que ella se había burlado antes y del que sabía que nunca se volvería a burlar; pues en el futuro jamás se burlaría de nada que él hiciese.

La señora Derry envió a Bess en su busca.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Bess—. Hay que pelar las patatas. ¿Qué miras?

Nunca había tenido tanta conciencia de la injusticia de la vida. El agua sucia y oscura le corría a lo largo del brazo mientras hundía con furia el cuchillo en las patatas, y pensaba en Amanda montada a caballo, trotando, galopando en compañía de Frith.

La noche de la cena había estado tendida en la cama de Amanda y le había hecho contar todo lo que se había dicho durante la velada; y todo el rato había estado atenta a lo que él, Frith, había dicho y hecho. Desde el día en que Amanda fue a la feria y vio bailar a Salomé, Lilith había soñado en llevar un vestido rosa adornado con rosas rojas, en bailar como bailaba Salomé, en arrojar sus velos de muselina hasta quedar cubierta solamente por unas mallas de color carne ante un público complaciente. Ahora tenía otro sueño que evocar alternativamente con ése.

Las patatas ya estaban peladas y en la olla. Como todas estaban ocupadas, Lilith pudo escabullirse fuera de la cocina. Tenía que salir de la casa, cualesquiera que fuesen las consecuencias.

Bajó corriendo por la empinada colina a toda la velocidad de que era capaz, y pasó por delante de la granja Barbican; cruzó el puente a toda prisa sin dejar de correr hasta que llegó a la alquería del muelle oeste. Le alegró ver a la abuela Lil en la puerta.

—Qué sorpresa, tesoro.

Lilith se dejó caer junto a la anciana; jadeaba y le brillaban los ojos de lágrimas contenidas. —¿Te has escapado?

—Quería venir a casa. Quería hablar contigo.

—¿Y qué ha pasado en Leigh House para que hagas eso? Díselo a tu vieja abuela.

—Están pensando en casarla —respondió Lilith.

—Bueno, no me sorprende. Se está haciendo mayor. Tiene casi dieciséis años. Ya es hora de que se case.

—La van a casar con el hijo del señor Danesborough.

La abuela Lil asintió con la cabeza. —No hacía falta ser muy listo para imaginarlo. Siempre estuvieron destinados el uno al otro. Lilith guardó silencio.

—Ah —continuó la abuela—. Sé lo que estás pensando. Tú tienes la misma edad que ella. Si ella se va a casar, ¿por qué tú no? Tú piensas: tengo tanto derecho como ella a que me busquen un marido. Pero no es así, cariño. El caso es que ella es la hija legítima. Su padre nació dentro del matrimonio, y, aunque también el tuyo lo hizo, no era lo mismo, como ya te conté. Ella es una señorita educada, y tú no, pequeña mía. Ella sabe lo que está en los libros, y hay quienes dan una importancia terrible a lo que está en los libros. Tú necesitas buscar un marido, si es un marido lo que necesitas; y tienes que elegirle y, luego, ir por él y conseguirlo. Bien, ahí tienes a Tom Polgard. Es un joven atractivo, y tendrá tierras y riqueza cuando su padre fallezca.

—¡Polgard! —exclamó Lilith, escupiendo como hacían los pescadores—. Son unos cerdos. Los odio. Mira a William y la forma en que vive. ¿Crees que yo querría tener algo que ver con los Polgard?

—Sería diferente, cariño, si tú fueses la señora de la granja. Piénsalo. Podrías cuidar a William, y él necesita que lo cuiden.

—¿Y el granjero y su mujer?

—Podrías avenirte con ellos, princesa; además, no vivirán eternamente.

—Tom quiere casarse con nuestra Jane.

La vieja se echó a reír.

—Imposible. El viejo Polgard quiere casar a su hijo mayor con la hija de un granjero. Jane nunca conseguirá a Tom porque carece de lo imprescindible para ello. Y Tom, aunque quizá tenga la fuerza de toro de su padre, no tiene voluntad propia. Y es voluntad lo que hace falta para lograr lo que uno quiere. Si fueses tú, en lugar de Jane... Yo creo que encontrarías la manera. Creo que tienes la voluntad necesaria. ¿No te atrae el muchacho?

—Odio a todos los Polgard.

^Bueno, ¿y qué tal Jim Larkin? Seguirá los pasos de su padre y de su abuelo. Tendrías los mejores sombreros y los vestidos más elegantes de Cornualles si te casaras con él; comida en abundancia y un colchón de plumas para dormir.

—Tener comida en abundancia es bueno, y después de eso lo mejor son los colchones de plumas. Pero no me casaría con Jim Larkin ni a cambio de tener pavo asado todos los días de mi vida y un colchón de plumas todas las noches.

—¿Qué te ocurre, pequeña? ¿Estás enamorada de alguien?

—No... ¡No! Pero no me casaré sin estar enamorada.

—Vaya, eso es estupendo. Voy a decirte lo que harías si fueses inteligente. Estarías buscando un caballero agradable que te diera un poco de bienestar.

La anciana acarició los rizos de su nieta. Pero Lilith no encontraba consuelo, ni siquiera en su abuela. Le asaltó de pronto la idea de que, si se descubría su escapada, pudieran despedirla y, en ese caso, no vería a Frith cuando éste fuese a la casa.

Se levantó de un salto.

—Debo volver. Se pondrán furiosos si descubren que he salido.

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