Lilith

Lilith


39 Aquella noche

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39 Aquella noche

PASARON UNA NOCHE AGITADA y extraño fue lo que contaron de ella al llegar el día. Sea que el miedo de su sueño saliera a luz en la vigilia o que el miedo de la vigilia se hundiera con ellos en el sueño, despiertos o dormidos, no tuvieron un instante de reposo. Toda la noche algo parecía rondar en la casa: algo silencioso, algo terrible, algo para ellos desconocido. Ni el menor sonido se oyó; la oscuridad era a la vez el silencio y el silencio era el terror.

En una ocasión un viento espantoso entró en la casa y la sacudió por dentro, dijeron, de modo que se estremeció y tembló como un caballo que estuviera sacudiéndose; pero era un viento silencioso que no emitió el menor quejido en su cámara y que partió con un sollozo sin sonido.

Se quedaron dormidos. Pero volvieron a despertarse con gran sobresalto. Creyeron que la casa estaba llenándose de agua como la que habían estado bebiendo. Venía desde abajo y crecía hasta que el ático estuvo lleno de ella hasta el techo. Pero no hizo más ruido que el viento, y cuando se retiró, se quedaron dormidos secos y abrigados.

La próxima vez que despertaron, dijeron, todo el aire, por dentro y por fuera, estaba lleno de gatos. Pululaban arriba y abajo, a lo largo y a lo ancho de todo el cuarto. Sintieron sus garras que trataban de alcanzarles la carne a través de los camisones que la señora Mara les había puesto, pero no pudieron hacerlo; y, a la mañana, ninguno de ellos tenía el menor rasguño. De lo profundo de la oscuridad, de pronto, les llegó el único sonido que oyeron en toda la noche: el distante aullido de la gran gata bisabuela en el desierto; debía de haber estado llamando a su prole, pensaron, porque en ese mismo momento los gatos desaparecieron y todo quedó en calma. Una vez más se quedaron dormidos y ya no se despertaron hasta que el sol estuvo alto en la mañana.

Así contaron los niños sus experiencias. Pero yo estuve toda la noche con la mujer velada y la princesa: algo de lo que tuvo lugar, vi; mucho sólo lo sentí; y hubo más que no pueden ver los ojos y el corazón en cierta medida sólo puede entender.

Tan pronto como Mara abandonó el cuarto con los niños, vi a la pantera blanca: creía haberla dejado atrás, pero allí estaba agazapada en un rincón. Según parecía, la aterraba mortalmente lo que pudiera ver. Sobre la repisa de la chimenea había una gran lámpara, y el cuarto a veces parecía llenarse de las sombras producidas por ésta, y otras de formas neblinosas. La princesa estaba tendida sobre el diván junto a la pared, y no parecía haber movido una mano ni un pie. La espera era espantosa.

Cuando Mara volvió, arrastró el diván donde estaba Lilith hasta el medio del cuarto y luego se sentó frente a mí al otro lado del hogar. Entre nosotros ardía un pequeño fuego.

¡Algo terrible se preparaba! Las presencias neblinosas se estremecían y se agitaban. De entre ellas una criatura plateada semejante a una serpiente se aproximó arrastrándose, cruzó lentamente el suelo arcilloso y se internó en el fuego. Permanecimos sentados sin movernos. El acontecimiento se acercaba.

Pero las horas pasaron, la medianoche estaba próxima y no se operaba cambio alguno. La noche estaba sumida en la quietud. Ni el menor sonido rompía el silencio, ni el crepitar del fuego, ni un crujido de armarios o maderos. De vez en cuando sentía algo crecer, pero me es imposible precisar si en la tierra o en el aire, o en las aguas bajo la tierra; si en mi propio cuerpo o en mi alma; o si en parte alguna en realidad. Experimentaba el sombrío sentimiento de la justicia. Pero no tenía miedo, porque había dejado de preocuparme por nada, salvo por lo que debiera hacerse.

De pronto era la medianoche. La mujer embozada se puso en pie, se volvió hacia el diván y, lentamente, empezó a quitarse las largas vendas que le escondían la cara: cayeron al suelo y ella las pisó. Los pies de la princesa se tendían al fuego; Mara se dirigió hacia su cabeza y, volviéndose quedó tras ella. Entonces le vi la cara. Era inexpresablemente bella: blanca y triste, mortalmente triste, pero no desdichada; sabía que nunca podría serlo. Abundantes lágrimas le bajaban por las mejillas y ella se las secó con el vestido; la expresión se le serenó y ya no siguió llorando. Si no hubiera sido por la pena que se le dibujaba en cada línea de su expresión, habría parecido severa. Puso su mano sobre la cabeza de la princesa: sobre la raíz del cabello e, inclinándose, bañó con su aliento la frente pálida. La princesa se estremeció.

—¿Habrás de apartarte de las maldades que desde hace tanto tiempo vienes cometiendo? —preguntó Mara con suavidad.

La princesa no contestó. Mara volvió a formularle la pregunta con el mismo tono persuasivo e invitante.

Tampoco esta vez hubo señal de que hubiera sido escuchada. Pronunció las palabras por tercera vez.

Entonces el aparente cadáver abrió la boca y contestó: las palabras parecían estar hechas de otra cosa que sonido; no me es posible expresarlo más claramente: sonidos, no los había, pero sí palabras.

—No —dijo—. ¡Seré yo misma y nadie más!

—Eres otra y no tú misma ahora, por desgracia. ¿No quieres convertirte en tu verdadero ser?

—Seré de acuerdo con mis intenciones.

—Si te recuperaras ¿no harías lo que estuviera de tu parte para compensar el daño que has provocado?

—Actuaría según mi naturaleza.

—Tú no la conoces: tu naturaleza es buena y haces el mal.

—Haré lo que a Mí Misma me plazca, lo que Yo Misma desee.

—¿Harás aquello a lo que la Sombra, que ensombrece tu Yo, te incline?

—Haré lo que quiera.

—Has matado a tu hija, Lilith.

—He matado a millares. Ella me pertenece.

—No fue nunca tuya y tú no te perteneces.

—Yo no pertenezco a nadie fuera de a Mí Misma y mi hija es mía.

—Entonces ¡ay! tu hora ha llegado.

—No me importa. Soy lo que soy; nadie puede quitarme a mí de Mí Misma.

—No eres la Tú Misma que te imaginas.

—En tanto me complazca ser la que me pienso, no me importa. Me satisface ser para mí lo que yo quiero. Lo que decido parecer para mí es lo que soy. Mi propio pensamiento es lo que me hace; el pensamiento que tengo de mí es lo que soy. Nadie más ha de hacerme.

—Pero otro te ha hecho, y puedo obligarte a ver lo que tú has hecho de ti misma. No te será posible por mucho más tiempo verte sino del modo en que él te ve. No te será posible seguir satisfecha con el pensamiento que tienes de ti. En este momento tienes conciencia del cambio que se avecina.

—Nadie me hizo nunca. Desafío al Poder que deshaga a la mujer libre que soy. ¡A ti te desafío, que eres su esclava! Puede que me tortures, no sé, pero jamás me obligarás a nada en contra de mi voluntad.

—Semejante violencia de nada serviría. Pero hay una luz que va más hondo que la voluntad, una luz que ilumina la oscuridad que está por detrás: esa luz puede alterar tu voluntad, puede volverla realmente tuya y no la de otro: no la de la Sombra. En la voluntad creada puede verterse la voluntad creadora y, de ese modo, redimirla.

—Esa luz jamás penetrará en mí: la detesto. ¡Fuera, esclava!

—No soy una esclava porque amo a esa luz, y quiero con la voluntad más profunda que creó a la mía. No hay más esclava que la criatura que quiere contra la voluntad de su creador. Quién es esclava sino la que clama: «Soy libre» y, sin embargo, no le es posible cesar de existir.

—Dices las necedades propias de un corazón cobarde. Te crees que me tienes en tu poder. ¡Te desafío! Tú por tu parte, yo por la mía. Lo que yo decida ser, no podrás tú alterarlo. No será lo que tú me pienses, lo que tú dices que soy.

—Lo lamento, pero deberás sufrir.

—¡Pero seré libre!

—Sólo es libre la que dé libertad; la que haga esclavos de los demás, ella misma es una esclava. A cada vida, a cada voluntad, a cada corazón que se acercó a ti, tú trataste de someter: eres la esclava de todos los esclavos tuyos, una esclava que ignora su propia calidad de tal. Mírate a ti misma.

Quitó la mano de la cabeza de la princesa y se alejó de ella retrocediendo dos pasos.

La presencia silenciosa de algo semejante a una llamarada inmensa llenó la casa: la misma, supongo, que a los niños les pareció un viento sin ruido. Involuntariamente miré el hogar: en él ardía todavía un fuego pequeño. Pero vi salir de él a la criatura reptante, blanca de color, vívida como plata incandescente, la médula viva del fuego esencial. Se arrastraba muy lentamente a lo largo del suelo hacia el diván. Más lentamente aún subió a él y se quedó a los pies de la princesa como si vacilara en seguir adelante. Yo me puse en pie y me acerqué. Mara se mantenía inmóvil como alguien que aguarda un acontecimiento previsto de antemano. La criatura luminosa se acercó arrastrándose a un descalzo pie descarnado: no pareció sufrir, ni tampoco el diván estaba quemado al paso del gusano. Lenta, muy lentamente, siguió arrastrándose por sobre el vestido hasta llegar a su seno donde desapareció entre los pliegues.

La cara de la princesa permanecía en calma pétrea con párpados que cubrían, aparentemente, los ojos de una muerta; y durante unos minutos nada más sucedió. Por último, sobre la piel reseca y apergaminada empezaron a aparecer las gotas del más fino rocío; al cabo de un instante se habían vuelto grandes como perlas y, mezclándose entre sí, empezaron a manar en torrentes. Me lancé para arrancar el gusano del pobre seno marchito y aplastarlo con los pies. Pero Mara, Madre del Dolor, se interpuso en mi camino y abrió los pliegues del vestido: no había allí serpiente alguna ni rastros chamuscados de su paso; la criatura había penetrado por el centro de la mancha negra y estaba horadando un camino por tuétano y meollo hasta los pensamientos y las intenciones del corazón. La princesa se estremeció convulsa y supe que el gusano había llegado a su cámara secreta.

—Se está viendo a sí misma —dijo Mara; y poniéndome la mano sobre el brazo, me hizo retroceder tres pasos del diván.

De pronto la princesa levantó el cuerpo formando un arco con él; luego, saltó al suelo y se mantuvo erguida. El horror que se veía en su cara era tal, que temblé por temor de que sus ojos se abrieran y verlos me abrumara por entero. El pecho se le levantaba y se le hundía, pero ningún aliento había en él. El pelo le caía a los lados; luego se le erizó y echó chispas; una vez más le cayó a los lados y el sudor de la tortura bajó por él hasta el suelo. Yo la habría rodeado con mis brazos, pero Mara me lo impidió.

—No puede acercársele —dijo—. Está muy lejos de nosotros, hundida en el infierno de su autoconciencia. El fuego central del universo le está infundiendo el conocimiento del bien y del mal. Está viendo por fin el bien que ella no es y el mal que es su sustancia. Sabe que ella misma es el fuego en el que está ardiendo, pero no sabe que la luz de la Vida es el corazón de ese fuego. Su tormento consiste en ser lo que es. No tema por ella; no ha sido abandonada. No había otro modo más gentil de ayudarla. Espere y observe.

Puede que hayan sido cinco minutos o cinco años el tiempo que permaneció de aquel modo… no me es posible saberlo; pero por último se arrojó de bruces.

Mara se le aproximó y se quedó mirándola desde lo alto. Grandes lágrimas caían de sus ojos sobre la mujer tumbada que jamás había llorado.

—¿Te apartarás del camino que emprendiste? —le preguntó por fin.

—¿Por qué me hizo de este modo? —dijo Lilith jadeante—. Yo me habría hecho… ¡oh, tan distinta! Me alegro de que haya sido él quien me hizo y no yo misma. Sólo él tiene la culpa de lo que yo soy. Jamás yo habría hecho algo tan inútil. Quiso que me conociera y me sintiera desdichada por ello. Ya no quiero seguir siendo hecha.

—Pues deshazte entonces —dijo Mara.

—¡Ay, no me es posible! Lo sabes y te burlas de mí. ¡Cuántas veces no me he empeñado en lucha terrible para dejar de ser, pero el tirano me obliga a seguir siendo! Lo maldigo. Ahora, que me mate.

Las palabras le salían a chorros, como de una fuente agonizante.

—Si no te hubiera hecho —dijo Mara con gentileza y lentitud—, ni siquiera te sería posible odiarlo. Pero no fue él quien te hizo así. Tú misma te has vuelto lo que eres. Pero, anímate: él puede rehacerte.

—No quiero ser rehecha.

—No te cambiará; sólo restaurará lo que eras.

—Nada quiero ser de lo que él disponga.

—¿No quieres que enderece lo que tú has torcido?

La princesa permaneció en silencio; su sufrimiento parecía haberse aliviado.

—Si quieres, vuelve a tenderte en el diván.

—No lo haré —contestó emitiendo forzadamente las palabras a través de las mandíbulas cerradas.

Un viento pareció levantarse en el interior de la casa, soplando sin sonido ni empuje; y un agua empezó a subir sin ruido en sus ondas ni sollozo en su crecimiento. Era fría, pero no producía entumecimiento. Invisible e inaudible venía llegando. No afectaba a ninguno de mis sentidos; sin embargo, experimentaba su acercamiento. Por fin vi que la alcanzaba y la echaba a flotar. Gentilmente la cargó, incapaz de resistirse, y la abandonó, más que la depositó, sobre el diván. Luego disminuyó de caudal rápidamente hasta que desapareció.

La lucha de pensamientos, el acusador y el defensor, empezó otra vez con renovada fiereza. El alma de Lilith estaba desnuda, sometida a la tortura de la luz pura que la penetraba. Empezó a gemir y a suspirar profundamente; luego murmuraba como si mantuviera un coloquio con su yo divino: su reino no era ya íntegro; se había dividido en contra de sí mismo. En un momento se alegraba como si viera a sus pies a su peor enemigo y, mientras, lloraba; al instante siguiente, se retorcía como si la abrazara un amigo odiado por su alma, y se echaba a reír como un demonio. Por último empezó lo que parecía la historia de sí misma, en una lengua tan extraña y de formas tan sombrías que sólo podía comprender muy poco de ella aquí y allí. No obstante, parecía la forma primordial de una lengua muy bien conocida de mí, y las formas, pertenecer a sueños que alguna vez habían sido míos, pero que me era imposible recordar. De vez en cuando la historia parecía relacionarse con lo mencionado en el manuscrito partido que Adán me había leído y a menudo aludía a influencias y fuerzas —también vicios, según sospeché sin poder evitarlo— con las que no tenía la menor familiaridad.

Cesó el coloquio y de nuevo el horror le erizó los cabellos, que le centelleaban y manaban sudor alternativamente. Le dirigí a Mara una mirada implorante.

—Desdichadamente esas no son las lágrimas del arrepentimiento —dijo—. Las verdaderas lágrimas se agolpan en los ojos. Ésas son mucho más amargas y mucho menos benéficas. El autoaborrecimiento no es dolor. Sin embargo, tiene algo de bueno porque constituye un indicio de que se ha dado un paso adelante en el viaje al hogar, y en brazos de su padre, el hijo pródigo olvida el propio yo del que abominaba. Una vez que se encuentra con su padre, ya nada le importa de sí. Lo mismo le sucederá a ella.

Se le acercó y le dijo:

—¿Devolverás lo que tan injustamente has tomado?

—No he tomado nada —respondió la princesa articulando las palabras con trabajo a causa del dolor— a lo que no tuviera derecho. Así lo manifiesta el hecho de que pudiera hacerlo.

Mara se apartó de su lado.

Poco a poco mi alma fue cobrando conciencia de una oscuridad invisible, de algo más terrible que nada que hubiera experimentado jamás. Una horrible Nada, una Negación positiva la envolvía; el límite de su ser, que no era ser sin embargo, me tocó y por un espantoso instante me pareció encontrarme solo con la Muerte Absoluta. No era la ausencia de todo lo que sentía, sino la presencia de la Nada. La princesa se arrojó al suelo desde el diván con un prolongado y amargo grito. Era la huida del Ser frente a la Aniquilación.

—¡Por piedad —gritó—, arrancadme el corazón, pero dejadme vivir!

En ese instante cayó sobre ella, y también sobre nosotros, una calma perfecta, semejante a la de una noche de verano. El sufrimiento había alcanzado casi el borde de la copa de su vida y una mano la había vaciado. Levantó la cabeza, se alzó a medias y miró en torno. Un instante más, y estaba de pie erguida, con el aire de un conquistador; había ganado la batalla; osada había salido al encuentro de sus enemigos espirituales; estos se habían retirado derrotados. Levantó su brazo marchito sobre la cabeza con un himno de profano triunfo en la garganta… cuando de pronto sus ojos quedaron fijos con horrorosa mirada. ¿Qué era lo que veía?

Miré y también yo vi: delante de ella lanzada por un celestial espejo invisible se encontraba el reflejo de sí misma y junto a ella una figura de espléndida belleza. Se echó a temblar y de nuevo cayó al suelo invalidada. Conoció a la persona que Dios había querido que fuera y a la que ella había hecho de sí misma.

Permaneció el resto de la noche enteramente inmóvil.

Al entrar en el cuarto el alba gris, se puso en pie, se dirigió a Mara y le dijo con orgullosa humildad.

—Has vencido. Déjame ir al desierto y lamentarme.

Mara percibió que su sometimiento no era fingido ni tampoco verdadero. La miró un momento y le replicó:

—Empieza, pues, y haz lo justo en lugar de la injusticia.

—No sé cómo hacerlo —contestó con el aire de quien prevé y teme la respuesta.

—Abre la mano y suelta lo que hay en ella.

Una feroz negativa pareció luchar para abrirse paso, pero la mantuvo aprisionada.

—No puedo —dijo—. Ya no tengo el poder de hacerlo. Ábrela tú en mi lugar.

Le tendió la mano ofensora. Era más la garra de un animal que una mano. Me pareció evidente que no le era posible abrirla.

Mara ni se la miró siquiera.

—Debes abrirla tú misma —le dijo serena.

—¡Te he dicho que no puedo!

—Puedes si lo quieres; no por cierto de un golpe, sino con esfuerzos persistentes. Todavía no deseas deshacer lo que hiciste. ¡Ni tienes la intención siquiera!

—Tú así lo crees, me atrevo a decir —replicó la princesa con un acceso de insolencia—, pero yo sé que no me es posible abrir la mano.

—Te conozco mejor de lo que tú misma te conoces y sé que sí puedes. Con frecuencia la has abierto un poco. Sin empeño y dolor no te será posible abrirla enteramente, pero puedes hacerlo. Te lo ruego, hazte de todas tus fuerzas y ábrela.

—No intentaré lo que sé imposible. Sería hacer el papel de un tonto.

—Ése es el papel que toda la vida has hecho. Oh, qué difícil es enseñarte.

Una vez más el desafío asomó a la cara de la princesa. Le dio la espalda a Mara diciendo:

—Sé por qué me has torturado. ¡Has fracasado y nunca te será posible triunfar! ¡Comprobarás que soy más fuerte de lo que crees! ¡Todavía seré dueña de mí misma! Soy todavía la que siempre he conocido: la Reina del Infierno y señora de los mundos.

En ese momento se produjo lo más espantoso de todo cuanto hasta entonces sucediera. No sabía qué era; me sabía incapaz de imaginarlo; sólo sabía que si se me hubiera acercado, habría muerto de terror. Sé ahora que era La Vida en la Muerte: vida muerta y, sin embargo, existente; y sabía que Lilith había tenido atisbos, pero sólo atisbos de ella; nunca antes la había penetrado hasta entonces.

Tal como se había vuelto, se mantuvo. Mara fue y se sentó junto al fuego. Con miedo de quedarme solo con la princesa, también yo me senté al lado del hogar. Algo empezó a abandonarme. Una sensación de frío y, sin embargo, no lo que llamamos frío, reptó fuera, no dentro, de mi ser y lo impregnó. La lámpara de la vida y el fuego eterno parecían extinguirse juntos y yo, no quedarme con otra cosa que la conciencia de haber estado vivo. Por fortuna, la aflicción no llegó a tanto y mi pensamiento volvió a centrarse en Lilith.

Algo estaba ocurriendo en ella que nosotros desconocíamos. Sabíamos que no experimentábamos lo que ella experimentaba, pero sabíamos también que sentíamos algo de la desdicha que le provocaba. Estaba en ella, no en nosotros; su reflejo, su desdicha nos alcanzaba y se reflejaba a su vez en nosotros: se encontraba en la oscuridad exterior y nosotros en presencia de la que estaba sumida en ella. No nos encontrábamos en la oscuridad exterior; de haberlo estado, no podríamos haber estado con ella; nos habríamos encontrado absolutamente apartados más allá del tiempo y del espacio. La oscuridad no conoce la luz ni tampoco a sí misma; sólo la luz se conoce a sí misma y también a la oscuridad. Nadie sino Dios detesta el mal y también lo comprende.

Algo la había abandonado que, por primera vez, por su ausencia, comprendió que siempre había estado en ella durante todos los malvados años de su vida. La fuente de vida se había apartado; todo lo que quedaba de su ser consciente era las heces de su vida muerta y corrupta.

Se mantenía rígida. Mara hundió la cara en las manos. Contemplé la cara de quien conocía la existencia, pero no el amor; no conocía la vida, ni la alegría, ni el bien; vi con mis ojos la cara de una muerta viva. Conocía la vida sólo para saber que estaba muerta y que en ella vivía la muerte. No era meramente que la vida hubiera cesado en ella, sino que tenía conciencia de ser una cosa muerta. Había matado su vida y estaba muerta… y lo sabía. Tenía que morir la muerte por siempre jamás. Había intentado con todas sus fuerzas deshacerse y no había podido; era una vida muerta y no le era posible acabar: ¡Le era preciso ser! En su cara vi y leí lo que estaba más allá de su desdicha: vi en su aflicción que la aflicción que se encontraba por detrás era mayor de lo que podía manifestar. Emitía al exterior una pálida lobreguez; la luz que había en ella era oscuridad y, a su manera, brillaba. Era lo que Dios no podía haber creado. Había ido más allá de lo que debía en su autocreación, y su territorio había deshecho el Suyo. Veía ahora lo que había hecho y he aquí que no era bueno. Era un cadáver consciente, cuyo ataúd nunca se desharía ni la dejaría en libertad. Sus ojos corporales permanecían abiertos como si contemplaran el centro del horror esencial: su propio mal indestructible. También ahora tenía la mano derecha cerrada sobre la Nada existente, su heredad. Pero a Dios todo le es posible: puede aún salvar a los ricos.

Sin cambio en la mirada, sin señales de propósito alguno, Lilith se dirigió hacia Mara. Ésta la sintió aproximarse y se puso en pie para ir a su encuentro.

—Me doy por vencida —dijo la princesa—. No puedo seguir resistiendo. Estoy derrotada. Sin embargo, no me es posible abrir la mano.

—¿Lo has intentado?

—Lo estoy intentando ahora con todas mis fuerzas.

—Te llevaré ante mi padre. De todos los creados, a él es a quien más has dañado, por tanto, de todos los creados él es quien mejor puede ayudarte.

—¿Cómo puede él ayudarme?

—Te perdonará.

—¡Ah, si sólo estuviera dispuesto a ayudarme a dejar de ser! Ni siquiera de eso soy yo capaz. No tengo poder sobre mí misma; soy una esclava. Lo reconozco. Permíteme que muera.

—¡Esclava eres y serás algún día una niña! —contestó Mara—. En verdad morirás, pero no como tú lo imaginas. Morirás de la muerte a la vida. ¡He aquí la Vida que nunca estuvo en contra de ti!

Como su madre, en la que se concentraba la maternidad de todo el mundo, Mara rodeó con sus brazos a Lilith y le besó la frente. La fogosamente fría desdicha desapareció de sus ojos y sus fuentes se colmaron. Mara la levantó en brazos y la transportó a su propio lecho en un rincón del cuarto; allí la acostó suavemente y le cerró los ojos con manos acariciantes.

Tendida, Lilith lloró. La Señora del Dolor se dirigió a la puerta y la abrió.

Afuera esperaba la Mañana con la Primavera en los brazos. Suavemente se introdujeron por la puerta abierta; un viento suave movía las faldas de sus vestidos. Corrió y corrió en torno a Lilith ondeando el desconocido mar que despertaba de su vida eterna; hasta que la que no había sido sino un alga marina abandonada en la seca orilla arenosa para marchitarse, por último reconociera en sí la puerta de entrada del océano por siempre perdurable que mamaría en ella por siempre sin que ya jamás fuera a bajar su marea. Ella respondió al viento de la mañana con renovada respiración y empezó a escuchar. Porque en las faldas del viento había llegado la lluvia, la suave lluvia que cura las múltiples heridas de la hierba segada tranquilizándola con la dulzura de toda música, la pausa que habita entre música y silencio. Humedeció el desierto en torno a la cabaña y las arenas del corazón de Lilith la oyeron y la bebieron. Cuando Mara volvió a sentarse junto a la cama, sus lágrimas fluían más suaves que la lluvia y, al cabo de un breve tiempo, estuvo profundamente dormida.

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