Lila

Lila


PRIMERA PARTE » 14

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LILA observó dónde estaban. Ante ellos se extendía un puente muy largo. Llegaba hasta lo que parecía ser la otra orilla del gran lago donde se habían detenido. Pasaban muchos coches por el puente. Probablemente camino a Nueva York. Ya estaban cerca.

Había otros barcos en el puerto, pero ninguno parecía ocupado. Todo tenía un aspecto vacío y desierto. Parecía como si todo el mundo hubiese desembarcado y se hubiera largado. ¿Dónde estaba la gente? Era como si el río terminase allí. ¿Qué había pasado esa tarde? Lila no lo recordaba bien. Se asustó por algo. El viento y el ruido. Después se quedó dormida. Y ahora estaba allí. ¿Por qué?

«¿Qué hacía allí?», se preguntó. No lo sabía. Otra ciudad en alguna parte, otro hombre, otra noche se acercaba. Sería una noche larga.

El capitán volvió, la miró de un modo extraño y dijo:

—Ayúdame a arriar el bote. Puedo hacerlo solo, pero entre dos es más fácil.

Llevó a Lila hasta el mástil y le preguntó si sabía usar un cabrestante. Dijo que sí. Luego enganchó un cabo del mástil al bote, que yacía boca abajo en cubierta, y le indicó que moviese la manivela. Lila obedeció, pero pesaba mucho y notó que a él no le gustaba cómo lo hacía. De todos modos, siguió dando vueltas a la manivela hasta que un buen rato después el bote quedó suspendido en el aire y el capitán lo empujó por un costado del barco. Le indicó que lo bajara despacio. Lila soltó cuerda.

—¡Despacio! —ordenó el capitán.

Lila lo hizo más despacio mientras el capitán guiaba con las manos el descenso del bote. Después se volvió y dijo: —Así está bien. —Al menos Lila había hecho una cosa bien. Incluso le sonrió un poco.

Tal vez la noche no fuese tan mala.

Lila bajó al camarote, sacó de su maleta una toalla vieja, su última muda limpia, el secador de pelo y el maquillaje. Envolvió en la toalla una pastilla de jabón del lavabo para llevársela.

Cuando volvió a cubierta vio que el capitán había colgado una escala por el costado del barco para bajar al bote. Lila bajó primero y él la siguió con varias bolsas de lona grandes. Lila se preguntó para qué las querría.

Fedro apenas tuvo que remar. Estaban muy cerca de la orilla, donde varios postes de madera asomaban en el agua y había un embarcadero de aspecto endeble y un edificio blanco. Por detrás del edificio se alzaba una colina que conducía a una ciudad, o eso parecía.

En el interior del edificio blanco un hombre les indicó dónde se encontraban las duchas. El capitán le pagó por el amarre y el uso de las duchas. Recorrieron un largo pasillo y Lila entro por la puerta de «Señoras». Dentro encontró una especie de ducha sucia y un banco de madera justo delante. Tardó un buen rato en localizar el interruptor de la luz. Abrió la ducha, dejó correr el agua hasta que fue templándose, se desnudó y dejó la ropa encima del banco.

El agua estaba caliente y buena. Menos mal. A veces en sitios así sólo había agua fría. Se puso debajo del chorro y se sintió bien. Era la primera vez que se duchaba desde que el Karma atracó en Troy. Tenía la sensación de que nunca podía ducharse lo suficiente. Los barcos no eran limpios.

Los hombres tampoco eran limpios. Se lavó a conciencia las zonas que el capitán había visitado la noche anterior.

Ese hombre necesitaba a alguien como ella. Olía como el motor de un camión. La camisa que llevaba... parecía que no se había cambiado en varias semanas. Le haría un favor navegando con él hasta Florida. No sabía cuidar de sí mismo. Ella podría ocuparse de él.

Pero no quería comprometerse. No quería comprometerse con nadie. Al cabo de un tiempo, todos querían comprometerse, como Jim, y entonces empezaban los problemas.

Se secó con la toalla y empezó a vestirse. La falda y la blusa estaban arrugadas, pero las arrugas desaparecerían. Encontró un enchufe junto al espejo, al lado del banco, y enchufó el secador de pelo.

Manhattan estaba ya muy cerca. Si Jamie estuviese allí, se ocuparía de todo. Sería estupendo volver a verlo. Tal vez. Aunque con él nunca se sabía. A lo mejor no estaba. En ese caso tendría un problema. No sabía qué hacer. No quería pensar en eso.

Recordó que se había ofrecido a preparar la cena.

Para eso llevaba el capitán aquellas bolsas, para la comida. Tal vez, si le preparaba una cena estupenda, él la llevaría hasta Florida.

Se maquilló despacio y con cuidado y, cuando estuvo lista, recorrió el pasillo y dobló una esquina. El capitán la estaba esperando. Al acercarse vio que tenía mejor aspecto. Estaba limpio, afeitado y se había cambiado de camisa.

Fuera ya había oscurecido. Pasaron por debajo de las farolas a lo largo de la calle que subía hasta la ciudad. Se cruzaron con varias personas que no levantaron la vista.

No parecía una ciudad pequeña. Más bien parecía un barrio de una gran ciudad. La calle no era muy ancha y tenía ese aspecto sucio y deprimente que presentan las grandes ciudades. Una vez en el centro, Lila se fijó en los escaparates y comprobó que no había mucho que mirar.

Le pareció oler a patatas fritas, aunque no vio ningún McDonald’s o Burger King o similar en los alrededores.

¡Cuánto le apetecían unas patatas fritas! ¡Estaba muerta de hambre!

Pensó que tal vez podrían comprar un paquete. El problema era que para cuando llegasen de nuevo al barco se habrían quedado frías. Tal vez pudiera prepararlas en el barco. Para eso necesitaba un recipiente. Le preguntó al capitán si tenía una sartén. Dijo que no estaba seguro. Lila confió en que así fuera.

Los precios del supermercado eran caros. Compró dos buenos filetes, patatas de Idaho y aceite para freirías, un poco de budín de chocolate de postre y algo de pan para hacer tostadas al día siguiente. Y huevos, y mantequilla, y un poco de beicon. Y leche.

Al inclinarse para coger la leche chocó con un carrito. Lila se disculpó. No fue culpa suya, pero la mujer, que tenía pinta de trabajar en el supermercado, le lanzó una mirada mezquina y no se excusó en absoluto.

Tenía provisiones suficientes para llenar dos bolsas grandes. Se moría de hambre. Aunque siempre le gustaba comprar comida. Probablemente no llegaría a comerse la mitad de lo comprado.

Pero nunca se sabía. Puede que esa noche el capitán y ella se llevaran bien. En ese caso, tal vez irían de compras a Nueva York. Necesitaba un montón de cosas.

Cuando terminó de llenar el carrito, se acercó a la caja y comprobó que la cajera era la mujer que había tropezado con ella. Con la misma mirada mezquina. Le recordaba a su madre. Con la mayor amabilidad posible, Lila le preguntó si podían usar el carrito para llevar la compra hasta el barco. Sería mucho más cómodo que cargarla en aquellas bolsas de lona. La respuesta fue «No».

Lila miró al capitán, que no dijo nada. Se limitó a pagar, sin traslucir ninguna emoción.

Cogieron una bolsa cada uno y echaron a andar hacia la puerta cuando de pronto se oyó un fuerte «¡¡AU!!» y a continuación un «¡SUÉLTAME!» y luego, «¡¡¡SE LO DIRÉ A MI MADRE!!!».

Lila dio media vuelta y vio que la cajera sujetaba del cuello a una niña negra; la niña le pegaba y gritaba: «¡suéltame!

¡¡SUÉLTAME!! ¡¡SE LO DIRÉ A MI MADRE!!».

—¡Te dije que no volvieras por aquí! —gritaba la cajera.

La niña parecía tener entre diez y doce años.

—Vamos —dijo el capitán.

Pero Lila se oyó decir:

—¡Déjala en paz!

—No te metas —protestó el capitán.

—¡PUEDO VENIR SI QUIERO! —gritó la niña—. ¡Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer!

—¡DÉJALA EN PAZ! —dijo Lila.

La mujer miró a Lila, perpleja.

—¡ESTE SUPERMERCADO ES NUESTRO! —dijo.

—Vamos, joder—dijo el capitán.

La mujer seguía sin soltar a la niña.

Lila explotó:

—¡DÉJALA EN PAZ o llamo a la policía!

La mujer soltó a la niña. La niña pasó corriendo junto a Lila y el capitán, y salió del supermercado. La cajera se quedó mirándola. Luego miró a Lila. Pero ya no podía hacer nada.

Todo había terminado. Lila y el capitán salieron. Una vez fuera, la niña miró a Lila, esbozó una sonrisa ligera y rápida y se marchó corriendo.

—¿Por qué has armado ese escándalo? —dijo el capitán.

—Me ha sacado de quicio.

—Todo te saca de quicio.

—Tenía que hacerlo —dijo Lila—. Ahora me sentiré bien toda la noche.

Pasaron por una licorería, compraron dos quintos de whisky y una bolsa de hielo. Iban muy cargados y volvieron al puerto por la calle estrecha.

—¿Por qué te has metido en la pelea? —preguntó el capitán—. No era asunto nuestro.

—La gente es muy mala con los niños —dijo Lila.

—¿Es que no tienes ya bastantes problemas?

Lila no contestó. Pero se sentía bien. Siempre se sentía mejor cuando perdía los nervios. No sabía por qué, pero así era.

El capitán no volvió a decir palabra. Estaba enfadado. A Lila no le importaba. Ya se le pasaría.

El embarcadero estaba tan oscuro que casi no veían el bote. Lila andaba con mucho cuidado. No quería caerse con toda la comida.

El capitán dejó la bolsa en el muelle y soltó el bote. Después le dijo a Lila que subiera. A continuación le pasó todos los paquetes y finalmente subió. Con tantos bultos le costaba trabajo remar, por lo que cogió un solo remo y fue remando alternativamente por cada lado.

Lila se volvió para mirar y vio que el largo puente era como una sombra, toda iluminada desde detrás por la luz del cielo de Nueva York. Era muy hermoso. Introdujo una mano en el agua y la sintió templada.

De repente se sentía de maravilla. Sabía que irían juntos hasta Florida. La noche sería buena.

Guando llegaron al costado oscuro del barco, el capitán sostuvo el bote con firmeza mientras Lila subía por la escala. A oscuras le pasó luego las bolsas de lona y ella las dejó en la cubierta.

Después, cuando él subió a bordo y aseguró el bote al barco, Lila bajó las bolsas a la cámara.

Apretó un interruptor de la luz en el lateral de lo que parecía un foco, y funcionó, aunque no iluminaba gran cosa. Sacó las botellas de whisky de una de las bolsas y metió el hielo en el congelador. Terminó de sacar el resto de la comida para localizar sus cosas de aseo. Las guardó en la maleta, en el camarote del piloto, menos la toalla, que estaba húmeda. La colgó a secar en el borde de la litera.

El capitán le pidió que subiera a sostener la linterna.

Lila subió y la sostuvo mientras él abría una tapa de madera en el suelo de la cubierta y metía la mitad del cuerpo en el hueco. Sacó un montón de cuerda vieja. Luego una manguera y un ancla viejas. Luego un poco de cable y por fin un recipiente de hierro oxidado, con cuatro patas y una parrilla.

Lo sostuvo a la luz de la linterna.

—Hibachi —dijo—. No lo uso desde que estuve en el lago Superior... Hay un poco de carbón en el camarote del piloto.

Con eso quería decir: «Ve a por él». Lila bajó al camarote, encontró un saco de carbón y lo llevó a cubierta. El capitán había recuperado el habla.

Lo vio desde la escalera de cámara verter el carbón en el recipiente de hierro.

—En este barco haces lo que quieres, ¿verdad? —dijo Lila—. Nadie te da órdenes. Nadie discute contigo.

—Cierto. Pásame el queroseno que está detrás de la mesa... en ese estante pequeño. Justo detrás de donde estoy. —Se volvió para señalarlo. Lila lo cogió y se lo pasó.

—Empezaré a preparar las patatas fritas —dijo Lila—, si me dices dónde están los cazos y las sartenes.

—Detrás de la mesa. En uno de esos cubos —respondió el capitán—. Levanta la tapa y lo verás.

Lila encendió otra luz que había sobre la mesa y encontró un cubo hondo, con unos doce cazos y sartenes de distintos tipos, todos mezclados de cualquier manera. El cubo estaba detrás de la encimera y el único modo de acceder a los cacharros era tumbarse encima de la mesa de navegación, introducir el brazo en el agujero rectangular y pescar. La pesca de los cacharros produjo un gran estruendo metálico. Lila esperaba que el ruido le indicase al capitán su situación de desorden doméstico.

No había una sartén honda. Palpó una plancha grande y la sacó. Era de buen acero inoxidable y estaba casi nueva, pero apenas tenía fondo para freír. Volvió a introducir el brazo, siguió haciendo ruido, y esta vez encontró un cazo hondo con su correspondiente tapadera. Eso serviría.

—Supongo que no tienes un colador para las patatas —dijo.

—No —respondió el capitán—. No que yo sepa.

No importaba. Se las apañaría con una espumadera.

La buscó, la encontró, y también un pelador de verdura. Probó el pelador en una patata. Estaba bien afilado. Empezó a pelar. Le gustaba pelar patatas largas y lisas como ésas de Idaho. Quedarían estupendas una vez fritas. Fue dejando las mondas en el fregadero para sacarlas todas cuando hubiera terminado.

—¿Qué harás después de llegar a Florida? —le preguntó al capitán.

—Seguir de viaje, probablemente.

Salió una llama del Hibachi, y Lila vio el rostro de Fedro a la luz. Parecía cansado.

—¿Seguir el viaje, adonde? —preguntó.

—Al sur. A la ciudad donde viví en México, en la bahía de Campeche. Me gustaría pasar una temporada. Y ver si siguen por allí algunos conocidos.

—¿Qué hacías allí?

—Construir un barco.

—¿Este barco?

—No, uno que no llegué a terminar. Me salió todo mal.

Atizó el carbón en el Hibachi con el borde de la parrilla.

—Los barcos siempre dan siete tipos de problemas a la vez —dijo—. Ya había montado la quillay levantado el armazón. Estábamos a punto de cortar los tablones cuando el gobierno declaró la «veda» en el bosque. Creo que lo llaman así. Significa que no se puede cortar más madera.

»Fuimos a Campeche en busca de madera, y pagamos por ella... No llegó nunca. Es imposible que un extranjero pueda denunciar en México. Ellos lo sabían.

»Luego "desaparecieron” todos nuestros clavos en la Ciudad de México. La pintura sí llegó a tiempo, pero también se esfumó antes de que pudiésemos pintar el bote.

—¿Quiénes? —preguntó Lila.

—Mi carpintero y yo.

El capitán bajó a la cabina mientras Lila pelaba las patatas. Encendió la lámpara de queroseno, apagó las luces eléctricas, cogió unos vasos de un estante y abrió el congelador. Llenó los vasos de hielo y puso en ellos un poco de soda. Mientras servía el whisky, levantó el vaso de Lila para que le indicase cuándo parar.

—Por Pancho Piquet —dijo entonces.

Lila bebió. Sabía bien.

Le enseñó las patatas peladas.

—Tengo tanta hambre que me las comería crudas, pero esperaré.

Encontró una tabla y empezó a cortar las patatas, primero en horizontal, haciendo óvalos, luego longitudinalmente, como bastones. Buen cuchillo. Bien afilado. El capitán la observaba.

—¿Quién es Pancho Piquet? —preguntó Lila.

—El carpintero de ribera. Era un cubano viejo. Hablaba español tan deprisa que hasta los mexicanos tenían problemas para entenderlo. Se parecía a Boris Karloff. No parecía cubano ni mexicano.

»Pero era el carpintero más rápido que he visto en mi vida —dijo el capitán—. Y meticuloso. No descansaba nunca, a pesar del calor. No teníamos electricidad, pero él trabajaba más deprisa con las manos que la mayoría de la gente con herramientas eléctricas. Andaba entre los cincuenta y los sesenta; yo tenía veintitantos. Me sonreía como Boris Karloff cuando veía que yo intentaba seguirle el ritmo.

—¿Y por qué bebemos a su salud? —preguntó Lila.

—Bueno, me advirtieron. ¡Él toma! Y vaya si bebía —dijo el capitán.

—Una noche sopló un viento del norte muy fuerte en el golfo de México. ¡Un viento terrible! Casi doblaba las palmeras hasta el suelo. Arrancó el tejado de nuestra casa y se lo llevó volando.

»En lugar de repararlo, Pancho se emborrachó y se pasó más de un mes de borrachera. Al cabo de unas semanas su mujer vino a suplicarme dinero para comida. Fue muy triste. Creo que en parte se emborrachaba porque sabía que todo estaba saliendo mal y que no llegaríamos a construir el barco. En eso tenía razón. Me quedé sin dinero y tuve que renunciar.

—¿Y por eso bebemos a su salud? —preguntó Lila.

—Sí, él era una especie de advertencia —dijo el capitán—. Y en cierto modo me abrió los ojos un poco. Me enseñó cómo son los trópicos de verdad. Al hablar de Florida y de México me he acordado de él.

El montón de patatas cortadas seguía creciendo. Lila estaba haciendo demasiadas, pero no importaba. Mejor tener muchas que pocas.

—¿Por qué quieres volver allí? —preguntó.

—No lo sé. Allí siempre está ese sentimiento de desesperación. Lo percibo sólo con pensarlo. «Tristes trópicos» los llamaba el antropólogo Lévi-Strauss. Hay algo que causa rechazo. Los mexicanos lo saben bien. Siempre esa sensación de que la tristeza es la verdadera realidad de las cosas y es preferible vivir con una triste verdad que con todo el discurso feliz sobre el progreso que tenemos aquí, en el norte.

—Entonces ¿piensas quedarte en México?

—No, no con un barco como éste. Este barco puede llegara cualquier parte: Panamá, China, India, Africa. No tengo planes concretos. Nunca se sabe lo que puede suceder.

Las patatas ya estaban cortadas.

—¿Cómo enciendo la cocina? —preguntó Lila.

—Ya la enciendo yo.

—¿Por qué no me enseñas?

—Lleva demasiado tiempo.

Mientras el capitán bombeaba la cocina, Lila se terminó el whisky, rellenó el vaso de Fedro y se sirvió otro para ella.

Fedro subió a cubierta para vigilar el Hibachi y Lila puso el cazo en el fuego, lo llenó con la botella de aceite entera y lo tapó. Tanto aceite tardaría un buen rato en calentarse.

Sacó los filetes del envoltorio para condimentarlos con sal y pimienta. Tenían un aspecto delicioso a la luz dorada de la lámpara.

El pimentero funcionaba bien, pero el salero estaba obstruido. Desenroscó la tapa y lo sacudió sobre la mesa, pero los orificios seguían atascados, y cogió un pellizco de sal con los dedos.

Le pasó los filetes al capitán. Luego se puso a preparar la ensalada: colocó la lechuga en dos platos y cortó el tomate con el cuchillo afilado. Mientras trabajaba se metió unas hojas de lechuga en la boca.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —dijo.

—¿Qué pasa?

—Se me había olvidado cuánta hambre tenía. No sé cómo lo aguantas, pasar el día entero sin comer. ¿Cómo lo haces?

—Bueno, la verdad es que desayuné esta mañana.

—¿Desayunaste?

—Antes de que te levantaras.

—¿Por qué no me avisaste?

—Tu amigo, Richard Rigel, no te quería allí.

Lila se quedó un buen rato mirando al capitán por el hueco de la escalera. El la observaba, a la espera de su respuesta.

—Richard es así a veces —dijo Lila—. Debió de pensar que pararíamos a comer en alguna parte.

Creía que el capitán la había tomado con Richard y otra vez se proponía sacarla de quicio. No tenía intención de dejarlo pasar. En una noche tan bonita, debería dejarlo pasar. Era una noche preciosa. Lila empezaba a notar los efectos del alcohol.

—Si quieres que vaya a Florida contigo, iré contigo —dijo.

Fedro no respondió. Pinchó el filete con un tenedor.

—¿Qué dices?

—No estoy seguro.

—¿Por qué no estás seguro?

—No sé.

—Puedo hacer la comida, ocuparme de tu ropa y dormir contigo —dijo Lila—. Y cuando te canses de mí puedes decirme adiós y me largaré. ¿Qué te parece?

Fedro seguía sin responder.

Empezaba a hacer mucho calor en la cámara y Lila se levantó el suéter para quitárselo.

—Sabes que me necesitas —añadió.

Cuando terminó de quitarse el suéter vio que él la había estado mirando. Con esa mirada especial. Ella sabía lo que significaba. Ya está, pensó.

El capitán dijo:

—Esta tarde, mientras tú dormías, he estado pensando que me gustaría hacerte algunas preguntas que pueden ayudarme a resolver algunas cosas.

—¿Qué tipo de preguntas?

—Todavía no lo sé. Básicamente lo que te gusta y lo que no te gusta.

—Sí, claro. También podemos hacer eso.

—Podría preguntarte cuáles son tus actitudes ante ciertas cosas. Cuáles son tus valores y cómo has llegado a tenerlos. Cosas así. Me gusta hacer preguntas y anotar las respuestas sin saber muy bien adonde van a conducir; luego intento unirlas —dijo Fedro.

—Claro. ¿Qué tipo de preguntas? —Pensó que Fedro iba a la carga. Vio que su vaso estaba casi vacío. Se asomó por el hueco de la escalera y lo cogió para llenárselo.

—Lo que mantiene unida a una persona son sus patrones de gustos y de aversiones. Y lo que mantiene unida a una sociedad es un patrón de gustos y de aversiones. Y lo que mantiene unido al mundo entero son patrones de gustos y de aversiones. La historia es una abstracción de la biografía.

Y lo mismo son las ciencias sociales. En el pasado, la antropología se centró en los objetos colectivos y a mí me interesa investigar un poco para ver si no sería mejor centrarse en los valores individuales. Tengo la impresión de que tal vez la verdad definitiva acerca del mundo no sea la historia o la sociología, sino la biografía —dijo Fedro.

Lila no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo. Ella sólo pensaba en Florida.

Le pasó el vaso. La llama azul de la cocina silbaba bajo el aceite. Levantó la tapa del cazo y vio que el calor empezaba a agitar el líquido, pero estaba tan oscuro que no podía asegurar si ya era el momento de añadir las patatas.

—Tú eres como de otra cultura—dijo Fedro—. Una cultura sólo tuya. Una cultura es un patrón de calidad estático evolucionado capaz de cambio Dinámico. Eso eres tú. Es la mejor definición tuya que se haya inventado nunca.

»Puedes creer que todo lo que dices y todo lo que piensas es exclusivamente tuyo, aunque en realidad el lenguaje que empleas y los valores que tienes son el resultado de miles de años de evolución cultural. Todo es como un montón de escombros de piezas que aparentemente no tienen ninguna relación entre sí, pero en realidad son parte de un tejido gigantesco. Lévi-Strauss dice que una cultura sólo puede entenderse reconstruyendo sus procesos de pensamiento con los escombros de su interacción con otras culturas. ¿Eso tiene algún sentido? Me gustaría registrar los escombros de tu memoria e intentar construir cosas con ellos.

Lila lamentó no tener un termómetro para el aceite. Rompió un trocito de patata y lo tiró al cazo, giró despacio, pero sin chisporretear. Lo sacó y se comió otra hoja de lechuga.

—¿Has oído hablar de Heinrich Schliemann? —preguntó Fedro.

—¿Heinrich qué?

—Era un arqueólogo que estudiaba las ruinas de una ciudad que se creía mitológica: la antigua Troya.

»Antes de que él emplease la técnica estratigráfica los arqueólogos no eran más que saqueadores de tumbas educados. El fue quien enseñó a excavar con cuidado, primero un estrato y luego otro, y encontró las ruinas de ciudades progresivamente más antiguas. Creo que con una persona puede hacerse lo mismo. Puedo seleccionar partes de tu lenguaje y de tus valores y seguir su rastro hasta encontrar los patrones que se crearon hace siglos y que te hacen ser lo que eres.

—No creo que puedas sacar mucho de mí —dijo Lila.

Pensó que a Fedro se le estaba subiendo el alcohol más de la cuenta. Se había pasado el día sin abrir la boca. Y ahora no la cerraba.

—Me parece que he pulsado algún resorte al proponerte ir contigo a Florida —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que me he pasado el día pensando que eras uno de esos tipos silenciosos. Y ahora no me dejas meter baza.

La miró, como si hubiese herido sus sentimientos.

—No me importa —añadió—. Puedes hacerme todas las preguntas que quieras.

El aceite al fin parecía caliente. Usó una espumadera para añadir el primer montón de patatas y produjo un estrépito de burbujas y una nube de humo.

—¿Le falta poco a la carne?

—Unos minutos más.

—Bien. —El olor de los filetes mezclado con el de las patatas fritas estaba a punto de hacer que se desmayara. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre. Guando las burbujas se tranquilizaron, sacó las patatas, las extendió sobre un papel de cocina y las roció con sal. Echó el segundo montón y, una vez listo, esperó a que el capitán anunciara que los filetes estaban a punto. Le pasó los platos para que los sirviera.

Mientras se los devolvía, Lila dijo para sus adentros: «¡Maravilloso!» Los cubrió con las patatas».

El capitán bajó a la cámara. Abrieron las hojas de la mesa, trasladaron los platos, el whisky y las patatas sobrantes, y por fin todo estuvo listo. Lila miró al capitán y el capitán también la miró. Ojalá todas las noches fueran así, pensó Lila.

¡Ah! ¡El filete estaba tan bueno que casi le entraron ganas de gritar! ¡Las patatas fritas! ¡Ah! ¡La ensalada!

—No te imaginas lo que me produce esto —dijo Lila.

—¿Qué te produce? —Fedro sonrió ligeramente.

—¿Es una de tus preguntas? —preguntó ella, con la boca llena de patatas fritas. Tenía que tranquilizarse.

—No —dijo Fedro, riéndose—. No era una de mis preguntas. Sólo quería saber un poco más de ti.

—¿Una especie de entrevista?

—Bueno, sí. Eso sería un punto de partida.

Se levantó para rellenar los vasos.

Lila se quedó pensativa un momento.

—Nací en Rochester. Era la menor de dos hermanas... ¿Es eso lo que te interesa?

—Un momento —dijo Fedro. Cogió un bolígrafo y un taco de notas.

—¿De verdad vas a anotarlo todo?

—Por supuesto.

—¡Olvídalo!

—¿Por qué?

—No me apetece.

—¿Por qué no?

—Es mejor comer, relajarse y ser amigos.

Fedro torció un poco el gesto. Luego se encogió de hombros, volvió a levantarse y se llevó el taco de notas.

Mientras tomaba otro bocado de carne, Lila pensó que tal vez no hubiera debido decir eso. No si quería ir a Florida.

—Anda, pregunta lo que quieras —dijo—. Hablaré. Me gusta hablar.

El capitán le pasó el vaso y se sentó a su lado.

—Muy bien, ¿qué es lo que más te gusta?

—Comer.

—¿Y después?

—Comer más.

—¿Y después?

Lila lo pensó un momento.

—Justo lo que estamos haciendo ahora. ¿Has visto la luz de la ciudad al otro lado del puente? ¡De repente era tan bonita!

—¿Qué más?

—Los hombres. —Se rió.

—¿De qué tipo?

—De cualquier tipo. El que a mí me gusta.

—¿Y qué es lo que menos te gusta?

—La gente mezquina... Como esa mujer del supermercado. Hay un millón de personas como ella y los odio a todos, uno por uno. Se crecen pisoteando a los demás... Tú también lo haces. Lo sabes.

—¿Yo?

—Sí, tú.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. Cuando hablaste con tanta seguridad de un barco que ni siquiera has visto.

—Ah, eso.

—No vuelvas a hacer eso y nos llevaremos bien. Yo sólo me pongo furiosa con la gente mezquina.

—¿Qué más, aparte de la gente mezquina? —preguntó el capitán.

—La gente que se cree mejor que los demás.

—¿Qué más?

—Muchísimas cosas.

—¿Cuáles?

—Bueno, hay montones de cosas que no me gustan. No quiero envejecer. No me gusta la gente mezquina. Ah, eso ya lo he dicho.

Reflexionó un rato:

—A veces no me gusta estar tan sola. Sabes, yo creía que George y yo íbamos a estar juntos. Y de pronto aparece esa Debbie y él como si no me conociera. Yo no le había hecho nada. Eso es mezquino.

—¿Algo más?

—¿No te parece suficiente? No hay una cosa en especial que me haga sentir mal. No lo sé hasta que no ocurre. —Lo miró—. A veces, de pronto me viene algo y tengo mucho miedo... Me ocurrió esta tarde.

—¿Qué?

—Guando encendiste el motor.

—El viento se puso difícil.

—No fue sólo el viento. No se parece a nada. Es como si se acercara una tormenta y yo no tuviera una casa. No tengo adonde ir. —Cogió otro trozo de filete—. Me gusta este barco. ¿Has pasado alguna tormenta en este barco?

—Sí, pero este barco es como un corcho. Las olas sólo pasan por encima.

—Eso está bien. Me gusta.

—¿Por qué vas sola por el río?

—No voy sola. Estoy contigo.

—Anoche.

—No estaba sola. —Se echó a reír—. ¿No te acuerdas? —Se acercó y le posó la mano en la mejilla—. ¿No te acuerdas?

—Antes de conocerme.

—Antes de conocerte no llevaba ni cinco minutos sola. Estaba con ese cerdo de George. ¿No te acuerdas? Me pasé toda la primavera ahorrando para poder hacer este viaje con él. Y luego se larga así. Ni siquiera me devolvieron mi dinero... ¡Qué asco! Mejor no hablemos de él. Es pasado.

—¿Adonde ibas?

—A Florida.

—Aaah —dijo el capitán—. Por eso quieres venir conmigo.

—Ajá.

Mientras él se quedaba pensativo, Lila empezó con la ensalada.

—No vuelvas a hacerme esto —dijo—. Llena el barco de comida, ¿vale?

En realidad no has contestado a mi pregunta —dijo Fedro—. Antes de conocerme, antes de conocer a George, ¿por qué no estabas casada?

—Lo estuve. Hace mucho tiempo.

—Estás divorciada.

—No.

—Sigues casada.

—No, lo mataron.

—Vaya, lo siento.

—No lo sientas.

El filete estaba en su punto, sólo le faltaba un poco de pimienta. Se acercó para coger la pimienta que estaba al lado de la tabla de cortar y le añadió un poquito a la carne. Le pasó el pimentero al capitán.

—De eso hace mucho tiempo —dijo Lila—. Nunca pienso en él.

—¿A qué se dedicaba?

—Era camionero. Estaba siempre en la carretera. No lo veía mucho. Una noche no volvió a casa. La policía llamó y dijo que estaba muerto. Y eso fue todo.

—¿Qué hiciste?

—Cobré un dinero del seguro. Su familia organizó el funeral, y yo me puse un vestido negro y todo eso, pero ya no pienso en ello.

—¿Por qué? ¿No te gustaba?

—Siempre nos peleábamos —dijo Lila.

—¿Por qué?

—Nos peleábamos... él siempre desconfiaba de mí. De lo que hacía cuando él no estaba en casa... Creía que le engañaba.

—¿Y le engañabas?

Lila lo miró.

—Un momento... Guando estaba casada estaba casada. No hacía nada de eso... No hagas que me enfade.

—Sólo pregunto —dijo el capitán.

Lila comió un poco más de ensalada.

—Nunca tuvo ningún respeto por mí.

—Entonces ¿por qué te casaste?

—Me quedé embarazada.

—¿Cuántos años tenías?

—Dieciséis. Diecisiete cuando nació la niña.

—Eras demasiado joven—dijo el capitán.

Las bebidas antes de cenar la estaban poniendo eufórica. Más le valía parar, controlarse y no hacer ninguna tontería, como hacía siempre cuando se emborrachaba. Ya estaba hablando más de la cuenta.

Se le fue un poco la cabeza. Vio que la lámpara oscilaba.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Una estela —dijo el capitán—. Una grande... Es la primera. Llegará dentro de un segundo... ya está aquí.

Llegó otra ola más grande, y el barco se escoró por completo; llegó después otra más pequeña, y otra. Se desvanecieron progresivamente.

El capitán subió a cubierta.

—¿Qué es? —preguntó Lila.

—No lo sé. No es una barcaza. Probablemente una lancha motora. Alo mejor está al otro lado del puente.

Se quedó un buen rato arriba, mirando alrededor. La miró por el hueco de la escalera y dijo:

—¿Qué edad tiene ahora tu hija?

La pregunta sorprendió a Lila. Era nueva.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Ya te lo expliqué antes de empezar a hacerte estas preguntas.

—Está muerta.

—¿Cómo murió?

—Yo la maté.

Lila observó los ojos de Fedro. No le gustaron. Le pareció mezquino.

—Quieres decir por accidente.

—La arropé más de la cuenta y se asfixió —dijo Lila—. De eso hace mucho tiempo.

—Pero nadie te culpó.

—No tenían por qué culparme. ¿Qué podían decir... que yo no supiera?

Recordó que aún conservaba el vestido negro del funeral. Recordó que ese año tuvo que ponérselo tres veces. Al entierro de su padre acudieron cientos de personas, porque era un sacerdote, y al funeral de Jerry montones de amigos, pero nadie asistió al funeral de Dawn.

—No me hagas pensar en eso —dijo.

Se sentó por primera vez en la litera y dejó de comer.

—Háblame de otras cosas, como cuánto tardaremos en llegar a Florida.

—No volviste a casarte —dijo el capitán.

—¡No! Dios, no. ¡Nunca! Nunca volvería a casarme. La gente que se casa es de lo peor que hay. Renuncias por completo a tu libertad a cambio de sexo todas las noches. Eso no les hace felices. Se pasan la vida buscando la manera de salir de ahí. ¿No quieres más patatas fritas?

»Yo sólo quiero ser libre. De eso se trata este país, ¿no?

El capitán se sirvió más patatas fritas y Lila se levantó para dejar su plato encima de la tabla de cortar y servir el resto de las patatas.

—Pásame tu vaso —dijo.

Fedro se lo pasó y Lila le sirvió más hielo. Mezcló la soda y el whisky y se sirvió otra copa para ella. Vio que el nivel de la botella estaba ya por la mitad de la etiqueta, y oyó un ¡clonk! Algo había chocado contra el costado del barco.

—¿Y ahora qué pasa?

El capitán sacudió la cabeza.

—Una rama grande o algo por el estilo —dijo—. Se levantó, pasó junto a Lila, subió a cubierta y notó que el barco se ladeaba ligeramente al dirigir sus pasos hacia el costado.

—¿Qué pasa? —preguntó Lily.

—Es el bote.

Y al cabo de unos segundos añadió:

—Nunca había pasado esto... Ven y ayúdame a poner unas defensas para amarrarlo bien. Por la mañana lo izaremos.

Lila subió a cubierta y vio a Fedro coger dos grandes defensas de goma y atarlas a la baranda, de manera que quedasen colgando sobre el costado. Luego fue al otro lado de la cubierta y volvió con un bichero largo. Lila se quedó a su lado mientras él alargaba el gancho y acercaba el bote al costado del barco.

—Sujeta ahí —le dijo a Lila, y le pasó el bichero. Se acercó hasta un cajón que había junto al mástil, lo abrió y sacó una cuerda. Regresó con la cuerda, la lanzó al bote, se subió a horcajadas en la borda y descendió.

Lila miró alrededor. Todo estaba en calma. Sólo se oía el rumor de los coches que cruzaban el puente. El cielo seguía anaranjado, por las luces de la ciudad, pero su serenidad era tan perfecta que nadie podría adivinar la presencia de las luces.

Concluida su tarea, el capitán se sujetó a la borda y subió al barco.

—Me lo había imaginado —dijo—. Es porque la corriente está cambiando... Es la primera vez que lo veo... Mira todos los demás barcos. ¿Te fijaste que cuando llegamos todos tenían la proa hacia el puente? Ahora se han desviado.

Lila miró y vio que todos los barcos apuntaban en distintas direcciones.

—Puede que dentro de un rato se hayan dado la vuelta —dijo el capitán—. No hace frío. ¿Qué tal si nos sentamos aquí y lo observamos? Esto me parece fascinante.

Lila subió las botellas, hielo, unos suéteres y una manta para cubrirse. Se sentó al lado de Fedro y cubrió las piernas de los dos.

—Escucha el silencio —dijo—. Cuesta creer que estemos cerca de Nueva York.

Prestaron oídos un buen rato.

—¿Qué piensas hacer cuando llegues a Manhattan? —preguntó al capitán.

—Quiero buscar a un amigo y ver si puede ayudarme.

—¿Y si no lo encuentras?

—No lo sé. Podría hacer montones de cosas. Buscar trabajo de camarera o algo así... —Lo miró, pero no pudo ver cómo se lo tomaba él.

—¿A quién quieres ver en Nueva York?

—A Jamie. Es un viejo amigo.

—¿Cuánto hace que lo conoces?

—Dos o tres años.

—¿En Nueva York?

—Sí.

—¿Viviste mucho tiempo allí?

—No tanto. Pero siempre me gustó. En Nueva York puedes ser quien quieras ser; nadie te lo impide.

De pronto pareció recordar algo.

—¿Sabes qué? —dijo—. Creo que Jamie te gustaría. Te llevarías bien con él. Es marino como tú. Trabajó en un barco.

»¿Sabes qué? —añadió—. Podría ayudarnos en la navegación hasta Florida... Si tú quieres, claro... quiero decir que yo cocinaría y el pilotaría y tú... tú podrías dar todas las órdenes.

El capitán se quedó mirando su vaso.

—Piénsalo —propuso Lila—. Los tres en este barco hasta Florida.

Y poco después añadió.

—Es muy simpático. Cae bien a todo el mundo.

Esperó bastante, pero el capitán no respondió.

—¿Lo llevarías si lograras convencerlo? —insistió Lila.

—No lo creo —dijo el capitán—. Seríamos demasiados.

—Eso es porque no lo conoces.

Cogió el vaso del capitán, volvió a llenarlo y se acurrucó contra él para entrar en calor. El no estaba acostumbrado.

Había que darle un poco de tiempo, pensó Lila.

Los coches cruzaban el puente, uno tras otro. Las luces blancas iban en una dirección y las rojas en la contraria, incesantemente.

—Me recuerdas a alguien —dijo Lila—. A alguien que recuerdo de hace mucho tiempo.

—¿A quién?

—No sé... ¿Qué hacías en el instituto?

—Poca cosa —dijo Fedro.

—¿Eras popular?

—No.

—¿Eras impopular?

—Nadie me hacía demasiado caso.

—¿Estabas en algún equipo?

—En el de ajedrez.

—Ibas a los bailes.

—No.

—Entonces, ¿dónde aprendiste a bailar?

—No sé. Estuve yendo a una escuela de baile un par de años —dijo el capitán.

—¿Y qué más hacías en el instituto?

—Estudiar.

—¿En el instituto?

—Estudiaba para ser profesor de química.

—Deberías haber estudiado para ser bailarín. Anoche lo hiciste de maravilla.

Lila recordó de pronto a quién se parecía. A Sidney Shedar.

—No eres muy de andar con mujeres, ¿verdad?

—No, para nada —dijo Fedro.

—Esa persona tampoco lo era.

—La química no está tan mal, cuando la conoces—dijo Fedro—. Es bastante emocionante. Otro chico y yo conseguimos la llave del instituto y a veces nos colábamos a las diez o las once de la noche, subíamos al laboratorio de química y hacíamos experimentos hasta que amanecía.

—Suena raro.

—No. La verdad es que era estupendo.

—¿Qué hacíais?

—Cosas de adolescentes... El secreto de la vida. Yo trabajaba en eso con mucho empeño.

—Deberías haberte limitado al baile —dijo Lila—. Ése es el secreto de la vida.

—Estaba seguro de que terminaría por encontrarlo, estudiando las proteínas y la genética y cosas así.

—Es rarísimo.

—¿Esa persona también era así?

—¿Sidney? Sí, supongo. Era un ganso de primera.

—¡Vaya! —dijo el capitán—. ¿Y te recuerdo a él?

—Los dos habláis igual. Él también hacía un montón de preguntas. Siempre tenía un montón de ideas.

—¿Cómo era?

—No caía demasiado bien a nadie. Era muy listo y siempre se empeñaba en hablar de cosas que no interesaban a los demás.

—¿De qué hablaba?

—¡Qué sé yo! Tenía algo que sacaba de quicio a todo el mundo. No es que hiciese nada malo. Sólo que... no sé lo que era... sólo que no... Era listo pero al mismo tiempo era tonto. Y no se daba cuenta de lo tonto que era, porque se creía que lo sabía todo. Lo llamaban «El Triste».

—¿Y yo te recuerdo a él?

—Sí.

—Si soy tan ganso, ¿por qué bailaste conmigo anoche? —preguntó el capitán.

—Porque me lo pediste.

—Yo creía que me lo pediste tú.

—Puede—dijo Lila—. No lo sé. Parecías distinto. Todos parecen distintos al principio.

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