Liam

Liam


Uno.

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Uno.

 

LIAM.

 

—Es una vista maravillosa, señor Turner, no me canso de apreciarla. Desde aquí es fácil imaginar que uno es dueño del mundo.

La voz alta y chillona del Director de Marketing sacó a Liam de su distraída apreciación del horizonte tras el cristal. Asintió, casi como por inercia; sus ojos habían estado mirando la noche brillante sin verla, ignorando el espectáculo de los edificios y avenidas totalmente vestidos en luces amarillas y rojas, y la impresionante posibilidad de tener a Los Ángeles a sus pies.

Ser el dueño de uno de los edificios más altos de la ciudad y tener esa vista todos los días la había vuelto rutinaria, por lo que le sorprendía la admirada apreciación que todos los invitados desplegaban.

—Espero que esté disfrutando de esta celebración —señaló, procurando que su voz denotara una amabilidad que no sentía.

Socializar sin objeto lo aburría, como casi todo últimamente. El entusiasmo que lo embargaba al tener un desafiante proyecto entre manos se había diluido al cerrar el contrato que hoy celebraban, por lo que el tedio había regresado como un manto frío.

—¿Cómo no hacerlo? La fiesta es un éxito .Agradezco la invitación.

—Lo merecen, todos ustedes. El trabajo que han realizado estas semanas ha sido notable y mi empresa se congratula de tener empleados así.

La voz ronca, la leve sonrisa de circunstancias que no llegaba a sus ojos, las frases armadas, todo mostraba amable frialdad; había un inevitable desapego en el trato que el mayor de los hermanos Turner prodigaba a sus subalternos. El hombre que había interrumpido las cavilaciones de Liam entendió que esas frases serían todo lo que podría arrancar del gran jefe esa noche.

Ya era extraño que no le hubiese respondido con monosílabos, no era poco habitual que sus interacciones se limitaran a miradas y gruñidos o a memos que llegaban por correo electrónico. Liam Turner era un hombre parco y directo, uno que apenas dejaba entrever una faceta más social en el fragor del trabajo, aunque esto se expresara en órdenes imperativas y férreas orientadas a dirigir el conglomerado de varias empresas de las cuales era el CEO y principal accionista.

Un millonario exitoso y pujante, un líder implacable, un soltero más que codiciado, eran los títulos que los periódicos y revistas solían escribir sobre él.

Liam dio un sorbo a su whisky y dejó vagar apreciativamente su vista por el enorme espacio que era el ático del edificio más alto del Downton de la ciudad, tope de las oficinas y hoy transformado en sala de recepción y por el que deambulaban, reían y bebían los activos más importantes de su compañía y los socios más emblemáticos, así como los clientes más selectos de su cartera.

Una risa se elevó por encima del bullicio general y le hizo ver que Melody trataba de atraer su atención. Suspiró. Su madre, una vez más, se empeñaba en restregar en sus narices a la que consideraba la candidata ideal para que su primogénito se casara y formalizara, en un gesto que lo convirtiera en un hombre “con visión familiar”.

Elevó uno de las comisuras de sus labios con desdén; por supuesto que para su frívola madre esa muñeca de clase alta que era Melody Hunt, con su cuerpo de gimnasio y quirófano, vestida en impecable vestido de diseño y zapatos que gritaban Loubouin, era la mujer ideal para un hombre como él.

Dejó que su vista recorriera a la platinada con apreciación, decidiendo que esa noche la follaría sin piedad, con esos tacones de quince centímetros como único atuendo. ¿Cómo podía desairar el hambre que se notaba en la mirada que lo fulminaba sin sutilezas? No había nada de eso en Melody, aunque su madre creyera que era una correcta mujer de clase alta. A la rubia le gustaba el sexo y lo disfrutaba sin tapujos.

De todos modos, no se engañaba, sabía que ella también apostaba por el compromiso y un anillo. Como carnada, ese cuerpo de escándalo y ser la hija de uno de los clientes más importantes de Liam. No tenía intenciones de proponerle algo tan serio. Tal vez en un futuro, podría ser la correcta. Una mujer de clase alta, que sabía cómo comportarse, que tenía claro lo que era ser una linda imagen al lado de un hombre de éxito. Parecía lo correcto, pero no lo haría pronto o sin pensarlo más.

El toque sutil en su brazo le hizo mirar al costado y al ver a su hermana Avery sonrió abiertamente. Ella, su pequeña hermana, no tan pequeña ya a sus dieciocho, era una de las pocas que lograba que sus ojos verdes se avivaran y enternecieran.

— Hola, pequeña —la saludó con un abrazo y un beso en la frente—. ¡Qué bueno que pudiste venir!

Ella sonrió y devolvió el abrazo. La diferencia de quince años se hacía notar entre ambos. Avery era el resultado de uno de los últimos empujes del viejo Turner sobre su aristocrática mujer, cuando ya esta pensaba que con cuatro hijos varones era más que suficiente para dar por cumplido su rol.

Avery había sido la niña mimada por sus hermanos, ignorada por su padre por su condición de mujer y poco apreciada por su madre, como no fuera para martirizarla por su peso, su poca habilidad para socializar o su escasa dedicación a las compras y los artículos de lujo.

Liam siempre la había sentido frágil y expuesta, su protegida, aquella que merecía su cariño y su tutela. La adoraba, sentimiento que el resto del mundo no podría creer, si fuera visible. A los ojos de la mayoría, Liam Turner era un despótico y ambicioso bastardo que solo veía y reconocía a los demás si esto le resultaba beneficioso para sus negocios.

No es que a él le importara transmitir esa u otra imagen, le era indiferente el resto, mientras pudiera cuidar de su familia. Aunque sus hermanos, ya mayores, despotricaran por su constante monitoreo y se lo hicieran saber con fastidio, él era único que podía guiarlos y mantenerlos por un camino saludable.

Así había sido desde que tenía memoria: él había sido más padre de sus hermanos de lo que nunca podría haber sido su progenitor biológico, el canalla de Steven Turner, un adicto al trabajo, al sexo y a hostigar a sus hijos. Como cada vez que lo pensaba, la furia le recorrió. Con una mueca buscó quitar al bastardo de su cabeza, sabedor de que esto lo conducía a la tristeza y el dolor.

No había dinero que quitara el mal sabor que los recuerdos traían de tanto en tanto. El cansancio extremo del trabajo, el sexo duro y el entrenamiento físico parecían ser los únicos que lo alejaban de pensar en ese pasado.

—Liam, ¿cómo no venir? Es un gran momento para la empresa, para ti—La voz de Avery lo ayudó a volver a su realidad—. Me alegro que hayas cerrado ese trato tan bueno, nuestra madre está fascinada, y algo preocupada también.

Él rodó sus ojos y sonrió.

—¿Por dónde pasan esta noche las preocupaciones de nuestra madre?

—Tu soltería. Debes asentarte, crear tu propia familia, eso es lo que dice —sonrió ella—. Y tal parece que Melody es la candidata ideal para ti.

—¿Lo crees? —la miró retador y con una semi sonrisa, a sabiendas de que ella no podía tolerar a las mujeres como la rubia.

—No dudo de que nuestra madre lo vea así. Melody es una mujer que vive de las apariencias y agrega valor a un hombre de empresa. Sería “un gran activo para Liam” —imitó a la inefable Beth Turner, su madre, con una voz impostada que lo hizo reír.

—¿Crees que nuestra progenitora está interesada en tener nietos?

—¿Que le recuerden que envejece y debe pasar más seguido por el quirófano? No creo—Avery le guiñó un ojo, para luego quedar pensativa. No dejaba de ser triste que bromearan sobre la superficialidad de su madre, porque era algo que había herido a todos—. ¿Tú crees que es la mujer para ti, Liam?

—No lo sé, tal vez —dijo él, sin convicción.

—¿Alguien tan vacío y sin sentimientos reales? ¿Qué hay del amor? Parece que todo se reduce a tratos.

—Ay, hermanita —meneó la cabeza—. No existe eso que llamas amor verdadero. Tú sueñas con el romance, esas novelas que lees te han proyectado una idea del mundo y los hombres que no existe.

—Que tú no creas en ello porque te has construido esa pared que es una coraza para tu corazón no implica que no exista alguien perfecto que te pueda querer por quién eres en verdad —defendió ella su postura.

—¿Quién se acercaría a mi sin pensar en quién soy o qué puedo hacer por ella? Seamos honestos —su voz destilaba incredulidad.

—Alguien que te vea de verdad —dijo ella con cariño.

Liam era un hombre bueno que no podía o no quería dejarse ver en verdad, lo tenía claro.

—Eso del amor para siempre y las parejas que comen perdices es una tontería, Avery.

—Melody es una perra —dijo ella, volviendo al punto.

—¡Vocabulario, hermanita! —fingió escandalizarse él.

—No hay ropa, maquillaje sofisticado o outfit de moda que pueda disfrazar cuán vana y vacía es. Jamás podría satisfacer tu necesidad de cariño.

—Supones que tengo algo así —bufó él y ella sonrió.

—Sé que es así, soy tu conciencia.

—Hermana menor, no tengo conciencia. No me puedo dar ese lujo, soy un tiburón en aguas oscuras. Mis rivales verían a la conciencia como sangre sobre la que precipitarse.

—Tan frio y estoico como te muestras, tan grandote y musculoso como eres, tan lejano como quieres mostrarte, te conozco —le divirtió ver la seria exposición de Avery—. Llegará el día en que alguien rompa esa pared y te sacuda.

—Parece que lo disfrutarías —arrugó el entrecejo.

—Claro que sí. Veré con alegría que una mujer te mueva el piso. Una de verdad. No le des lugar en tu vida a Melody —sentenció.

—Anda, ve. Disfruta de la fiesta y no te pongas en tren de rezongar a tus hermanos —le dio una palmadita en su espalda y le sonrió—. Allá están Alden y Ryker y necesitan tus reprimendas más que yo.

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