Liam

Liam


Tres.

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Tres.

 

AMELIA.

 

Llegó a su pequeña casa en la zona oeste de la gran ciudad, agotada y dolida, sin energías. Lo único que quería era arrebujarse en el sillón de la entrada, envuelta en su cobertor favorito, y fingir que era un fuerte que la protegería de toda su maldita realidad. Sin desvestirse ni seguir su habitual ritual para ir a dormir, solo quería llorar y sacarse el amargo regusto de la derrota que la envolvía como una ajustada piel.

<<Ya deberías estar acostumbrada, nena>>, se instó, <<nada parece ir bien hace años, ¿por qué debería ser distinto esta noche?>>. Hubiera querido gritar su frustración, pero no pudo más que llorar apagando el ruido al morder el almohadón, para que su desesperación no llegara al dormitorio superior en el que su tía y su hermana Tina descansaban. Tenía que dejarlas dormir, su tía lo hacía poco y siempre con dolor, no podía dejar las afectara la rabia, tristeza y desesperación en el que esa oportunidad de trabajo la habían sumido.

¡Qué ilusa había sido el día anterior, expectante y nerviosa por la oportunidad! Era la primera vez que la empresa le permitía trabajar en un evento de tanta categoría, normalmente asistía en reuniones familiares de clase media o empresariales de corporaciones pequeñas.

Trabajar en uno de los principales rascacielos del Downtown, en ese ático del Imperio Turner implicaba una mejoría notable en su salario. El comienzo de la noche había sido soñado: el lugar era de alta alcurnia y la fiesta una selección de lo más granado de la sociedad de Los Ángeles y de California.

Todo había ido de maravilla la primera hora de la recepción; ella había logrado adaptarse al ritmo del resto del staff, que eran ágiles y eficientes, y había servido tragos desplazándose entre los vestidos Gucci, Calvin Klein, Prada y más, diseños maravillosos que reconocía de las revistas de alta costura que solía devorar. Su pasión era el diseño y aunque su condición económica le había impedido continuar sus estudios, el conocimiento práctico que su tía le había impartido y el amor por la costura le permitían maravillarse ante las telas, los cortes y los brillos.

Tal vez fue eso lo que la distrajo por un segundo y la hizo fallar en su labor cuanto más atenta debió estar. Un paso en falso, apenas un error de centímetros la llevó a chocar la bandeja con el brazo en alto de una rubia adinerada que charlaba justo con el multimillonario dueño de todo el edificio y la empresa.

Ese momento fatal había sido el fin del sueño. Con estupor, había tratado de controlar la bandeja, sin éxito, y las copas del más fino champagne, probablemente cientos de dólares en líquido burbujeante y frío, se habían derramado sobre sus pechos, dejando en evidencia su posición y torpeza.

La ostentosa y bella rubia apenas había sido salpicada por unas gotas, mas sus chillidos escandalosos hicieron del incidente algo más grave de lo real. No había sido rápida en reaccionar, estupefacta; debió haberse mostrado más amable y ayudarla, pero se sintió tan inerme que no pudo.

Al horror por su descuido se sumó el calor de sentirse expuesta, algo que se acentuó al notar la mirada intensa y voraz en los ojos de ese hombre impresionante de metro noventa que era Liam Turner. 

Lo había observado en varias ocasiones mientras controlaba que las mesas estuvieran rebosantes de manjares y las copas servidas. Sus colegas le habían contado que era el mayor de los hermanos Turner y lo había admirado con cautela. Ese era el tipo de hombre que la derretía, aunque ¿a quién no?

La masculinidad se filtraba por cada poro de ese cuerpo ancho y musculoso que se adivinaba con claridad ceñido como un guante por el impecable traje oscuro de tres piezas de diseño. La tela abrazaba sus miembros y ella había pensado que no podía haber un hombre más hermoso. La mandíbula cuadrada y con una sombra de barba, los labios gruesos como cincelados, el cabello castaño impecablemente peinado. Todo él era el epítome del éxito, la masculinidad y la belleza. Era un Dios griego, habían suspirado en la cocina varias. Un hombre millonario en la cima del mundo. Un hombre inalcanzable.

Había desnudado su torpeza justo a su frente, mostrándose absurda e inútil, cuando debía estar escondida de su vista o siendo invisible, que era lo que correspondía. Y, sin embargo, hipó, metida de pleno en el repaso del incidente, él la había recorrido con sus ojos con una expresión diferente al fastidio. Él había fijado sus ojos como saetas en sus senos, sin despegarlos mientras la rubia hacía su pataleta y ella temblaba. Con lujuria.

O al menos eso imaginó. Lo más factible era que estuviese conteniendo los deseos de echarla del lugar sin más. Cuando pudo despegarse y el maître llegó, ella había escapado, musitando torpes disculpas y había procurado secar la camisa. Sabía que debía regresar raudamente a su tarea si quería conservar su empleo. No podía seguir alelada ante la visión del hombre, era absurdo creer que un millonario sexy y sin límites como ese podría fijarse en una mujer de clase tan baja como ella, con sobrepeso y cuya torpeza acababa de ser apreciada por los más encumbrados y favorecidos seres de Los Ángeles. Su mente lo volvió a considerar al recordarlo, mientras se tapaba más y los hipidos suaves eran sustituidos por sollozos.

¿Quién o qué era ella? Nadie. Una fracasada poca cosa que vivía como podía en un barrio bajo del Oeste de Los Ángeles, una honesta pero quebrada mujer de veinticinco años que sostenía como podía a su familia. Alguien que solo podía soñar con estar al lado de un hombre como aquel, y ¡vaya si lo había hecho bien!

Su intento de risa no fue más que mueca. Tenía que dormir, recomponerse, no podía hostigarse y golpear su herida autoestima más. Era más fácil pensarlo, claro. Las palabras del maître volvieron a ella: <<Eres un desastre, una mala empleada. Nos has puesto en ridículo>>, había espetado mientras le exigía la inmediata devolución del uniforme y la despedía sentenciando que no tendría paga pues la empresa debería hacerse cargo de la limpieza del traje de esa rubia platinada. Así que aquí estaba, despedida y más pobre que antes.

En el preciso momento en el que más necesitaba ese dinero para hacerse cargo de las interminables cuentas que la enfermedad de su tía implicaban, además de sostener los estudios de Tina. Lo había arruinado por soñar despierta, por apreciar la riqueza cuando lo único que tenía que hacer era servir bebidas. ¡Tonta, mil veces tonta! Hipando y volviendo sobre esa mirada cuando se le derrumbaba la vida. ¿Por qué no podía quitar de su mente esos ojos que la habían hecho sentir deseada?

<<Espabila, Amelia>>, se dijo en voz alta, dándose toques en las mejillas para reaccionar. <<Estás en graves aprietos, tu situación económica apesta y no puedes darte el lujo de creer que alguien te va a rescatar de ella>>. No sería ese millonario y magnífico en su apostura el que vendría por ella a solucionar las urgencias de su bolsillo. Ese corazoncito romántico y soñador suyo, alimentado por tantas series y libros de príncipes encantadores le había arruinado el cerebro, bufó.

La realidad era grave como para perderse en fantasías imposibles. <<Recuerda, Amelia. Soñar es para ricos, ninguna frase de autoayuda va a pagar la electricidad, el gas, los alimentos, las medicinas. Repite tu mantra: soñar duele>>. Respiró, mientras su contestataria mente decía que a pesar de todo, soñar seguía siendo gratis.

Buscó recomponerse y pensar qué hacer. El empleo en la empresa de cáterin había sido bastante constante en el último año y le había dado la posibilidad de ganar el dinero necesario. Pero estaba perdido y no tenía caso llorar sobre la leche derramada. O el champagne, se corrigió.

No tenía otra posibilidad que pedir doble turno en la cafetería de mala muerte en la que trabajaba y rogar que el maldito de su jefe, Bratt, le concediera esas horas extras. Se regodearía con su necesidad, eso lo tenía claro, se lo haría difícil y buscaría aprovechar para volver con sus asquerosas insinuaciones. Resistiría, lo rechazaría, esquivando sus manoseos.

¿Como su vida no había ido más que en bajada los últimos años? Le dolía rememorarlo, sentía que nadaba en las profundidades de un mar oscuro sin llegar a la superficie, boqueando por aire, sin éxito. Un día sí y otro también. No era solo su vida laboral, la amorosa también era un desastre. Y todo eso comenzaba a pesar en su autoestima. Más de lo habitual.

Hubo un tiempo, cinco años atrás, en el que se había imaginado una vida: sería una pequeña empresaria de la moda, independiente, con planes para convertir sus modelos en papel en tendencia. Usaría las redes para promocionarlos, el boca a boca de los clientes. Su tía tenía muchos y algunos podían ayudar. Mas todo se había desvirtuado cuando la querida tía Meg enfermó y el dinero comenzó a ser cada vez más escaso y las cuentas más elevadas.

Por supuesto que cuidar a su familia era prioritario y aliviar el sufrimiento de Meg había sido lo primero en sus tribulaciones. Era la madre que no habían tenido, las que las había criado y enseñado, con amor y paciencia, asumiendo el rol que la muerte temprana de su hermana, madre de Amelia y Tina, había dejado.

El cáncer era una enfermedad terrible, deterioraba el cuerpo y la mente, carcomiendo con dolor a quien lo sufría, haciendo que los que los amaban sufrieran impotentes. Se hacía más complicado cuando el dinero no alcanzaba. << ¿Qué podría saber de rigores esa muñeca de fantasía que era la tal Melody, esa rubia elevada en sus imponentes zapatos?>>, pensó con rabia.

El mundo era injusto, el atuendo de una sola de aquellas mujeres de la fiesta equivalía a años de salario y de agachar su espalda y cansar sus tobillos. Y bastaba un grito destemplado por unas gotas de bebida para quitarle ese dinero a Amelia, una propina para cualquiera de esos ricachones. Unas gotas, unos gritos, su torpeza, la precipitaban más abajo de lo que estaba.

Sintió que el pánico la invadía de a poco y se obligó a respirar y acompasar su mente con su corazón, para que la primera calmara al segundo. No podía darse el lujo de caer, tenía que fortalecerse. <<Inhala, exhala, Otra vez. Tranquila, tú puedes. Tú puedes. Resiste. Debes dormir un poco. Respira, otra vez>>, se aleccionó hasta que sintió que el peso en su pecho se alivianaba.

A las 6:00 tenía que estar en pie para dejar dispuesto el desayuno y el almuerzo para Meg y Tina. Su turno en la cafetería comenzaba a las 8:00 y tendría un largo día por delante. Si conseguía convencer a Bratt, podría hacer alguna hora extra. No podía darse el lujo de arruinar su única fuente de ingreso.

Parecía que no estaba tan lejos de la verdad su ex, Ben, cuando le decía que siempre se podía estar más abajo y que ella se empeñaba en comprobarlo. <<Torpe, gorda, romántica empedernida, frígida>>, solía decirle. La mujer de la fiesta, Melody, había asumido que su torpeza se debía a su físico voluptuoso. Cuando el río suena, agua trae, eso decía el refrán. Si había constantes en su vida, esos eran los epítetos que la denostaban. Esta noche su propia voz interna la castigaba aceptando que no era más que eso. Solo unos ojos verdes, por unos segundos intensos, parecían decirle que era atractiva. Y eran un sueño, una fantasía.

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