Liam

Liam


Cuatro.

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Cuatro.

 

LIAM.

 

Disminuyó la velocidad y dejó que su auto de alta gama se acercara a la acera, el motor ronroneando con suavidad, hasta detenerse totalmente. Miró en derredor con escepticismo no exento de preocupación; el lugar no era de los mejores y el barrio aún menos, pero era el sitio que su amigo Jett había sindicado como el trabajo de Amelia y aquel no solía cometer errores.

Era muy bueno en buscar información y personas, no en vano era quien se encargaba de la seguridad digital de su empresa y muchas otras. Se había mostrado más que interesado en Amelia, varias de tus fotografías ahora en su celular, y le hizo saber que le gustaba. No lo dudó, ambos compartían gustos en relación a las mujeres voluptuosas.

De todas maneras, le dijo que veía su accionar exagerado y él mismo no acertaba a saber con claridad que era lo que lo llevaba a actuar como lo estaba haciendo, molestándose en ir a por alguien que había visto apenas un rato. Alguien que lo había impresionado de forma evidente, sacudiendo su mundo, de habitual estructurado y reglado.

Que ella no llevaba una vida fácil, se desprendía de la información: trabajaba mucho y en dos empleos. Se corrigió, uno; le quedaba uno como consecuencia de lo que había pasado en su ático la noche anterior. Tenía una tía y una hermana adolescente y al parecer la enfermedad de la primera la obligaba a constantes y costosos tratamientos médicos. De eso daba cuenta el drenaje constante de dinero que había sufrido una única cuenta bancaria que hoy estaba casi vacía.

Era increíble todo lo que podía averiguar Jett, desnudando la más cruda intimidad de cualquiera que fuera su objetivo. Él, se corrigió, era él quien había transformado a esa bella chica en objetivo, reconoció sin pudor. No solía tenerlo cuando algo le interesaba.

Había pasado por su casa en ese barrio espantoso y la pequeña residencia evidenciaba el desgaste y la necesidad de pintura y reparaciones, aunque no contrastaba notablemente con el resto del vecindario. Poca gente circulaba a esa hora y no había evidencia de actividad en la casa. Ella estaría trabajando, sin dudas.

Había sentido la necesidad de saber todo de ella y conocer su entorno para poder aproximarse con seguridad. Detestaba moverse a ciegas, en lo personal o profesional, contar con datos le permitía controlar las variables y los riesgos. Sacudió la cabeza, casi divertido. Su mente trataba a esa bonita mujer como un blanco y respondía como estaba adiestrada: convirtiéndola en presa, acechando y considerando caminos aptos. Se sintió como un acosador y la idea no le gustó.

Tamborileó con dos dedos sobre el volante mientras alisaba su camisa, en forma automática. Con la cafetería a pocos metros, se preguntó si era inteligente bajar o debía pasar de todo y olvidar a la mujer. Era lo que su lógica le imponía, pero esta estaba algo embotada por las urgentes oleadas que venían del sur de su cuerpo, alentadas por las fantasías que le sacudían desde la noche anterior.

No era un hombre inseguro ni cobarde, solía confrontar lo que lo preocupaba. Y la pulsión no se quitaba; había estado intentándolo por horas. Corrió sus habituales diez kilómetros, masacró su piña de boxeo hasta que los nudillos le dolían, sin éxito. Al ducharse, había tenido que aliviarse sin remedio, volviendo a imaginarla entregada a él y enterrado hasta sus testículos en su coño tibio, entre sus rotundos muslos.

Cómo alguien podía meterse tan adentro suyo, volverlo tan duro y mantenerlo así, sin provocarlo expresamente, era un misterio. <<No es ella, eres tú>>, se increpó. Y supo que tenía que hacer algo al respecto. Tomar control de la situación.

Se había vestido en lo que consideraba un elegante sport y a pesar de eso supo que estaría fuera de tono con el ambiente. No lo pensó con vanidad, sino por practicidad, sabía el precio de lo que vestía. Incluso su auto era una tentación en este lugar, estaba seguro, pero no tenía previsto demorar demasiado. Apenas lo suficiente para echar a andar su plan.

Uno que había ido hilando en el correr de la mañana y que no era más que la pantalla tras la cual se escondían sus deseos. No podía ir a ella con la verdad, cruda y dura, de que la quería entre sus brazos y sus piernas. De algún modo y sin conocerla, supo que esto la espantaría de él sin más.

No podía esperar a que dejara su turno, no tenía claro cuando sería y no estaba acostumbrado. Él imponía los tiempos, no al revés. Por lo que entrar al sitio era lo más rápido. Decidido, se apeó con tranquilidad y se dirigió a la cafetería. A esta hora la asistencia debía ser menor; ya había pasado el momento en que la gente iba por el desayuno y no era momento para almorzar. Seguro habría tranquilidad suficiente como para que ella pudiera escuchar lo que tenía para proponerle.

Ya adentro, buscó una mesa lejos del mostrador, en el que de reojo vio a un hombre de facciones distendidas que de inmediato le desagradó, por instinto. Procuró darle la espalda al sentarse, sintiendo que sus lo atravesaban de seguro preguntándose quién era y qué hacía por el lugar.

Barrió el local con la mirada hasta dar con ella, Amelia. Atendía a dos hombres, tomando su pedido con simpatía, para luego moverse con gracia en procura de sus bebidas. Liam fue consciente de las miradas apreciativas que ellos deslizaron por su trasero y sus senos, envueltos en un uniforme que los potenciaba.

La lujuria se alimentó al ver sus curvas y algo similar a los celos apretó sus puños. Detestó esas miradas, esos vistazos de apreciación y murmullos que supo la ponderaban. Ella era demasiado para ese par que la miraba como si fuera un objeto, alguien a quién follar. << ¿No es lo que buscas tú?>>, sindicó su mente.

Tenía claro que sí, pero había más. Una mujer así tenía que ser apreciada, considerada, catada como una fina joya. Apretó los dientes al notar que uno tocaba su brazo y ella se ponía dura y alerta. Esa mujer era suya, no podía dejar que cualquiera sintiera que podía siquiera rozarla.

Se sorprendió de la insensatez de su pensamiento y trató de relajarse. Su intensidad a veces era sobrecogedora, incluso para él mismo. Volvió a recuperar sobriedad al ver que ella lidiaba bien y sin problemas con los imbéciles. Chica lista.

Cuando vio que quedaba libre, levantó su brazo llamándola, con cierto imperio en el gesto. Solo cuando se acercó y le sonrió, dispuesta a tomar su pedido, le reconoció y la variación de colores de su rostro le hizo preguntarse qué pensaba en realidad. ¿Le temía, le preocupaba que él estuviera aquí?

No estaba acostumbrado a hacerse ese tipo de interrogantes. Las mujeres solían mostrarse solícitas y encantadas en su presencia, coquetas. Amelia le miraba fijo y nerviosa, y le encantó ver que enrojecía y su boca se abría en una adorable O, sin emitir palabra. Sus pequeñas manos se restregaron en la falda y por fin, luego de varios segundos de mirarlo y hacer gestos con su boca, le saludó.

—Ehhh, buenos días. Bien … Bienvenido

—Buenos días, Amelia —ella boqueó al escuchar su nombre y él sintió una punzada placentera.

Dios, se veía tan inocente, tan transparente, que sus sentidos bramaron.

—Señor… Yo... Buenos días.

—Tal vez me recuerdas, soy Liam Turner —ensayó una presentación que supo era innecesaria.

Ella sabía quién era él, lo tenía claro.

—Lo sé —contestó bajito, batiendo sus pestañas tupidas de manera rápida y mordiendo su labio inferior en un gesto de nervios que resultó ultra sensual.

Estaba convencido de que cada uno de los gestos de esa mujer, involuntarios y espontáneos, eran divinas expresiones de una sensualidad escondida. No había nada de artificio en ese rostro de muñeca y en ese cuerpo lujurioso y exuberante que lo excitaba como hacía tiempo nadie lo hacía. Ella era como una fruta plena y madura, mal presentada y rodeada de un contexto que impedía apreciarla en su plenitud. Pero él era capaz de distinguirla y se encargaría de dotarla de aquello que necesitaba para que brillara. Solo para él. Si aceptaba. Y tenía que aceptar.

—Señor Turner.

—Dime Liam. Solo Liam.

—Solo Liam…Perdón— Ella se disculpó por la repetición y volvió a enrojecer y él sonrió ante su aturdimiento—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Voy a tomar un café y quiero que te sientes conmigo.

Ella se sorprendió, mirando alternativamente a él y al hombre de la barra, que la observaba con ojos entrecerrados.

—No puedo. Mi jefe…

—Seguro podrá entender que te tomes unos minutos.

—No…No es un hombre que entienda —la convicción de su voz lo sacudió.

De seguro era un bastardo que la hacía trabajar sin descanso por un salario miserable.

—Lamento escucharlo. Tengo una propuesta que hacerte. Una que puede cambiar tu vida —si tenía poco tiempo, debía aprovecharlo para generar la suficiente intriga como para motivarla.

Ella lo miró con perplejidad. Claro, ¿qué esperaba? No lo conocía prácticamente.

—¿Una propuesta? —repitió, mirándolo con sus enormes ojos llenos de asombro.

—Así es —reafirmó él, sin apartar la mirada de su boca túrgida—. No me parece que te pueden pagar mucho aquí. 

—No, es verdad —dijo ella, con gesto evidente de no entender nada—. Su visita… ¿Tiene que ver con lo que pasó anoche?

—Digamos que en parte sí

—No puedo pagar por el estropicio, pero el maître me descontó el sueldo, supongo que… —se apuró ella, con temor.

—No tienes que preocuparte por eso —buscó contener su preocupación.

No quería que lo asociara con estrés o problemas.

—El vestido de esa señorita, no fue tanto —la voz se elevó apenas, en una queja minúscula que dio cuenta de lo frustrada que estaba.

—Claro que no lo fue, querida —no pudo evitar el tono condescendiente. Ella despertaba su deseo de protección—. Claramente la más afectada fue tu camisa… Y tú

Su voz, naturalmente grave, se había vuelto ronca y su mirada clara la miraba con fijeza, procurando que no delatara el deseo que lo llenaba y hacía doler su bajo vientre. Sintió el impulso de doblar a esa mujer sobre la mesa y acariciarla sin fin hasta arrancarle gemidos desesperados y que le pidiera que la hiciera suya. Ella no podía ver la excitación que le producía cada vez que movía sus caderas y meneaba su trasero, o una parte de su escote bajaba.

—Iré por un café. Debe tomar algo si va a quedarse —pareció reaccionar para moverse hacia el mostrador y servir el líquido, probablemente debatiéndose entre la curiosidad por sus palabras, lo extraño de su presencia y la necesidad de su trabajo.

Vio que el hombre que indicó como jefe la tomaba de un brazo y se lo apretaba y su rostro se demudó, sintiendo que una ola de furia fría subía desde su estómago hasta su rostro. Era palpable la violencia en la actitud inquisidora y en el apretón del que ella se deshizo con brusquedad. Cuando volvió unos minutos más tarde, la notó nerviosa y le dijo:

—Ese hombre te hizo daño. Eso es violencia laboral —su voz era fría y demandaba respuesta.

—No es nada que no pueda manejar. Quiere que trabaje más rápido y sin distracciones. Necesito… —había súplica en su voz.

—No quiero provocar más complicaciones —sentenció con brusquedad—. Esta es mi tarjeta. Te espero hoy a las 17 en mis oficinas. Tengo una propuesta que puede ayudarte. Sé que atraviesas problemas económicos graves y un trabajo como este no te ayudará a resolverlos. Y nada puede hacerte soportar a un hombre abusivo como evidentemente es tu jefe.

—¡Espere! —ella le tocó el brazo cuando ya se levantaba y luego lo quitó, sonrojada por el gesto—. ¿Cómo sabe…? ¿Qué tipo de propuesta?

—Lo sabrás. A las 17:00. Te estaré esperando.

Había casi una promesa en su voz. Necesitaba…Se corrigió, quería que ella aceptara, pero no quería asustarla. Él estaba en una posición de poder y ella en una de necesidad. Había una asimetría obvia en el trato que pretendía ofrecerle.

Mas él no era un maldito cobarde que necesitara escudarse en su dinero para ganarla. No le pediría nada que no pudiera darle. No tomaría nada que ella no quisiera entregarle. El suyo era un juego algo torcido, pero tan jodidamente excitante que lo tenía en vilo. Apenas podía esperar a tenerla frente a sí y ver su cara cuando le contara lo que había pensado para ella.

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