Liam

Liam


Nueve.

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Nueve.

 

LIAM.

 

Avanzó los últimos metros por el camino arbolado que conducía a la lujosa mansión familiar en pleno corazón de Beverly Hills. La casa refulgía como una joya en su blanca elegancia, orlada por la miríada de bajorrelieves austeros que le daban carácter y prestancia. Cómo era habitual cada domingo, la familia se reunía impulsada por la batuta de su madre, a quien le gustaba juntar a todos sus hijos en un ritual que se había vuelto aún más cerrado luego de la muerte de su padre, hacía de eso cinco años.

No había excusa que eximiera a ninguno de los cinco si estaban en la ciudad, y eso era más que habitual en él, salvo las contadas ocasiones en que viajaba por negocios. No es que a Liam le disgustara esta reunión, por el contrario, la consideraba su tiempo de desconexión con el exigente mundo en el que se movía. Estar con sus hermanos era retrotraerse en el tiempo, pues las pullas y chanzas no habían cambiado mucho desde que eran niños y aún discutían y peleaban por lo más tonto.

Eran hombres, con vidas independientes, para bien o para mal, pero conservaban el cariño y el instinto de protección con el que se habían apiñado desde pequeños para defenderse del destrato y violencia física y verbal de su progenitor. Ese sentimiento era en particular fiero para con Avery, la más pequeña. Y como el mayor que era se había acostumbrado a mantener un ojo atento en los suyos, expectante a sus novedades y sus inquietudes. Como el bastardo controlador que era, a decir de Ryker. Como si este no fuera igual

Aparcó justo al lado de los vehículos de Alden y Ryker, extrañado de que este último estuviera allí temprano. Viernes y sábados solía dormir hasta entrada la mañana para descansar de su cacería nocturna, que le llevaba por los clubs en onda, en procura de quien calentara su cama. Claro que los domingos era infaltable en la mansión Turner, único reducto donde se sentía en casa, como él.

El único que no estaría era Ethan, como siempre en viaje por el mundo en alguna de esas aventuras deportivas de alto riesgo que tanto lo desafiaban y alejaban. Ethan y Avery, los más pequeños y quienes más preocupaban a Liam. Temía escuchar alguna vez que su tozudo y alocado hermano se hubiera roto la crisma en alguna montaña nevada perdida del mundo. Aver Era su pequeña. La había protegido siempre y tenía especial cuidado de que se sintiera feliz y contenida, que pudiera crecer para olvidar el dolor de su niñez.

Suspiró, mientras descendía y cerraba la portezuela de su deportivo. Cada domingo lo mismo, sentirse en casa, pero también la espina de recordar un pasado de privaciones emocionales y violencia. Se recompuso y elevó sus hombros, para ingresar. El saludo y la voz de Avery desde un costado del jardín le detuvieron y su boca se distendió en una sonrisa cariñosa.

—¡Liam, espera por mí, hermanito!

Traía consigo un ramo de flores con las que imponer un toque más cálido a las mesas habitualmente aristocráticas que su madre solía presidir. A su hermana le gustaba lo sencillo y más austero, en especial lo natural. Así se vestía y funcionaba, siempre al borde de sacar a su madre de quicio.

—¡Hermanita, estás radiante!

Le dio un beso en la mejilla y la tomó por la cintura para subir con ella las escaleras que conducían al salón central, escuchando las voces que daban cuenta de que el aperitivo había comenzado temprano. Liam no pudo evitar el gesto de fastidio al notar que no estaban solos. Su madre, porfiada y calculadora como era, no había tenido mejor idea que invitar a Melody al almuerzo de la familia.

Era una afrenta y un gesto de descuido de su parte, uno que le fastidió de manera particular. Traer a esa chica a una instancia íntima era demasiado. Una cosa es que no tuviera problema en follarla en su apartamento de tanto en tanto, algo casual. Que se la quisieran imponer por fórceps era mucho. La rubia pasó de su gesto serio, probablemente sin considerarlo, así de liviana era. Le sonrió con artificio, y se meció para alcanzarlo, seguida por la mirada desinhibida y voraz de Ryker, que sonrió a Liam con sorna. Sabía lo que este sentía.

Enfundada en un vestido más propio de una celebración de alfombra roja que de un domingo, Melody se acercó a él dejando que sus senos lo rozaran al darle un beso en la mejilla. Era tan cruda en su exhibicionismo y tácticas que no entendía cómo su madre la consideraba un buen partido. Ah, sí, los millones y millones de su padre justificaban y perdonaban su pose de zorra. Contuvo la acidez de su juicio, molesto con ella sin razones reales, y compuso el gesto a pesar del fastidio. Podía fingir, pero no daría cabida a esta niñata acostumbrada a tener lo que quería.

—Madre —tomó la mano extendida y la besó.

No solía aceptar con gusto los besos en la mejilla, estropeaban su maquillaje. Lo habían aprendido desde pequeños.

—Querido, te ves algo cansado.

—Normal, trabaja tanto para el bien de todos —la voz de Melody, nasal y molesta, se hizo oír.

—Tan cierto. Hijo, no deberías dedicar tantas horas…

—Estoy bien —cortó de plano la habitual perorata con la que su madre pretendía mostrar algo de interés en el rol materno.

—Trabaja demasiado, pero así son los excelentes resultados que obtiene —la voz chillona de Melody se hizo sentir, otra vez.

—Si, nuestro hermanito es un dechado de virtudes. Necesita una mano femenina que lo sostenga —el tono irónico de Ryker lo pinchó e hizo que lo mirara con advertencia implícita en sus ojos.

Esperaba que se comportara y no iniciara una de sus habituales discusiones. Le encantaba sacar de quicio a su madre con su vocabulario, además de poner a Alden de malas, tanto como a él.

—Iré a saludar a Beatrice— indicó, pasando por alto el gesto fastidiado de su madre.

Beatrice era el ama de llaves, una institución dentro de la casa y algo así como el alma de esa mansión pomposa. Era la mujer que en realidad les había criado, brindándoles amor y contención cuando las largas ausencias de sus padres, siempre en viajes de negocios o placer, se hacían sentir en la vida de los cinco hermanos. La que curó sus raspones, enjugó sus lágrimas, escuchó sus maldiciones y les abrigó cuando la violencia se hacía dura y marcaba a todos. ¿Qué hubiera sido de ellos sin Beatrice? No soportaba pensarlo. La encontró en la cocina, su reducto, cuidando el punto de los alimentos y dando instrucciones al personal con la voz y trato cálido que la caracterizaban.

—Beatrice —llamó su atención y ella distendió su boca en una sonrisa amorosa, extendiendo sus brazos.

Había sido una mujer hermosa y a pesar de la edad conservaba la voluptuosidad de sus caderas y la amplitud en sus senos. Apretada a su pecho, cuando niño, había llorado y maldecido, había contado sus humillaciones y despechos. En su oído atento había desgranado sus sueños y ambiciones. Ella había actuado del mismo modo con todos y era adorada sin límites por los cinco.

Hoy era la que cuidaba y trataba de orientar y ayudar a Avery, la única mujer y por ello, a juicio de Liam, la más indefensa. Su madre todavía seguía demasiado imbuida en su vida social como para preocuparse de los suyos de manera profunda. No había considerado jamás que sus hijos la necesitaran, que su niña podría tener preguntas, miedos, desafíos. Para ella, Beatrice había sido la empleada ideal, aunque la detestara, en el fondo, con sentimientos que Liam no podía entender. 

Su madre no era una mala mujer, pero Liam pensaba que no había sido feliz y eso la había amargado y vuelto egoísta e incapaz de amar de verdad. Ninguno de ellos había sido feliz a la sombra de un padre obsesionado con su trabajo y la perfección, que castigaba sin control el error y que no tenía tiempo para la familia. Un hombre que veía en su esposa un adorno bello y un vientre para procrear la estirpe. Solo así se podía entender que hubiera tenido cinco críos.

—Estas ojeras bajo tus ojos demuestran que duermes poco, mi niño. Mucho trabajo y poca vida real no es bueno, Liam —le dijo con cariño, acariciando su mejilla.

—Descanso poco, es verdad —solo a ella podía reconocerle su cansancio.

—Escuché del éxito de tu último negocio. Tu madre estaba exultante ante tanto despliegue de glamour y poder en la fiesta del viernes—Él rodó sus ojos y ella sonrió—. Debes tomarte tiempo y restablecerte. ¿Sigues solo? —le preguntó en tono más bajo mientras tomaba su brazo y se dirigían al jardín.

—Así es.

—Muchacho, necesitas a una mujer que te quiera a tu lado, una que te mime como te mereces. Una mujer de verdad, no ese patético saco de huesos que invitó hoy tu madre.

La voz y la expresión seca hicieron ver la profunda desaprobación hacia Melody.

—Es una mujer bella —terció Liam, sin convencimiento.

—Y vacía. Un envase vacío. Tan triste. Lo peor es que tu madre está empeñada en metértela por los ojos —el rictus de su boca mostró a las claras lo que opinaba sobre las elecciones de su madre.

—No me interesa. Deberías saberlo —sonrió.

—Lo sé, pero a veces la soledad y el cansancio son malos consejeros. Tienes que divertirte más, disfrutar de la vida. Llevas demasiada responsabilidad sobre tus espaldas, casi como si te castigaras. Sé que los negocios son importantes, pero si los haces el foco de tu vida siempre habrá otros, más grandes, otros que no puedes dejar pasar. Y cuando quieras pensar, estarás viejo.

—Calma, calma, viejita, me pintas un futuro gris y no es mi intención.

—Búscate una buena mujer. Dale oportunidad a alguien.

—En eso estoy —sonrió y le dio un beso.

—¡Liam! —la voz chillona desde la puerta acristalada indicó que Melody lo había encontrado y le llamaba con un gesto imperioso.

Beatrice suspiró.

—No muerdas esa carnada.

—No lo haré —prometió.

Pasó al lado de la rubia sin darle mayor entidad y ella hizo un gesto de fastidio, enfurruñada, siguiéndole de cerca. Fue un almuerzo agradable, a pesar de ella y sus intentos de monopolizar la conversación con sandeces, que fueron cortadas una y otra vez por los hermanos, hasta casi deslucirla al final. Incluso fue bueno a pesar de que Alden parecía más melancólico y de mala cara de lo habitual.

No parecía recuperarse de la decepción amorosa sufrida dos años atrás y eso le preocupaba. Alden siempre había sido el más callado y retraído, a pesar de su brillante intelecto. Liam lo veía frágil y desengañado y no le gustaba. Les hizo un gesto a los otros y estos asintieron. Deberían tratar de hacer algo por él. Al promediar la tarde, luego del café y la habitual charla de sobremesa, decidió que era hora de marcharse.

Cortó, sin paciencia, el intento de Melody de ir con él y aprovechó el salvavidas que Ryker le brindó al ofrecerse a llevarla a su casa. El muy sinvergüenza no tendría ningún remordimiento en tomar ventaja del factible enfado de la platinada, pero le importaba menos que nada. Esperaba que su actitud de desapego fuera suficiente muestra de su desinterés y alejara a esa mujer de él.

Si le parecía hueca antes, luego del incidente del viernes su opinión había caído más. No la quería cerca de él ni de sus hermanos, más estos eran adultos y, en el caso de Ryker, alérgico a cualquier compromiso que implicara más de un polvo. No habría mujeres trofeos en las camas de los hermanos Turner; el matrimonio de sus padres había sido demasiado evidencia de lo mal que eso acababa.

Antes de salir de la propiedad el recuerdo de Amelia hizo que revisara su teléfono. Le resultaba llamativo que ella no le hubiera contactado. Habían pasado menos de veinticuatro horas, pero su expectativa lo carcomía, como no le había pasado con ninguna mujer anterior. Su falta de respuesta inmediata lo había impactado más de lo que pensó, y en varias oportunidades posteriores a su encuentro se había reprochado su promesa de no llamarla. No era como si no pudiera conseguir su teléfono, empero, mostraría demasiada ansiedad.

Tenía que darle espacio, ella no parecía una mujer que considerara ofertas sexuales. Aunque su cuerpo invitaba al pecado, eso era obvio. Le gustaba a rabiar, era el tipo de mujer que lo ponía sin más: perfecta en su voluptuosidad, sensual en el desconocimiento de lo que sus sinuosas curvas le provocaban. No podía, no quería perder la chance de tener sexo con ella, de disfrutarla hasta saciarse y más.

Beatrice tenía razón; se sentía solo. No había encontrado una mujer que lo movilizara tanto como para hacerla su novia o para que pensara en formar una familia. Era curioso que la primera que lo hiciera detener la mirada y lo hiciera gastar energías en buscarla estuviera tan alejada del ideal de mujer que su madre o Melody representaban. En todo caso, Amelia era la que había logrado conmoverlo físicamente tanto como para su simple recuerdo lo enervara y sirviera de fantasía para correrse en soledad.

Esperaba que lo llamara. Había dejado en ella la decisión. Se preguntó qué haría si pasaba el lunes, plazo que él mismo había establecido, y no tenía una respuesta favorable. Lo lógico sería dejarlo pasar, avanzar. Pero se conocía, era un hombre de obsesiones. Y el rostro de esa mujer comenzaba a acercarse peligrosamente a una.

Encendió el motor y justo cuando retrocedía, el sonido del mensaje entrante de su celular le hizo mirar la pantalla, y entonces, una enorme sonrisa se plasmó en su rostro. Un número desconocido que le enviaba un mensaje revelador, casi como si su mente lo convocara:

DESCONOCIDO Soy Amelia. He estado pensando en tu oferta. Me gustaría...

Abrió el cuerpo del mensaje, pero aparecía incompleto. Antes que la curiosidad se abriera paso, un nuevo mensaje trajo el resto de la idea. 

DESCONOCIDO Perdón, estoy algo nerviosa y apreté enviar sin querer, antes de terminar de escribir. Acepto tu proposición.  Pero me gustaría establecer algunas reglas

La voz de Alden lo distrajo entonces:

—Lo único que te puede arrancar una sonrisa así es la perspectiva de un negocio desafiante.

Le sonrió.

—Algo así.

Completó la maniobra de salida y aceleró, para dejar la propiedad con apuro. El domingo acababa de mejorar, se dijo. Estaba exultante, excitado. Debía responderle, era muy factible que escribir esos mensajes le hubiera costado bastante y no podía correr el riesgo de que se arrepintiera. Detuvo el vehículo un poco más adelante, fuera de la vista y el camino de sus hermanos y antes que nada, agendó el número con el nombre Dulce Amelia, para luego tipear la respuesta:

LIAM. Me hace muy feliz tu respuesta. Estaba esperando que te decidieras. Estoy dispuesto a que charlemos lo que sea necesario y no quiero más que tu tranquilidad. ¿Te parece reunirnos hoy?

Podía parecerle demasiado pronto y lo mostraba ansioso, pero ¿qué más daba? Ya sentaría las bases él, una vez estuvieran frente a frente.

DULCE AMELIA. Estoy libre

LIAM. ¿A las 18?

Ella tardó unos minutos en responder:

DULCE AMELIA. Está bien. Te enviaré la dirección en la que estaré.

Probablemente no quería que viera su casa o su entorno. O que su familia lo viera e inquiriera en qué se metía. Si eran muy cercanos, podrían juzgarla o interponerse, aunque era una mujer adulta. De todos modos, le dejaría claro que no debía ver lo que comenzaba entre ellos como algo deshonesto o inmoral. Eran dos personas independientes y solteras que buscaban disfrutar. Esperaba que no hubiera nadie importante en su vida, pensó entonces. No lo había considerado, tendría que averiguar mejor. Aunque no lo creía, ella no aceptaría estar con él si fuera así.

LIAM. Perfecto. Un vehículo te recogerá a esa hora. Me encanta poder verte otra vez.

DULCE AMELIA. Okey, gracias

<<Gracias a ti, hermosa>>, pensó. <<Se me va a hacer agua la boca mientras te espero>>. Dejó el móvil a un lado y tomó el volante con satisfacción, volviendo a conducir.

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