Liam

Liam


Dieciséis.

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Dieciséis.

 

AMELIA.

 

No había exagerado nada al decir a Liam que estaba agotada, pero parecía que bastaba la perspectiva de encontrarse con él para desvanecer buena parte de su cansancio. Al final de la labor, a su cansancio se sumaba el fastidio con su jefe. Bratt se tomaba más licencias, como si el hecho de que ella dependiera de este único trabajo le hiciera tener derechos sobre ella. Podía contenerlo, aunque sus manos se volvían cada vez más impertinentes y desagradables.

Si esto continuaba así era cuestión de tiempo para que tuviera que abofetearlo y con ello llegaría el despido que tanto temía. Había decidido que era necesario volver a empezar la búsqueda de otros empleos, patear las calles y las agencias con su currículo. Tina le insistía una y otra vez en lo importante que era que promocionara sus habilidades de diseño de ropa y entendía que tenía razón. No perdía nada con intentarlo, con ofrecer sus servicios en línea.

Si tuviera más tiempo. Las clientas de su tía, incluso sus hijas o sobrinas bien podían dar referencias de su labor. Comenzaría con ello mañana mismo, decidió. Podía hacer algo con la vieja máquina de su tía y con sus manos. Ahorrar para comprar una profesional. Crecer, proyectarse. Soñar.

Ver a Liam apoyado en el capó del vehículo, con las piernas cruzadas y las manos en los bolsillos de sus jeans, mirándola con fijeza, le hizo dar un vuelco al corazón. Era un hombre tan viril, tan apuesto; desplegaba encanto y todo él gritaba riqueza, tanto que parecía un absurdo que estuviera en las afueras de esta cafetería, en un barrio tan externo a su círculo, esperándola.

Sacudió su cabeza agitando ideas negativas que probablemente el cansancio traía y dejó filtrar el mantra que Sharon había picoteado en su cerebro por años: <<Te mereces todo lo bueno que te pase. Ama la vida y disfruta lo que tiene para ti>>. La sonrisa se coló en sus labios y en sus ojos; él la hacía sentir bien.

Al acercarse al automóvil Liam se despegó para estrecharla en un abrazo y besarla con ardor, con el que lavó cualquier pensamiento que no fuera sobre él, sobre ambos, y la metió de lleno en la marea de deseo que inexorablemente la invadía cuando lo veía. Su boca la devoró, succionado, mordisqueando sus labios, acariciando su interior con la lengua que quemaba, sus manos a ambos lados de su cara, con sus dejos acariciando sus pómulos y sus ojos a un palmo. Casi sin aliento se separaron y él sonrió.

—Deliciosa. Gracias por aceptar venir conmigo. Espero no haber sido demasiado demandante.

—Está bien. Aunque en verdad voy a tener que traer algún cambio de ropa.

—Creo que te ves aún mejor sin ellas—él había acercado su boca a su oreja y le susurraba, provocando que su piel se enervara—. Desnuda, llena de mí, es como mejor te ves.

Sus palabras la hicieron temblar. Lo notó encendido y esa sensación de sentirse plena y dueña de la lujuria que le provocaba la volvió a envolver. Podía parecer absurdo, no tenía ningún derecho sobre él, no podía esperar demasiado, pero cuando estaban juntos, se sentía poderosa.

La tomó de la mano y la condujo a su lujoso auto deportivo, abriendo con caballerosidad su portezuela. Amelia se sintió envuelta por el intenso olor a cuero y confort, los que se asociaron al de su perfume. Afrodisíaco, él lo era.

—Lo prometido es deuda, preciosa. Tengo todo listo. Comida china, jacuzzi, una noche para mimarte.

—Suena fantástico-suspiró, llevándose la mano al cabello. Él conducía con pericia y muy rápido, algo que de habitual la ponía nerviosa. Claro que quién podría ir lento en un vehículo de esta clase—. Bonito auto.

—Te ves cansada —la miró de reojo.

—Es normal, son muchas horas. Me siento bien, de todas formas.

No quería que su realidad opacara las horas que compartían. Ya era bastante triste tener que sobrellevarla. Liam representaba un espacio de libertad y disfrute para ella, no quería involucrarlo en su pobreza. Una que no podría entender o interesar. Ella quería que el mundo real quedara afuera con él, vivir la aventura que representaba, la ilusión de no tener cargas. Con él podía fingir que los problemas e inquietudes no existían.

—Así que me llevas a otra de tus casas. Eres un hombre de recursos.

—En verdad este es mi departamento, el lugar donde vivo. Mi reducto.

Le extrañó que lo dijera de esa manera, como si fuera un sitio exclusivo. Sin embargo, la invitaba a él.

—No quisiera molestar.

—No eres molestia, Al contrario. Es mi placer mostrártelo. Confío en poder liberarte de todo tu cansancio para poder disfrutarte como te mereces.

Recorrieron la distancia hasta el lujoso edificio en Beverly Hills, uno que le quitó la respiración. Se internaron en el aparcamiento y desde allí al pent-house. Era enorme, decorado de manera austera y muy masculina, dominado por los tonos oscuros de maderas excelentes y pinturas en estilo de vanguardias. La visión de la ciudad, extraordinaria.

—Eres dueño de las alturas de Los Ángeles —se dio vuelta para mirarlo, luego de admirar la vista.

—Ser la tercera generación en la dirección de una empresa de constructores tiene sus beneficios —sonrió él—. Ven.

La hizo avanzar y tomar asiento en un sillón tan maravilloso que sintió que cada uno de los puntos de su espalda y de sus piernas estaban sobre una nube.

—El paraíso —susurró, cerrando los ojos con deleite.

—Descansa unos minutos. Tendré lista la cena en menos de lo que esperas.

De inmediato se escuchó música de fondo, relajante. Lo observó moverse con agilidad por la cocina. El sitio tenía dos niveles, supuso que la escalera guiaba a los dormitorios. Estaban en una estancia enorme en la que los espacios se determinaban por escalones. Era lujoso, aunque sin extravagancias. Como él, pensó, cerrando sus ojos otra vez, sumida en un agradable sopor.

—Despierta —sintió el cálido susurro en la oreja y dio un respingo.

Se había dormido, vergonzosamente.

—Lo lamento.

—No te disculpes conmigo. Me dijiste que estabas cansada. Pero debes comer.

Su estómago había estado cerrado buena parte del día, pero ante el olor y la visión de los alimentos, se le hizo agua la boca. Dio buena cuenta de lo que él le sirvió y cuando vio que la observaba embelesado, se llevó la mano a su boca.

—Lo lamento. Debo parecer una glotona.

—Para nada. Me encantan las mujeres que no tienen problemas en mostrar sus emociones y deseos. Que ríen con ganas, que comen, que follan —ella se ruborizó—. Y tú todo lo haces así —sonrió y extendió su mano para limpiarle algo de su labio superior—. ¿Cómo estuvo tu día, además de agitado?

Lo observó. Él estaba más relajado que otras veces y con ganas de conversar.

—Igual que siempre —se encogió de hombros—. Nada especial. No es un trabajo para nada desafiante.

—Puedo imaginarlo. ¿Qué tal tu jefe?

—Con manos demasiado largas —se le escapó y luego se arrepintió, al ver que su gesto de desagrado.

—¿Te acosa?

—Lo intenta, pero no te preocupes, lo tengo a raya. Puedo lidiar con él, aunque no significa que me guste.

—Estoy seguro de que podrías conseguir algo mejor.

—No es tan sencillo, créeme lo he intentado de todas las maneras. Hasta que me desanimé. No obstante, estoy decidida a hacerlo una vez más. 

—Sabes que podría ayudarte.

—No, no es lo que quiero. No hablemos de eso. ¿Tú estás bien?— le preguntó con candidez.

—Muy bien —respondió.

Liam no tenía costumbre de dar detalles de su vida y, sin ser a Beatrice o sus hermanos, no tenía a quien darlas. Ni se molestaba en hacerlo; se había habituado a lidiar con su mierda o sus alegrías solo. A nadie más le interesaba saber qué pasaba en verdad por su mente o su corazón, acorazado como estaba.

El mundo solía dar por sentado que estaba bien. En una posición como la suya, con tanto dinero y poder, ¿qué podría ir mal? Mucho, pero no era adecuado o inteligente mostrarlo. Las debilidades se trataban en secreto. No es que él se quejara, era algo que venía con el paquete. Lo había entendido muy joven.

Ella asintió ante la breve frase, entendiendo que fuera reacio a confesiones, sin cuestionarlo. Una vez terminaron, Liam tomó su mano y la llevó a una habitación extraordinaria, con un jacuzzi espectacular que burbujeaba de manera deliciosa. La vista a las luces y los brillos de la noche de la ciudad daban un marco extraordinario; de hecho, el lugar parecía flotar en el espacio.

—Es… —ella había quedado sin palabras y él la miró sonriente.

—Déjame ayudarte, bonita. Esta noche quiero atender cada una de tus necesidades —la voz era baja y grave, insinuante.

La puso con su espalda contra su pecho y desprendió los botones de su camisa uno a uno, sin evitar rozar su piel, tocando sus senos en el camino, masajeándolos y rozándolos cuando estuvieron expuestos, primero a través de la tela del corpiño y luego desabrochando este para ocuparse activamente de cada uno.

—No puedo saciarme de ti. Tus pechos me enloquecen. Estas tetas maravillosas tuyas están fijas en mis retinas.

Sus pulgares rozaron los pezones, que se volvieron piedra y absorbieron las caricias, trasladándolas directas a su coño y a su cerebro, humedeciendo el primero y derritiendo al segundo. Gimió sin poder evitarlo. Él recorrió su piel, dibujando su clavícula y bajando a su cintura, luego a sus caderas, para desprender el cierre de la falda y bajarla, arrastrando las bragas en el proceso. Desnuda, expectante, llena de su toque, sintió que le soltaba el cabello y con suavidad se pegó a él, saboreando los besos y mordiscos que bajaron a lo largo de su cuello, desde el lóbulo de su oreja hasta su escote.

La tomó de un brazo y la hizo girar, para pegar todo su frente a él, sus senos contra su pecho duro, su estómago y pelvis contra su miembro rígido, que pugnaba por atravesar el jean. La miró con hambre y antes de que ella hiciera nada, le tomó la boca y la besó con ansia devoradora. Luego y suspirando, se separó de ella para tomar su mano y llevarla al jacuzzi, donde la ayudó a entrar. Ella dio un gritito de gozo al experimentar la tibieza del agua, así como los chorros dirigidos estratégicamente para aliviar su espalda.

Se sentó y se estiró complacida, mientras de reojo miraba como él se quitaba toda su ropa y se apresuraba a unírsele. Se puso detrás, moviéndola contra sí y ella quedó presa entre sus piernas. Él acarició sus muslos y caderas, jugando con sus senos, para luego dirigir sus dedos a su centro, tocándolo desde el clítoris a su roseta, para luego concentrar su roce circular en el puñadito de nervios que era su clítoris, haciendo que ella arqueara su espalda.

—La dulzura de tu embrujo está haciendo que mi cuerpo te extrañe cada vez más, que quiera tener muy cerca —le susurró—. No puedo dejar de pensar en tus pechos, coronados por estos pezones rosados que tanto me gusta acariciar. Imaginarme entre tus pliegues, mojándome con tus fluidos, me pone tenso varias veces al día y acompaña mis sueños húmedos. ¿Te tocas recordándome? —la incitó.

—Sí, sí —contestó con su voz estrangulada.

La presión del dedo mayor sobre su clítoris se hizo más intensa y los eléctricos deseos se ramificaron e hicieron aumentar la temperatura de su bajo vientre.

—Dime qué quieres.

—Quiero…sentir. Quiero gritar de placer. Quiero olvidarme de todo en tus brazos.

—Todo te daré y más, mucho más. Incorpórate —le ordenó y ella se paró sin dudar.

Apenas estuvo en pie sintió que le separaba las piernas con cuidado. El riesgo de resbalar no era menor. Liam se movió y de rodillas, enterró su rostro en su coño, con decisión y maestría. Su lengua comenzó a haces estragos en ella y se dobló, impulsada por inenarrable placer, apoyando sus manos en sus hombros.

En ningún momento dejó de comerla, su lengua se movía firme, redondeando su punto neurálgico y desplazándose por sus hinchados labios vaginales. Sentía que se mojaba más y más y él se regodeaba con sus jugos, lamiéndola sin piedad, agitando toda su sangre y enviando ondas a sus músculos, que se volvieron gelatina.

Comenzó a temblar ante la inminencia del orgasmo y él no paró, impiadoso, haciendo que sus gemidos se volvieran quejidos y luego gritos y cuando los espasmos alcanzaron su clímax, su mente pareció estallar, envolviéndola en una niebla, donde no veía nada, donde solo sentía y jadeaba, su respiración entrecortada y todos sus sentidos pulsando desesperados. Cuando pudo recomponerse, él la sostenía.

—Es extraordinaria la manera en que respondes a mis caricias.

—Me llevas hasta el cielo y desde ahí caigo —dijo ella al calmar su respiración, sus pezones todavía duros y clavados en la masa de músculos que eran el tórax y los abdominales de su amante.

Su miembro palpitaba y horadaba su estómago, de tal forma que debía doler. Consciente de ello, supo que era tiempo de atenderlo, y descendió de manera natural. Lo miró y vio sus ojos turbios clavados en ella. Abrió su boca, sin dejar de observarlo y extendió su lengua, rozando su glande con la punta, para luego tomar todo su grosor y hacer que su miembro avanzara hasta la garganta, su lengua trabajando sin piedad sobre el largo. Con su otra mano tomó los testículos y los apretó y acarició. Disfrutó de su sabor, su boca y su lengua, arriba y abajo sin piedad, cada tanto liberándolo para hacer que su lengua lamiera por toda la extensión.

Amelia nunca había sentido la urgencia de dar sexo oral; las veces que lo había hecho habían sido pocas y desagradables. Nada se acercaba a esto ni por asomo; sentía la necesidad de darle placer, su verga en su boca la encendía y la hacía sentir poderosa, fuerte. Ver la expresión de placer intenso en él, su cabeza hacia atrás, fue liberador. Mientras mamaba su miembro, llevó su mano a su clítoris para masturbarse. Quería que ambos llegaran juntos.

—Amelia, sal, me voy a correr —gruñó él, pero ella apretó su boca y aumentó el ritmo.

Sintió la descarga cálida y poderosa de él corriendo por su garganta cuando el orgasmo lo sacudió, demoledor. Ella se corrió entonces, sin desprender su boca del pene, quitando todo vestigio de semen mientras temblaba.

—¡Diablos, Amelia! Eso fue lo más sexy que he visto. Eres maravillosa.

Pasada la adrenalina del momento, ella se retrajo un poco y se sonrojó. No podía creer que se hubiera atrevido a tanto. Él percibió su vergüenza y sonrió, tomando su barbilla.

—Eres la contradicción en persona. La cosita más bonita y sexy, tímida y atrevida a la vez. Te prometí qué te relajarías. Pensemos en esto como una terapia de shock. Masajes relajantes y el mejor sexo. La noche es larga y te deseo tanto, hermosa. Te dejaré descansar un rato, pero pretendo arrancarte todos los orgasmos posibles. 

Ella suspiró y se refugió en su abrazo, recostándose a él mientras los chorros de agua y las caricias de él la relajaban y la envolvían. Era el paraíso. Breve, acotado, con fecha de caducidad, pero lo era.

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