Less

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Less francés

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—Lo expresas muy bien.

—Soy escritor. Expreso las cosas muy bien. Aunque me dicen que soy «candoroso».

—¿Candoroso?

—Ñoño. Demasiado tierno.

Javier parece encantado.

—Me gusta ese adjetivo, tierno. Tierno. —Javier inspira de nuevo profundamente, como haciendo acopio de valor—. Yo creo que también lo soy.

Javier acompaña la confesión de una mirada triste y, acto seguido, clava los ojos en su copa. El cielo, al otro lado de la ventana, deja caer sus últimos velos vaporosos, y Venus trasluce ya. Less observa las pocas canas grises que salpican la media melena negra de Javier, el prominente puente de su nariz, de un tono rosáceo, la cabeza inclinada hacia delante y el mentón clavado en la camisa blanca, con dos botones desabrochados que dejan atisbar su piel del color de los dátiles, alfombrada de pelo y, más adentro, sus sombras. Una parte no desdeñable de ese vello a la vista es blanco. Imagina a Javier desnudo. Los ojos entre dorado y verde de ese hombre mirándolo desde una cama de sábanas blancas. Imagina tocar esa piel cálida. No esperaba una noche así. No esperaba un hombre así. Less recuerda cuando compró una cartera en una tienda de segunda mano y se encontró dentro cien dólares.

—Quiero fumar —dice Javier, con cara de niño avergonzado.

—Te acompaño —dice Less, y salen juntos a un estrecho balcón de piedra en el que otros europeos fumadores dirigen una ojeada al estadounidense, como si este fuera policía secreta. El balcón rodea una de las esquinas del edificio y desde él se divisan tejados metálicos a dos aguas erizados de chimeneas. Están solos en su rincón. Javier saca una cajetilla y extrae hasta la mitad dos cigarros, que emergen como dos colmillos blancos. Less niega con la cabeza.

—No, yo no fumo.

Ríen.

—Creo que estoy un poco borracho, Arthur —dice Javier.

—Creo que yo también.

La sonrisa de Less se ha ensanchado hasta su máxima amplitud, estando ahí, a solas con Javier. ¿Es el champán lo que le hace emitir un suspiro perfectamente audible? Están uno al lado del otro, junto a la barandilla. Las chimeneas parecen macetas.

Observando la vista, Javier dice:

—Hay una cosa extraña sobre hacerse mayor.

—¿Cuál?

—Hago nuevos amigos y son todos calvos o canosos. Y me pregunto siempre de qué color tendrían el pelo.

—Nunca me había parado a pensarlo.

Es ahora Javier quien se vuelve para mirar a Less (probablemente, es el tipo de persona que mientras conduce se gira y te mira).

—Tengo un amigo al que conozco desde hace cinco años y que debe de tener cincuenta y muchos. Le pregunté y me dijo que era pelirrojo, ¡fue toda una sorpresa!

Less asiente con la cabeza, mostrando su aprobación.

—A mí, hace unos días, en Nueva York, se me acercó un señor mayor por la calle y me abrazó. No tenía ni idea de quién era. Resultó ser un antiguo amante.

Dios mío —exclamó Javier, dando un trago a su copa de champán. Less nota su brazo contra el de Javier e, incluso a través de las capas de tela, su piel revive. Necesita desesperadamente sentir el tacto de ese hombre.

—Durante la cena, tenía a un señor mayor a mi lado. ¡Aburridísimo! No hablaba más que de propiedades inmobiliarias. He pensado: «Por favor, Dios mío, no dejes que me convierta en este hombre cuando envejezca». ¡Y después me enteré de que tiene un año menos que yo!

Less deja su copa en el alféizar de la ventana y, haciendo acopio de valor, vuelve a tocar la mano de Javier. Javier se da la vuelta y queda frente a él.

—Sobre todo —añade Less con toda la intención—, siendo el único hombre soltero de tu edad.

Javier calla y esboza una sonrisa melancólica.

Less parpadea, retira la mano y se aparta medio paso de la barandilla. Ahora, en el espacio abierto entre el español y él, puede apreciarse claramente el milagro de ingeniería de la torre Eiffel, elevándose erecta con toda su grandeza.

—Tú no estás soltero, ¿verdad?

De la boca de Javier se eleva una vaharada de humo mientras agita la cabeza levemente, de un lado al otro.

—Llevamos juntos dieciocho años. Él está en Madrid y yo estoy aquí.

—¿Casados?

Javier deja pasar un periodo de tiempo más o menos largo antes de contestar.

—Sí, casados.

—¿Ves? Tenía razón.

—¿En lo de ser el único hombre soltero?

Less cierra los ojos.

—No, en lo de ser ñoño.

Dentro suena un piano; se ve que han puesto a trabajar al hijo. Su resaca, sea de lo que sea, no parece traslucir en las guirnaldas de notas que flotan hasta el balcón a través de las ventanas. Los demás fumadores se dan la vuelta y entran para ver y escuchar. El cielo ya no es otra cosa que noche.

—No, no, no eres ñoño. —Javier posa la mano sobre la manga de la ridícula chaqueta de Less—. Ojalá fuera yo soltero.

Less sonríe amargamente ante ese subjuntivo, pero no retira el brazo.

—Estoy seguro de que no quieres ser soltero. Si quisieras, lo serías.

—No es tan sencillo, Arthur.

Less hace una pausa.

—Qué lástima, en cualquier caso.

Javier sube la mano hasta el codo de Less.

—Es una verdadera lástima. ¿Cuándo te marchas?

Less mira el reloj.

—Tengo que salir en dirección al aeropuerto en una hora.

—Oh. —Una repentina punzada de dolor en los ojos entre verdes y dorados—. Y no te veré nunca más, ¿verdad?

Javier debió de ser delgado en su juventud, con un pelo negro de esos que parecen tener reflejos azules según la luz, como en los cómics antiguos. Probablemente nadaba en el mar con un bañador Speedo naranja y probablemente se enamoró de un tipo que le sonreía desde la orilla. Seguro que rodó de relación infructuosa en relación infructuosa hasta que, por fin, conoció en una pinacoteca a un hombre de fiar, cinco años mayor que él, que ya perdía pelo, con un poco de tripa, pero una actitud afable que prometía ahuyentar el desengaño, allá en Madrid, en esa ciudad que es como un palacio resplandeciente al sol. Con toda seguridad, pasó una década o más antes de que decidieran casarse. ¿Cuántas cenas a última hora a base de jamón y boquerones en vinagre? ¿Cuántas discusiones en torno al cajón de los calcetines —que los negros no se mezclen con los azul marino— hasta que decidieron tener un cajón cada uno? ¿Y un edredón para cada uno, como en Alemania? ¿Y marcas distintas de café y té? ¿Y vacaciones separadas, su marido a Grecia —completamente calvo, pero con la tripa bajo control— y él a México? Solo, en una playa de nuevo, con su Speedo naranja, menos delgado. Recogiendo de la orilla la basura que tira la gente desde los cruceros y contemplando las luces bailarinas de la costa de Cuba. Javier debe de llevar un tiempo sintiéndose solo para plantarse ante Arthur Less de esa manera y preguntarle aquello. En una azotea parisina, con su traje negro y su camisa blanca. Cualquier narrador envidiaría ese amor potencial, esa noche potencial.

Less, con su chaqueta de cuero forrada de pelo, con la ciudad nocturna de fondo. Tiene dibujada en la cara la tristeza y se ha puesto de medio lado, con su camisa gris, su bufanda a rayas, sus ojos azules y su barba cobriza. No parece él. Parece Van Gogh.

Una nube de estorninos como estrellas negras vuela a sus espaldas, rumbo a una iglesia.

—Somos demasiado mayores para pensar que nos volveremos a ver —dice Less.

Javier coloca una mano sobre la cintura de Less y da un paso hacia él. Tabaco y vainilla.

«Pasajeros a Marrakech…»

Arthur Less se sienta al modo lessiano: con las piernas cruzadas a la altura de la rodilla y un pie meneándose en el aire. Como de costumbre, sus largas piernas entorpecen el paso a todos los pasajeros, con sus gigantescas maletas con ruedas. Less se pregunta qué diablos se llevará la gente a Marruecos. El tránsito de gente es constante, así que tiene que descruzar las piernas e incorporarse un poco. Less sigue vistiendo su atuendo parisino; el lino de los pantalones se ha aflojado tras todo un día de uso y la chaqueta le resulta extremadamente calurosa. Está cansado y sigue un poco borracho, y tiene la cara encendida por el alcohol, la duda y la excitación. No obstante, ha logrado enviar por correo los papeles para que le devuelvan el IVA, así que, al pasar por delante de su némesis, la Señora del IVA, esboza la sonrisa torva del delincuente que da su último golpe antes de retirarse. Javier le prometió echar el sobre al buzón por la mañana; lo guardó en la fina chaqueta negra, contra su firme pecho ibérico. No hay mal que por bien no venga, ¿no es así?

Less cierra los ojos. En su «distante juventud» a menudo consolaba su ansiosa imaginación con imágenes de cubiertas de libros, fotografías de autores, recortes de periódico. Objetos a los que fácilmente puede retrotraerse, pero que no le proveen ningún alivio. En su lugar, el fotógrafo de plantilla de su cerebro produce una tira de hojas de contacto de una imagen que se repite una y otra vez: Javier empujándolo contra la pared de piedra, besándolo.

«En este vuelo se han producido demasiadas reservas. Por favor, si alguien se presta voluntario a volar…»

De nuevo, overbooking. Arthur Less no oye la llamada o no puede plantearse, quizá, un segundo aplazamiento, un segundo día de potencialidades antes de cumplir los cincuenta años. Tal vez sea demasiado. O quizá sea justo lo que necesita.

Ha terminado la pieza para piano y los invitados rompen a aplaudir. Por encima de los tejados le llega el eco de los aplausos o de otra fiesta. Un triángulo de luz ámbar inunda uno de los ojos de Javier y lo hace brillar como el cristal. Por la mente de Less no pasa sino un único pensamiento: «Pídemelo». Ese hombre casado sonríe a Less y le toca la barba roja —«Pídemelo»—, le besa durante quizá media hora más, et voilà, otro hombre hechizado por el beso de Less, empujándolo contra la pared, desabrochándole la cremallera, tocándole apasionadamente y susurrándole cosas hermosas, pero no esas palabras exactas que lo cambiarían todo, porque todavía es posible cambiarlo todo, hasta que Less le dice, por fin, que debe marcharse. Javier asiente con la cabeza y lo devuelve a la habitación del papel pintado de rayas verdes y permanece junto a Less mientras este se despide de la anfitriona y de los demás sospechosos de asesinato, con su francés espantoso —«Pídemelo»—, acompañándolo hasta la puerta principal y bajando con él a la calle, que es una acuarela azul emborronada bajo la llovizna brumosa, y, ante los portales de piedra tallada y por las calles como satinadas por la humedad —«Pídemelo»—, el pobre español ofrece su paraguas (que Less rechaza) antes de sonreír tristemente —«Lamento que te marches»— y despedirse con la mano.

«Pídemelo y me quedaré».

Less tiene una llamada telefónica, pero está ocupado: ya ha embarcado y saluda en ese momento con la cabeza al auxiliar rubio que le devuelve el saludo, como siempre, no en su idioma ni en el del pasajero ni en el del país desde el que se vuela, sino en el de la aerolínea (Buona sera, porque es italiana). Avanza torpemente por el pasillo dando golpes a una butaca y a otra, ayuda a una mujer diminuta a subir sus cuatro o cinco bolsas al compartimento superior y encuentra por fin su asiento preferido: el de la última fila, a la derecha, sin niños que te pateen por detrás. Almohada y manta carcelarias. Se quita los apretados zapatos franceses y los coloca bajo el asiento. Por la ventana: el Charles de Gaulle de noche, fuegos fatuos y hombres agitando bastones luminosos. Less baja la persiana y luego cierra los ojos. Oye a su vecino sentarse y hablar en italiano. Casi lo entiende. Lo asalta brevemente el recuerdo de sus sesiones de natación en el resort del golf. Breve recuerdo inventado del doctor Ess. Breve recuerdo real de los tejados y la vainilla.

«… darle la bienvenida a este vuelo París-Marrakech…»

Las chimeneas parecían macetas.

Recibe una segunda llamada, esta vez de un número desconocido, pero jamás sabremos quién la hizo, pues la persona que llama no deja mensaje y el destinatario está ya profundamente dormido al despegar, y, mientras, su avión se eleva alto sobre el continente europeo, a siete días de los cincuenta, dirigiéndose por fin a Marruecos.

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