Less

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Less al principio

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Less al principio

Vista desde mi perspectiva, la historia de Arthur Less[1] no es tan terrible.

Miradlo: elegantemente sentado en un sofá con forma de rosco, de mullido aspecto, en el recibidor del hotel, con traje azul y camisa blanca, y las piernas cruzadas de forma que uno de sus relucientes mocasines se suelta del talón y queda colgando. La pose de un joven. Su sombra esbelta sigue siendo la de su yo más joven, pero con casi cincuenta años recuerda a esas estatuas de bronce de los parques que —excepción hecha de una rodilla muy pulida que los escolares soban porque trae buena suerte— van decolorándose poco a poco, adquiriendo el hermoso tono de los árboles que la rodean. Eso mismo le ha ocurrido a Arthur Less, antaño rebosante de una juventud entre dorada y rosácea y hoy desvaído como el tono del sofá en que se sienta, dándose golpecitos con un dedo sobre la rodilla y mirando fijamente el reloj de pared. Una larga nariz patricia, perennemente quemada por el sol (aun en el nuboso octubre neoyorquino). Pelo rubio medio desteñido, demasiado largo por arriba y demasiado corto por abajo; el vivo retrato de su abuelo. Esos mismos ojos de un azul acuoso. Escuchad: quizá oigáis su ansiedad haciendo tic, tac, tic, tac, mientras él observa fijamente el reloj de pared. El reloj de pared, por desgracia, no hace tictac. Se paró hace quince años. Arthur Less no es consciente de ello; sigue creyendo, a su edad, que quienes aceptan acompañarte a un acto literario llegan a tiempo y que los botones dan cuerda invariablemente a los relojes de pared de los recibidores de los hoteles. Él no lleva reloj de pulsera; su fe también va adelantada. Es mera coincidencia que el reloj se parase a las seis y media, casi exactamente la hora a la que deberían llevarlo al acto de esa noche. El pobre hombre no lo sabe, pero son ya casi las siete menos cuarto.

Mientras Less espera, da vueltas y vueltas por el recibidor una joven con un vestido de lana marrón, una especie de colibrí forrado de tweed, polinizando primero a un grupo de turistas y luego a otro. Asoma la cabeza entre un corro de gente sentada en sillas, hace una pregunta e, insatisfecha con la respuesta, se dirige rápidamente hacia otro grupo. Less no se fija en ella ni en su ronda. Está demasiado concentrado en el reloj averiado. La joven se acerca al encargado de la recepción y luego va al ascensor, abordando a un grupo de señoras emperifolladas que se dirigen a una velada teatral y reaccionan dando un respingo. El mocasín suelto de Less sube y baja. Si hubiese prestado atención, quizá habría escuchado la acuciante pregunta que la mujer hace a todas las personas que hay en el recibidor, salvo a él. En la pregunta reside la clave de todo lo que está ocurriendo: «Disculpe, ¿es usted la señorita Arthur?».

El problema —que no encontrará su resolución en el recibidor— radica en que la acompañante oficial cree que Arthur Less es una mujer.

En su descargo, hay que decir que ha leído solo una novela suya, en formato electrónico, en la que no aparecía foto del autor. La chica encontró tan atractiva y persuasiva la narración que dio por hecho que solo una mujer podría estar tras ella. Supuso que el nombre Arthur sería una de esas excentricidades de género típicamente estadounidenses (ella es japonesa). Less se lo toma como una crítica entusiasta, de las poco habituales. Flaco favor le hace ahora, sentado en el sofá en forma de rosco, desde cuyo centro, de forma cónica, emerge una lustrosa palmera. Pues son ya las siete menos diez.

Arthur Less lleva aquí tres días; está en Nueva York para entrevistar al famoso autor de ciencia ficción H. H. H. Mandern, con motivo de la aparición de la nueva novela de H. H. H. Mandern; en ella este da vida, de nuevo, a su enormemente popular robot detective, Peabody. En el mundo de los libros, se trata de una primera plana y entre bastidores hay un trasiego importante de dinero. Había dinero en la voz que llamó a Less de la nada y le preguntó si conocía la obra de H. H. H. Mandern y si estaría dispuesto a entrevistarlo. Había dinero en los mensajes del publicista que dio instrucciones a Less sobre las preguntas que no podían hacerse a H. H. H. Mandern (su esposa; su hija; su obra poética, objeto de críticas no muy buenas). Había dinero en la elección del lugar del acto y en los anuncios pegados a lo largo y ancho del Village. Había dinero en el Peabody inflable que batallaba contra el viento a las puertas del teatro. Había dinero incluso en el hotel donde habían reservado una habitación a Arthur; al entrar, le mostraron una pirámide de manzanas «de cortesía», de la que podía coger una cada vez que quisiera, de día o de noche (de nada). En un mundo en el que la mayoría de la gente lee un libro al año, hay mucho dinero puesto en la esperanza de que este justamente sea el libro y de que esta noche marque el inicio de una trayectoria gloriosa. Todo ello depende de Arthur Less.

Y, aun así, Less observa diligentemente un reloj parado. No se da cuenta de que la persona de organización que debe acompañarle está de pie junto a él con cara de angustia. No la ve ajustarse el fular y salir del recibidor a través de ese tambor de lavadora que a veces son las puertas giratorias de los hoteles. Mirad el pelo ralo en la coronilla, su parpadeo veloz. Mirad su fe infantil.

Una vez, cuando tenía veinte años, una poeta con la que había estado charlando apagó un cigarro en una maceta y dijo: «Eres como una persona sin piel». Una poeta. Una poeta le dijo eso. Una poeta que se ganaba la vida flagelándose viva en público le había dicho que, de todas las personas, él, el alto, joven y esperanzado Arthur Less, «no tenía piel». Y, sin embargo, era cierto. «Tienes que ser más incisivo», le decía constantemente su antiguo rival, Carlos, en los viejos tiempos. Less no sabía qué significaba eso. ¿Que debía ser malo? No, significaba protegerse, blindarse contra el mundo. Pero ¿puede uno proponerse ser más incisivo? ¿No es como intentar ser más gracioso? ¿O es que hay que fingirlo, como cuando un hombre de negocios sin vis cómica memoriza chistes y todo el mundo se muere de la risa y el tipo desaparece de la fiesta antes de que se le termine el repertorio?

Sea como fuere, Less no lo intentó nunca. Cumplidos los cuarenta, no había conseguido cultivar sino una leve impresión de sí mismo, algo que podría compararse al caparazón transparente de un cangrejo blando. Las reseñas mediocres o el desdén no intencionado no pueden ya hacerle daño, pero el desengaño, el desengaño verdadero, perforará su fina piel animal y de ella brotará sangre del color habitual. ¿Por qué tantas cosas empiezan a parecer aburridas con la mediana edad —la filosofía, el radicalismo y demás comida rápida— y, sin embargo, el desengaño amoroso sigue escociendo? Quizá porque encuentra siempre nuevas fuentes de desengaño. Ni siquiera ha vencido los viejos miedos más estúpidos; solo los esquiva: llamar por teléfono (marcando frenéticamente, como un artificiero desactivando una bomba), tomar taxis (casi dejando caer la propina y bajando de un salto, como si lo acabara de soltar su secuestrador) o hablar con hombres atractivos o famosos en fiestas (ensayando mentalmente sus frases de presentación para darse cuenta, al instante, de que lo que están haciendo es despedirse). Less sigue teniendo esos miedos, pero el paso del tiempo les ha puesto solución. La mensajería y el correo electrónico le salvaron para siempre de volver a llamar por teléfono. Los taxis empezaron a aceptar pagos con tarjeta. Los ligues potenciales podían contactar contigo por las redes. Sin embargo, el desengaño… ¿Cómo evitarlo, salvo renunciando enteramente al amor? Al final, esa fue la única solución que Arthur Less supo encontrar.

Quizá esto explique por qué entregó nueve años de su vida a cierto joven.

He olvidado mencionar que tiene en el regazo un casco de cosmonauta ruso.

Pero, ahora, un poco de suerte: desde el mundo que se extiende más allá del recibidor, una campana toca una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces, haciendo que Arthur Less se levante de su asiento como un resorte. Miradlo: observa fijamente a su traidor, el reloj de pared, y corre hacia la recepción para hacer —por fin— la fundamental pregunta: «Disculpe, ¿puede decirme la hora?».

—No entiendo por qué pensaba usted que era yo una mujer.

—Tiene usted tanto talento, señor Less. ¡Me engañó! ¿Qué lleva ahí, por cierto?

—¿Esto? La librería me pidió que…

—Me encanta Materia oscura. Hay una parte que me recordó mucho a Kawabata.

—¡Kawabata es uno de mis favoritos! Kioto. La vieja capital.

—Yo soy de Kioto, señor Less.

—¿De verdad? Viajaré allí en unos meses y…

—Señor Less, tenemos un problema.

Esta conversación tiene lugar mientras la mujer del traje de lana marrón lo conduce por el vestíbulo del teatro, decorado con un solitario árbol de atrezo detrás del cual podría esconderse el protagonista de algún vodevil. El resto es ladrillo pintado de un negro resplandeciente. Less y su acompañante han corrido desde el hotel al lugar donde se celebraba el acto, y el escritor ya siente cómo su camisa blanca y tersa se transparenta por el sudor.

¿Por qué él? ¿Por qué le habían propuesto ese bolo a Arthur Less? Un autor menor cuya mayor fama le había venido dada por su relación de juventud con la Escuela Río Russian de escritores y artistas; un escritor demasiado viejo como para ser considerado novedad y demasiado joven como para su redescubrimiento, y que nunca se sienta junto a nadie que pueda conocer su obra. Pues bien, Less sabe por qué. No es ningún misterio; está todo calculado: ¿qué escritor de literatura aceptaría prepararse una entrevista sin cobrar? Tenía que ser alguien terriblemente desesperado. ¿Cuántos otros escritores, conocidos de él, dijeron «ni en broma»? ¿Cuántos puestos corrieron en la lista de posibles candidatos hasta que alguien propuso preguntar a Arthur Less?

Arthur Less es realmente un hombre desesperado.

Desde el otro lado de la pared oye a la muchedumbre entonando un cántico, probablemente el nombre de H. H. H. Mandern. El mes pasado, Less se volcó —muy privadamente— en las obras de H. H. H. Mandern, operetas espaciales que al principio lo horrorizaron, con su lenguaje sordo y sus risibles personajes de repertorio, pero luego lo conmovieron merced a su inventiva. No cabía duda de que ese Mandern tenía más talento que él. La nueva novela de Less, una investigación grave sobre el alma humana, parecía un planetoide en comparación con las constelaciones que ese tipo había inventado. Aun así, ¿qué iría a preguntarle? ¿Qué se le pregunta a un novelista, aparte de «cómo»? La respuesta, como Less muy bien sabe, es obvia: «¡Ni idea!».

Su acompañante parlotea sobre el aforo del teatro, el número de ejemplares que se han reservado desde el anuncio del lanzamiento, la gira de presentaciones, el dinero, el dinero, el dinero. La chica menciona que H. H. H. Mandern ha sufrido, al parecer, una intoxicación alimentaria.

«Ya verá», dice la acompañante, y acto seguido empuja una puerta negra que da paso a una habitación limpia y resplandeciente, en cuyo centro hay una mesa plegable sobre la que han dispuesto varios platos de pastrami y otros embutidos. Junto a ella, una señora de pelo blanco con un chal y, a sus pies, H. H. H. Mandern, vomitando en un cubo.

La señora se gira hacia Arthur y escudriña con la mirada el casco de cosmonauta: «¿Quién coño es usted?».

Nueva York: primera parada de un viaje alrededor del mundo. Un accidente, en realidad, ocurrido cuando Less intentaba encontrar la salida a una tesitura incómoda. Se siente bastante orgulloso de cómo lidió con la situación. Se trataba de una invitación de boda.

Arthur Less lleva soltero una década y media. Esta soltería sobrevino tras un largo periodo de convivencia con Robert Brownburn, un poeta mayor que él, un túnel de amor en el que entró a los veintiún años y del que salió, parpadeando bajo el fuerte sol, en la treintena. ¿Adónde había ido a recalar Less? En algún punto del túnel había dejado atrás la primera juventud, como cuando un cohete espacial va dejando atrás sus diversas partes; la etapa anterior había quedado tras de sí, agotada. Tenía ante sí la segunda etapa. Y la última. Juró que no se la entregaría a nadie, sino que la disfrutaría. La disfrutaría en soledad. Pero: ¿cómo vivir solo y no estar solo? Este dilema se lo resolvió la persona más sorprendente: Carlos, su rival de antaño.

Cuando le preguntaban por Carlos, Less siempre lo llamaba «uno de mis amigos de toda la vida». La fecha de su primer encuentro está bien documentada: el veinticinco de mayo de 1987, Día de los Caídos. Less recuerda incluso lo que vestían ambos: él, un bañador Speedo verde; Carlos, lo mismo, pero en amarillo plátano. Los dos tenían un vino blanco con soda en la mano, que blandían como una pistola, y se observaban cada uno en un lado de la piscina. Sonaba una canción: Whitney Houston pidiendo bailar con alguien. Entre ambos caía la sombra de una secuoya. (Con alguien que la quisiera). ¡Ay, quién tuviera una máquina del tiempo y una cámara de vídeo! Para poder captar a esos jóvenes Arthur Less, entre rosa y dorado, y Carlos Pelu, de un marrón avellana, cuando este narrador era apenas un niño. Pero ¿quién necesita una cámara? Sin duda, los dos reproducen esa escena mentalmente cada vez que alguien menciona el nombre del otro. Septiembre, la festividad del Día del Trabajo, vino blanco con soda, secuoya, alguien. Y los dos sonríen y dicen que el otro es uno de sus amigos de toda la vida. Cuando en realidad, obviamente, se odiaron mutuamente nada más verse.

Imaginemos mejor esa máquina del tiempo, pero usémosla para viajar a otro destino: veinte años más tarde. Aterricemos a mediados del año dos mil, en una casa de las colinas de San Francisco, en la calle Saturn. Una de esas viviendas sobre pilares que parecen extrañas criaturas en zancos, un ventanal tras el cual distinguimos un piano de cola que jamás ha tocado nadie y una multitud —hombres, sobre todo— que celebra una de las diez o doce fiestas de cuadragésimo cumpleaños de ese año. Entre ellos se encuentran un Carlos más grueso, cuyo amante de años le dejó varios terrenos al morir, que él supo convertir en un imperio inmobiliario de propiedades en lugares tan remotos como Vietnam, Tailandia y el sur de la India, en no sé qué resort de nombre absurdo del que Less había oído hablar alguna vez. Carlos: el mismo perfil solemne, pero sin traza de aquel joven musculado con un bañador Speedo color amarillo plátano. Arthur llegó a la fiesta dando un corto paseo desde su casita en las escaleras Vulcan Steps, en la que vivía solo. Una fiesta, ¿por qué no? Eligió un look muy lessiano —vaqueros y camisa de cowboy; apropiado, pero no del todo— y se dirigió por la ladera de la colina hasta la casa.

Mientras tanto, imaginemos a Carlos, entronizado en un sillón de mimbre, celebrando audiencia. Junto a él, un chaval de veinticinco años, en vaqueros negros, camiseta y gafas redondas de carey, de oscuro pelo rizado: el hijo de Carlos.

«Mi hijo», recordó Carlos a todo el mundo cuando el chico hizo acto de presencia por primera vez, cuando apenas era un adolescente. En realidad, no era su hijo, sino un sobrino huérfano al que habían enviado a vivir con su familiar más cercano, en San Francisco. ¿Cómo describirlo? Tenía los ojos grandes y un pelo castaño y rizado con mechones aclarados por el sol, y en aquellos días mantenía una pose bastante recalcitrante: se negaba a comer verduras y se negaba a llamar a Carlos otra cosa que no fuera Carlos. Se llamaba Federico (su madre era mexicana) pero todo el mundo lo llamaba Freddy.

En la fiesta, Freddy se dedicó a mirar por la ventana, tras la cual la niebla se había encargado de borrar la ciudad. Esos días, Freddy comió verduras, pero siguió llamando Carlos a su padre putativo. Se le veía dolorosamente delgado vestido de traje, con un pecho cóncavo; carecía del entusiasmo de la juventud, pero vivía por dentro todas sus pasiones. Uno podía sentarse delante de él con palomitas y ver proyectadas en su rostro todas las películas románticas y comedias que su mente reproducía, y los cristales de sus gafas de carey refulgir con sus pensamientos, como la superficie iridiscente de una pompa de jabón.

Freddy se volvió al oír su nombre; lo llamaba una mujer vestida de seda blanca y decorada con cuentas de ámbar, con una pose cool a lo Diana Ross: «Freddy, cariño, me han dicho que has vuelto a estudiar». Preguntó a continuación qué estaba estudiando. Sonrisa orgullosa: estoy estudiando para enseñar lengua y literatura en secundaria.

A ella le nacieron flores en la cara.

—Dios santo, ¡eso es estupendo! Ya no se ven jóvenes que quieran ser profesores.

—Para ser sincero, creo que lo que me pasa es que no me cae bien la gente de mi edad.

Ella cogió la oliva de su martini.

—Eso debe de complicarte la vida amorosa.

—Supongo. Aunque realmente no tengo vida amorosa —repuso Freddy, apurando su champán de un largo trago.

—Tenemos que encontrarte el hombre adecuado, eso es todo. Sabes que mi hijo, Tom…

Junto a ellos oyeron a alguien decir: «¡Es poeta de verdad!». Carlos, que llevaba en la mano una copa de vino blanco, un poco inclinada.

La mujer (hagamos los honores: Caroline Dennis, se dedica al desarrollo de software; Freddy terminaría conociéndola muy bien) dejó escapar un gritito.

Freddy la miró con atención y esbozó una tímida sonrisa.

—Soy un poeta malísimo. Carlos se empeña en recordarme lo que quería ser de pequeño.

—O sea, el año pasado —repuso este, sonriendo.

Freddy se quedó callado; sus rizos oscuros temblaban cada vez que algo le agitaba la mente.

A la señora Dennis se le dibujó en la cara una sonrisa de lentejuelas y dijo que le encantaba la poesía. Siempre le habían gustado Bukowski «y toda esa panda».

—¿Te gusta a ti Bukowski? —preguntó Freddy a Carlos.

—Oh, no —respondió este.

—Lo siento, Caroline, pero creo que Bukowski es aún peor poeta que yo.

A la señora Dennis se le enrojeció el pecho y Carlos llamó su atención sobre un cuadro que había pintado un viejo compañero suyo de la Escuela Río Russian. Freddy, incapaz de tragarse siquiera una ensaladita de charla intrascendente, se acercó disimuladamente a la mesa de las bebidas para servirse otro champán.

Arthur Less en la puerta de la casa, uno de esos muretes bajos con puerta blanca. No se ve la casa que se levanta más abajo, sobre la ladera que desciende. ¿Qué dirá la gente? «Oh, qué bien te veo. Me he enterado de que te separas de Robert… ¿Quién se queda la casa?»

¿Cómo iba a saber que tras esa puerta le esperaban nueve años?

—¡Hola, Arthur! ¿De qué te has vestido?

—Eh, Carlos.

Veinte años después y ese día, en aquella casa, seguían siendo enemigos en el campo de batalla.

Junto a él: un joven con pelo rizado y gafas, expectante.

—Arthur, ¿te acuerdas de mi hijo, Freddy…?

Fue tan fácil… Freddy no soportaba vivir en la casa de Carlos y, a menudo, tras un largo viernes dando clase y agotada la hora feliz de los bares con unos pocos amigos de la universidad, se pasaba por casa de Less, achispado y con ganas de meterse en la cama a esperar el fin de semana. Al día siguiente, Less cuidaría al Freddy resacoso y le haría café y le pondría películas antiguas, y el lunes por la mañana lo echaría de su casa. Esto ocurría una vez al mes, más o menos, cuando empezaban, pero se convirtió en una rutina, hasta que un día Less se acostó solo y decepcionado porque Freddy no había tocado al timbre esa tarde. Qué extraño despertar entre las sábanas blancas, bajo la luz del sol que filtraban las bignonias, y sentir que le faltaba algo. Le dijo a Freddy que la siguiente vez que fuese a verlo, no llegara tan bebido. Y que tampoco le recitara poemas tan malos. Y que se guardase una llave de su casa. Freddy se limitó a meterse la llave en el bolsillo, sin decir nada, y empezó a usarla cada vez que le vino en gana (y no la devolvió nunca).

Alguien que no los conociera habría dicho: «No pasa nada, el truco está en no enamorarse». Ambos se habrían reído ante un comentario así. ¿Freddy Pelu y Arthur Less? A Freddy no le interesaba lo romántico como a otros jóvenes; él tenía sus libros y sus clases y sus amigos; su vida de hombre soltero. El viejo Arthur era un tipo fácil que no pedía nada. Freddy también sospechaba que a Carlos le ponía histérico que él estuviera acostándose con Less, su némesis, pero era aún joven como para disfrutar atormentando a su padre putativo. Jamás se le ocurrió pensar que en realidad a Carlos lo aliviaba perderlo de vista. Con respecto a Less, Freddy ni siquiera era su tipo. Arthur Less siempre se había enamorado de hombres mayores: esos eran el auténtico peligro. ¿Un chaval que no se sabía ni el nombre de los cuatro Beatles? Una diversión, un pasatiempo, un hobby.

Less, claro está, tuvo otras relaciones más serias durante los años que vio a Freddy. Por ejemplo, Howard, el profesor de historia de la Universidad de California en Davis, que conducía dos horas para llevar a Less al teatro. Era un tipo calvo, de barba pelirroja, ojos chispeantes y mucho ingenio; Less disfrutó durante un tiempo de ser un adulto junto a otro adulto, de compartir esa fase de la vida —los primeros cuarenta— y reírse del miedo a los cincuenta. En el teatro, Less contempló el perfil de Howard, iluminado por las candilejas del escenario, pensando: «Este es un buen compañero. Esta es una buena elección». ¿Podría haber amado a Howard? Muy posiblemente. Pero el sexo era torpe, demasiado específico (pellizca aquí, vale, ahora toca aquí; no, más arriba; no, más arriba, por favor; no, ¡más arriba, joder!), y se sentía siempre como en una audición para una coral. Howard era agradable, no obstante, y cocinaba muy bien; llevaba a casa los ingredientes y le preparaba un chucrut que picaba tanto que hasta colocaba un poco. Así que Less esperó seis meses para ver si el sexo evolucionaba, pero no fue así, y jamás dijo una palabra sobre el asunto, así que supongo que por fin descubrió que, después de todo, aquello no era amor.

Hubo más; muchos, muchos más. El banquero chino que tocaba el violín y hacía ruidos raros en la cama, pero besaba como solo se veía en las películas. El camarero colombiano de encanto innegable, pero al que no entendía la mitad de las cosas que decía en inglés (y el español de Less dejaba aún más que desear). El arquitecto de Long Island, en la Costa Este, que dormía con pijama de franela y gorro, como en el cine mudo. El florista que insistía una y otra vez en hacerlo al aire libre, lo que llevó a que en una visita al médico este pidiera una prueba de ETS para los dos y una pomada para el sarpullido provocado por el roble venenoso. Luego estaban los friquis que daban por hecho que Less seguía todas las noticias que salían en redes sobre tecnología, pero no se sentían obligados a saber qué ocurría en el mundo literario. Ah, y los políticos, que le tomaban la medida como a un traje. Los actores que le hicieron pasar por la alfombra roja para ver cómo quedaba. Los fotógrafos que siempre querían meterlo en el cuarto oscuro con la luz roja. Muchos de ellos le habrían bastado. Hay tanta gente que puede bastar… Sin embargo, cuando has estado enamorado, no puedes vivir con el «me basta». Eso es peor que vivir con uno mismo.

No es de extrañar que una y otra vez Less regresara al soñador, sencillo, rijoso, lector, inocuo y juvenil Freddy.

Su historia se alargó durante nueve años. Y, entonces, un día de otoño, terminó.

Freddy había cambiado, por supuesto; había dejado de ser un chico de veinticinco años para convertirse en un treintañero y, más específicamente, en un profesor de secundaria, con sus camisas de manga corta azules y sus corbatas negras, a quien Less llamaba en broma «profesor Pelu», a menudo levantando la mano como si estuviera preguntando en clase. El profesor Pelu llevaba los mismos rizos, pero sus gafas eran ahora de plástico rojo. Sus viejas ropas entalladas ya no le entraban; el joven flacucho se había convertido en un adulto de cierta corpulencia, con hombros y pecho y un vientre que comenzaba a ablandarse. Ya no bajaba trastabillando por el alcohol las escaleras de Less y tampoco recitaba poesía mala todos los fines de semana. Una semana lo hizo, no obstante. Era la boda de un amigo y él se presentó algo borracho y con el rostro enrojecido, cayéndose sobre Less mientras entraba a trompicones en el vestíbulo de su casa. También recitó una noche, agarrado a Less, irradiando calor. Hasta que una mañana, suspirando, Freddy anunció que estaba viendo a alguien que exigía exclusividad. Él se la había prometido hacía un mes. Y pensó que había llegado el momento de cumplir con su promesa.

Freddy estaba tumbado bocabajo y tenía la cabeza apoyada en el brazo de Less. Su barba de dos días rascaba. Sobre la mesita de noche, los cristales de sus gafas rojas agigantaban una pareja de gemelos. Less preguntó:

—¿Él sabe de mí?

—¿A qué te refieres, exactamente? —quiso saber Freddy levantando la cabeza.

—A esto —puntualizó él, señalando hacia los cuerpos desnudos de ambos.

Freddy lo miró directamente a los ojos.

—No puedo seguir viniendo.

—Lo entiendo.

—Sería divertido. Ha sido divertido. Pero sabes que no puedo.

—Lo entiendo.

Freddy parecía estar a punto de decir algo más, pero se contuvo. Se quedó en silencio, aunque miraba como quien quiere memorizar una fotografía. ¿Qué vio en ese momento ante sí? Se giró, apartándose de Less, y alargó el brazo para coger las gafas.

—Deberías darme un beso como si nos estuviéramos despidiendo —pidió Freddy.

—Profesor Pelu… Usted sabe que no nos estamos despidiendo.

Freddy se puso las gafas rojas. Tras cada uno de los cristales, en esos pequeños acuarios, nadaba un pececillo azul.

—¿Quieres que me quede aquí contigo para siempre?

Entró un poco de sol a través de las bignonias, y ajedrezó de luz una pierna desnuda.

Less miró a su amante y quizá en su mente se proyectaron a toda velocidad una serie de imágenes —una chaqueta de esmoquin, una habitación de un hotel parisino, una fiesta en una azotea— o quizá fuera la pura ceguera producida por el pánico y la pérdida. Su cerebro le enviaba un mensaje en clave morse al que decidió no hacer caso. Less se inclinó sobre él y dio a Freddy un largo beso. Luego se retiró y le dijo: «Te has puesto mi perfume, ¿crees que no me doy cuenta?».

Las gafas, que habían amplificado la determinación del joven, magnificaban ahora sus pupilas ya de por sí ensanchadas. Estas danzaban como rayos sobre el rostro de Less, como tratando de leer. Parecía estar haciendo acopio de fuerzas para sonreír, y sonrió por fin.

—¿Ese es tu mejor beso de despedida? —preguntó.

Entonces, unos meses después, la invitación de boda en el buzón: «Nos encantaría contar con tu presencia en el enlace matrimonial entre Federico Pelu y Thomas Dennis». Qué violento. En ninguna circunstancia podía aceptar ir, cuando todo el mundo sabía que él había sido amante de Freddy durante mucho tiempo; habría risitas y cejas enarcadas, y, aunque en circunstancias normales a Less le habría dado igual, el mero imaginar la sonrisa dibujada en el rostro de Carlos se le hacía insoportable. Sería una sonrisa de lástima. Less ya se había topado con Carlos en un acto benéfico navideño —una auténtica encerrona de espumillones— y este se había dirigido a Less en privado un segundo y le había dado las gracias por haber tenido la elegancia de dejar a Freddy libre: «Arthur, sabes que mi hijo nunca fue para ti».

Aun así, Less no podía declinar la invitación sin más. No podía quedarse en casa mientras toda la vieja pandilla se reunía en Sonoma para beberse el dinero de Carlos. Iban a cotillear sobre él de todas maneras. El triste y joven Arthur Less se había convertido en el viejo y triste Arthur Less. Se desempolvarían anécdotas para ridiculizarlo y se pondrían a prueba otras nuevas. No soportaba siquiera imaginarlo: no podía negarse a ir en ninguna circunstancia. Cuántos intríngulis, la vida.

Junto con la invitación de boda llegó una carta que le recordaba educadamente una oferta para impartir clase en una universidad berlinesa que no le sonaba de nada, en la que le informaban asimismo del escaso sueldo y del también escaso plazo para pronunciarse. Less se sentó ante su escritorio para estudiar detenidamente la oferta; el caballo rampante del membrete parecía tener una erección. A través de la ventana abierta llegó el martilleo de los albañiles que arreglaban el techo de una casa vecina y el olor a alquitrán caliente. Abrió un cajón y sacó un montón de sobres: otras ofertas no respondidas. En las tripas de su ordenador había más, y aún más enterradas bajo otros mensajes en su contestador telefónico. Less se quedó ahí sentado, oyendo los vidrios de la ventana vibrar a causa del estrépito causado por los albañiles, y pensó en todas esas ofertas. Un puesto de profesor, un congreso, una residencia de escritura, un artículo de viajes, etcétera. Hay unas monjas de clausura en Sicilia que se muestran en público solo una vez al año para que sus familiares las vean; se colocan tras un telón, el telón se levanta y entonces cantan; de igual manera, en aquel pequeño estudio de aquella pequeña casa, a Arthur Less se le levantó un telón y tuvo una idea singular.

«Lo siento mucho —escribió como RSVP—, pero estaré fuera del país. Mis mejores deseos para Freddy y Tom».

Había decidido aceptar todas las ofertas que le habían hecho.

¡Menudo itinerario descabalado ha hilvanado!

Primero, la entrevista con H. H. H. Mandern. Ese bolo le servirá para volar a Nueva York, donde tendría un par de días libres antes del acto para disfrutar de la ciudad, prendida con los dorados del otoño. Lo invitarían a cenar al menos una noche (la delicia del escritor): su agente, quien seguramente traería alguna noticia de su editor. La última novela de Less llevaba un mes viviendo con su editor, como cualquier pareja moderna que comparte casa antes del matrimonio. Su editor probablemente la invitaría a mudarse a casa cualquier día. Habría champán, habría dinero.

En segundo lugar, un congreso en Ciudad de México. El tipo de bolo que Less lleva años rechazando: un simposio sobre la obra de Robert. Él y Robert se separaron una década atrás, pero cuando Robert enfermó y dejó de viajar, los directores de los festivales literarios empezaron a llamar a Less. No como novelista por derecho propio, sino, más bien, como una suerte de testigo. La viuda de un héroe de la guerra de Secesión, así es como Less se sentía. Esos festivales querían un último atisbo de la famosa Escuela Río Russian de escritores y artistas, un reducto de la bohemia setentera que ya casi había desaparecido completamente bajo el horizonte. Les valía cualquier espejismo. Pero no, Less siempre decía que no. No porque fuese a menoscabar su reputación —eso es imposible, porque Less se siente casi subterráneo en estatura—, sino porque se sentiría un parásito hablando de cómo era realmente el mundo de Robert. En esta ocasión, ni siquiera el dinero es mucho. Ni el doble del dinero que le ofrecen le bastaría. Pero el caso es que ese bolo mexicano encaja a la perfección en los cinco días entre la entrevista de Nueva York y la entrega de premios de Turín.

Tercero: Turín. Less tiene dudas. Supuestamente, opta a un premio molto prestigioso por una reciente traducción al italiano de un libro suyo. ¿Cuál de ellos? Tuvo que indagar un poco hasta descubrir que se trataba de Materia oscura. Un aguijonazo de dolor y arrepentimiento al leer el nombre de un viejo amor en la lista de pasajeros del crucero en que estás justo embarcando. «Sí, podremos pagarle el billete de avión de Ciudad de México a Turín; su chófer estará esperándolo»: la frase más glamurosa que Less había leído nunca. Se pregunta quién paga esos excesos europeos y se le ocurre que quizá alguien esté blanqueando beneficios difíciles de justificar y encuentra, impreso al pie de la invitación, el nombre de un fabricante de jabones italiano: blanqueo, sin duda. El caso es que le permitirán viajar a Europa.

Cuarto: el Wintersitzung de la Universidad Libre de Berlín, un curso de cinco semanas «sobre cualquier tema que el señor Less considere adecuado». La carta está en alemán; en la universidad deben de creer que Arthur Less habla el idioma, y el editor de Arthur Less, que lo recomendó, también. Y Less no va a ser menos. «Con la suerte de Dios, acepto el pedestal de poder», responde literalmente en alemán y echa en el buzón con un cálida oleada de placer.

Quinto: un viaje por Marruecos, único capricho personal de todo el itinerario. Se va a acoplar a otra celebración de cumpleaños, en este caso de una persona a la que no conoce siquiera, una mujer llamada Zahra, que ha planeado una expedición desde Marrakech al desierto del Sáhara, y desde allí de vuelta dirección norte hasta Fez. La tal Zahra es amiga de su buen amigo Lewis, quien le insistió en que aceptara. Tenían una última plaza libre que completar, así que todo encajaba. Abundaría el vino, la conversación sería brillante, y los servicios, de lujo. ¿Cómo negarse? La respuesta, como siempre: dinero, dinero, dinero. Lewis le hizo llegar los costes, todo incluido, y aunque la cantidad quitaba el aliento (Less comprobó dos veces que la cantidad estaba expresada en dólares y no en dirhams marroquíes), cayó perdidamente enamorado del plan. Ya resonaba la música beduina en sus oídos; los camellos gruñían en la oscuridad; se levantaba de unos almohadones bordados y salía a la noche del desierto con champán en la mano, para dejar que la delicada arena del Sáhara le calentase los dedos de los pies mientras, sobre su cabeza, resplandecía la Vía Láctea con sus velas de cumpleaños.

Sería allí, en algún lugar del Sáhara, donde Arthur Less cumpliría cincuenta años.

Juró que no estaría solo. Los recuerdos de su cuadragésimo cumpleaños, vagando por las amplias avenidas de Las Vegas, seguían acuciándole en los momentos peores. No, no estaría solo.

Sexto: la India. ¿Quién le dio esa peculiar idea? Carlos, curiosamente. Fue en la misma fiesta navideña en que su viejo rival desalentó a Less en lo amoroso («Mi hijo nunca fue para ti») y luego le dio ánimo en otro ámbito («¿Sabes? Hay un lugar que organiza unas residencias para escritores, está muy cerca de un resort en el que tengo un proyecto; son amigos, es un sitio bonito, sobre una colina que da al océano Índico; es un lugar maravilloso para que vayas a escribir»). India: quizá podría por fin descansar; pulir el último borrador de su novela, ese cuyo acuerdo de publicación por parte de la editorial su agente estaría seguramente celebrando en Nueva York con champán. ¿Cuándo volvía la estación de los monzones?

Y, por último, Japón. Por inverosímil que parezca, aquel bolo le cayó del cielo durante una partida de póquer con otros escritores, en San Francisco. Eran todos heteros, claro está. Ni siquiera con sus gafas de cristales verdosos tenía Less pinta de jugador de póquer; durante la primera partida, perdió dinero en todas las manos. Sin embargo, Less tiene buen perder. Durante la tercera partida —empezó a pensar que ya no aguantaría un minuto más el humo de tabaco, los gruñidos y resoplidos y la cerveza jamaicana caliente—, uno de los escritores levantó la mirada de las cartas y dijo que su esposa se emborrachaba en todos los viajes que hacían juntos, que en su siguiente viaje él tenía que quedarse en casa y trabajar en un artículo, y que si alguien quería ir a Kioto en su lugar. «¡Yo!», chilló Less. De repente, todas las caras de póquer se convirtieron en caras de sorpresa y Less recordó cuando se presentó voluntario para preparar la obra de teatro escolar en secundaria: aquellas eran las mismas caras que le pusieron entonces los chicos de clase que jugaban al fútbol americano. Carraspeó y repitió con voz más grave: «Yo puedo». Un reportaje para una revista de aerolínea sobre la tradicional cocina kaiseki. Esperó no llegar demasiado pronto y que los cerezos ya hubiesen florecido.

Desde allí, regresaría a San Francisco, de vuelta a su casa en Vulcan Steps. Casi todos los gastos correrían por cuenta de festivales, comités organizadores, universidades, residencias y grupos de comunicación. Less cae en la cuenta de que el resto lo cubren los puntos de viaje de aerolíneas a los que no ha prestado atención durante años y que se habían multiplicado hasta convertirse en una auténtica fortuna digital, como si del baúl mágico de un hechicero se tratase. Tras pagar por adelantado el lujo marroquí, le quedan ahorros suficientes para cubrir necesidades, siempre que ponga en práctica la austeridad puritana que su madre se encargó de grabarle a fuego. Nada de comprar ropa. Nada de salir por San Francisco. Y, con la ayuda de Dios, nada de urgencias médicas. ¿Qué podría ir mal?

¡Arthur Less, dando la vuelta al mundo! Es una empresa cosmonáutica, como quien dice. La mañana que salió de San Francisco, dos días antes de la entrevista con H. H. H. Mandern, Arthur Less no podía creer que no fuese a regresar a casa, como toda la vida, deshaciendo camino vuelta al oeste, sino a través del misterioso Oriente. Durante aquella odisea, no dedicaría un segundo a pensar en Freddy Pelu. Estaba seguro.

En Nueva York viven ocho millones de personas, unos siete millones de las cuales se cabrearían si se enterasen de que has pasado por Manhattan y no has quedado con ellos para gastarte un dineral en cenar; cinco millones, por no haber ido a conocer a su hijo recién nacido; tres millones, por no haber ido a ver su nueva obra; un millón, por no haberlos llamado para acostarte con ellos. Pero, de todas esas personas, solo hay cinco que tengan disponibilidad realmente para quedar contigo. Es totalmente razonable no llamar a ninguna. En su lugar, podrías muy bien escaparte a un horroroso y almibarado musical de Broadway, por el cual jamás reconocerás que pagaste doscientos dólares. Eso es justamente lo que hace Less su primera noche en la ciudad: para estar a la altura del plan, cena un perrito caliente. Se atenúan las luces y el telón se levanta, y el corazón adolescente empieza a batir al compás de la orquesta: si no se siente culpa, no puede ser un «placer culpable». Pero Less no la siente, ninguna; nota solo un estremecimiento de placer, porque no hay nadie alrededor para juzgarle. Es un musical malo, pero, como el sexo malo, los musicales malos pueden cumplir con su función perfectamente bien. Llegado el final, Arthur Less está llorando, gimoteando en su butaca, y cree que no se le oye, hasta que se encienden las luces y la mujer que tiene sentada al lado se vuelve hacia él y le dice: «Cariño, no sé qué te ha pasado en la vida, pero lo siento mucho», y le da un abrazo perfumado de lilas. «No me ha pasado nada», quiere decirle. «No me ha pasado nada. No soy más que un gay en un musical de Broadway».

A la mañana siguiente: la cafetera de la habitación de hotel es un pequeño molusco hambriento, que abre las fauces ruidosamente para devorar cápsulas y secretar a continuación café en el interior de una taza. Las instrucciones sobre cuidados y alimentación son claras y, aun así, Less no obtiene al primer intento más que vapor y, al segundo, una cápsula derretida. Suspira.

Es una otoñal mañana neoyorquina: una auténtica gloria. Es el primer día de su largo viaje, la víspera de la entrevista, y su ropa sigue limpia y planchada, los calcetines emparejados, el traje azul sin una arruga, y la pasta de dientes de una marca estadounidense y no de algún extraño sabor extranjero. La luz de Nueva York, de un amarillo limón, ilumina a Arthur Less tras reflejarse en los rascacielos y sobre el patchwork metalizado de los carritos de comida preparada. Nada puede empañar el día: ni la mirada de malvado placer de la señora que no le esperó en el ascensor, ni la chica malhumorada de la cafetería, ni los turistas petrificados en la ajetreada Quinta Avenida, ni los excitados promotores y vendedores ambulantes («¡Señor! ¿Le gustan los monólogos cómicos? ¿A quién no le gusta reírse?»), ni el dolor de muelas que producen los martillos neumáticos sobre el cemento. Nada. Aquí una tienda que solo vende cremalleras. Allá, veinte más. El Barrio de las Cremalleras. Qué ciudad tan increíble.

—¿Qué va a ponerse? —le pregunta una empleada de la librería cuando Less pasa a saludar. Ha caminado veinte maravillosas manzanas para llegar hasta allí.

—¿Que qué me voy a poner? Oh, pues mi traje azul.

La empleada (lleva falda de tubo, sudadera y gafas: una librera burlesque) no para de reír. La media sonrisa se estira en una sonrisa completa.

—No, en serio —insiste—. ¿Cómo va a vestirse?

—Es un buen traje. ¿A qué se refiere?

—A ver, es H. H. H. Mandern. ¡Y es casi Halloween! He encontrado un traje de astronauta de la NASA. Janice vendrá disfrazada de Reina de Marte.

—Tenía la impresión de que quería que le tomaran en serio…

—¡Pero es H. H. H. Mandern! ¡Y es Halloween! ¡Hay que disfrazarse!

La chica no sabe lo cuidadosamente que Arthur Less ha hecho su maleta. Es como un cajón de sastre de pertenencias contradictorias: suéteres de cachemira y pantalones leves de lino, ropa interior térmica y crema solar, corbata y bañador Speedo, gomas elásticas para estirar y calentar, etcétera. ¿Qué zapatos llevar para la universidad y para la playa? ¿Qué gafas para la sombría Europa septentrional y para el sol de la India? Viviría fiestas como Halloween, el Día de Muertos, la festa di San Martino, el Nikolaustag, Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Eid al Milad, Vasant Panchami e Hinamatsuri. Se lleva sombreros como para llenar un escaparate. Y luego está el traje.

No hay Arthur Less sin ese traje. Se lo compró por capricho, en esa breve racha de veleidades, hace tres años, cuando tiró por la ventana dinero y precauciones y se cogió un avión a Ho Chi Minh, en Vietnam, para visitar a un amigo que estaba allí por trabajo. Buscando como un loco un aire acondicionado en aquella húmeda ciudad plagada de ciclomotores, se encontró de repente en una sastrería, encargando un traje. Borracho de azúcar de caña y humo de tubo de escape, tomó varias decisiones precipitadas y dejó la dirección de su casa. A la mañana siguiente lo había olvidado todo, pero dos semanas después llegó un paquete a San Francisco. Perplejo, lo abrió y sacó de su interior un traje azulón, ribeteado en fucsia y con sus iniciales bordadas: APL. El aroma a agua de rosas que emergió de la caja abierta evocó instantáneamente a aquella mujer de porte dictatorial y moño apretado que lo intimidó a base de preguntas. El corte, los botones, los bolsillos, el cuello. Pero, sobre todo: el tono de azul. Había que elegir a la carrera un azul especial de entre todo un muestrario de tejidos. ¿Azul pavo real? ¿Azul lapislázuli? No, ninguno de esos se le acerca. Es un azulón vívido, moderadamente lustroso, definitivamente luminoso. Más o menos entre el azul ultramar y el azul cianuro, entre Visnú y Amón, entre Israel y Grecia, entre los logotipos de Pepsi y de Ford. En una palabra: intenso. Less adoraba a esa parte de su yo que lo había elegido, fuese cual fuera. Se lo ponía constantemente. Hasta a Freddy le gustaba: «¡Pareces un famoso!». Y así es. Por fin, a su mediana edad, ha dado con la tecla. Tiene buen aspecto, un aspecto que encaja con su personalidad. Sin ese traje, ese algo se pierde. Sin el traje, no hay Arthur Less.

Sin embargo, el traje no basta, al parecer. Ahora, con la agenda rebosante de almuerzos y cenas, se verá obligado a encontrar… ¿Qué, un uniforme de Star Trek? Less camina sin rumbo fijo desde la librería hacia su antiguo vecindario, donde vivió después de la universidad, lo que le da la oportunidad de regodearse en sus recuerdos del viejo West Village. Ya no queda nada de aquello: el restaurante de comida sureña donde dejó una llave de su casa, que los chicos guardaban bajo la tartera del pastel de coco; la hilera de sex shops en cuyos escaparates se exhibía un instrumental de látex que daba escalofríos al joven Less; los bares de lesbianas que Less frecuentaba, convencido de que en ellos sería más fácil ligar; el garito cutre en el que un amigo compró una vez cocaína pero luego salió del baño diciendo que había esnifado polvo de Smarties; los bares musicales por los que un verano merodeó el Asesino del Karaoke, apodo puesto con muy poco tino por el New York Post. No queda nada de todo eso; en su lugar, hay cosas más bonitas. Tiendas monas en las que se venden cosas hechas de oro; encantadores restaurantitos iluminados con arañas de cristal donde solo sirven hamburguesas; zapaterías que exponen sus zapatos como si fueran piezas de museo. En ocasiones, Arthur Less tiene la impresión de ser el único que recuerda lo sucio y sórdido que había sido aquel barrio en otra época.

De repente, oye una voz a sus espaldas: «¿Arthur? ¿Arthur Less?».

Arthur se gira.

—¡Arthur Less! ¡No me lo puedo creer! ¡Estaba justamente hablando sobre ti!

Arthur abraza a un hombre antes de saber con seguridad de quién se trata. Se nota envuelto de la franela que viste el tipo, mientras un joven de ojos grandes y tristes, con rastas, los mira. El desconocido le deja ir y empieza a hablar sobre la tremenda coincidencia, mientras Less piensa: «¿Quién coño es este tío?». Se trata de un tipo calvo y orondo, de ademán alegre, con una pulcra barba gris, que viste de franela a cuadros y bufanda anaranjada. Ahí está, plantado con una sonrisa en la cara, a las puertas de una tienda de alimentación que era antes un banco, en plena Octava Avenida. En un ataque de pánico, la mente de Less se apresura a colocar al tipo en todos los escenarios posibles del pasado: cielo azul y playa; árbol alto y río; langosta y copa de vino; bola de discoteca y drogas; sábanas y amanecer. No le viene nada a la mente.

—¡No me lo puedo creer! —dice el hombre, sin soltarle del hombro—. Arlo estaba justo contándome tu ruptura y yo le estaba diciendo que, bueno, habría que darle tiempo al asunto. Parece imposible hoy por hoy, pero dale tiempo. A veces lleva años. ¡Y justo en ese momento te he visto, Arthur! He señalado y he dicho «¡Mira! ¡Ahí va el hombre que me rompió el corazón!». Pensé que jamás me recuperaría, que jamás le vería la cara ni escucharía su nombre, y ¡mira! Aquí está, aparecido de la nada, y no siento rencor alguno. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Arthur? ¿Seis años? Sin rencor, ningún rencor.

Less permanece quieto estudiando al hombre: las arrugas de su rostro como los dobleces de un origami que se hubiera desplegado y alisado con la mano; las pequitas de la frente; la pelusa que le crece desde los oídos hasta la coronilla, los ojos cobrizos que centellean de puro rencor, sí. ¿Quién diablos es este señor mayor?

—¿Ves, Arlo? —le dice el tipo al joven que lo acompaña—. Nada. ¡Ni un reproche! Hay que dejarlos atrás. Arlo, ¿nos haces una foto?

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