Less

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Less al principio

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Y Less se encuentra abrazando de nuevo a este tipo, este extraño entrado en carnes, sonriendo para la fotografía que el tal Arlo se dispone a hacer mientras el tipo empieza a darle instrucciones:

—Haz otra. No, no desde ese lado. Sube la cámara. No, más alto. No, ¡más alto, joder!

—Howard —saluda Less a su viejo amante, sonriendo—. Estás estupendo.

—¡Y tú también, Arthur! Por supuesto, no teníamos ni idea de lo jóvenes que éramos, ¿verdad? Míranos ahora, somos dos señores mayores.

Less da un paso atrás, estremecido.

—Bueno, ¡me alegro de verte! —dice Howard, agitando la cabeza y repitiendo—: ¿No es maravilloso? Arthur Less, en la Octava Avenida. ¡Me alegro de verte, Arthur! ¡Cuídate, vamos con prisa!

Un beso en la mejilla mal dado que termina plantándole en la boca al profesor de historia; huele a pan de centeno. Un breve fogonazo de seis años atrás. Observar su silueta recortada contra el patio de butacas del teatro; pensar: «Este es un buen compañero». Un hombre con el que casi se quedó, al que casi quiso, y al que ahora ni siquiera reconoce al topárselo por la calle. O Less es un gilipollas o el corazón es un órgano caprichoso. Posiblemente, ambas cosas.

Less saluda con la mano al pobre Arlo, que se ha sentido incómodo con todas y cada una de las cosas que acaban de ocurrir. Están a punto de cruzar la calle cuando Howard se detiene, se vuelve y con expresión alborozada exclama: «¡Ah! Tú eras amigo de Carlos Pelu, ¿verdad? ¡El mundo es un pañuelo! ¡Quizá nos veamos en la boda!».

Arthur Less no publicó nada hasta la treintena. En esa época ya había convivido durante años con el famoso poeta Robert Brownburn. Compartieron una casita —la cabaña, como la llamaban— en San Francisco, en una hilera de casas a la que se accedía por una empinada escalera, llamada Vulcan Steps, que bajaba desde la calle Levant, y que tenía un pequeño patio delantero embaldosado con una estupenda vista del este de la ciudad. Flanqueaban los escalones pinos de Monterrey, helechos, hiedras y grama californiana; en el porche de su casa florecía una buganvilla que parecía un vestido de fiesta de instituto que alguien hubiese dejado tirado. La «cabaña» solo tenía cuatro habitaciones, una de ellas para uso exclusivo de Robert, pero pintaron las paredes de blanco y colgaron cuadros pintados por amigos de este (uno de ellos era un Less bastante reconocible, desnudo, sentado sobre una piedra) y sembraron unos plantones de bignonia bajo la ventana del dormitorio. Less tardó cinco años en seguir el consejo de Robert. Primero escribió con mucho esfuerzo algunos cuentos y, a continuación, casi al final de su vida juntos, una novela: Kalipso. Una reinterpretación del mito de Calipso, el de La Odisea, en el que un soldado de la Segunda Guerra Mundial naufraga en una isla del Pacífico Sur y es rescatado de una muerte segura por un joven que se enamora de él y que es el único que puede ayudarle a encontrar el camino de vuelta a su mundo y a la esposa que le espera en casa. «Arthur, este libro… —dijo Robert, quitándose las gafas para dar más dramatismo al comentario—. Es un honor estar enamorado de ti».

La novela tuvo un éxito relativo; nadie salvo Richard Champion se dignó a reseñarla en el New York Times. Robert leyó la crítica primero y luego se la pasó a Less, sonriendo, con las gafas apoyadas sobre la frente, para su segundo par de ojos de poeta. Robert dictaminó que la reseña era buena. Sin embargo, todos los escritores terminan saboreando el veneno que otros vierten desapercibidamente en el ponche: Champion remató la reseña llamando al novelista «candoroso y magnílocuo». Less miró esas palabras como un niño que lee un examen. «Magnílocuo» sonaba a elogio (pero no lo era). ¿Pero a qué venía lo de «candoroso»? ¿Qué quería decir con eso de «candoroso»?

—¿Es algo en clave? —se preguntó Less—. ¿Está enviando mensajes al enemigo?

Sí, exacto, eso era.

—Arthur —respondió Robert, tomándolo de la mano—. Te está llamando maricón, nada más.

En cualquier caso, como esos escarabajos imposibles que sobreviven durante años entre las dunas, gracias a las escasas lluvias del desierto, su novela sobrevivió y siguió vendiéndose a lo largo de los años. La compraban en Inglaterra, en Francia y en Italia. Less escribió una segunda novela, Luz antisolar, la cual recibió menos atención, y una tercera, Materia oscura, por la que apostó fuerte su editor de Cormorant. Tuvo un enorme presupuesto de márquetin y viajó a una docena de ciudades para hacer sendas presentaciones. En la de Chicago, escuchó entre bambalinas su presentación («Por favor, den la bienvenida al magnílocuo autor de la muy celebrada Kalipso…») y escuchó un aplauso arrastrado de entre quince y veinte personas —un terrible augurio, como los primeros goterones en la acera justo antes de la tormenta— y, de repente, estaba de vuelta en una reunión de su quinta de secundaria. Los organizadores lo habían convencido de hacer una lectura de su obra; en la invitación llamaban a sus excompañeros de instituto a acudir a «Una velada con Arthur Less». A ninguno de estos le interesaba en realidad pasar una velada con Arthur Less, pero él les tomó la palabra. Se presentó en la Escuela Secundaria Delmarva —el edificio de la escuela era más rechoncho de lo que recordaba— pensando en lo lejos que había llegado. Imaginad cuántos antiguos alumnos se presentaron a «Una velada con Arthur Less».

Cuando se publicó Materia oscura, él y Robert ya se habían separado y, desde entonces, Less ha tenido que vivir de las lluvias del desierto en solitario. Se quedó con la cabaña, porque Robert levantó el campamento y se marchó a Sonoma (pagó la hipoteca con el Pulitzer); el resto del patchwork de la vida del escritor se lo tejió con retales él solo. El resultado: una colcha lo suficientemente abrigada, pero que nunca llega a tapar los dedos de los pies.

Pero ¡este siguiente libro sería el libro! Se titula Ligero («no es de los ligeros la carrera», dice la Biblia): una novela peripatética. Un hombre, al que apodan Ligero, camina por San Francisco y ese camino tiene su analogía en un paseo por su pasado; finalmente, regresa a casa, tras una serie de golpes y decepciones («No escribes más que versiones gais del Ulises», le había dicho Freddy); una novela melancólica y conmovedora sobre la dura vida de un hombre de mediana edad, gay y sin blanca. Hoy, durante la cena, probablemente ante una copa de champán, Less recibiría quizá la buena noticia.

En su habitación de hotel, se pone el traje azul (recién recogido de la tintorería) y sonríe ante el espejo.

A la velada con Arthur Less no fue nadie.

Freddy bromeó en una ocasión diciendo que el agente literario de Less era su «gran romance». Sí, Peter Hunt conoce íntimamente a Less. Brega con luchas, ataques y alegrías de las que nadie más es testigo. Y, aun así, Less no sabe casi nada de Peter Hunt. No recuerda siquiera de dónde es. ¿De Minnesota? ¿Está casado? ¿A cuántos otros escritores representa? Less no tiene ni idea y, aun así, como una niñata de instituto, parece que se alimenta de las llamadas telefónicas y mensajes de Peter. Más bien, las espera como la querida que espera noticias de su amante.

Ahí lo tenemos, entrando al restaurante: Peter Hunt. Fue estrella del baloncesto en sus años de universidad y su altura aún atrae miradas al entrar en los sitios, aunque, en lugar del corte de pelo militar, se ha dejado largo el pelo canoso y parece un director de orquesta de dibujos animados. Mientras atraviesa el restaurante, Peter, que viste un traje de pana beis, estrecha las manos telepáticamente con amigos que saludan desde uno y otro lado de la estancia y luego fija la mirada en el pobre Less, subyugado. El agente se sienta ronroneando. Tras él hace su entrada una actriz de Broadway vestida de encaje negro; a un lado y otro de ella los camareros destapan sendas langostas termidor, entre nubes de vapor. Peter se comporta como un diplomático en una negociación tensa y jamás habla de negocios hasta la decimoprimera hora, así que la cena transcurre entre opiniones literarias sobre autores que Less se siente obligado a fingir haber leído. No es hasta el café cuando Peter comenta: «Me he enterado de que vas a hacer un viaje». Less contesta que sí, que va a dar la vuelta al mundo. «Eso está bien», dice Peter, pidiendo la cuenta. «Te quitarás unas cuantas cosas de la cabeza. Espero que no estés demasiado apegado a Cormorant». Less farfulla algo, pero no llega a decir nada y se queda callado. Peter: «Porque no han querido Ligero. Creo que deberías meterle un poco de mano durante el viaje. A ver si los nuevos paisajes te dan ideas nuevas».

—¿Han ofrecido algo? ¿Quieren cambios?

—No, no quieren cambios. No han ofrecido nada.

—Peter, ¿me están dando de lado?

—Arthur, no puede ser. Pensemos más allá de Cormorant.

Less se siente como si se hubiera abierto una trampilla bajo sus pies.

—La novela es demasiado… ¿candorosa?

—Es demasiado melancólica. Demasiado emotiva. Esos libros sobre un paseo por la ciudad, esas historias tipo «un día en la vida de»… Sé que a los escritores les encantan. Pero creo que a los lectores les cuesta sentir empatía por este Ligero tuyo. A ver, lleva mejor vida que cualquier persona que yo conozca, al menos.

—¿Es demasiado gay?

—Aprovecha el viaje, Arthur. Se te da muy bien captar el espíritu de los lugares. Avísame cuando vuelvas por Nueva York —dice Peter, dándole acto seguido un abrazo. Less se da cuenta de que Peter se marcha, de que se ha terminado; han traído la cuenta y Peter ha pagado mientras él trataba de agarrarse a las resbalosas paredes del pozo negro y sin fondo de aquella pésima noticia—. Y buena suerte mañana con Mandern. Espero que su agente no esté. Es una bicha.

La melena blanca de Peter latiguea en el aire como la cola de un caballo mientras atraviesa la habitación a zancadas. Less observa cómo la actriz acepta el beso que Peter le amaga en el dorso de la mano. Y, entonces, desaparece el gran romance de Less, para encantar a otro escritor subyugado.

De vuelta en su habitación, le sorprende encontrar en el baño liliputiense una bañera colosal. Son las diez de la noche, pero decide darse el gusto. Mientras llena la bañera, contempla la ciudad: el edificio Empire State, a veinte manzanas, tiene su reflejo en un restaurante que ve justo a sus pies, Empire Diner, con un cartel de los que se compran en los bazares que dice PASTRAMI.

Desde la otra ventana, la que da a Central Park, ve el neón del hotel New Yorker. No es una broma; no, señor. Como tampoco son broma las tabernas de Nueva Inglaterra que tratan de rescatar el pasado británico con nombres como El Miliciano o La Bayoneta, con sus cúpulas coloniales rematadas por veletas y las pirámides de balas de cañón en el jardín; ni tampoco los cocederos de marisco de Maine con nombres tipo El Noreste, con boyas y nasas colgadas por todos lados; ni los restaurantes decorados con musgo español de Savannah; ni el Colmado del Oso Grizzly en las Rocosas; ni los sitios de Florida llamados Aligátor No Sé Qué o Aligátor No Sé Cuánto; o, en California, los Sándwiches Surfboard, el Café Funicular o la Taberna Ciudad de la Niebla. No, nadie está de broma. Se toman las cosas muy en serio en esos sitios. La gente cree que los estadounidenses son gente amigable y llana, pero en realidad esas cosas se las toman muy en serio, especialmente cuando se refieren a la cultura local; llaman a los bares saloons y todas las tiendas empiezan por «Ye Olde», en inglés antiguo; visten los colores del equipo del instituto de secundaria del pueblo y todas las cafeterías son Famosas por sus Tartas. Hasta en Nueva York.

Quizá el único que está de broma es Less. Ahí está, observando su ropa: vaqueros negros para Nueva York, chinos para México, el traje azul para Italia, plumón para Alemania, lino para la India. Un disfraz tras otro. Cada uno de ellos es un chiste, un chiste sobre él: Less el señor, Less el novelista, Less el turista, Less el hípster, Less colonial. ¿Dónde está el Less auténtico? ¿Less, el joven a quien aterroriza el amor? ¿El joven Less, tan serio, de hace veinticinco años? Bueno, a este no lo ha metido en el equipaje. Después de todo este tiempo, Less no recuerda siquiera dónde lo tiene guardado.

Less cierra el grifo y se mete en la bañera. ¡Quema, quema, quema, quema! Vuelve a salir, con la piel enrojecida hasta la cadera, y deja que corra un poco más de agua fría. El vapor empaña la superficie y el reflejo de los azulejos blancos, con su sencilla franja de negro. Vuelve a meterse en la bañera; el agua está ahora solo un poco caliente de más. Su cuerpo centellea bajo el reflejo de la luz.

Arthur Less es el primer homosexual que envejece de la historia. Al menos, así es como se siente en momentos como ese. Ahí, en su bañera, debería tener veinticinco o treinta años, debería ser un hermoso joven dándose un baño. Debería disfrutar de los placeres de la vida. Qué horror si alguien se encontrara con ese Less desnudo hoy: rosa por medio y gris por la parte de arriba, como esas antiguas gomas dobles, para lápiz y tinta. No conoce a ningún hombre gay de más de cincuenta años, salvo Robert. A todos los ha conocido en la cuarentena, más o menos, pero nunca los vio envejecer mucho más; esa generación moría de sida. Los gais de la edad de Less se sienten a menudo pioneros en ese territorio inexplorado que es la cincuentena. ¿Cómo deben hacer las cosas? ¿Han de seguir siendo niños para siempre, teñirse el pelo y hacer dieta para mantener la línea y ponerse camisas entalladas y pantalones ajustados y salir a bailar hasta caer muertos a los ochenta años? ¿O, todo lo contrario, deben renegar de todo eso, dejar que encanezca el pelo, vestir suéteres elegantes que tapen la tripa y sonreír recordando los placeres pasados que no volverán jamás? ¿Te casas? ¿Adoptas un niño? En una pareja, ¿se echa cada uno un novio, como los galanes de noche simétricos a sendos lados de la cama, para que el sexo no desaparezca del todo? ¿O dejas que el sexo desaparezca del todo, como hacen los heterosexuales? ¿Es un alivio desprenderse de toda la vanidad, la ansiedad, el deseo y el dolor, o todo lo contrario? ¿Te haces budista? Hay una cosa que, de todas todas, no hay que hacer. No te echas un amante durante nueve años, convencido de que es un rollo informal y sin ataduras, y, cuando él te deja, desapareces y terminas solo en una bañera de hotel, preguntándote «Y ahora qué».

De repente, de la nada, la voz de Robert:

«Voy a hacerme demasiado viejo para ti. Cuando tengas treinta y cinco, yo tendré sesenta. Cuando tengas cincuenta, tendré setenta y cinco. Y entonces ¿qué haremos?»

Eran los primeros días; él era muy joven, tenía quizá veintidós años. Fue una de esas charlas trascendentales de después del sexo. «Voy a hacerme demasiado viejo para ti». Por supuesto, Less dijo que aquello era ridículo, que la diferencia de edad no significaba nada para él. Robert era mucho más atractivo que aquellos niñatos estúpidos, eso lo tenía clarísimo. Los cuarentones eran tan sexis… Esa seguridad tranquila de saber lo que gusta y lo que no, dónde había límites y dónde no. Experiencia y gusto por la aventura. Todo eso significaba un sexo mucho mejor. Robert encendió otro cigarrillo y sonrió. «Y entonces ¿qué haremos?»

Y entonces llega Freddy, veinte años después, de pie en el dormitorio de Less:

—Yo a ti no te considero viejo.

—Pues lo soy —replica Less desde su lado de la cama—. Lo seré.

Nuestro protagonista está tumbado de lado, apoyado en un codo. La luz entreverada del sol demuestra cómo ha crecido la bignonia con los años, hasta crear una especie de celosía vegetal. Less tiene cuarenta y cuatro años. Freddy, veintinueve, y lleva sus gafas rojas, la chaqueta de esmoquin de Less y nada más. En el centro de su pecho cubierto de vello, apenas un hoyuelo donde había un pecho cóncavo.

Freddy se mira en el espejo.

—Creo que tu esmoquin me queda mejor a mí que a ti.

—Quiero asegurarme de que sabes que no te impido ver a otras personas —dice Less, bajando la voz.

Freddy cruza su mirada con la de Arthur Less en el espejo. El rostro del joven se frunce levemente, como si le hubiese dolido una muela. Por fin, responde:

—No tienes que preocuparte por esas cosas.

—Tienes una edad en la que…

—Ya lo sé. —Freddy mira como alguien que presta mucha atención a cada palabra—. Sé en qué situación nos encontramos. No tienes que preocuparte por eso.

Less se recuesta de nuevo en la cama y se miran uno a otro en silencio un instante. El viento empuja la bignonia, que golpea contra la ventana, y las sombras se revuelven.

—Solo quería hablar… —empieza a decir.

Freddy se gira hacia él.

—No tiene que ser una charla interminable, Arthur. No tienes que preocuparte por eso. Lo único que pienso ahora mismo es que tienes que regalarme este esmoquin.

—Ni de broma. Y deja de usar mi perfume.

—Dejaré de usarlo cuando sea rico. —Freddy sube a la cama—. Vamos a ver The Paper Wall otra vez.

—Señor Pelu, estoy intentando asegurarme de que no desarrolla usted demasiado apego hacia mí —continúa Less, incapaz de dejar la cosa estar sin la garantía de haberse hecho entender. Se pregunta entonces cuándo había empezado aquella charla a sonar a novela traducida.

Freddy se incorpora de nuevo, muy serio. Una mandíbula sólida, como la que dibujaría un artista, una mandíbula que habla del hombre en que se ha convertido. Esa mandíbula y el águila de pelo oscuro que se dibuja en su pecho pertenecen a un hombre. Del chaval de veinticinco años que observaba la niebla sobreviven unos pocos detalles: la nariz pequeña, la sonrisa de ardilla y los ojos azules, tan fáciles de leer. Entonces sonríe.

—Tu vanidad llega a ser increíble —espeta Freddy.

—Tú dime que mis arrugas te parecen sexis.

Gatea acercándose a él.

—Arthur, no hay parte de ti que no sea sexi.

El agua se ha enfriado y el baño sin ventanas y revestido de azulejos recuerda ahora a un iglú. Se ve a sí mismo reflejado en la pared, un fantasma titubeante al otro lado de la superficie blanca y brillante. No puede quedarse ahí. No puede irse a la cama. Tiene que hacer algo que no sea triste.

«Cuando tengas cincuenta, yo tendré setenta y cinco. Y entonces ¿qué haremos?»

No hay nada que hacer al respecto más que reírse. Y eso es cierto para todas las cosas.

Recuerdo a Arthur Less cuando era joven. Yo tenía doce años más o menos y estaba en una fiesta de adultos aburridísimos. El apartamento era todo blanco, como lo eran también todos los invitados, y a mí me dieron una especie de refresco traslúcido y me dijeron que no me sentara en ningún sitio. La pared estaba tapizada de un papel blanco plata, con un estampado de plantas de jazmín que me tuvo fascinado un buen rato, el suficiente como para fijarme en que, a cada metro, la naturaleza inmutable del arte impedía a una abejita posarse sobre una flor de jazmín estampada. Sentí entonces una mano sobre el hombro: «¿Quieres dibujar?». Me volví y me encontré con un joven rubio que sonreía. Era alto, delgado y tenía el pelo entrelargo por arriba: el rostro idealizado de una estatua romana. Al sonreír, los ojos se le hacían un poco saltones. Debí de dar por hecho que era un adolescente. Me llevó a la cocina, donde tenía lápices y papel, y me propuso que dibujáramos juntos el paisaje. Le pregunté si podía dibujarlo a él. El chico rio, pero dijo que de acuerdo, y se sentó en un taburete a escuchar la música que llegaba desde la otra habitación. Yo conocía el grupo que sonaba. Jamás se me ocurrió pensar que él estaba evitando la fiesta.

Nadie podía rivalizar con Arthur en su habilidad para salir de una estancia permaneciendo a la vez en ella. Se sentó, y su mente instantáneamente dejó de tenerme en cuenta. Observé su constitución esbelta, sus vaqueros con el dobladillo levantado y su enorme jersey blanco jaspeado de ochos. Su largo cuello se estiraba, enrojecido, para escuchar mejor —So lonely, so lonely!—; tenía una cabeza demasiado grande para su cuerpo, en cierto modo demasiado alargado y rectangular. Sus labios eran demasiado rojos, sus mejillas demasiado sonrosadas, y tenía una mata de pelo rubio, espeso y brillante, corto por los lados y con un flequillo que le caía sobre la frente como una ola. Miraba fijamente por la ventana hacia la niebla, con las manos en el regazo, y canturreando entre dientes la letra —So lonely, so lonely!—. Me sonroja recordar el batiburrillo de rayajos que pinté a modo de retrato. Me arrebataron su autosuficiencia, su libertad. Ese desaparecer en sí mismo durante diez o quince minutos mientras lo dibujaba, cuando yo apenas podía estarme quieto en la silla y agarrar con fuerza el lápiz. Después de un rato, se le iluminaron los ojos, me miró y dijo: «Qué, ¿cómo vas?». Le enseñé el retrato. Sonrió y asintió con la cabeza; me dio algunos consejos y me preguntó si quería más refresco.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.

Se le frunció la boca en una sonrisa. Se apartó el flequillo de los ojos.

—Veintisiete —respondió.

No sé por qué, me pareció una traición intolerable.

—¡Pero no eres un niño! —exclamé—. ¡Eres una persona mayor!

Qué inconcebible ver el rostro de un hombre sonrojarse por la ofensa. Quién sabe por qué aquel comentario le hirió; supongo que se seguía sintiendo niño. Lo había creído seguro de sí cuando en realidad lo asediaban la preocupación y el miedo. No es que en aquel momento me percatase de todo ello, pero cuando se sonrojó clavó la mirada en el suelo. Yo no sabía nada entonces sobre la ansiedad y demás absurdos sufrimientos humanos. Lo único que sabía era que acababa de decir algo feo.

Apareció un señor mayor en el umbral de la puerta. A mí me pareció mayor, al menos: camisa blanca tipo Oxford, gafas negras. Me hizo pensar en un farmacéutico. «Arthur, vámonos». Arthur me sonrió, me dijo que se lo había pasado bien y me dio las gracias. El señor me miró y saludó escuetamente con la cabeza. Sentí la necesidad de arreglar lo que hubiera hecho mal, pero se marcharon enseguida. Por supuesto, yo no tenía ni idea de que aquel señor era el poeta Robert Brownburn, ganador de un Pulitzer. Y el chico, su joven amante, Arthur Less.

—Otro manhattan, por favor. —La misma noche, pero más tarde. Arthur Less no debería ir con resaca a la entrevista que tiene al día siguiente con Mandern. Y más le valdría encontrar algún traje espacial de opereta para ponerse—. Voy a dar la vuelta al mundo —dice.

La conversación está teniendo lugar en un bar del Midtown, cerca de su hotel, el cual Less frecuentaba cuando era muy joven. Nada ha cambiado en el local: ni el portero, que duda de todo aquel que quiera entrar; ni el retrato enmarcado de un Charlie Chaplin ya maduro; ni la barra curvada, en la que se sirve rápido a los jóvenes y con calma a los maduros; ni el piano de cola negro al que se sienta un pianista que (como en un saloon del Oeste) toca cualquier cosa que le pidan (sobre todo, Cole Porter); ni el papel pintado a rayas; ni los apliques en forma de concha; ni la clientela. El garito es famoso porque van hombres mayores en busca de chicos jóvenes; en uno de los sofás, dos antiguallas están entrevistando a un chaval con el pelo engominado. A Less le divierte pensar que él está ya en este lado de la ecuación. Ha entablado conversación con un tipo joven al que ha empezado a caérsele el pelo, pero es guapo; es de Ohio y, por algún motivo que se le escapa, le está dedicando mucha atención. Less todavía no se ha fijado en el casco de cosmonauta ruso que cuelga sobre la barra.

—¿Y adónde viajas desde aquí? —le pregunta el chico, casi emocionado. Es pelirrojo, le faltan algunas pestañas y tiene la nariz llena de pecas.

—A México. Y luego, a una entrega de premios en Italia —explica. Está bebiéndose el segundo manhattan, que está haciendo su trabajo—. El premio no me lo van a dar a mí, estoy seguro. Pero tenía que salir de casa.

El pelirrojo apoya la cabeza en la palma de la mano.

—¿Y dónde está esa casa, guapo?

—En San Francisco.

Less tiene un recuerdo repentino de treinta años atrás: saliendo de un concierto de Erasure con un amigo, fumados los dos, se enteraron de que los demócratas habían recuperado el Senado y entraron en ese mismo bar al grito de: «¡Queremos acostarnos con un republicano! ¿Quién es republicano?». Todos los hombres del bar levantaron la mano.

—San Francisco no está mal —dice el joven pelirrojo con una sonrisa—. La gente es un poco petulante, pero no pasa nada. ¿Por qué te marchas?

Less se apoya en la barra y mira a los ojos a su nuevo amigo.

Suena otra vez Cole Porter al piano y la cereza de Less sigue dando vueltas, viva y coleando, en su manhattan. La coge con los dedos. Charlie Chaplin los mira desde la pared. (¿Por qué Charlie Chaplin?)

—Imagina que durante nueve años te acuestas con un hombre, que le haces el desayuno y celebráis su cumpleaños, y discutes con él y te pones lo que él te dice. Durante nueve años. Tratas bien a sus amigos, siempre está en tu casa, etcétera, pero durante todo ese tiempo sabes que la cosa no tiene futuro, que él va a encontrar a otro y que no se quedará contigo, porque eso es algo acordado desde el principio, que conocerá a otro hombre y se casará con él. Imagina una relación así con alguien. ¿Cómo llamarías a ese alguien?

El piano ataca con furia «Night and Day».

Su compañero de bebida levanta una ceja.

—No lo sé, ¿cómo lo llamas tú?

—Se llama Freddy —repone Less, metiéndose el rabillo de la cereza en la boca, el cual reaparece al instante entre sus labios con un nudo hecho en el medio. Less se lo saca de la boca y lo coloca sobre una servilleta ante él—. Y Freddy ha conocido a ese alguien y se va a casar con él.

El joven hace un gesto de aquiescencia con la cabeza y pregunta:

—¿Qué estás bebiendo, guapo?

—Manhattans. Pero invito yo. Perdone, camarero, ¿qué es eso que cuelga de ahí? —pregunta señalando hacia el casco de cosmonauta.

—Perdona, pero hoy no —dice el pelirrojo, posando la mano sobre la de él—. Invito yo. Y el casco de cosmonauta, por cierto, es mío.

—¿Es tuyo?

—Sí. Trabajo aquí.

Nuestro protagonista sonríe, se mira la mano y luego mira de nuevo al pelirrojo.

—Vas a pensar que estoy loco —dice—. Tengo que pedirte un favor un poco raro. Mañana voy a entrevistar a H. H. H. Mandern y necesito…

—También vivo cerca. ¿Cómo dices que te llamas?

—¿Arthur Less? —pregunta la mujer de pelo blanco en la sala verde del teatro, mientras H. H. H. Mandern vomita en un cubo—. ¿Quién coño es Arthur Less?

Less está en el umbral de la puerta, con el casco de cosmonauta bajo el brazo y una sonrisa estampada en la cara. ¿Cuántas veces ha oído esa pregunta? Desde luego, las suficientes como para que ya no le duela; la oyó cuando era muy joven, en tiempos de Carlos; cuando a veces escuchaba por encima del hombro a alguien explicar que Arthur Less era ese chico de Delaware del bañador Speedo verde, el flaquito de la piscina; o más adelante, cuando alguien contaba que era el amante de Robert Brownburn, el chaval tímido que estaba en la barra; o más tarde aún, cuando especificaban que en realidad era su examante y que quizá no deberían invitarlo más; o cuando lo presentaron como autor de una primera novela y luego de una segunda, y después como ese tipo que alguien conoció no recordaba bien dónde, hace mucho. Y, por fin: como el hombre con el que Freddy Pelu se había estado acostando durante nueve años, hasta que se casó con Tom Dennis. Less había sido todas esas cosas para todas esas personas que no sabían realmente quién era.

—He preguntado que quién coño eres.

Ninguna de las personas que se sienten en esa platea sabrá quién es cuando ayude a H. H. H. Mandern a salir al escenario, intoxicado, pero en absoluto dispuesto a dejar tirados a sus admiradores. Alguien lo presentará como «un enorme fan de Mandern» y a continuación él conducirá una entrevista de hora y media, que trufará de largas descripciones cuando el entrevistado flaquee, respondiendo él mismo preguntas del público si Mandern le devuelve una mirada cansada. Sí, salvará el acto y la carrera de ese pobre hombre, pero los lectores seguirán sin saber quién es. Todo el mundo ha ido a ver a H. H. H. Mandern. Están allí por el robot Peabody. Han venido disfrazados de robots, de dioses espaciales y de extraterrestres, porque un escritor les cambió la vida. Ese otro escritor que se sienta al lado de Mandern no tiene relevancia ninguna; no será recordado; nadie sabrá ni se preguntará siquiera quién es. Esa noche, cuando esté embarcando en su avión destino a Ciudad de México, un joven turista japonés, al oír que es escritor, se emocionará y preguntará a Less quién es, pero Less, aún cayendo a plomo desde el puente quebrado de sus últimas esperanzas, responderá como ha hecho tantas otras veces ya.

«Un escritor candoroso y magnílocuo».

«Sin rencor, ningún rencor».

«Arthur, sabes que mi hijo nunca fue para ti».

—Nadie —responde nuestro protagonista a la ciudad de Nueva York.

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