Less

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Less mexicano

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Less mexicano

«Freddy Pelu es un tipo al que no es necesario dejar claro, antes de despegar, que hay que colocarse la máscara de oxígeno propia antes de ayudar a otros a ponerse las suyas».

Aquello no era más que otro juego al que esperaban que se unieran otros amigos. Estaban en uno de esos bares de San Francisco que no es ni de ambiente ni todo lo contrario, sino un poco raro, sin más, y Freddy llevaba todavía la camisa azul y la corbata de profesor, y estaban tomando un nuevo tipo de cerveza que sabía como a aspirina efervescente y olía a magnolia y costaba más que una hamburguesa. Less llevaba un jersey de ochos. Estaban tratando de describirse unos a otros con una sola frase. Less había empezado con la que inaugura este capítulo.

A lo cual, Freddy frunció el ceño.

—Arthur… —dijo, y luego clavó la mirada en la mesa.

Less cogió un puñado de nueces pacanas garrapiñadas del cuenco que tenía delante y se las llevó a la boca. Se preguntó cuál podría ser el problema. La descripción que se le había ocurrido le parecía buena.

Freddy negó con la cabeza, suspiró y sus rizos rebotaron.

—Yo no creo que sea así. Quizá cuando me conociste, pero de eso hace mucho. ¿Sabes lo que iba a decir?

Less respondió que no lo sabía.

El joven miró a su amante y, antes de dar un trago a su cerveza, dijo:

—Arthur Less es la persona más valiente que conozco.

Arthur piensa en ello cada vez que toma un avión, y ese pensamiento siempre le estropea el vuelo. Le arruinará también el vuelo de Nueva York a Ciudad de México, que, en cualquier caso, está a punto de estropearse solo.

Arthur Less ha escuchado decir que es tradicional en los países latinoamericanos aplaudir cuando un avión aterriza sano y salvo. En su imaginación, asocia esto con los milagros de la Virgen de Guadalupe. En efecto, el avión entra en una turbulencia de la que parece no salir nunca y Less trata inconscientemente de recordar una plegaria adecuada. En su casa, no obstante, eran unitarianos; su única referencia era Joan Báez, y la canción «Diamonds and Rust» no proporciona demasiado alivio. El avión da sacudidas sin parar a la luz de la luna, como un hombre lobo en plena metamorfosis. Aun así, Arthur Less es capaz de apreciar las ñoñas metáforas de la vida; sí, una transformación. Arthur Less deja por fin los Estados Unidos; quizá más allá de sus fronteras cambiará como la vieja arpía que es rescatada por un caballero y se convierte en princesa al cruzar las aguas de un río. Arthur Less el míster Nadie se transmutará en Arthur Less el Distinguido Orador Invitado. O ¿será al revés y se convertirá la princesa en vieja arpía? El joven turista japonés que se sienta a su lado lleva un look indescriptiblemente moderno, con sudadera amarillo flúor y zapatillas deportivas como para ir a la Luna. El chico suda y respira por la boca; en un momento dado pregunta a Less si tanta turbulencia es normal y este responde: «No, no, no, esto no es normal». Más sacudidas y el chico japonés lo coge de la mano. Capean juntos el temporal. Quizá son los únicos pasajeros que no tienen rezo que rezar. Cuando por fin aterrizan —en las ventanillas, la gigantesca placa de circuitos integrados que es la Ciudad de México de noche—, Less es el único que aplaude por haber sobrevivido.

¿Qué habría querido Freddy decir con eso de que él era «la persona más valiente que conocía»? Para Less es todo un misterio. No hay día ni hora en que Less no tema algo. Teme pedir un cóctel, tomar un taxi, impartir una clase, escribir un libro. Teme todas estas cosas y casi cualquier otra cosa del mundo. Es raro, en cualquier caso; porque teme cualquier cosa, todas las cosas son igualmente difíciles. Dar la vuelta al mundo no es más terrorífico que comprar un chicle. La dosis diaria de valor.

Qué alivio, pues, dejar atrás la aduana y escuchar a alguien exclamar su nombre: «¡Señor Less!». Ve a un hombre con barba, de unos treinta años, con vaqueros negros, camiseta y chupa negra de estrella de rock.

—Me llamo Arturo —se presenta, alargándole una mano peluda. Es el «escritor local» que lo acompañará durante los siguientes tres días—. Es un honor conocer a alguien que conoció la Escuela Río Russian.

—Yo también me llamo Arturo —dice Less, estrechando la mano del chico afablemente.

—¡Sí! No tardó mucho la cola de la aduana, ¿cierto?

—He sobornado a un tipo para que mis maletas pasaran —dice Less, señalando hacia un tipo bajito con un bigote a lo Zapata y uniforme azul que tiene los brazos en jarras.

—Sí, pero eso no es mordida —explica Arturo, negando con la cabeza—. Acá eso es una propina. Ese güey es el maletero.

—Oh —dijo Less, y el señor del bigote sonrió.

—¿Es la primera vez que viene a México?

—Sí. Sí, es la primera vez.

—Bienvenido entonces.

Arturo le entrega una carpeta con documentación sobre el congreso y alza los ojos para dirigirle una mirada cansada; bajo estos, sendas franjas curvas de color violáceo y líneas labradas en su aún joven entrecejo. Less se da cuenta ahora de que lo que había creído pinceladas de resplandeciente gomina en el pelo son en realidad canas.

—Ahora nos toca, me temo, un aventón bien largo por una carretera con muchos atascos… Hasta que lleguemos al lugar donde, por fin, podrá usted descansar.

Arturo suspira, pues ha hecho una metáfora válida para la historia de cualquier ser humano.

Less entiende: le han asignado un poeta.

Arthur Less se perdió toda la parte divertida de la Escuela Río Russian. Aquellos famosos hombres y mujeres fueron a ver pertrechados con mazos las estatuas de sus dioses, aquellos poetas aficionados a aporrear los bongós y pintores aficionados a la action painting, que salieron a cuatro patas de los sesenta para escalar luego la cima de los setenta, la era del amor rápido y el barbitúrico Quaalude (qué maravillosa ortografía, con esa perezosa y superflua ‘a’ extra), regodeándose en el reconocimiento y debatiendo en aquellas cabañas a orillas del río Russian, al norte de San Francisco, bebiendo, fumando y follando hasta bien entrada la cuarentena. Convirtiéndose, algunos de ellos, en modelos para otras estatuas. Less llegó tarde a esa fiesta; no se encontró con los Young Turks precisamente, sino a una panda de artistas de mediana edad henchidos por el orgullo, que cuando se bañaban en el río parecían leones marinos. Él opinaba que ya estaban pasados de vueltas; no fue capaz de entender que sus mentes alcanzaban entonces su clímax: Leonard Ross y Otto Handler e incluso Franklin Woodhouse, el que pintó aquel desnudo de Less. Este también posee un poema enmarcado de Stella Barry. Ella misma se lo regaló por su cumpleaños; está hecho con trozos de un ejemplar muy estropeado de Alicia en el País de las Maravillas. Escuchó trozos de «Patty Hearst», la canción de Handler, tocada en un viejo piano bajo una tormenta. Pudo leer un manuscrito de Los trabajos del amor ganaron, la obra de teatro de Ross, y vio a este eliminar una escena completa en directo. Todos se mostraron siempre amables con Less, especialmente teniendo en cuenta el escándalo (¿o quizá fue esa la causa?): Less había arrebatado a Robert Brownburn a la esposa de este.

Quizá convenga, por fin, que alguien los elogie y los entierre a todos, pues la mayoría están muertos (Robert sigue vivo y coleando, pero apenas respira; vive en una residencia en Sonoma y hacen videoconferencia una vez al mes: «Fumas mucho, cariño»). ¿Por qué no llamar a Arthur Less? Less sonríe en el taxi mientras sopesa la carpeta con la documentación del congreso: color amarillo perrito faldero, con su cinta roja. El joven Arthur Less, sentado en la cocina con las mujeres y aguando la ginebra mientras los maridos discutían a voces junto a la chimenea. «Solo yo he sobrevivido para contar el cuento». Mañana, sobre la tarima del aula magna: el famoso escritor estadounidense Arthur Less.

Tras una hora y media de embotellamiento llegan al hotel; los ríos de pilotos traseros rojos evocan los de lava que destruyeron sin duda los poblados que antiguamente allí se levantaron. En última instancia, el olor a verde inunda el taxi; han entrado en Parque México, tan espacioso que supuestamente Charles Lindbergh pudo aterrizar una vez en él. Ahora lo pasean jóvenes parejas de modernos. En un rincón, diez perros de diversas razas, muy bien entrenados, se tumban sobre una larga alfombra roja. Arturo se acaricia la barba y dice literalmente en inglés: «Sí, el estadio que hay al centro del parque se llama Lindbergh por el famoso padre y fascista. Estamos aquí».

Para delicia de Less, el hotel se llama Monkey House y está repleto de arte y de música. En el recibidor, un enorme retrato de Frida Kahlo con un corazón en cada palma. A sus pies, una pianola reproduce en ese momento un disco de Scott Joplin. Arturo habla español a toda velocidad con un señor mayor corpulento de pelo refulgente como la plata, que se vuelve entonces hacia Less y le dice:

—¡Bienvenido a nuestro humilde hogar! ¡Me dicen que es usted un poeta célebre!

—No, no —replica Less—. Pero conocí a uno famoso, sí. Eso parece bastar, hoy día.

—Sí, conoció a Robert Brownburn —explica gravemente Arturo, con los dedos de las manos entrelazados.

—¡Brownburn! —grita el dueño del hotel—. ¡Para mí es mejor que Ross! ¿Cuándo lo conoció?

—Oh, hace mucho. Yo tenía veintiún años.

—¿Es la primera vez que viene usted a México?

—Sí, sí.

—¡Bienvenido a México!

¿A qué otros personajes pintoresquísimos habrán invitado a esta juerga? Tiene miedo de que aparezca algún conocido, pues solo podrá resistir esa humillación en privado.

Arturo se gira hacia Less con la expresión dolida de alguien que acaba de romperte un objeto al que tienes mucho cariño.

—Señor Less, lo siento mucho —empieza a decir—. Creo que usted no habla nuestro idioma, ¿estoy en lo cierto?

—Está usted en lo cierto —dice Less. Está muy cansado y la carpeta del festival pesa un montón—. Es una larga historia. Elegí alemán en secundaria. Un terrible error de adolescencia. La culpa fue de mis padres.

—Sí… La juventud. La cosa es que mañana el festival será íntegramente en español. Sí, puedo llevarlo por la mañana al lugar donde se celebra. Usted no hablará hasta el tercer día.

—¿No participo hasta el tercer día? —El rostro de Less adquiere la expresión del ganador de una medalla de bronce en una carrera con tres participantes.

—Quizá. —Aquí, Arturo inspira profundamente—. ¿Quiere que le lleve a conocer el centro de la ciudad en su lugar? ¿Con un compatriota suyo?

Less suspira y sonríe.

—Arturo, me parece una idea maravillosa.

A las diez de la mañana del día siguiente, Arthur Less espera en la puerta del hotel. El sol resplandece con saña y por encima de su cabeza, en el jacarandá, tres pájaros negros de cola en forma de abanico cantan con un trino alegre y peculiar. A Less le lleva un momento entender que han aprendido a imitar a la pianola. Está buscando una cafetería, pues el café del hotel es sorprendentemente flojo, parece estadounidense. Ha dormido mal (se ha dedicado a acariciar el recuerdo de un beso de despedida) y se siente agotado.

—¿Es usted Arthur Less? —escucha Less a alguien preguntar en inglés con acento norteamericano. Se trata de un tipo de unos sesenta años, con aspecto de león: astrosa melena gris y mirada dorada. Se presenta como responsable del festival: «Soy el director», dice. Nombra una universidad del Medio Oeste en la que imparte clase.

—Harold Van Dervander. Ayudé a los organizadores a montar el programa y las mesas redondas del congreso.

—Maravilloso, profesor Vander… van…

—Van Dervander. Neerlandés alemán. Teníamos una alineación muy cuidada. Teníamos a Fairborn, a Gessup y a McManahan. Teníamos a O’Byrne, a Tyson y a Plum.

Less traga al escuchar el último nombre.

—Pero Harold Plum está muerto.

—Ha habido algunos cambios —reconoce el director—. Pero la lista de nombres original era una belleza. Teníamos a Hemingway, teníamos a Faulkner y a Woolf.

—Así que a Plum no lo han conseguido traer —comenta Less, empático—. Supongo que a Woolf tampoco.

—No hemos conseguido a ninguno —recalca el director, alzando su enorme barbilla—. Pero aparecen en la lista que mandamos a imprenta; la debe de tener usted en la carpeta.

—Maravilloso —acierta a decir Less, parpadeando una y otra vez de perplejidad.

—En su carpeta hemos incluido un formulario, cumplimentando el cual podrá hacer una donación a la Beca Haines. Sé que acaba de llegar, pero después de un fin de semana en este país que él amaba tanto, la emoción se adueñará de usted.

—Yo no… —empieza a decir Arthur.

—Y, mire, allí —indica el director, señalando hacia el oeste— está el pico Ajusco, que probablemente recuerde usted de su poema «Mujer que se ahoga».

Less no ve nada más que polución. Jamás ha oído hablar de ese poema, ni tampoco de Haines. El director empieza a citar de memoria:

—«Di que caíste por el bajante del carbón, un domingo a la tarde…» ¿Recuerda?

—Yo es que no… —empieza a decir Arthur otra vez.

—¿Ha visto usted las farmacias de aquí?

—Es que no he…

—Oh, tiene que conocerlas. Hay una justo en la esquina. Farmacias Similares. Tienen medicamentos genéricos. Es la única razón por la que organizo este festival en México. ¿Ha traído sus recetas? Aquí los puede conseguir mucho más baratos. —El director señala y Less, ahora sí, distingue el cartel de una farmacia; justamente una mujer bajita y rellena con bata blanca está subiendo la persiana—. Klonopin, Lexapro, Ativan —susurra el director—. Aunque en realidad yo vengo hasta aquí por la Viagra.

—No, es que yo no…

El director sonríe como el gato de Alicia.

—¡A nuestra edad, hay que hacer acopio! Yo voy a probarla esta noche, ya le diré si es buena —dice, llevándose el puño a la entrepierna y estirado el pulgar como si tuviera un resorte.

Los pájaros mynah se burlan de ellos a ritmo de ragtime.

—¡Señor Less, señor Banderbander! —Se trata de Arturo, que parece no haberse cambiado ni la ropa ni la actitud desde la noche anterior—. ¿Están listos?

Less, aún desconcertado, se vuelve hacia el director.

—¿Viene con nosotros? ¿No tiene que ver cómo van las mesas redondas?

—Lo cierto es que hemos montado unas mesas redondas estupendas. Pero yo nunca voy —explica, extendiendo las palmas de las manos sobre su pecho—. No hablo español.

¿Es su primera vez en México? No.

Arthur Less visitó México hace casi treinta años, en un BMW blanco hecho trizas equipado con un radiocasete y dos cintas, dos maletas hechas a la carrera, una bolsa de marihuana y mescalina que iba pegada con cinta adhesiva a la parte de debajo de la rueda de repuesto y un tipo al volante que atravesó California como si lo buscase la ley. El tipo: Robert Brownburn. La mañana de ese día lo había despertado con una llamada telefónica para que hiciera una maleta para tres días, se había presentado en su casa una hora después y lo había conminado a subir rápidamente al coche. ¿Qué broma era aquella? Nada más y nada menos que un capricho de Robert. Less terminaría acostumbrándose, pero en aquel momento se conocían desde hacía menos de un mes; sus citas para tomar algo dieron paso a las habitaciones de hotel por horas y, de repente, a aquello. Que se lo llevaran casi en volandas a México: aquellas eran las emociones de su juventud. Robert gritando para hacerse oír por encima del motor mientras atravesaban a toda velocidad los extensos almendrales del centro de California; después, largos recesos silenciosos en los que daban la vuelta a la cinta una y otra vez; por fin, las paradas en las que Robert se llevaba al joven Arthur Less tras una encina y lo besaba hasta que se le llenaban los ojos de lágrimas. Todo aquello sobresaltaba a Less. Echando la vista atrás, entendió que sin duda Robert iba puesto de algo; probablemente alguna anfetamina de las que sus amigos artistas tenían en el Río Russian. Robert estaba emocionado y feliz, y muy gracioso. Jamás le ofreció a Less; en esa ocasión, se limitó a compartir con él un porro. Sin embargo, condujo sin casi parar durante doce horas, hasta que alcanzaron la frontera mexicana en San Ysidro. Después, continuó dos horas más, pasando por Tijuana, hasta Rosarito, donde salieron a un océano incendiado de atardecer que fue apagándose hasta convertirse en una raya color rosa neón. Llegaron por fin a Ensenada, a un hotel de playa, cuyos dueños dieron la bienvenida a Robert con una palmada en la espalda y dos chupitos de tequila. Fumaron e hicieron el amor todo el fin de semana, sin salir apenas de la calurosa habitación salvo para comer y dar un paseo por la playa puestos de mescalina. Desde abajo, un mariachi tocaba sin descanso un tema que solo por pura repetición logró Less memorizar. Less cantaba los llorar y llorar mientras Robert fumaba y reía:

Yo sé bien que estoy afuera,

pero el día que yo me muera

sé que tendrás que llorar.

(Llorar y llorar, llorar y llorar)

El domingo por la mañana se despidieron de los empleados del hotel y pusieron rumbo de vuelta a casa a toda velocidad; esa vez, el viaje duró solo once horas. Cansado y aturdido, el joven Arthur Less fue depositado en el portal de su edificio. Subió a su apartamento y durmió apenas unas horas antes de ir a trabajar. Se sentía feliz hasta el delirio y enamorado. No pensó hasta después que no se le había ocurrido preguntar en todo el viaje a Robert dónde estaba su esposa. Decidió no hablar sobre ese fin de semana con los amigos de Robert, temeroso de que él hubiese contado algo. Less se acostumbró de tal manera a ocultar su escandalosa aventura que incluso años después, cuando el asunto ya no importa a nadie, cuando alguien pregunta a Less si ha estado alguna vez en México, él sigue contestando que no.

La visita guiada a la ciudad empieza con un viaje en metro. ¿Por qué había esperado Less túneles decorados con mosaicos aztecas? Pues no, nada de mosaicos. Less desciende maravillado a una réplica de su escuela primaria en Delaware: pasamanos coloridos y suelos de baldosas; amarillos, azules y naranjas primarios, esa alegría de los años sesenta que la historia demostró una farsa pero que sigue viva aquí, como el recuerdo que Arthur Less tiene de cuando era el ojito derecho de su profesor. Less imagina que hubiesen traído a un director de escuela jubilado para diseñar el metro. Arturo le indica que coja un billete y Less emula sus movimientos y lo mete en una máquina bajo la mirada de agentes de policía con gorra roja, que van en un grupo tan numeroso como un equipo de fútbol.

—Señor Less, este es nuestro tren.

Por la vía se aproxima un tren naranja como de Lego, con ruedas de caucho, que se detiene ante ellos. Less entra y se agarra de una fría barra metálica. Pregunta dónde van y cuando Arturo dice «a la Flor», Less cree confirmado que, efectivamente, están viviendo dentro de un sueño, hasta que ve un mapa por encima de su cabeza, en el que cada estación de metro está representada por un pictograma. En efecto, están dirigiéndose a la Flor. En esa estación tendrán que hacer trasbordo y dirigirse a «la Tumba». De la flor a la tumba, siempre es así. Cuando llegan, Less nota una leve presión en la espalda de la mujer que tiene tras de sí y, acto seguido, es suavemente eyectado al andén. La estación es la escuela primaria rival de la anterior, esta vez en azules chillones. Less sigue de cerca a Arturo y al director por los pasajes embaldosados, entre la muchedumbre, y se encuentra, sin darse cuenta casi, en una escalera mecánica, ascendiendo hacia un cuadradito de cielo color azul pavo real. Entonces, la enorme plaza de la ciudad. Alrededor son todo edificios de piedra que parecen bambolearse levemente en el lodo de aquel antiguo lago y una catedral descomunal. ¿Por qué siempre dio por hecho que Ciudad de México sería como Phoenix un día de contaminación? ¿Por qué no le dijeron que se parecía más bien a Madrid?

Los recibe la guía, que viste un largo vestido negro estampado de flores de hibisco. La mujer los lleva a uno de los mercados de la ciudad, una estructura de acero azul corrugado, donde se les unen cuatro jóvenes hispanos, obviamente amigos de Arturo. La guía se sitúa ante un muestrario de frutas escarchadas y pregunta si alguien tiene alergias o hay algo que no podamos o no queramos comer. Silencio. Less se pregunta si debería levantar la mano y dejar claro que no le apetecen comidas fantasiosas tipo bichos o babosos horrores submarinos lovecraftianos, pero la guía ya ha arrancado a andar entre los puestos. Amargos chocolates envueltos en papel, apilados en zigurats junto a varias varas de batir aztecas de madera; tarros de sales multicolor como las que usan los monjes budistas para hacer mandalas, al lado de cubos de plástico llenos de semillas del color del óxido o del cacao (la guía aclara que no son semillas, sino grillos). También hay cangrejos de río y gusanos, tanto vivos como tostados, y, junto a ellos, el carnicero, con conejos y cabritillos a los que dejan los suaves «calcetines» blanquinegros para que quede claro que no son gatos. Arthur Less recorre la vitrina de la carnicería y los horrores aumentan a cada paso; nuestro protagonista sigue adelante como en un reto para probar su valor, que está seguro de no poder superar. Por suerte, pasan al pasillo del pescado, donde de algún modo su corazón se enfría entre los cuerpos moteados de los pulpos de patas retorcidas, los peces innombrables de dientes afilados y grandes ojos que parecen seguir mirando y el pez loro de pico enorme, cuya carne es azul y sabe a langosta (Less se huele una trola). Qué cerca está todo esto de las casas encantadas de la infancia, con sus frascos llenos de ojos, platos con cerebros y dedos en gelatina, y el morbo delicioso que sentía el niño que fue.

—Arthur —dice el director cuando la guía los conduce entre los montones de pescados enterrados en hielo—. ¿Cómo era lo de vivir con un genio? Entiendo que conociste a Brownburn en tu juventud más distante.

Nadie tiene permitido hablar de «juventudes distantes», salvo uno mismo. ¿No era eso una regla? Pero Less se limita a responder:

—Sí, así fue. Era un hombre notable, divertido, alegre, siempre embarcado en un tira y afloja con los críticos. Sus ademanes eran sublimes. Rebosaba felicidad. Él y Ross estaban siempre retándose, para ellos era como un juego. Ross y Barry, y también Jacks. Eran unos payasos. Y no hay nada más serio en esta vida que un payaso.

—¿Los conocías?

—Los conozco, más bien. Hablo de todos y cada uno de ellos en mi curso «Poesía estadounidense media», con lo cual, por cierto, no me refiero a la poesía de la América media, la de las mentes mezquinas y las heladerías, ni tampoco a la América de mediados de siglo, sino a la América del medio, a la mediana, la mundana, al vacío, por decirlo así, de América.

—Eso suena a…

—¿Se considera usted un genio, Arthur? —interrumpe el otro.

—¿Cómo? ¿Yo?

Al parecer, el director se toma eso como un «No».

—Usted y yo hemos conocido a genios. Y sabemos que no somos como ellos, ¿verdad? ¿Cómo sigue uno adelante, sabiendo que no es un genio, sabiendo que es mediocre? En mi opinión, es el peor de los infiernos —interviene.

—Bueno —repuso Less—. Creo que entre la genialidad y la mediocridad hay mucho…

—Eso es lo que Virgilio jamás enseñó a Dante. Le mostró que Platón y Aristóteles estaban en el paraíso pagano. Pero ¿qué hay de las mentes menores? ¿Estamos condenados a las llamas?

—No, supongo que no —aventura Less—. Solo a congresos como este.

—¿Qué edad tenías cuando conociste a Brownburn?

Less clava la mirada en un barril lleno de bacalao salado.

—Tenía veintiuno.

—Yo tenía cuarenta cuando conocí a Brownburn. Una fecha muy tardía. Pero mi primer matrimonio ya estaba acabado y de repente llegaron el humor y la inventiva. Era un gran hombre.

—Sigue vivo.

—Ah, sí. Lo hemos invitado al festival, de hecho.

—Pero está en cama, enfermo, en Sonoma —informa Less. Su voz se contagia por fin del helor de las pescaderías.

—Estaba en uno de los primeros borradores de la lista. Arthur, tengo que decirle una cosa. Tenemos una sorpresa para usted.

La guía se detiene y se dirige al grupo:

—Estos chiles son el corazón de la cocina mexicana, que ha sido nombrada por la Unesco Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. —La mujer se ha colocado junto a una hilera de cestos, todos llenos hasta el borde de guindillas secas de distinta forma—. México es el país latinoamericano donde más guindillas picantes se comen. Usted —dice, señalando a Less— probablemente está más acostumbrado a los chiles que cualquier chileno.

Uno de los amigos de Arturo que se ha unido a la visita guiada es chileno y asiente con la cabeza. Cuando le preguntan cuál es el que más pica de todos, la guía pregunta al tendero y este responde que unos pequeñitos, de color rosa, que vienen de Veracruz. También son los más caros. «¿Quieren probar unos chiles encurtidos?», pregunta la guía; a modo de respuesta, un coro de síes en español. Se organiza entonces una especie de concurso de la tele, cada vez más complicado. Uno a uno, van probando los chiles, cada vez más picantes, para ver quién se retira primero. Less nota cómo se le enciende la cara a cada bocado, pero en la tercera ronda ya ha batido al director. Llega el turno de un encurtido que lleva cinco chiles distintos. Lo prueba y anuncia al grupo:

—Esto sabe como el chow chow que hacía mi abuela.

Lo miran todos desconcertados.

—¿Qué has dicho? —pregunta el chileno.

Chow chow. Pregunten al profesor Van Dervander. Es un encurtido típico del sur de los Estados Unidos. —El director no abre la boca—. Sabe como el chow chow de mi abuela.

Lentamente, el chileno empieza a carcajearse, llevándose la mano a la boca. Los otros parecen contenerse.

Less se encoge de hombros, mirando a todo el mundo a la cara, uno a uno.

—Claro está, su chow chow no picaba tanto.

Y, en ese momento, se rompe la presa y todos los jóvenes estallan en carcajadas, aullando y lloriqueando de la risa ante los cestos de los chiles. El tendero los mira con las cejas enarcadas. Y cuando la tempestad amaina, los jóvenes tratan de avivar la risa, preguntándole a Less cada cuándo prueba el chow chow de su abuela, y que si en Navidad sabe distinto, y etcétera. No le lleva entonces mucho tiempo a Less entender, tras la mirada compasiva del director —y a la vez que nota de nuevo el ardor del encurtido en la parte de atrás de la boca—, que eso de chow chow debe de significar otra cosa en español. Otro falso amigo más…

Que cómo era vivir con un genio. Bueno, podría contar aquella vez que perdió un anillo en el cesto de los champiñones de la verdulería ecológica Happy Produce.

Less llevaba un anillo que Robert le había regalado en su quinto aniversario y, si bien faltaba mucho para la legalización del matrimonio homosexual, ambos sabían que simbolizaba cierto tipo de enlace: era un Cartier Robert de oro muy fino que había encontrado en un mercadillo de París. El joven Arthur Less lo llevaba siempre puesto. Mientras Robert escribía, encerrado en su despacho con vistas al valle de Eureka, Less iba a veces a hacer la compra. Ese día le apetecieron champiñones. Había sacado una bolsa de plástico de la mochila y estaba empezando a escogerlos cuando notó que algo le caía del dedo. Supo ipso facto qué era.

En aquel tiempo, Arthur Less no era fiel, de ninguna manera. Así eran las cosas entre los hombres que conocía, y Robert y él jamás hablaban de ello. Si haciendo recados se encontraba con un tipo guapo que tenía un apartamento disponible, Less estaba más que dispuesto a retozar durante media hora antes de volver a casa. En una ocasión tuvo un amante con todas las letras. Alguien que quería charlar con él, al que solo le faltaba empezar a hacerle promesas. Al principio fue una conexión maravillosa e informal, que ni siquiera le pillaba lejos de casa. Algo fácil de consumir una tarde cualquiera o cuando Robert salía de viaje. Había una cama blanca junto a una ventana. Había un periquito que cantaba. Había un sexo maravilloso y después no se oía nada del estilo «Ah, se me olvidaba, ha llamado Janet» o «¿Has puesto el permiso de aparcamiento en el coche?» o «Recuerda, mañana viajo a Los Ángeles». Solo sexo y sonrisas. ¿No es maravilloso conseguir lo que quieres sin pagar ningún precio? Era un hombre muy distinto a Robert, un tipo alegre y cariñoso, aunque, de acuerdo, quizá no fuese una lumbrera. Tendrían que verse durante mucho tiempo para que la despedida resultara triste. Esta llegó, claro, de la parte de Less. Sabía que había hecho un daño enorme a alguien, un daño imperdonable. Aquello había ocurrido poco antes de que perdiese el anillo en el cesto de los champiñones.

—Ay, joder.

—¿Estás bien? —preguntó un hombre barbado, desde el fondo del pasillo de las verduras. Era alto, tenía gafas y llevaba en la mano un pak choi pequeñito.

—Joder, acabo de perder mi anillo de bodas.

—Ay, joder —corroboró el hombre, asomándose al cesto. Había quizá sesenta champiñones cremini, aunque, por supuesto, el anillo podría haber terminado en cualquier parte. En los champiñones blancos. En los shiitakes. O podría haber volado al cesto de los chiles. El hombre de la barba se acercó—. Bueno, colega, vamos a hacer una cosa —anunció, con la disposición de quien sabe entablillar un brazo sin ser médico—. Vamos a mirar uno a uno.

Fueron colocando uno a uno, metódicamente, todos los champiñones en la bolsa de Less.

—Yo perdí una vez el mío —contó el tipo, que sostenía la bolsa—. Mi mujer se puso hecha una furia. En realidad, lo he perdido dos veces.

—La mía también se enfadará —dijo Arthur. ¿Por qué había convertido a Robert en mujer? ¿Por qué se prestaba tanto a seguir la corriente sin más?—. No puedo perderlo. Lo compró en un mercadillo de París.

Otro hombre se metió en la conversación:

—Yo uso cera de abeja para que no se mueva. Pero llévelo a ajustar, igualmente.

El segundo hombre era ese tipo de persona que hace la compra con el casco de la bici puesto.

El de la barba preguntó:

—¿Dónde los ajustan?

—En las joyerías —respondió el ciclista—. En cualquier joyería.

—Gracias por el consejo —dijo Arthur—. Primero, voy a ver si lo encuentro.

Visto el feo pronóstico de la situación, también el ciclista empezó a rebuscar entre los champiñones. De repente, se oyó otra voz más, también masculina, que preguntó:

—¿Alguien ha perdido un anillo?

—Sí —contestó el tipo de la barba.

—Cuando lo encuentre, póngale un chicle para que no se le vuelva a caer y llévelo a ajustar.

—Yo he usado alguna vez cera de abeja.

—La cera de abeja funciona bien también.

¿Es así como sienten los hombres? ¿Los hombres heteros? Siempre están solos, pero, si alguno da un traspiés —¡si alguno pierde un anillo de boda!—, entonces la hermandad aparece de la nada para resolver el problema. La vida no es difícil; el hetero la aborda con valor, sabiendo en todo momento que, si manda la señal, llegarán los refuerzos. Qué maravilloso formar parte de ese club. Media docena de hombres reunidos, involucrados en una tarea. Para salvar el matrimonio y el orgullo de uno de ellos. Así que sí que tienen corazón, después de todo. No son fríos, crueles y dominadores; no son matones de instituto con los que evitar cruzarse por el pasillo: son buenos; son amables; acuden al rescate. Y ese día, Less fue uno de ellos.

Llegaron al fondo del cesto. Nada.

—Oh, lo siento, tío —dijo el ciclista, haciendo una mueca.

Y el tipo de la barba:

—Dile que lo perdiste nadando.

Uno a uno se dieron la mano, hicieron un gesto con la cabeza y se fueron cada uno por su lado.

Less quería llorar.

Qué persona tan ridícula era. Qué escritor tan malo, viéndose envuelto en una metáfora como aquella. Como si aquel episodio le hubiese descubierto algo sobre Robert, como si se hubiera cifrado en él algo referente a su amor. Era, sin más, un anillo perdido en un cesto. Pero no podía evitarlo, le atraía demasiado la mala poesía que rezumaba todo aquello: lo único bueno que tenía, su vida compartida con Robert, echada a perder por un descuido. No había manera de explicarlo de forma que no sonase a deslealtad. Su voz sería un libro abierto. Y Robert, el poeta, se asomaría desde su silla y leería ese libro. Y el libro decía que el tiempo juntos tocaba a su fin.

Less se apoyó en el cesto de las cebollas vidalia y suspiró. Recogió la bolsa, vaciada ya de champiñones, e iba a hacerla un gurruño para tirarla a la basura cuando, de repente, vislumbró un centelleo dorado.

Ahí estaba. Dentro de la bolsa. Oh, qué bella es la vida.

Mostró el anillo riendo al dependiente. Compró todos los champiñones que habían manoseado los tres hombres, casi dos kilos y medio, regresó a casa y preparó un guiso con costillas de cerdo, hoja de mostaza y los champiñones. Le contó a Robert todo lo que había ocurrido, desde la pérdida a la recuperación, pasando por la ayuda prestada por esos hombres, haciendo hincapié en lo cómico de todo el episodio.

Mientras lo contaba, riéndose de sí mismo, observó que Robert levantaba la mirada desde su silla. Y entonces lo comprendió todo.

Así era vivir con un genio.

El viaje de vuelta en metro al hotel es solo la mitad de encantador, porque los vagones van el doble de llenos, y el calor vespertino ha hecho a Less percatarse de que la ropa le huele a pescado y a cacahuetes. Pasan por las Farmacias Similares de camino al hotel y el director les dice que sigan, que luego los alcanza. Continúan hasta el Monkey House (los pájaros ya no están) y, aunque Less hace un escueto gesto de despedida, Arturo no parece dispuesto a dejarle ir. Insiste al estadounidense en que pruebe el mezcal, que podría cambiarle la forma de escribir e incluso la vida. Hay otros escritores esperándoles. Less dice un par de veces que le duele la cabeza, pero hay una obra justo al lado y el ruido de las máquinas ahoga su voz; Arturo no le entiende. El director vuelve, sonriendo a la luz de la tarde, con una bolsa de plástico blanca en la mano. Arthur Less, al final, sigue la corriente. El mezcal resulta tener un sabor extraño, como si alguien hubiera apagado un cigarro dentro del vaso. Le informan de que hay que combinar el trago con una tajada de naranja emborrizada en sal de gusano tostado. «Es broma, ¿no?», pregunta Less, pero no, no es broma. Como dijimos, nadie bromea. Se toman seis rondas. Less le pregunta a Arturo sobre el acto del festival, para el que aún faltan dos días. Arturo, al que el baño de mezcal no le ha endulzado un ápice el adusto carácter, dice: «Sí, siento decirle que mañana el festival se desarrollará de nuevo íntegramente en español. ¿Quiere que lo lleve a Teotihuacán?». Less no tiene ni idea de qué es Teotihuacán, así que asiente y pregunta de nuevo sobre el acto en que debe participar. ¿Estará solo o compartirá escenario con alguien?

—Espero que pueda ser un coloquio —afirma Arturo—. Su amigo estará con usted.

Less pregunta si su interlocutor es un profesor u otro escritor.

—No, no, su amigo —insiste Arturo—. Usted va a hablar con Marian Brownburn.

—¿Cómo? ¿Marian? ¿La mujer de Robert? ¿Está aquí?

—Sí, sí. Llega mañana por la noche.

Less intenta proyectar en su imaginación el imprevisible acto que le espera. Marian. Las últimas palabras que oyó de su boca fueron «Cuida de mi Robert». Pero entonces no sabía que terminaría quitándoselo. Robert mantuvo a Less al margen del divorcio, encontró la cabaña de Vulcan Steps y jamás volvió a verla. Qué tendría, ¿setenta años, quizá? ¿Habría estado esperando todo ese tiempo para subir a una tarima junto a Arthur Less y poder airear lo que pensaba de él?

—Escucha, escucha, escucha, Marian y yo no podemos estar en el mismo acto. No nos hemos visto en casi treinta años.

—El señor Banderbander creyó que sería una bonita sorpresa para usted.

Less replica algo, pero olvida enseguida lo que acaba de decir. Lo único que sabe es que le han engañado para volver a México, al escenario del delito, para ser sacrificado sobre aquella mesa redonda ante el mundo, junto a la mujer a la que agravió. Marian Brownburn, micrófono en mano. Sin duda, así es como los gais son juzgados en el infierno. Less regresa al hotel borracho y apestando a humo y a gusanos.

Al día siguiente, Less se despierta a las seis de la mañana, como había planeado. Le ofrecen una taza de café y lo conducen a una furgoneta negra con ventanillas tintadas; Arturo le espera dentro con dos nuevos amigos, que al parecer no hablan inglés. Less busca con la mirada al director para intentar prevenir riesgos, pero no está en la furgoneta. Se cierne sobre ellos la penumbra previa al alba de Ciudad de México, con el canto de los pájaros que ya se despiertan y el chirriar de ruedas de los puestos ambulantes. Arturo ha contratado a otro guía (Less supone que los paga el festival): un hombre atlético de corta estatura, con pelo gris y gafas de montura metálica. Se llama Fernando y es profesor universitario de historia. Intenta mantener una charla con Arthur sobre los monumentos más destacados de Ciudad de México y le pregunta si le interesaría conocerlos, quizá después de Teotihuacán (Less sigue sin saber qué es Teotihuacán exactamente). Están, por ejemplo, las casas gemelas de Diego Rivera y Frida Kahlo, rodeadas por una valla natural de cactus sin espinas. Arthur Less asiente con la cabeza, afirmando que esa mañana él mismo se siente como un cactus sin espinas. «¿Perdón?», pregunta el guía. Sí, repite Less, sí, le gustaría ir a ver eso.

—Ah, pero olvidé que está cerrado porque están montando una exposición nueva.

También está la casa del arquitecto Luis Barragán, diseñada para llevar un estilo de vida de misterio monacal, en la que estancias de techo bajo conducen a salones enormes, las vírgenes observan al invitado desde el cabecero de la cama y en el vestidor privado cuelga un Cristo crucificado sin cruz. Less observa que aquello le evoca un sentimiento de soledad, aunque le gustaría verlo.

—Ay, sí, pero me parece que también está cerrado.

—Fernando, eres tremendo —dice Less, pero el tipo parece no entender y pasa a describir el Museo Nacional de Antropología, el mayor de la ciudad; para visitar la colección completa hacen falta días o incluso semanas, aunque con su ayuda podrían ver las mejores piezas en unas horas.

Llegado este punto, la furgoneta ha dejado atrás los límites de la ciudad, y los parques y mansiones han sido reemplazados por villorrios de casas de hormigón pintadas de unos colores chillones que, Less sabe, solo sirven para enmascarar la miseria. Un cartel de la carretera indica TEOTIHUACÁN y PIRÁMIDES. Fernando insiste en que no hay que perderse el Museo Nacional de Antropología.

—Pero está cerrado, supongo —remata Less.

—Sí, los lunes cierra, lo siento.

La furgoneta rodea una plantación de agaves y, al doblar la esquina, Less se percata de la enorme estructura, tras la cual el sol refulge, dibujando sobre sus lados franjas sombreadas de verde e índigo: el Templo del Sol. «No, no es el Templo del Sol, en realidad», informa Fernando. «Eso es lo que los aztecas creían. Probablemente este templo estuviese dedicado a la lluvia. Pero realmente apenas sabemos nada sobre el pueblo que lo construyó. El complejo llevaba tiempo abandonado cuando los aztecas llegaron. Creemos que ese pueblo quemó su propia ciudad antes de marchar». La silueta fría y azulada de una civilización hace tiempo desaparecida. Dedican la mañana a escalar las dos enormes pirámides, el Templo del Sol y el Templo de la Luna, y a pasear por la Avenida de los Muertos («En realidad no es la Avenida de los Muertos y ese templo tampoco era el Templo de la Luna», informa Fernando), imaginándolo todo cubierto de yeso pintado, kilómetros y kilómetros de muros y suelos y techos de aquella antigua ciudad en la que antaño vivieron cientos de miles de personas, sobre los que no se sabe absolutamente nada, ni sus nombres. Less imagina a un sacerdote tocado de plumas de pavo bajando la escalinata como en un musical de la Metro o un espectáculo drag, con los brazos abiertos, mientras suena una melodía tocada en caracolas; en la cima, Marian Brownburn sostiene entre sus manos el corazón aún palpitante de Arthur Less. «Creemos que eligieron este lugar para alejarse del volcán que había destruido pueblos y ciudades antiguamente. Ese volcán de allá», indica Fernando, señalando hacia un pico apenas visible en la bruma matutina.

—¿Está activo?

—No —dice tristemente Fernando, agitando la cabeza—. También está cerrado.

¿Cómo era vivir con un genio?

Como vivir solo.

Como vivir con un tigre.

Había que sacrificarlo todo por el trabajo. Había que cancelar planes, posponer comidas; había que comprar alcohol lo antes posible, o, todo lo contrario, tirarlo todo por el fregadero. Había que racionar el dinero o gastarlo espléndidamente, dependiendo del día. El horario de sueño era prerrogativa del poeta y había tantos días de empalme como madrugones. El hábito era la mascota infernal de la casa; el hábito, el hábito, el hábito; el café de la mañana, la poesía y los libros, el silencio hasta mediodía. ¿Se le podía tentar con un paseo matutino? Sí, siempre se le podía tentar con un paseo matutino; era la única adicción en la que el adicto anhelaba cualquier cosa salvo lo anhelado; un paseo matutino significaba trabajo echado a perder y sufrimiento, sufrimiento, sufrimiento. Mantener el hábito, alimentar el hábito; servir el café y la poesía; guardar el silencio; sonreír cuando salía con gesto enojado del despacho para ir al baño. No tomarse nada personalmente. ¿Dejabas a veces encima de una mesa un libro de arte pensando que podría darle alguna clave? ¿Ponías música, en otras ocasiones, creyendo que podría desbloquear su duda y su miedo? ¿Amabas esa danza de la lluvia cotidiana? Solo si llovía por fin.

¿De dónde venía el genio? ¿Adónde iba?

Era como dejar que otro amante se instalara en la casa de la pareja para vivir con los dos; un hombre al que ni siquiera conocías pero del que sabías que él quería más que a ti.

Poesía a diario. Una novela cada pocos años. Algo ocurría en ese despacho, pese a todo; algo hermoso ocurría. Era el único lugar del mundo en el que el tiempo mejoraba las cosas.

La vida con dudas. Dudas por la mañana, cuando caía una gota de mantequilla fundida en el café. Dudas cuando salía al baño y no cruzaba la mirada con él. Duda en el ruido de la puerta de entrada abriéndose y cerrándose —el paso inquieto, sin despedirse—, dudas también a su vuelta. Dudas en el tecleo lento de su máquina de escribir. Dudas a la hora del almuerzo, cuando almorzaba en su despacho. Dudas disipándose por las tardes, como la niebla. Dudas apartadas. Dudas olvidadas. A las cuatro de la mañana, notar cómo se revuelve, medio despertándose, sabiendo que él está observándolo en la oscuridad, en la Duda. La vida con dudas: una memoria.

¿Qué hizo que ocurriera? ¿Qué hizo que no ocurriera?

Pensar en una cura, una semana lejos de la ciudad, una cena con fiesta posterior rodeado de otros genios, una alfombra nueva, una camisa nueva, una manera nueva de abrazarlo en la cama, y fracasar una y otra vez y, de repente, dar en el clavo, al azar.

¿Valía la pena?

La suerte en los días de las interminables palabras de oro. La suerte en los cheques que llegaban al correo. La suerte en las entregas de premios y los viajes a Roma y a Londres. La suerte en los esmóquines y en el cogerse de la mano secretamente a un metro del alcalde o del gobernador o, en una ocasión, del presidente.

Asomarse al despacho cuando estaba fuera. Revolver en la papelera. Mirar la manta hecha un gurruño en el sofá de las siestas y los libros amontonados a su lado. Y, con temor, el texto a medio escribir asomando por la boca mellada de la máquina de escribir. Pues, al principio, no sabías nunca sobre qué estaba escribiendo. ¿Era sobre ti?

Ante el espejo, frente a él, anudándole la corbata para un recital mientras sonríe, pues sabe anudársela perfectamente.

Marian, ¿te valió la pena a ti?

El festival se celebra en la Ciudad Universitaria, en el edificio de hormigón y techos bajos que alberga el Departamento de Lingüística y Literatura Globales, cuyos famosos mosaicos por alguna razón han sido retirados para su restauración. El edificio ha quedado yermo, como una señora mayor sin sus dientes. De nuevo, el director no aparece por ningún lado. El Día del Juicio ha llegado para Less; se da cuenta de que tiene temblores. Las coloridas alfombras conducen a los distintos subdepartamentos y Marian Brownburn podría aparecer a la vuelta de cualquier esquina, bronceada y fibrosa, como la recuerda en aquella playa. Sin embargo, Less es conducido a una sala pintada de verde (el verde es pastel, y hay una montaña de fruta), le presentan simplemente a un señor engalanado con una corbata con nudo arlequín. «¡Señor Less!», dice el hombre, haciendo dos reverencias seguidas. «¡Qué honor tenerle en el festival!»

Less mira alrededor, en busca de su Furia personal, pero no hay nadie en la sala aparte de él, Arturo y ese hombre.

—¿No ha venido Marian Brownburn?

El hombre vuelve a inclinarse.

—Sentimos mucho que todo fuera en español.

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