Less

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Less mexicano

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Less oye a alguien gritar su nombre desde la entrada y titubea. Es el director. Trae la mata de pelo blanco alborotada y el rostro grotescamente enrojecido.

Indica a Less que se acerque y este se aproxima rápidamente.

—Siendo no haberte visto ayer —dice el director—. Tenía otros asuntos que atender, pero no me perdería tu mesa redonda por nada del mundo.

—¿Ha llegado Marian? —pregunta Less en voz baja.

—Todo va a ir bien, no te preocupes.

—Me gustaría verla antes de que…

—No va a venir —interrumpe el director, colocándole la pesada mano a Less en el hombro—. Recibimos un mensaje anoche. Se ha roto la cadera. Tiene casi ochenta años, ya sabes. Una pena, porque teníamos muchas preguntas para los dos.

Less experimenta un alivio que le hace ascender como un globo de helio, pero al instante se desinfla de pura lástima.

—¿Está bien?

—Te manda recuerdos.

—Pero ¿está bien?

—Sí, claro. Hemos tenido que improvisar. Estaré yo contigo. Hablaré unos veinte minutos sobre mi obra y luego te preguntaré algo sobre tu encuentro con Brownburn cuanto tenías veintiún años. No me equivoco, ¿verdad? ¿Tenías veintiuno?

—Tengo veinticinco —miente Less tras la pregunta de la mujer de la playa.

El joven Arthur Less sentado en una toalla de playa, acurrucado junto a otros tres chicos, justo por encima de la línea que marca la marea alta. Estamos en San Francisco, en octubre de 1987, hay veinticuatro grados de temperatura y todo el mundo está de celebración, como niños un día de nieve. Nadie va a trabajar. Todo el mundo cuida de sus macetas. La luz del sol riega la tierra, dulce y amarilla como el champán barato y ya tibio de la botella que, medio vacía, descansa en la arena junto al joven Arthur Less. Este anómalo tiempo cálido es también responsable de las olas gigantescas que han obligado a los hombres que normalmente se colocan en las rocas, la zona gay de la playa Baker, a mezclarse con la comunidad hetero sobre la arena. Unidos en corros entre las dunas; ante ellos, el océano pelea contra sí mismo entre colores plateados y azules. Arthur Less está un poco borracho y un poco fumado. Está desnudo. Tiene veintiún años.

La mujer que está junto a él hace gala de un bronceado como de madera de aliso, se ha quitado la parte de arriba del bikini y le está hablando. Lleva gafas de sol; está fumando; debe de tener cuarenta y pocos.

—Bueno, espero que estés aprovechando tu juventud.

Less, con las piernas cruzadas sobre su toalla y la piel del tono de las gambas cocidas, responde:

—Pues no sé qué decirte.

Ella hace un gesto con la cabeza.

—Deberías desperdiciarla.

—¿A qué te refieres?

—Deberías pasar los días en la playa, como hoy. Deberías fumar y emborracharte y acostarte con todos los tíos que puedas. —Da otra calada a su cigarro—. Creo que lo más triste del mundo es que un chaval de veinticinco años esté todo el día hablando sobre la bolsa. O sobre los impuestos. O sobre propiedades inmobiliarias, joder. De eso es de lo que habla todo el mundo cuando llegas a los cuarenta. ¡Propiedades inmobiliarias! Cualquier chaval de veinticinco años que diga la palabra «refinanciar» debería ser fusilado. Tenéis que hablar de música, de amor y de poesía. Todo el mundo olvida que en el pasado creyó que esas cosas eran importantes. Desperdicia todos y cada uno de los días. A eso me refiero.

Arthur ríe tontamente y lanza una mirada hacia su grupo de amigos.

—Bueno, creo que no se me está dando mal.

—¿Eres maricón, cariño?

—Eh… Pues sí, ajá —dice, sonriendo.

El hombre que está sentado a su lado, un treintañero con pinta de italiano y ancho pecho, le pide al joven Arthur Less que le dé crema en la espalda. A la mujer parece divertirle y Less se gira hacia él; el enrojecimiento de su piel da a entender que es demasiado tarde para cremas. Diligentemente, Less hace el trabajo encomendado y recibe a cambio una palmada en el culo. Less da un sorbito al champán caliente. Las olas son cada vez más fuertes; la gente salta entre una y otra, riendo y gritando. Arthur Less a los veintiún años: delgado y aniñado, sin un músculo, sentado en una playa de San Francisco, un bonito día del terrible año de 1987, aterrorizado, aterrorizado, aterrorizado. El sida es imparable.

Cuando se vuelve de nuevo, la mujer sigue mirándolo fijamente y fumando.

—¿Es tu novio? —pregunta.

Él lanza una mirada al italiano y, acto seguido, la vuelve a mirar a ella y asiente.

—¿Y ese tío tan guapo que está detrás?

—Ese es mi amigo Carlos.

Desnudo, musculado y tostado por el sol, como el nudo pulido de un tronco de secuoya: el joven Carlos levanta la cabeza de la toalla al oír su nombre.

—Chicos, qué hermosos sois. Qué afortunado el hombre que os lleve al huerto. Espero que os folle hasta quitaros el sentido. —Se ríe—. El mío lo hacía antes.

—No sé qué decirte —dice Less en voz baja, para que el italiano no lo oiga.

—Quizá lo que necesitas a tu edad es que te rompan el corazón.

Less se ríe y se pasa una mano por el pelo quemado por el sol.

—Tampoco sé qué decirte a eso.

—¿Te lo han roto alguna vez?

—¡No! —grita, sin dejar de reír, apretándose las rodillas contra el pecho.

Por detrás de la mujer se levanta un hombre que el cuerpo de esta ocultaba. Lleva gafas de sol y tiene el cuerpo esbelto de un atleta y mandíbula a lo Rock Hudson. También está desnudo. Una vez de pie, le dirige primero una mirada a ella y después al joven Arthur Less, y a continuación exclama en voz alta, para que todo el mundo lo oiga, que se va a meter en el agua.

—¡Eres idiota! —dice la mujer, enderezándose—. ¡Se está formando un huracán!

El hombre asegura que no es la primera vez que se baña en el mar con un huracán. Tiene un acento levemente británico, o quizá sea de Nueva Inglaterra.

La mujer se vuelve de nuevo hacia Less y se baja las gafas de sol. Su sombra de ojos es de un azul colibrí.

—Me llamo Marian, por cierto. ¿Me haces un favor? ¿Puedes acompañar al imbécil de mi marido? Quizá sea un gran poeta, pero no sabe nadar, y si se muere, me da algo. ¿Vas con él, por favor?

El joven Arthur Less asiente con la cabeza y se levanta con la sonrisa que normalmente reserva para los adultos. El hombre hace un gesto con la cabeza, agradeciendo la compañía.

Marian Brownburn se coloca un gran sombrero negro de paja y les hace un gesto con la mano.

—Vamos, chicos. ¡Cuida de mi Robert!

El cielo toma una tonalidad azul como la sombra de ojos de aquella mujer y cuando los dos hombres se aproximan a las olas, estas parecen redoblar su furia, como el fuego al que se le echa un puñado de ramitas. Juntos se plantan bajo el sol ante las andanadas de mar terribles, en el otoño de aquel año terrible.

Llegada la primavera, esos dos hombres estaban viviendo juntos en Vulcan Steps.

—Hemos tenido que improvisar un cambio en el programa. Verá que hemos modificado el título de la mesa redonda.

Less, que solo habla alemán, no entiende nada de lo que dice el programa que le acaban de dar. La gente va y viene, le colocan el micrófono en la solapa de la chaqueta, le ofrecen agua. Sin embargo, Arthur Less sigue iluminado a medias por el sol de esa playa, a medias metido en el agua, bajo el Golden Gate, en 1987. «Cuida de mi Robert». Marian es ahora una señora mayor que se ha caído y se ha roto la cadera.

«Te manda recuerdos». Sin rencor, ningún rencor.

El director se inclina hacia él, le hace un guiño de camaradería y le susurra: «Por cierto. Esas pastillitas funcionan de maravilla, quería que lo supieras».

Less estudia al hombre. ¿Son esas pastillas las que le han puesto la cara roja y le han dado ese aspecto grotesco? ¿Qué otras cosas venden aquí para hombres maduros? ¿Hay una pastilla para cuando te viene a la cabeza la imagen de una bignonia? ¿Que la borre? Que borre la voz que dice «Deberías darme un beso como si nos estuviéramos despidiendo». Que borre la chaqueta de esmoquin o al menos la cara del chico que la lleva. Que borre esos nueve años de principio a fin. Robert diría: «El trabajo te arreglará la vida». El trabajo, el hábito, las palabras te arreglarán la vida. No se puede depender de nada más y Less ha conocido el genio, lo que el genio puede hacer. Pero ¿y si no eres un genio? ¿Quién hará el trabajo entonces?

—¿Cuál es el nuevo título de la mesa redonda? —pregunta Less. El director le pasa el programa a Arturo. Less se consuela pensando que al día siguiente tomará un avión rumbo a Italia. A Less le empieza a aprehender el idioma. Le empieza a aprehender el aroma persistente del mezcal. Le empieza a aprehender el quehacer tragicómico de estar vivo.

Arturo estudia el programa un segundo y levanta la mirada, grave:

—«Una velada con Arthur Less».

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