Less

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Less italiano

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Less italiano

Junto con el resto de drogas que compró en la farmacia del aeropuerto de Ciudad de México, Arthur Less adquirió un nuevo tipo de pastilla para dormir. Recordó el consejo de Freddy, de años antes: «Es un hipnótico, no un narcótico. Te ponen la cena, duermes siete horas y has llegado». Pertrechado con el fármaco, Less embarca en un avión de Lufthansa (tendrá una escala bastante apresurada en Fráncfort), se sienta en su asiento de ventanilla, escoge pollo a la toscana (cuyo nombre sugerente esconde un mero pollo con puré de patatas: es como el apodo de un amante cibernético) y con el benjamín de vino tinto se toma una única píldora blanca. Los nervios que le colean de «Una velada con Arthur Less» le exacerban el agotamiento; la voz amplificada del director le sigue dando vueltas en la cabeza, repitiendo una y otra vez «Estábamos hablando entre bambalinas sobre la mediocridad». Less espera que la sustancia cumpla con su cometido y así es: no recuerda siquiera haberse terminado la crema bávara en su cuenquito como para huevo cocido, ni que le retirasen la bandeja, ni que ajustase el reloj a la nueva zona horaria, ni tampoco la charla medio adormilado con su compañera de butaca, una chica de Jalisco. No, Less se despierta en un avión repleto de viajeros dormidos bajo mantas como de cárcel. Embriagado por una felicidad soñolienta, mira el reloj y se sobresalta: ¡solo han pasado dos horas! Quedan otras nueve por delante. En las pantallas, una comedia de policías estadounidense estrenada hace poco tiempo. Aunque no tengan sonido, a las películas casi siempre se les intuye la trama. Un atraco de aficionados. Less intenta volver a dormir, con la chaqueta haciendo las veces de almohada; el proyector de su mente reproduce la película de su vida actual. Un atraco de aficionados. Less rebusca en su mochila. Encuentra otra píldora y se la mete en la boca. Un proceso interminable el de tragar en seco, que conoce desde que empezó de niño con las vitaminas. Se coloca el fino antifaz de satén sobre los ojos, listo para volver a la oscuridad…

—Señor, su desayuno. ¿Café o té?

—¿Qué? Ah, eh, café.

La gente aparta las mantas y empieza a levantar las persianas para dejar entrar la luminosidad solar que reina por encima de las pesadas nubes. ¿Ha pasado el tiempo? No recuerda haber dormido. Consulta el reloj: ¿qué loco lo ha puesto en hora? Y ¿en qué zona horaria? ¿Singapur? Van a desayunar, así que faltará poco para comenzar el descenso hacia Fráncfort. Y resulta que se acaba de tomar un hipnótico. Le colocan una bandeja por delante: un cruasán calentado en microondas con mantequilla y mermelada recién sacadas del frigorífico. Una taza de café. Bueno, tendrá que aguantar el tirón. Quizá el café contrarreste el sedante. Para el bajón de la droga se toman estimulantes, ¿no? «Así es como piensan los drogadictos», se dice Less mientras intenta extender la mantequilla congelada sobre el pan.

Va a Turín a la entrega de un premio y en los días previos a la ceremonia habrá entrevistas, algo que los organizadores llaman «careos literarios» con estudiantes de instituto y muchos cócteles y cenas. Less espera poder escapar, aunque sea un rato, para dar un paseo por Turín, ciudad que le es totalmente desconocida. En la letra pequeña de la invitación se especifica que el premio más importante ya está concedido; el galardonado es el famoso novelista británico Fosters Lancett, hijo del famoso novelista británico Reginald Lancett. Se pregunta si el pobre hombre acudirá. Por su miedo al jet lag, Less solicitó llegar la víspera de todos esos actos y su solicitud fue atendida, cosa que él no esperaba. Le dijeron que habría un coche esperándole en el aeropuerto de Turín. Si se las arregla para llegar, claro.

Atraviesa la terminal del aeropuerto de Fráncfort como flotando por un sueño, pensando: «Pasaporte, cartera, teléfono, pasaporte, cartera, teléfono». En una gran pantalla azul descubre que su vuelo a Turín ha cambiado de terminal. «¿Por qué no hay relojes en los aeropuertos?», se pregunta. Deja atrás kilómetros y kilómetros de bolsos de cuero, perfumes y whiskies, kilómetros y kilómetros de hermosas dependientas turcas, aún en sueños, y en su fantasía onírica se detiene a hablar con ellas sobre perfumes y las invita a reír tímidamente y a que le rocíen con delicados aromas a cuero y almizcle; en su sueño, se detiene a mirar las carteras y a acariciar el cuero de avestruz como si hubiera grabado en ellas un mensaje secreto en braille; se imagina en el mostrador de una sala de espera VIP hablando con la recepcionista, una chica con el pelo como un erizo de mar, sobre su infancia en Delaware; abriéndose paso a fuerza de encanto hasta la sala de espera llena de ejecutivos de todas las nacionalidades, todos con el mismo traje; sentándose en un sillón de cuero color crema; bebiendo champán y comiendo ostras; y ahí, justamente, el sueño se desvanece…

Se despierta en un autobús. ¿Adónde irá? ¿Por qué lleva tantas bolsas? ¿Por qué nota el picor del champán en la garganta? Less intenta escuchar si alguno de los pasajeros que lo rodean, agarrados a barras y correas de sujeción, habla italiano. Tiene que encontrar el vuelo a Turín. A su alrededor no hay más que ejecutivos estadounidenses hablando de deporte. Less reconoce las palabras, pero no los nombres. Se siente poco estadounidense. Se siente homosexual. Less nota que hay al menos cinco hombres en ese autobús más altos que él, lo que se le antoja toda una plusmarca. Su mente, como un perezoso tratando de avanzar por el suelo de la jungla de la necesidad, empieza a asumir el hecho de que sigue en Alemania. Less deberá estar de vuelta en ese país en apenas una semana, para impartir un curso de cinco semanas en la Universidad Libre de Berlín. Será en este tiempo cuando se celebre la boda. Freddy se casará con Tom en algún lugar de Sonoma. La lanzadera atraviesa el asfalto de la pista y deposita a los pasajeros en una terminal idéntica a la anterior. La pesadilla: control de pasaportes. Sí, todavía tiene el suyo en el bolsillo de la chaqueta. «Geschäftlich», le responde a un musculado agente de policía (es pelirrojo y tiene el pelo tan corto que parece pintado), pensando secretamente: «A lo que he venido no se le puede llamar “negocios” ni de broma». Tampoco es placer. Otro control de seguridad. Zapatos y cinturón fuera, otra vez. ¿Cuál es la lógica aquí? ¿Por qué insisten los jóvenes de hoy en casarse? ¿Para esto le tirábamos piedras a la policía, para celebrar bodas? Cediendo a las presiones de su vejiga por fin, Less entra en un baño decorado de azulejos y, ante el lavabo, lo que ve en el espejo es un Onkel ya mayor, que está quedándose calvo y viste ropa arrugada que le está grande. Pero resulta que en realidad no hay espejo: es un ejecutivo que está ante el lavabo que hay frente por frente del suyo. Un chiste de los hermanos Marx. Less se lava la cara —la suya, no la del ejecutivo—, encuentra su puerta de embarque y sube al avión. «Pasaporte, cartera, teléfono». Se hunde en su asiento con ventanilla con un suspiro y no llega ni al segundo desayuno: cae instantáneamente dormido.

Less se despierta. Le embarga una sensación de paz y triunfo. Stiamo iniziando la discesa verso Torino. «Estamos iniciando el descenso a Turín». La persona que tenía al lado se ha pasado a la butaca del pasillo. Se quita el antifaz y sonríe al distinguir los Alpes a sus pies; una ilusión óptica le hace verlos no como elevaciones, sino como grandes cráteres. Y luego la ciudad. Aterrizan suavemente y una mujer aplaude en la parte de atrás; se acuerda del aterrizaje en México. Recuerda también fumar a bordo de un avión una vez, cuando era joven. Less mira el reposabrazos y comprueba que sigue habiendo ceniceros. No tiene claro si le resulta encantador o le alarma. Se oye una breve señal sonora y los pasajeros se ponen de pie. «Pasaporte, cartera, teléfono». Less se las ha arreglado para pasar la prueba; ya no se siente aturdido ni soñoliento. Su maleta es la primera en aparecer por la cinta: una perra ansiosa por ver a su dueño. No hay control de pasaportes. Solo una salida y, tras ella, un joven con bigote de señor mayor con un cartel que dice «SR. ESS». ¡Qué maravilla! Less levanta el brazo y el hombre le coge la maleta. En el interior del elegante coche negro, Less se da cuenta de que su chófer no habla inglés. «Molto fantastico», piensa, cerrando los ojos de nuevo.

¿Ha estado Less en Italia antes? Sí, dos veces. Una vez cuando tenía doce años, en un viaje familiar que fue más bien un pinball: comenzó en Roma, de allí volaron a Londres y luego fueron y vinieron de país a país hasta que, por fin, recalaron de nuevo en Italia. De Roma recuerda (entre el agotamiento infantil) los edificios de piedra manchados como si hubieran emergido del mar, el tráfico imposible, a su padre arrastrando por los adoquines maletas de las antiguas (dentro de las cuales viajaba el misterioso neceser de maquillaje de su madre) y el clic, clic, clic del postigo amarillo de su balcón coqueteando con la brisa nocturna romana. Su madre, en sus últimos años, trató muchas veces de avivarle la memoria a Less (sentado a su lado): «¿No te acuerdas de la dueña de los apartamentos, que llevaba una peluca que se le caía todo el rato? ¿Y el camarero ese tan guapo que nos invitó a comer lasaña en casa de su madre? ¿O ese tipo del Vaticano que quería cobrarte una entrada de adulto de lo alto que eras ya?». Su madre, con la cabeza envuelta en un fular con conchitas blancas. «Sí», decía él todas las veces, como hacía con su agente, fingiendo haber leído libros de los que no había oído hablar nunca. ¡La peluca! ¡La lasaña! ¡El Vaticano!

La segunda vez fue con Robert. Ese viaje tuvo lugar mediada la relación, cuando Less se manejaba lo suficientemente bien en el mundo como para serle de ayuda a Robert en el viaje y este no estaba tan amargado que resultase molesto. Ese momento en el que una pareja encuentra su equilibrio: la pasión se ha acallado, pero sigue abundando la gratitud. Los años dorados, aunque nadie repare en ellos. A Robert, extrañamente, le había apetecido viajar y había aceptado una invitación para recitar en un festival literario en Roma. Roma era suficiente atractivo de por sí, pero poder mostrarla a Less era como tener la oportunidad de presentar a alguien a una tía muy querida. Ocurriese lo que ocurriese, sería memorable. En lo que no cayeron hasta llegar fue en que el acto tendría lugar en el Foro romano, donde se reunirían miles de personas bajo la brisa veraniega para escuchar a un poeta recitar, al pie de un arco decrépito; leería desde un estrado iluminado por focos de luz rosa y una orquesta tocaría piezas de Philip Glass entre poema y poema. «Jamás volveré a leer en un lugar así», le susurró Robert a Less entre bastidores, mientras se reproducía un breve vídeo biográfico en una pantalla gigantesca: Robert de niño vestido de vaquero; como serio estudiante en Harvard con su amigo Ross; él y Ross en un café de San Francisco, a la sombra de unos árboles; después, más y más amigos artistas, hasta que llegó el reconocible retrato de la portada de Newsweek: el pelo gris y asilvestrado, guardando la expresión jovial de una mente juguetona (jamás fruncía el ceño en las fotos). La orquesta tocó con brío y resonó su nombre. Cuatro mil personas aplaudían y Robert, con su traje de seda gris, se preparó para saltar al escenario iluminado de fucsia, al pie de unas ruinas centenarias, y soltó la mano de su amante como quien cae de un acantilado…

Less abre los ojos y ve un campo con otoñales viñas envaradas, organizadas en interminables hileras al final de todas las cuales crece un rosal. Se pregunta por qué. Las colinas se extienden ondulantes hasta el horizonte y, sobre cada una de ellas, la silueta de un pueblecito con su torre de iglesia. Parece imposible acceder a ninguno de ellos, salvo escalando. No lo están llevando a Turín, parece; sino a otro lugar. ¿A Suiza, quizá?

Less entiende entonces lo que ocurre. Se ha equivocado de conductor.

SR. ESS. Vuelve a recomponer mentalmente esas dos palabras. Por culpa de la vanidad y del efecto del hipnótico, que no terminaba de disiparse, entendió un señor y una infantil errata ortográfica en su apellido. ¿Sriramathan Ess? ¿Srovinka Esskatarinavich? ¿SRESS, Società de la Repubblica Europea per la Sexualité Studentesca? A esas alturas, casi cualquier cosa le encaja. Es evidente: superados los inconvenientes del viaje, había bajado la guardia y saludado al primer tipo con un cartel que dijera algo parecido a su nombre, partiendo con él hacia un lugar desconocido. Less sabe que la vida es commedia dell’arte y que él tiene un papel fijo. Suspira en su asiento. Se queda mirando por la ventana hacia un pequeño altar que alguien ha construido en el lugar de un accidente de tráfico, en una curva especialmente cerrada de la carretera. Tiene la impresión de que la mirada de plástico de la virgen se cruza momentáneamente con la suya.

Van apareciendo con más frecuencia carteles indicadores de un pueblo en concreto, y los del hotel, un sitio que se llama Mondolce Golf Resort. Less se pone rígido de miedo. Su mente, que nunca deja de inventar historias, va afinando el relato: ha cogido el coche de un tal doctor Ludwig Ess, un médico austriaco que va a pasar sus vacaciones en un hotel con campo de golf del Piamonte, en compañía de su esposa. Él: piel morena, mechones blancos sobre las orejas, gafitas de montura de acero inoxidable, calzoncillos rojos, tirantes. Frau Ess: bajita, rubia con un mechón teñido de rosa, una especie de túnica de lino basto y unas mallas estampadas de chiles mexicanos. Junto al equipaje, dos bastones de senderismo para hacer excursiones al pueblo. Ella se ha apuntado a un curso de cocina italiana mientras que él sueña con sus nueve hoyos y sus correspondientes nueve cervezas Moretti. Y ahora están los dos en el vestíbulo de su hotel del centro de Turín, gritándole al director mientras el botones espera, con el dedo puesto en el botón del ascensor. ¿Por qué quiso Less llegar un día antes? No habría nadie de la organización disponible para enderezar el entuerto; las voces del pobre matrimonio Ess harán eco en el techo del vestíbulo. BENVENUTO A MONDOLCE GOLF RESORT, dice el cartel que dejan atrás al tomar la salida de la carretera principal. Una caja de cristal sobre una colina, una piscina y todo rodeado de agujeros de golf. «Ecco», anuncia el chófer tras detener el coche; el último rayo de luz solar se refleja en la piscina. Dos hermosas jóvenes emergen del vestíbulo forrado de espejos con las manos entrelazadas a la cintura. Less se prepara para pasarlo realmente mal.

Sin embargo, la vida le es indulgente en los escalones mismos del patíbulo.

—Bienvenido a Italia y a su hotel, señor Less —le dice la chica más alta, que lleva un vestido estampado de caballitos de mar—. Estamos aquí para darle la bienvenida de parte de la organización del premio…

Los otros finalistas no llegarán hasta la tarde-noche del día siguiente, así que Less tiene casi veinticuatro horas para sí mismo en aquel hotel con golf. Como un niño curioso, prueba la piscina y luego la sauna, el baño frío, la sala de vapores, el baño frío de nuevo, hasta que se le pone la piel como si tuviera fiebre escarlata. Incapaz de descifrar la carta del restaurante (cena sin compañía, en un invernadero en el que titilan lucecitas), pide tres platos. Uno de ellos lo recuerda de una novela: steak tartare de ternera fassona local. Decide regar los tres con el mismo vino de uva nebbiolo. Se sienta en la habitación de cristal, bañada de sol, como si fuera el último ser humano de la Tierra y tuviera acceso a una bodega infinita. Hay un ánfora llena de petunias en su terraza privada, que asedian día y noche unas abejas pequeñitas. Cuando las observa de cerca, se da cuenta de que no tienen aguijones y sí unas lenguas muy largas que hunden en las flores violeta. No son abejas: son esfinges colibrí, pero pigmeas. El descubrimiento le hace inmensamente feliz. El deleite se ve empañado solo un poco a la tarde siguiente, cuando un grupo de adolescentes, chicos y chicas, aparecen en el borde de la piscina y se quedan mirándolo mientras él hace sus largos. Regresa a su habitación, forrada de madera sueca pintada de blanco, con una chimenea de acero encastrada en la pared. La chica del vestido de caballitos de mar le había dicho que en la habitación había leña. «Sabe usted encender un fuego, ¿verdad?», y Less asiente con la cabeza; iba mucho de cámping con su padre. Amontona los leños formando un pequeño tipi como de osezno scout, rellena el hueco con páginas del Corriere della Sera y prende fuego a estas. Ha llegado la hora de sacar las gomas.

Less lleva años viajando con un juego de gomas elásticas que él tiene por un gimnasio portátil. Son de varios colores y tienen asas intercambiables. Siempre se imagina, cuando las enrolla para meterlas en la maleta, que cuando regrese del viaje de turno estará tonificado y en forma. La ambiciosa rutina comienza en serio la primera noche, con docenas de técnicas especiales recomendadas por un manual (que perdió hace tiempo en Los Ángeles pero que recuerda por partes). Less hace pasar las gomas por detrás de las patas de las camas, de las columnas o de las vigas y se afana en hacer ejercicios con nombres como «el leñador», «el trofeo» o «los muñecos de acción». Termina el ejercicio con la frente perlada de sudor, con la sensación de que ha rescatado un día más del asedio del tiempo. Los cincuenta están más lejos que nunca. La segunda noche se aconseja a sí mismo dejar que los músculos reposen. La tercera noche se acuerda de las gomas y se dispone a usarlas con poco convencimiento. Las finas paredes de la habitación tiemblan por el volumen de la televisión en la habitación de al lado, o la luz blanca del baño lo deprime, o se acuerda de un artículo que tiene por terminar. Less se promete hacer más y mejor ejercicio en dos días. A cambio de su promesa: una botellita de whisky como de juego de muñecas del bar de la habitación, también como de muñecas. Deja las gomas en la mesita de noche abandonadas: un dragón abatido.

Less no es deportista, en absoluto. Su único momento de grandeza lo vivió una tarde de primavera, cuando tenía doce años. En los barrios residenciales de Delaware, la primavera no significaba amores jóvenes y flores empapadas, sino un feo divorcio del invierno y unas segundas nupcias con el rollizo verano. La sauna de agosto se inauguraba automáticamente en mayo y, a la mínima brisa, las flores cerezo y de ciruelo llenaban el aire de polen y convertían la calle en una fiesta con desfile en honor a alguien. Los profesores de la escuela oían a los muchachos mirarse entre risas el pecho resplandeciente de sudor y los jóvenes patinadores se atascaban en el asfalto reblandecido. Fue el año en que regresaron las cigarras; Less no había nacido aún cuando se habían enterrado en el suelo por última vez. Habían regresado esa primavera por decenas de miles, inofensivas pero terroríficas; volando como borrachas, chocándose contra las cabezas, metiéndose en las orejas, forrando los postes telefónicos y los coches aparcados con sus delicadas mudas ambarinas, de ecos egipcios. Las niñas se ponían estas de pendientes y los niños (descendientes sin duda de Tom Sawyer) atrapaban las cigarras vivas en bolsas de papel y las soltaban en clase. Por las noches, cantaban en coros enormes y su canto latía en todo el vecindario. Y la escuela no terminaba hasta junio, y eso si no había que tomar clases en verano.

Imaginen entonces al joven Less: con doce años, su primer año llevando unas gafas de montura dorada que regresarían a sus manos treinta años más tarde, cuando, en París, un óptico le recomendó un par idéntico y le atravesó el cuerpo un recuerdo triste, vergonzante: el niño bajito de gafas en el fondo del campo, a la derecha, con el pelo de un dorado blanquecino, como el marfil viejo, entonces bajo una gorra de béisbol negra y amarilla, paseando entre los tréboles con mirada soñadora. A su esquina del campo jamás llegaban bolas bateadas, y por eso lo habían puesto ahí: aquella zona era una especie de Canadá del deporte. Su padre (si bien Less no sabría esto hasta una década después) había tenido que acudir a una reunión del Consejo Público de Deportes para defender el derecho de su hijo a jugar en la liga pese a su poco interés en el campo y su clara falta de talento en el béisbol en general. Su padre, de hecho, tuvo que recordar al entrenador de su hijo (que había recomendado que se le apartase del equipo) que aquella era una liga de escuelas públicas y que todo el mundo debería poder participar, como todo el mundo puede acceder a una biblioteca pública. Hasta los más ineptos. Y su madre, campeona de sóftbol en su día, tuvo que fingir que todo aquello le daba igual y aprovechar el viaje en coche a los partidos y entrenamientos para dar un discurso sobre la deportividad que, más que aliviar al niño, no conseguía sino desmantelar sus propias creencias. Imaginen a Less con su guante de cuero, la mano inerte por el peso, perdido en locas ensoñaciones infantiles, antes de que estas dejaran paso a las locas ensoñaciones adolescentes, cuando, de repente, aparece un objeto en el cielo. Actuando casi por instinto de especie, Less corre con el brazo extendido y el guante ante sí. El brillante sol le deslumbra. Y ¡clap! La muchedumbre grita. Se mira el guante y ve, con toda la belleza que le da la doble costura roja y las manchas verdes de césped, la única bola que atraparía al aire en toda su vida.

Desde las gradas, el éxtasis de su madre voceando.

Desde su bolsa de viaje en el Piamonte: las famosas gomas desenrolladas por aquel famoso héroe infantil.

Desde la puerta de la habitación: la chica del vestido de caballitos de mar entrando para abrir las ventanas y que salga el humo ante el frustrado intento de hacer fuego de Less.

Hasta entonces, Arthur Less había sido candidato a un premio únicamente en una ocasión, llamado Laureles Literarios Wilde and Stein. Fue su agente, Peter Hunt, quien le informó de ese misterioso galardón. Less oyó quizá Wildenstein y replicó que él no era judío. Peter carraspeó y dijo: «Creo que es algo gay». Así era, y aun así a Less le sorprendió; se había pasado media vida conviviendo con un escritor de cuya sexualidad no se habló jamás, y mucho menos de su doble vida de casado. ¡La etiqueta de escritor gay! Robert había menospreciado siempre esa idea. Era como darle especial importancia a su niñez en Westchester, Connecticut. «Yo no escribo sobre Westchester», diría. «No pienso en Westchester; no soy un poeta de Westchester». Lo cual habría sorprendido mucho en Westchester, cuyo Ayuntamiento había colocado una placa en la escuela secundaria en que había estudiado. Gay, negro, judío; Robert y sus amigos se pensaban más allá de todo eso. A Less le sorprendió que existiera un premio así. Su primera reacción fue preguntarle a Peter: «¿Cómo saben que soy gay?». Hacía la pregunta desde el porche de su casa, con un quimono de seda puesto. Pero Peter le persuadió de ir a recogerlo. Less y Robert ya se habían separado y, preocupado por cómo presentarse ante aquella misteriosa escena literaria gay y desesperado por quedar con un hombre, entró en pánico y le pidió a Freddy Pelu que lo acompañara.

¿Quién se iba a imaginar que Freddy, que entonces tenía solo veintiséis años, sería tal bendición? Llegaron al auditorio de la universidad (colgaban pancartas por todos lados: «¡Las esperanzas son los escalones por los que ascender a los sueños!»), sobre cuya tarima se habían dispuesto seis sillas de madera, a modo de tribunal. Less y Freddy se sentaron en sus butacas de platea. («Wilde and Stein», dijo Freddy. «¿No te suena como a vodevil?») En torno a ellos, la gente se saludaba a voces, se abrazaba y mantenía enérgicas conversaciones. Less no conocía a nadie. Se le hacía raro; eran sus pares, sus coetáneos, y todos le eran desconocidos. No a Freddy, sin embargo, el ratón de biblioteca, que de repente cobró vida en esa compañía literaria: «Mira, ahí está Meredith Castle; es una poeta exquisita, Arthur, de las que sabe manejar la lengua, deberías conocerla; y aquel es Harold Frickes», y así. Freddy observando a través de sus gafas rojas a todos aquellos personajes y nombrándolos con satisfacción. Era como observar aves con un ornitólogo. Bajaron las luces y seis hombres y mujeres subieron al escenario, algunos de ellos tan mayores que parecían autómatas, y se sentaron en las sillas. Se acercó al micrófono un hombre bajito y calvo, con gafas de cristal teñido. «Ese es Finley Dwyer», susurró Freddy. A Less no le sonaba el nombre de nada.

El tal Finley Dwyer dio la bienvenida a todos sus acompañantes y acto seguido su rostro se iluminó: «Reconozco que esta noche me resultaría decepcionante que premiásemos a los asimilacionistas, los que escriben a la manera en que escriben los heterosexuales, a los cuales tienen por héroes de guerra; esos que hacen sufrir a los personajes homosexuales y los obligan a navegar a la deriva en una marea de nostalgias que pasa por alto la opresión que seguimos sufriendo hoy. Yo propongo que hagamos una purga de estas personas, que querrían que nosotros nos desvaneciéramos entre los estantes de las librerías; esos asimilacionistas que, en el fondo, se avergüenzan de ser quienes son, de ser quienes nosotros somos, de quienes vosotros sois».

El público aplaude enfervorecido. Héroes de guerra, personajes que sufren, a la deriva en un pasado nostálgico. Less reconoció esos elementos como una madre reconocería la descripción policial de su hijo psicópata. ¡Era Kalipso! ¡Finley Dwyer estaba hablando de él! De él, del inofensivo, el pequeño Arthur Less: ¡el enemigo! El público rugió y Less se volvió y susurró con voz temblorosa: «Freddy, tengo que salir de aquí». Freddy lo miró estupefacto. «Arthur, ¡las esperanzas son los escalones por los que ascender a los sueños!». Pero entonces se dio cuenta de que Arthur hablaba en serio. Cuando se hizo público el premio al Libro del Año, Less no se enteró; estaba tumbado en la cama mientras Freddy le decía que no se preocupase. Estaban haciendo el amor, pero la librería del dormitorio lo había echado todo a perder: desde ella los escritores muertos lo miraban, como perros al pie de la cama. Quizá Less se avergonzaba, sí, como había dicho Finley Dwyer. Un pájaro posado en el alféizar de la ventana parecía burlarse de él. En cualquier caso, el Libro del Año no era el suyo.

Less ha leído (en el dosier que las guapas chicas le han entregado antes de desaparecer entre paredes de cristal) que, si bien los cinco finalistas han sido elegidos por un comité de sabios, el jurado que da el premio lo forman doce estudiantes de secundaria. La segunda noche se presentaron en el vestíbulo del hotel, ataviados de elegantes vestidos estampados de flores (las chicas) o con americanas demasiado grandes de sus padres (los chicos). ¿Cómo no cae Less en que aquellos chavales son los mismos que ha visto en la piscina? Los adolescentes entran como un grupo de turistas en el invernadero, el excomedor privado de Less, hoy atestado de camareros de cáterin y gente desconocida. Las hermosas organizadoras italianas vuelven a aparecer y lo presentan al resto de finalistas. El primero de ellos es Riccardo, un joven italiano con barba de unos días, increíblemente alto y delgado, con gafas de sol, vaqueros y una camiseta que deja al descubierto tatuajes de carpas japonesas en ambos brazos. Los otros tres son mucho mayores: Luisa, una señora de glamuroso pelo cano, ataviada con una túnica de algodón blanco, que decora sus brazos con exóticas pulseras de oro para ahuyentar a los críticos; Alessandro, un malo como de dibujos animados, con las sienes pobladas de pelo cano, bigote a lo Errol Flynn y gafas de montura negra de plástico que hacen aún más torva su mirada de desaprobación; y un gnomo de piel rosa palo, oriundo de Finlandia, que respondía al nombre de Harry (aunque el nombre con que firma sus libros es otro, totalmente distinto). Less se entera de que las obras presentadas son una novela histórica ambientada en Sicilia, una reinterpretación de Rapunzel en la Rusia moderna; una novela de ochocientas páginas sobre el último minuto de vida de un hombre en su lecho de muerte en París y, por último, una biografía ficcionada de Santa Margery. Less no es capaz de emparejar cada obra con su autor; ¿habrá escrito el chico joven la novela sobre el moribundo o la de Rapunzel? Cualquiera de las dos podría ser. Todos son tan intelectuales. Less ve claro de inmediato que no tiene opciones de ganar.

—He leído su libro —dice Luisa, a la vez que parpadea con fuerza con el ojo izquierdo, tratando de que se desprenda una miguita de maquillaje de las pestañas, mientras con el derecho escudriña por dentro el corazón de Arthur Less—. Me ha trasportado a lugares que no conocía. Pensé en Joyce en el espacio exterior.

El finlandés parece rebosar alegría.

El villano de dibujos animados añade:

—No sobreviviría mucho tiempo, creo.

¡Retrato del artista como astronauta! —interviene por fin el finlandés, tapándose la boca mientras ahoga una risita.

—Yo no lo he leído, pero… —empieza a decir el chico tatuado, removiéndose nervioso con las manos en los bolsillos. Los otros esperan que continúe. Pero no dice más. A sus espaldas, Less reconoce a Fosters Lancett, que entra sin compañía en la sala. Es muy bajito, está como aturdido y rezuma amargura como un bizcocho al ron rezuma ron. También él mismo rezuma ron, quizá.

—Creo que no tengo ninguna opción de ganar —acierta a comentar Less. El premio es una generosa cantidad de euros y un traje a medida confeccionado en el mismísimo Turín.

Luisa levanta una mano al aire.

—¿Quién sabe? ¡Depende de estos estudiantes! ¿Quién sabe qué es lo que les gusta? ¿El romance? ¿El crimen? Si es el crimen, Alessandro nos gana a todos.

El villano enarca primero una ceja y luego la otra.

—Cuando era joven, yo solo quería leer libritos pretenciosos. Camus, Tournier, Calvino. Si había trama, lo odiaba —dice.

—Pues como hasta ahora —le riñe Luisa, y él se encoge de hombros. Less detecta un idilio antiguo entre ambos. Los dos cambian de idioma y se ponen a hablar en italiano. Parece que están peleándose, aunque probablemente no sea así en absoluto.

—¿Alguno habla mi idioma y tiene un cigarro? —Es Lancett, echando chispas por los ojos. El joven escritor saca ipso facto una cajetilla del bolsillo del pantalón y le ofrece un cigarrillo un poco aplastado. Lancett lo contempla con ojos golosos y lo acepta—. ¿Sois los finalistas? —pregunta.

—Sí —responde Less, y Lancett gira la cabeza como un resorte al escuchar el acento estadounidense.

Sus párpados se entornan y tiemblan por la aversión.

—Estas finales no molan nada, vaquero.

—Imagino que has estado en muchas como esta —dice Less, y se arrepiente al instante. Qué tontería.

—No tantas. Y nunca he ganado. Es una peleíta de gallos triste que organizan unos tipos porque no tienen talento propio.

—Sí que has ganado. Ganaste el primer premio aquí una vez —dice alguien.

Fosters Lancett mira fijamente a Less por un instante, lanza una mirada de hastío al cielo y se aleja del grupo para fumar.

Durante los dos días siguientes, la gente se mueve en pequeñas multitudes —adolescentes, finalistas, los venerables miembros del jurado—; se sonríen unos a otros al cruzarse en el restaurante o el auditorio, rozándose pacíficamente en los bufés del cáterin, pero sin sentarse nunca juntos, sin interactuar. Solo Fosters Lancett va de un grupo a otro, merodeando como un lobo solitario. Less siente ahora un nuevo pudor: los adolescentes lo han visto casi desnudo, así que, si están en la piscina, él no aparece por allí. Ve en su mente la imagen de su cuerpo de hombre maduro y no puede soportar los comentarios que imagina (cuando, de hecho, su ansiedad le mantiene casi tan esbelto como en sus años de carrera). También elude el balneario. Así que, de nuevo, salen a la luz las gomas de estiramientos, y cada mañana Less ofrece toda su voluntad lessiana para hacer los «trofeos» y los «muñecos de acción» del manual (que perdió hace tiempo y era una mala traducción del italiano, por cierto). Cada día, no obstante, hace menos ejercicios, aproximándose tangencialmente a cero, pero sin alcanzarlo nunca.

Los días, cómo no, están atestados de actividades. Está el almuerzo al aire libre en la plaza mayor de la soleada ciudad, donde Less es conminado no por uno, ni por dos, sino por diez italianos a ponerse crema solar en la cara, que ya le está tomando un tono rosáceo (claro que se ha puesto crema y ¿qué cojones sabían ellos de caras quemadas, con sus lustrosas pieles caoba?). Está la charla de Fosters Lancett sobre Ezra Pound, en mitad de la cual el cascarrabias saca un cigarrillo electrónico y empieza a fumar; la lucecita verde del moderno aparato, que aún no se comercializaba en el Piamonte al parecer, hizo a algunos periodistas conjeturar si no estaría fumando marihuana piamontesa. Hay varias sorprendentes entrevistas —«Lo siento, necesito una intérprete, no entiendo su acento estadounidense»—, en las que desaliñadas señoras vestidas de lino color malva hacen preguntas profundamente intelectuales sobre Homero, Joyce y la física cuántica. Less, que está totalmente fuera del radar periodístico en los Estados Unidos y al que no le suelen hacer preguntas tan sustantivas, se esconde a todas horas tras una máscara alegre, rehuyendo ponerse filosófico sobre temas acerca de los cuales escribió precisamente porque no los comprendía del todo. Las entrevistadoras se marchan encantadas, entre risas, pero no tienen contenido ni para una columna. Desde el otro lado del vestíbulo, Less oye a las periodistas reír por algo que ha dicho Alessandro; él sí que sabe manejar estas cosas. Y, luego, la ruta de dos horas montaña arriba, cuando Less se vuelve hacia Luisa con una pregunta y ella le explica que las rosas al final de las hileras de viñas ayudan a detectar enfermedades en las plantas. Ella agita el dedo y dice:

—Las rosas siempre enferman primero… Es como lo del pájaro… ¿Qué pájaro era?

—Los canarios. Los canarios en las minas de carbón.

Sì. Esatto.

—O como un poeta en un país latinoamericano —propone Less—. Los nuevos regímenes siempre los matan a ellos primero.

La compleja expresión facial en tres tiempos: primero asombro, después complicidad malvada, por fin, indignación por los poetas muertos, por ellos mismos o por unos y otros.

Y luego, claro, está la ceremonia de entrega de premios en sí.

Less estaba en el apartamento cuando Robert recibió la llamada. Estamos en 1992. «Hostia puta», fue el grito que se oyó desde el dormitorio. Less entró corriendo, pensando que Robert se había hecho daño (vivía intrigas peligrosas con el mundo físico, y sillas, mesas y zapatos se interponían en su camino como atraídos por un electroimán), pero encontró a Robert sentado, con cara de perro pachón, el teléfono en el regazo, mirando al frente, al cuadro que Woodhouse había pintado de Less. Llevaba puesta una camiseta, tenía las gafas de carey apoyadas en la frente y el periódico extendido al lado y un cigarro en la mano (a punto de prender fuego al periódico). Robert se giró para dar la cara a Less:

—Es el jurado del Pulitzer —dijo en tono neutro—. Llevo pronunciando «Pulitzer» mal toda la vida.

—¿Has ganado?

—No es ‘piúlitser’. Es ‘púlitser’, tal cual. —Robert escaneó de nuevo la estancia con la mirada—. Hostia puta, Arthur. He ganado.

Por supuesto, se organizó una fiesta y la pandilla de toda la vida volvió a reunirse: Leonard Ross, Otto Handler, Franklin Woodhouse, Stella Barry, todos amontonados en la cabaña de los Vulcan Steps, todos dando palmadas a Robert en la espalda. Less no lo había visto jamás tan tímido frente a sus amigos, tan patentemente encantado y orgulloso. Ross se acercó a él y Robert hizo una leve reverencia, inclinándose ante el altísimo escritor, de una estatura digna de Lincoln, y Ross le frotó el pelo como para que le diera buena suerte o, más probablemente, porque era algo que hacían cuando jóvenes. Rieron y hablaron de eso sin cesar, de cómo eran cuando jóvenes, lo que desconcertó a Less, porque parecían ambos seguir teniendo la misma edad que cuando él los conoció. Varios habían dejado de beber, entre ellos Robert, así que solo tomaban café de una abollada jarra metálica y fumaban de un porro que rulaba. Less asumió su viejo papel y se quedó a un lado, admirándolos. En algún momento, Stella lo vio desde el otro lado del salón y se acercó a él con su paso de cigüeña; no era más que huesos y esquinas: una mujer poco agraciada, demasiado alta, que celebraba sus carencias con seguridad y gracejo, de manera que, a ojos de Less, se volvían bellas. «Me he enterado de que tú también te has puesto a escribir, Arthur», le dijo con su voz rasposa. Le cogió la copa de vino y le dio un sorbo, y luego se la devolvió, con ojos diabólicos. «Solo te voy a dar un consejo. No ganes ningún premio de esos». Ella, por supuesto, había ganado varios, y la habían incluido en la Antología Wharton de Poesía, lo que la hacía inmortal. Como Atenea descendiendo sobre el joven Telémaco para aconsejarle: «Si ganas un premio, se acabó. Darás clase toda tu vida, pero no volverás a escribir nunca». Se dio golpecitos en el pecho con la uña. «No ganes ningún premio», zanjó. Y acto seguido le dio un beso en la mejilla.

Esa fue la última vez que se reunió la Escuela Río Russian.

La ceremonia tiene lugar no en el antiguo monasterio, donde se puede comprar miel de abejas de clausura, sino en unas dependencias municipales excavadas en la misma roca, al pie del monasterio. Siendo este es un lugar de culto, le falta la mazmorra, así que el gobierno local ha construido una. En el auditorio (cuya puerta trasera está abierta; el tiempo se está revolviendo al otro lado, parece, se prepara una tormenta), los adolescentes esperan con la misma actitud que Less imagina a los monjes enclaustrados: voto de silencio y ademán piadoso. Los venerables miembros del jurado se sientan ante una mesa majestuosa; tampoco hablan. El único que abre la boca es un guapo italiano (resulta que es el alcalde), cuya aparición en el podio es anunciada por un trueno; el micrófono deja de funcionar y las luces se apagan. El público exclama «¡Ooooh!» y Less oye al joven escritor, que, sentado junto a él en la oscuridad, le dice: «Ahora es cuando asesinan a alguien. Pero ¿a quién?». Less contesta, también en un bisbiseo: «A Fosters Lancett», y en ese mismo instante cae en que el famoso autor británico estaba sentado justo tras ellos.

Las luces se encienden de nuevo. No ha habido asesinato. Sin que nadie la accione, una pantalla de cine empieza a desplegarse ruidosamente desde el techo, como ese pariente desequilibrado que baja por la escalera del primer piso de la casa familiar y hay que mandar de vuelta a su guarida. La ceremonia empieza de nuevo; el alcalde retoma su discurso en italiano, con una prosodia meliflua y sin sentido, que sube y baja y repica como un clavecín. Less tiene la impresión de que su mente divaga como un astronauta que se alejara flotando de su estación espacial, en dirección al cinturón de asteroides de sus propias inquietudes y preocupaciones. Él no pinta nada en ese lugar. La pareció absurdo cuando recibió la invitación, pero lo consideró de manera tan abstracta y distante en el espacio-tiempo que aceptó incluir la entrega de premios en el itinerario de su plan de huida. Sin embargo, estando ahí, con su traje, el sudor oscureciéndole ya la pechera de la camisa blanca y perlándole el límite entre frente y cuero cabelludo, cada vez más retraído, se da cuenta de que todo aquello está mal. No cogió el coche incorrecto, sino que el coche incorrecto lo cogió a él. Ha llegado a entender que aquel no es un premio italiano raro, una anécdota que contar a sus amigos, sino algo muy real. Los miembros del comité de más edad, con sus alhajas y anillos; los adolescentes en su estrado de jueces; los finalistas, todos ellos agitados e irritados por las expectativas; hasta Fosters Lancett, que ha viajado hasta allí y ha escrito un largo discurso, y ha cargado su cigarrillo electrónico y su menguante batería anímica de palabrería mezquina. Todo eso es muy real y muy importante para ellos. No es una mera juerga. Un gran error, eso es lo que es.

Less empieza a imaginar (mientras el alcalde cuenta algo en italiano) que su novela ha sido mal traducida o —¿cuál es la palabra?— ‘sobretraducida’. Se la encargaron a una poeta tan genial como poco reconocida (su nombre: Giuliana Monti) que convirtió su inglés mediocre en un italiano sobrecogedor. La novela pasó inadvertida en los Estados Unidos, sin apenas reseñas, sin que ni un periodista quisiera entrevistarlo (su agente de prensa alegó que otoño es una época difícil), pero está claro que en Italia se lo toman en serio. Y en otoño, nada menos. Esa misma mañana le mostraron artículos de La Repubblica, Il Corriere della Sera, de algunos periódicos locales y de otros periódicos católicos en los que aparece fotografiado con su traje azul, mirando hacia arriba, directamente a la cámara, con la misma natural mirada de zafiro que le dedicó a Robert en aquella playa. Pero no debería ser así. En la fotografía tendría que aparecer Giuliana Monti. Es ella la que ha escrito el libro. Ha reescrito, ha mejorado, ha echado a un lado la escritura del propio Less. Sí, él sabe reconocer el genio. A él, el genio lo ha despertado en mitad de la noche; a él lo ha despertado el sonido del genio pasillo arriba y pasillo abajo; él le ha hecho café al genio y el desayuno, y su sándwich de jamón y su té; ha estado desnudo con el genio, y ha aplacado el pánico del genio, le ha traído los pantalones del sastre y le ha planchado las camisas antes de los recitales. Ha sentido cada centímetro de la piel del genio; ha conocido el olor del genio y su tacto. Fosters Lancett, sentado en diagonal detrás de él, para quien es pan comido hablar durante una hora sobre Ezra Pound; él es un genio también. Alessandro, con su bigote de húsar austriaco; la elegante Luisa; el finlandés pervertido; Riccardo el tatuado: posibles genios. ¿Cómo ha terminado él allí? ¿Qué dios tiene tiempo suficiente para orquestar esa humillación tan particular, para hacer que un novelista de segunda cruce el mundo en avión y sienta, a través de algún séptimo sentido, lo minúsculo de su propio valor? El premio lo deciden los estudiantes de secundaria, dijimos. Debe de haber un cubo de sangre colgado de las vigas, y la sangre le está goteando en el traje azul. ¿Se convertirá por fin ese lugar en mazmorra? Se trata de un error, de una encerrona o de ambas cosas. Ya no hay escapatoria.

Arthur Less ha salido del auditorio, aunque permanezca físicamente en él. Ahora se encuentra solo en el dormitorio de la cabaña de Vulcan Steps, de pie ante el espejo, haciéndose el nudo de la pajarita. Es el día de los premios Wilde and Stein y está reflexionando, brevemente, sobre las palabras que pronunciará tras recoger el premio. Su rostro resplandece de placer. Tres golpes en la puerta de la casa y el traqueteo de la llave en la cerradura. «¡Arthur!» Less está ajustándose la pajarita y, con ella, las expectativas. «¡Arthur!» Freddy aparece tras la esquina y saca del bolsillo de su traje parisino (tan nuevo que todavía no ha descosido las solapas de los bolsillos) una cajita plana. Es un regalo: una pajarita de lunares. Ahora tiene que deshacerse el nudo de la que se acaba de poner, quitársela y anudar la nueva. Freddy lo mira en el espejo. «¿Qué vas a decir cuando ganes?»

Y más cosas: «¿Crees que es amor, Arthur? No, no lo es». Robert rabiando en su habitación de hotel antes de la ceremonia del Pulitzer, en Nueva York. Alto y esbelto como el día en que se conocieron; está más canoso, por supuesto, y la edad le ha desgastado el rostro («Parezco un libro manoseado, con las esquinas de las páginas dobladas»), pero sigue haciendo gala de perfil elegante y de furia intelectual. De pie, con el pelo plateado, ante la luminosa ventana: «Los premios no son amor. Porque alguien a quien no conoces de nada no puede amarte. Los huecos para los ganadores ya han sido fijados, de aquí al día del Juicio. Ellos saben el tipo de poeta que va a ganar: si tu poesía encaja en el hueco correspondiente, entonces bravo por ti. Es como ponerse un traje de un hermano mayor. Es suerte, no es amor. No es que esa suerte no sea agradable. Quizá la única forma que hay de reflexionar sobre ello es ocupar el centro de toda la belleza. Por azar, hoy nos toca estar ahí. Esto no quiere decir que no lo quiera. Es una manera desesperada de obtener placer. Sí, lo quiero. Soy un narcisista y los narcisistas hacemos cosas desesperadas. Buscamos el placer. Te queda bien el traje. No sé qué haces con un cincuentón como yo. Ah, sí, ya sé, te gustan los productos bien acabados. No quieres engarzar tú la última perla. Vamos a tomarnos un champán antes de salir. Ya, ya sé que es mediodía. Hazme el nudo de la pajarita, por favor. A mí se me ha olvidado hacerlo porque sé que a ti no se te olvidará nunca. Los premios no son amor; esto sí, esto es amor». Lo que escribió Frank: «Es un día de verano, y más que ninguna otra cosa en el mundo, quiero que me deseen».

Otro trueno saca a Less de su reflexión. No, pero no es un trueno: son aplausos. El joven escritor que tiene sentado al lado le tira de la manga. Ha ganado Arthur Less.

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