Leonardo

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Capítulo 13

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CAPÍTULO 13

EL PASTEL GIGANTE

CECILIA GALLERANI SE HABÍA MARCHADO DE LA CORTE de Ludovico Sforza. Se iba a casar con un conde, también llamado Ludovico, como le correspondía a su estatus social.

Leonardo, que sentía que había perdido la compañía de una buena amiga, a partir de entonces se concentró en algunos trabajos que hacía tiempo que tenía en mente.

Quería comprobar por su cuenta las proporciones ideales del cuerpo humano. Leonardo seguía estudiando a Vitruvio, aquel ingeniero que había vivido mil quinientos años antes que él y al que tanto admiraba por sus invenciones, como el odómetro, que era la máquina que permitía contar kilómetros. Y Vitruvio había establecido cuáles debían ser esas medidas.

—Y yo voy a dibujarlas —explicó Leonardo a uno de sus ayudantes, que vivía con él en la Corte Vecchia—. He hecho algunos estudios sobre anatomía para ver cómo es el cuerpo humano, porque quiero dibujarlo a la perfección. Saber cómo funcionan las cosas, cómo son en realidad, me permite representarlas con precisión.

A veces, parecía que Leonardo hablaba para sí mismo.

—Aquí tenéis el compás que me habéis pedido —le dijo el ayudante tendiéndole el instrumento hecho de madera.

—Verás, Bartolomeo, un cuerpo humano de proporciones perfectas debe encajar dentro de un círculo y de un cuadrado. Aquí, donde he clavado la aguja del compás para dibujar el círculo, estará el ombligo del hombre que dibuje…

—¡Ah! —respondió el chico, sin saber qué decir realmente—. Por cierto, también os he traído el espejo que me mandó buscar… ¿Queréis afeitaros ahora?

—¡No, Bartolomeo, no! —Leonardo rio con ganas—. La verdad es que estoy pensando en dejarme barba. ¿Qué te parece? Cecilia siempre me decía que tengo una cara bella. Pero a mí no me gusta que me admiren por mi rostro, ¡prefiero que lo hagan por mi obra!

—Sí, claro —contestó Bartolomeo, deseando alcanzar algún día el arte de su maestro, que, por el momento, no le dejaba pintar, solamente dibujar con estiletes sobre cartón.

—Aun así, pensaba ponerle mi cara al individuo que voy a dibujar siguiendo las medidas de Vitruvio. En estos casos, lo más habitual es que uno se dibuje a sí mismo, ¿no crees, Bartolomeo?

El aprendiz ya no pudo contestar, porque un terrible griterío interrumpió la conversación.

—¡Maestro! ¡Maestro! —chilló uno de sus ayudantes, llamado Gian Antonio Boltraffio—. ¡Me han robado! ¡Me han robado un estilete con punta de plata! —explicó, muy alborotado.

—Tranquilo, seguro que no anda muy lejos… —intentó calmarlo Leonardo—. ¿Has mirado entre tus papeles y tus bocetos?

—He mirado por todas partes, maestro —replicó Gian Antonio—. Estoy seguro de que lo dejé encima de la mesa de mi estudio, pero no está allí. Ya sabéis cómo de importante es este instrumento. ¡Y no solo porque me ha costado veintidós sueldos! ¡Una barbaridad! Lo digo porque este estilete es el que iba mejor para hacer mis dibujos.

Al oír el precio de ese instrumento de dibujo, Leonardo tuvo una ligera idea de qué podía haber pasado.

Desde hacía un tiempo había acogido en su taller a un niño venido del campo; se llamaba Gian Giacomo Caprotti. Su familia vivía en Oreno, a casi cinco horas andando, y era muy pobre, por lo que había pedido a Leonardo que contratara al niño, que tenía diez años, como criado.

Leonardo había accedido a acoger a Giacomo sin estar muy convencido de ello: tenía un aspecto angelical, pero era un auténtico diablillo. Por eso, pronto le empezó a llamar Salai, que era el nombre de un diablo.

—¡Salai! —gritó con voz potente Leonardo—. ¿Dónde te has metido?

Salai no contestó, pero a Leonardo le pareció oír los mismos ruiditos que haría un ratón al roer una galleta.

Guiado por su oído, llegó a un rincón del taller donde el joven criado se escondía a veces.

—¿Qué haces? —le preguntó Leonardo, enfadado cuando lo sorprendió comiendo algo a escondidas.

—Meriendo… —contestó Salai con la boca llena.

—¿Y se puede saber qué comes?

—Dulces de anís.

—Pero… ¿de dónde has sacado el dinero para comprarlos? —preguntó Leonardo, extrañado porque sabía que el chico no tenía ni un sueldo en su posesión.

—Mmmm… —Salai no sabía qué responder.

Entonces, Leonardo recordó cuando un aprendiz del taller de Verrocchio le robaba los mazapanes de Accattabriga, y cómo él y Botticelli descubrieron al ladronzuelo gracias a unos mazapanes falsos hechos de arcilla.

«¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces!», pensó Leonardo.

—¿No habrás cogido tú el estilete de Gian Antonio para venderlo y, con el dinero de la venta, comprarte dulces? —preguntó Leonardo, inquisitivo.

—¡Yo nunca haría eso! —respondió Salai, todavía con los dulces de anís en la boca.

Leonardo no creyó al chico e hizo que le acompañara a registrar sus pertinencias para comprobar que no tuviera allí el estilete de Gian Antonio ni ningún otro.

Cuando abrieron el baúl de Salai, encontraron de todo en su interior: estiletes de plomo y de plata que los aprendices y ayudantes utilizaban para hacer sus dibujos, telas de lino con las que Leonardo hacía fabricar sus túnicas, utensilios de estaño sacados de los aposentos y del estudio de Leonardo…

Bartolomeo, Gian Antonio y todos los demás aprendices y ayudantes pensaron que ese era el final de la estancia de Salai en el taller de la Corte Vecchia.

Sin embargo, Leonardo no tuvo valor de echar al chiquillo. «¿Adónde irá, si lo despido?», se preguntaba.

Durante un par de días, Leonardo dio vueltas sobre qué hacer con Salai y determinó que seguiría teniéndolo con él en el taller y que le intentaría enseñar el oficio como hacía con los otros aprendices. Con determinación y con mucha paciencia.

Leonardo, que ya tenía cerca de cuarenta años, tenía fama de ser un maestro exigente. Antes de dejar que sus ayudantes pintaran un cuadro, tenían que hacer un largo recorrido, y debían aprender a dibujar primero con estiletes como los que había robado Salai.

Cuando los ayudantes ya tenían el arte adquirido, los dejaba intervenir en algunos cuadros.

A veces, los hacían enteros, pero siguiendo las directrices de Leonardo o copiando sus modelos.

Por supuesto, no valía lo mismo un cuadro pintado enteramente o en gran parte por el maestro que uno hecho por un ayudante.

—Salai, a partir de ahora vendrás conmigo a todas partes —le dijo Leonardo al chico, después de los dos días de reflexión—. Así, además de asegurarme de que no te meterás en líos, podrás aprender el oficio.

—¿Habrá comida allí donde vayamos? —preguntó Salai, sin ningún otro interés que llenarse la panza con deliciosos manjares.

—¡Salai! —exclamó Leonardo—. Parece mentira que solo te preocupe eso… —añadió, mientras se le escapaba una pequeña sonrisa recordando cuando él mismo era un crío y se volvía loco por los mazapanes y los dulces que le enviaba Accattabriga.

Por un momento, Leonardo viajó en el tiempo y recordó a su padrastro. No hacía mucho que había fallecido, allá, en Campo Zeppi.

Leonardo había pedido a su madre que viajara a Milán y se quedara a vivir con él, en ese palacio que él ocupaba. Aunque estaba un poco destartalado, el edificio tenía mucho espacio. Sus hermanos por parte de madre ya eran mayores, tenían sus propias familias y no podían ocuparse de una Caterina cada vez más anciana.

Mientras, Leonardo trabajaba en la creación del prototipo para realizar la escultura ecuestre en honor al padre de Ludovico Sforza. Primero, acabaría de construir el caballo en barro allí, en el palacio donde vivía. Después, fundirían la cantidad de bronce necesaria para convertir el modelo en una estatua de metal.

Leonardo seguía pasando mucho tiempo en el palacio de los Sforza, ahora tomando apuntes de los caballos que tenía el duque.

De la misma manera que quería que las proporciones de los cuerpos humanos que dibujaba fueran perfectas, deseaba también que los animales que representaba estuvieran muy bien proporcionados.

Leonardo hacía bocetos de los caballos en las cuadras del Castello Sforzesco con el papel y los carboncillos que llevaba siempre colgados en una bolsa atada a la cintura. Ahora, que era un hombre más elegante, le parecía más apropiado eso que llevarlos dentro de la camisa, como había hecho siempre.

Al mismo tiempo que dibujaba, se aseguraba de vigilar con el rabillo del ojo a Salai, el cual a menudo andaba tramando alguna fechoría.

Tan entretenido estaba Leonardo, que no vio acercarse a Ludovico Sforza.

—¡Buenas, Leonardo! —le saludó el que todavía era duque de Milán—. Me urge hablar contigo…

—¡Ludovico! —contestó Leonardo, sorprendido—. Vuestra excelencia dirá… —añadió recobrando la compostura ante el duque.

—Como sabrás, por fin he puesto fecha para mi boda con Beatrice d’Este —dijo refiriéndose a su prometida, que llevaba mucho tiempo esperando el enlace—. ¡Quiero que ese día sea inolvidable! ¡Quiero que crees un espectáculo nunca visto!

A Leonardo se le iluminaron los ojos.

No podía negarlo: le encantaban los retos de ese tipo y Ludovico le volvía a brindar una buena oportunidad para poner a prueba su ingenio.

—Por cierto, Leonardo… También quiero que hagas un retrato de mi prometida: será un regalo de bodas para la futura duquesa. Quiero que sea una pintura tan buena como la que le hiciste a Cecilia. Sabes que, a ella, le encantó tu cuadro y que lo guarda como un auténtico tesoro. Y, a mí, me dejaste impresionado con ese fantástico armiño que pintaste…

—¡Por supuesto! —respondió Leonardo, percatándose de que Salai había desaparecido de su campo de visión.

En cuanto pudo deshacerse del duque, se puso a buscar al diablillo.

—¿Dónde se habrá metido ese chico? —refunfuñó—. Espero que no haya hecho alguna de las suyas… —siguió hablando entre dientes.

Después de dar vueltas y vueltas por todo el jardín y por el interior del castillo, Leonardo encontró a Salai en la cocina de palacio. Estaba sentado comiendo como un glotón un pastel que tenía una pinta espléndida. Hablaba con una joven y bella dama, y ambos se reían carcajadas.

—¡Salai! —exclamó Leonardo—. ¿Se puede saber qué haces aquí?

—¡Meriendo! —dijo el chico con la boca llena.

—¿Es que siempre te pillo merendando? —preguntó Leonardo, sin saber si reír o enfadarse.

—No os disgustéis con el chico, maestro —le pidió la dama—. Permítame que me presente: soy Beatrice d’Este, prometida del duque de Milán.

—¡Encantado! —dijo Leonardo, realmente convencido de lo que decía: la futura duquesa parecía alegre y divertida, además de educada e inteligente.

Beatrice d’Este invitó a Leonardo a sentarse con ellos y le sirvió un pedazo de pastel. Hablaron de poesía, de música y también de comida. A la joven Beatrice, igual que a Salai y a Leonardo, le encantaban los dulces.

—¡Ya lo tengo! —exclamó de repente Leonardo—. Para vuestra boda con el duque de Milán, construiré un pastel gigante. El banquete se hará dentro del pastel. Será una casita inmensa, toda ella hecha de dulce.

—¡Eso es imposible! —exclamó Beatrice, sorprendida.

—¡No me lo pierdo por nada del mundo! —dijo Salai, emocionado, pensando en cómo sería un pastel de esas dimensiones.

Para Leonardo no había nada imposible, y pronto empezó a trabajar en el diseño de ese pastel sobre el cual todo Milán hablaría durante años.

Cuando llegó la víspera del gran día, la tarta-edificio se instaló en el patio interior del castillo, donde poco tiempo atrás se había celebrado el banquete de bodas del sobrino de Ludovico Sforza, quien nunca llegó a convertirse en duque de Milán. Medía sesenta metros de longitud y estaba hecho de mazapán, polenta, nueces, pasas… Incluso las sillas en las que tenían que sentarse los invitados estaban recubiertas de bizcocho.

—¡Es increíble! —exclamó Beatrice ante esa obra de ingeniería pastelera sin precedentes.

—¡Un sueño hecho realidad! —añadió Salai, a quien se le hacía la boca agua con solo mirar ese dulce de dimensiones colosales—. Me gustaría quedarme a vivir aquí…

—¡Ni te acerques! —le advirtió Leonardo, con el temor de que a su protegido le diera por hacer alguna de sus trastadas y echara a perder tanto trabajo justo el día antes de la boda.

Los novios estaban muy impresionados. Leonardo, satisfecho, se despidió de ellos y quedaron en verse al día siguiente.

Esa noche Leonardo no durmió bien, porque tuvo una pesadilla en la que Salai era el protagonista: el chico entraba en el pastel de bodas de Beatrice d’Este y Ludovico Sforza, seguido de unos cuantos pillines como él. Entre todos, comían la gran obra de Leonardo, arruinándola.

Al fin, de madrugada, Leonardo consiguió conciliar el sueño.

Justo entonces, unos gritos en la puerta de la Corte Vecchia lo despertaron.

—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Tenéis que venir a palacio!

Leonardo se levantó deprisa y se vistió con lo primero que encontró. Bajó a la puerta de su palacio con su rizada cabellera y la barba que se había dejado crecer totalmente despeinadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó, nervioso, al hombre que gritaba de aquella manera en la puerta de su casa.

—¡Un ejército de ratones y pájaros se han comido el pastel! —dijo el emisario de Sforza, desesperado.

—¡No puede ser! —Leonardo se tiraba de los pelos mientras corría siguiendo al hombre en dirección al Castello Sforzesco.

Cuando llegó y vio el espectáculo en el patio interior del castillo, Leonardo no se lo podía creer: roedores y todo tipo de pájaros e insectos revoloteaban por dentro y fuera del pastel gigante, que había quedado hecho añicos.

De repente le entró una risa nerviosa, como aquellas que se le escapaban de vez en cuando a su amiga Cecilia. Pero enseguida consiguió reaccionar:

—¡No hay tiempo para lamentarse! —gritó, recuperando la compostura. Y se volvió hacia los criados con aire decidido—: Limpiaremos todo este desastre y nos concentraremos en las demás actuaciones que teníamos preparadas.

Todos los presentes miraron a Leonardo con asombro.

—¡Realmente, ese hombre es un genio! —exclamaron al unísono.

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