Leonardo

Leonardo


Capítulo 1

Página 4 de 19


CAPÍTULO 1

EXPLORANDO CAMPO ZEPPI

LEONARDO SE HABÍA SUBIDO A UN ÁRBOL. Antes, había envuelto su pequeño tesoro con unos cuantos trapos para que no se le rompiera y se lo había guardado dentro de la camisa. Así, tendría las manos libres para trepar.

Tartufo, su perro, empezó a ladrar mirándolo desde debajo de la rama en la que estaba colgado el chico.

—No te pongas nervioso, Tartufo, que ya casi estoy —dijo Leonardo al perro, con tono tranquilizador.

Entonces, Leonardo sacó con cuidado lo que llevaba escondido dentro de la ropa. Desenvolvió los trapos y dejó a la vista un huevo de mirlo.

—¿Lo ves, Tartufo? —El niño siguió hablando a su perro—: Voy a dejar este huevo de mirlo abandonado en este nido de arrendajo. Espero que la mamá arrendajo, cuando vuelva, lo incube junto con sus huevos.

Cuando hubo llevado a cabo la delicada operación, Leonardo bajó del árbol a toda prisa y se reunió con su peludo amigo.

—Si todo va como debe ir, la mamá arrendajo no se dará cuenta de que hay un huevo de más y criará al polluelo de mirlo como si fuera uno de los suyos.

Leonardo, satisfecho con su plan, acarició la cabeza de Tartufo. Y el animal le respondió con un ladrido, como si realmente hubiera entendido el significado de todo aquello.

—Ahora, llevaremos a cabo nuestra misión secreta —continuó el chico—. Iremos a casa de madre para recoger unas cuantas provisiones y algunas cosas que me hacen falta. Estoy dudando si invitar a Piera y a María a venir con nosotros. ¿Tú qué dices, Tartufo?

El perro volvió a ladrar.

—¿Es eso un sí? —dijo Leonardo riendo.

Leonardo entró en la humilde casa de campo donde vivía su madre, Caterina, con su padrastro, Accattabriga. Buscaba a Piera y María, las mayores de sus cuatro hermanos por parte de madre.

—¡Piera! ¡María! ¿Os apuntáis a la aventura? —gritó el chico con entusiasmo.

—¿Qué estás tramando? —quiso saber Piera.

—Voy a salir a explorar las cuevas de los alrededores, aquí en Campo Zeppi. Tengo la misión de encontrar una cueva que sirva para guardar todos mis tesoros —explicó Leonardo.

—¡Yo me apunto! —saltó María, que era la más pequeña de las dos hermanas, pero también la más intrépida.

—No lo veo claro, Leonardo —dijo Piera, dudando—. Si madre se entera, nos caerá una buena reprimenda. Además, ya sabes qué diría tu padre de todo esto…

—Mi padre está muy lejos, en Florencia —apuntilló Leonardo—. No se enterará de nada. Además estaremos de vuelta antes de que madre y Accattabriga regresen a casa. ¡Venga, animaos!

—De todas formas, yo no puedo ir —dijo Piera—. Tengo que cuidar de Lisabetta y Francesco. Y tú tampoco puedes ir, María —añadió dirigiéndose a su hermana menor con determinación—. Madre ha dicho que tenías que ayudarme a vigilarlos.

La pequeña María, que apenas tenía siete años, se encogió de hombros y miró a Leonardo con resignación. Prefería mil veces salir con él de aventuras por los alrededores de Campo Zeppi a quedarse cuidando a los pequeños de la casa. Con su hermano, la diversión estaba asegurada, pero no tenía ganas de que volvieran a reñirla por no cumplir con sus obligaciones.

—Ah, ya, bueno… —gruñó Leonardo con fastidio. Luego decidió que era mejor conformarse—: En ese caso, iré con Tartufo.

—¡Pero Tartufo es un perro! —señaló María.

—¡Claro que es un perro! El mejor compañero que un humano pueda imaginar —advirtió Leonardo—. Tiene mejor sentido de la orientación que cualquier persona, mejor olfato, no se cansa y, sobre todo, ¡nunca se queja! ¡Decidido! Si no venís vosotras, me iré con él.

Y tras decir esto, Leonardo desapareció en la cocina de la casa, una estancia amplia que tenía un hogar en un rincón. El fuego estaba encendido casi siempre, ya fuera para dar calor o para cocinar algo.

María, a pesar de saber que no podría acompañar al chico, decidió seguirlo, igual que hacía Tartufo, para no perderse ni un detalle de los preparativos para la gran aventura.

Leonardo estaba recogiendo unos cuscurros de pan que alguien había separado para hacer sopas de ajo, y María vio que también cortaba un generoso pedazo de queso de oveja, que pensaba compartir con Tartufo.

El muchacho lo metió todo en el zurrón, donde llevaba sus papeles y carboncillos para dibujar, cordeles y otras cosas que le parecían imprescindibles para andar por el monte.

Añadió un par de manzanas y un puñado de nueces. Cogió una calabaza para recoger agua en la fuente y buscó un pequeño candil, un tarro con aceite de oliva con el que llenar la lamparita y, por último, yesca y pedernal para encender la mecha cuando hiciera falta.

—¡Venga, Tartufo! —llamó Leonardo a su perro—. ¡Es hora de salir a la aventura!

Tartufo movió el rabo contento, sabiendo que su amo lo llevaría a recorrer el monte y los campos, una afición que los dos compartían.

Tartufo era un perro de la raza lagotto de Romaña, de color blanco y marrón arcilla. Leonardo le había puesto ese nombre por su habilidad para encontrar trufas, ya que tartufo, en italiano, significa precisamente eso: ‘trufa’.

Pasaron por campos de trigo, viñedos y olivares hasta llegar al pie de las redondeadas colinas que se alzaban sobre la ciudad de Vinci y los núcleos poblados de los alrededores, como Campo Zeppi.

En realidad, Leonardo vivía en el centro de Vinci, justo al lado del castillo, con sus abuelos paternos y su tío Francesco. En esa época, los apellidos no eran muy importantes, y a las personas se las solía conocer por el lugar donde vivían; por eso a Leonardo le llamaban da Vinci. Aun así, el muchacho pasaba mucho tiempo en la casa de su madre, en Campo Zeppi, que estaba a solo veinte minutos a pie del hogar de su familia paterna. Tanto a él como a Tartufo, les gustaba el movimiento de esa casa tan llena de gente, donde siempre los recibían con los brazos abiertos.

Leonardo se paró en una fuente para llenar la calabaza. Esa misma agua alimentaba el río Vincio, que discurría más abajo rodeado de espesos mimbrales. A Leonardo y Tartufo les encantaba acercarse al río a buscar ranas. Cuando atrapaba alguna, la guardaba durante un par de días para poder dibujarla; luego, la devolvía a su lugar de origen, siempre asegurándose de que no sufriera daño alguno.

Cuando el perro oyó el ruido del agua, quiso bajar a la orilla del río, pensando que la aventura del día consistiría en ir a buscar unas cuantas ranas.

—¡No, Tartufo! ¡Hoy no! —Leonardo tenía otra cosa en mente, y no eran precisamente las ranas.

Tartufo gimoteó con la intención de dar pena a su amo, porque el río era uno de sus lugares favoritos.

—Que no, Tartufo… Hoy vamos a buscar cuevas —lo riñó cariñosamente el chico.

Un poco ofendido, el perro metió el morro en el abrevadero que había junto a la fuente y se dispuso a beber agua fingiendo que no veía ni oía a su joven dueño. Pero pronto se quedó embelesado con los renacuajos que allí nadaban y se olvidó de su disgusto con Leonardo. Como movido por un resorte, Tartufo se dedicó a perseguir durante un buen rato a los renacuajos, que se agitaron nerviosos intentando huir del acoso del perro.

Mientras, Leonardo observaba el chorro de agua caer sobre la pila de piedra de la fuente e irse por el desagüe, y mentalmente iba anotándose las preguntas que le generaban lo que, para él, era una maravilla de la naturaleza: «¿Por qué el agua forma remolinos? ¿Son la misma cosa que los remolinos de viento?».

De repente, los aspavientos de Tartufo lo sacaron de sus pensamientos. Parecía como si una abeja le hubiera picado en el morro: el perro gimoteaba y se agitaba muy alterado, dando vueltas sobre sí mismo como si algo le importunara muchísimo.

—Pero… ¿qué te pasa? —preguntó Leonardo, que no entendía nada.

Tartufo no se lo explicó, claro está, pero estornudó causando un gran estruendo, y un renacuajo salió despedido de su nariz.

—¡No me lo puedo creer, Tartufo! —exclamó el chico, desternillándose de risa—. Se te había metido un renacuajo por la nariz… —Leonardo rio y rio, mientras Tartufo lo miraba con cara de no comprender qué le hacía tanta gracia a su amo.

El perro interrumpió la risa de Leonardo con dos ladridos inquietos. Tartufo ya se había olvidado del incidente del renacuajo y parecía que otra cosa ocupaba ahora toda su atención.

—¿Qué te pasa, amigo? ¿Qué has oído? ¿Hueles algo? —le preguntó Leonardo, ya recuperado de su ataque de risa y acariciando el rizado pelaje del animal.

De pronto, Tartufo salió corriendo y Leonardo, sin pensárselo ni un instante, fue tras él. El perro no se detuvo hasta que hubo salvado el desnivel que llevaba hasta la cima de una de las pequeñas colinas que Leonardo se disponía a explorar. Una vez arriba, empezó a olisquear el suelo siguiendo el rastro de algo que le inquietaba.

—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó Leonardo, jadeando—. Espero que no me hayas hecho correr tanto por un simple conejo. Ya te he dicho que también he cogido queso para ti.

Tartufo hizo caso omiso de las palabras de Leonardo y continuó avanzando con el hocico pegado al suelo como cuando buscaba trufas. Su arrebato rastreador lo condujo hasta unos arbustos de jara que parecía que escondían algo.

—Espera, espera… ¿Qué hay aquí detrás? —Con los ojos muy abiertos, Leonardo apartó unas ramas que eran más altas que él—. No puede ser… ¡una cueva!

Efectivamente, tras la inmensa jara se hallaba la entrada de una cueva. Tartufo se coló por la pequeña abertura en las rocas con actitud desesperada, ignorando las llamadas de su amo.

—¡Tartufo! ¡Tartufo! ¡No te metas ahí, que dentro puede haber un animal salvaje! ¿O es eso justo lo que buscas? —Leonardo llamó una y otra vez a su perro, pero este no respondió.

El chico comenzó a preocuparse y a dudar si debía esperar o entrar en la cueva e intentar rescatar a su amigo. «Pero… ¿por qué no sale? ¿Y si alguien o algo se lo ha llevado?», se preguntó, imaginándose todo tipo de malhechores… y también algún que otro ser fantástico que podía vivir en aquella oscura cueva.

Leonardo estaba sentado con la cabeza apoyada sobre las rodillas pensando un plan para salvar a su perro, cuando oyó un ruido que lo sobresaltó: sonaba como si alguien hubiera pisado unas ramas secas en el bosquecillo que había allí mismo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Leonardo, irguiéndose.

No obtuvo respuesta. Escamado, se levantó en silencio y se dispuso a rastrear los alrededores: dando un gran rodeo para no ser descubierto, se adentró con sigilo en el bosque, formado por robles, encinas y castaños.

Una vez que hubo alcanzado la zona más frondosa, sintiéndose protegido por los árboles y los matorrales que lo escondían, Leonardo pensó una estrategia para descubrir quién se movía por allí. «¿Serán los que se han llevado a Tartufo?», se preguntó a sí mismo.

Abrió el zurrón y sacó los carboncillos de dibujo. En un momento, se tiznó la cara de negro y, después, se untó las ropas con barro y tierra. Encima, se puso hojas secas y ramitas que cogió del suelo. La verdad es que parecía más un espantapájaros que otra cosa, pero Leonardo estaba convencido de que aquel era un buen camuflaje para andar por el bosque sin ser visto.

El muchacho prestó atención a lo que ocurría a su alrededor con todos sus sentidos alerta. En especial, aguzó el oído, concentrándose por si se volvía a producir un crujido sospechoso.

Y ahí estaba de nuevo aquel ruido: alguien acababa de volver a pisar una rama seca.

—Mmmm… ¡Ya te tengo! —susurró Leonardo para sí, con una idea clara de dónde procedía el sonido.

El chico era un experto rastreador gracias a las salidas al campo que había hecho durante años con su tío Francesco, el hermano pequeño de su padre. Además, siempre que podía, intentaba aprender por su cuenta, yendo y viniendo por los campos y los bosques de las inmediaciones de Vinci y Campo Zeppi.

Leonardo se agachó y fue avanzando a ras de suelo, moviéndose como si fuera un felino al acecho de su presa. Al cabo de un rato, vio una silueta que se movía entre los árboles. Tuvo que forzar la vista un poco, pero pronto se dio cuenta de que el individuo en cuestión era más bien menudo y poco peligroso.

—¡No puede ser! —murmuró Leonardo cuando descubrió la identidad del presunto maleante.

Se trataba de su hermana María, que se había escondido detrás de un enorme roble intentando espiar a Leonardo. La niña había perdido de vista a su objetivo, aún no se explicaba cómo, y concentrada como estaba en estirar el cuello para volver a localizarlo en el claro que tenía delante, no vio que su medio hermano se le acercaba por la espalda.

Leonardo continuó arrastrándose hacia el roble donde estaba María y, cuando estuvo lo bastante cerca, se incorporó muy despacio. Quieto como una estatua, dedicó unos segundos a pensar qué hacer a continuación. Sin embargo, lo tenía bastante claro: quería darle a María un buen susto, en parte para gastarle una broma, pero también para vengarse por el mal rato que había pasado por su culpa, al creer que un malhechor le acechaba.

—¡Buuu! —le gritó de golpe.

—¡Ahhhh! —gritó María, sorprendida—. ¡Leonardo, me has asustado!

El niño rio con ganas.

—Es justo lo que pretendía. ¿Puedes explicarme qué haces aquí?

—Te he seguido —confesó la niña.

—Bueno, eso ya me lo imagino. Pero ¿por qué has venido? ¿Dónde está Piera?

—Me he escapado mientras ella cuidaba de Lisabetta y Francesco —respondió María con una sonrisa pícara—. Yo también quería ir de expedición y descubrir algo importante.

—De momento, lo único que tenemos que descubrir es cómo sacar a Tartufo de esa cueva —sentenció Leonardo, señalando la entrada de la gruta.

Superado el susto, y tras haber respondido las preguntas de Leonardo, María se puso a reír a carcajadas.

—¿Y ahora qué te pasa? —preguntó Leonardo, sin entender nada.

—¡Qué pinta llevas! —La pequeña no podía parar de reír—. Antes me has asustado tanto que ni siquiera me había fijado…

Leonardo le explicó a su hermana que se había disfrazado de aquella manera para pasar desapercibido ante cualquier asaltante de caminos que pudiera haber por allí.

—¡O incluso piratas, nunca se sabe! —Luego, bajando la voz, le confió a María su gran teoría—: Seguramente, un malvado de esa índole ha secuestrado al pobre Tartufo, así que ahora tengo que ser valiente y rescatar a mi perro. No puedo fallarle.

—¡Pues yo te ayudaré! —respondió la niña sin dudar—. Si hace falta, me pondré hojas y ramas en la cabeza como tú, para que esa banda de ladrones no me descubra.

Con aire decidido, María cogió del suelo dos puñados de hojas secas y se encaminó hacia la cueva a buen paso. Leonardo, sorprendido, no tuvo más remedio que seguir a su hermana en lo que prometía ser una aventura de verdad.

Ir a la siguiente página

Report Page