Leonardo

Leonardo


Capítulo 2

Página 5 de 19


CAPÍTULO 2

EL TESORO MÁS GRANDE

LOS DOS HERMANOS SE ACERCARON A LA CUEVA SIN llegar a salir del bosque. Pensaban que los árboles los escondían y protegían del grupo de malvados secuestradores de Tartufo.

En un pequeño claro, Leonardo vació su zurrón y estudió atentamente todo lo que había en él. Se fijó en el carboncillo con el que se había pintado la cara, y también en el cordel y la lámpara de aceite, así como en todos los elementos necesarios para encenderla.

María aprovechó aquel momento para pintarse igual que su hermano y para colocarse, con destreza, las hojas y ramas secas por el pelo y el vestido para quedar bien camuflada.

—Estoy preparada —le anunció a Leonardo cuando terminó.

El chico la miró con atención y pensó que, a pesar de lo pequeña que era, María era una digna compañera de aventuras. Luego cogió un palo y se dispuso a representar en la tierra la idea que le rondaba por la cabeza.

—Bien, María, este es el plan: tú entrarás en la cueva —explicó dibujando lo que parecía la entrada a la gruta y un monigote pequeño que representaba a la niña.

—¡Ni hablar! —respondió de inmediato María—. Me da miedo la oscuridad. ¿Y si no sé volver? ¿Y si me encuentro con los malos? ¿Y si hay un monstruo?

—A ver, María, escucha. —Leonardo se puso muy serio—. Tú eres más pequeña que yo y pasarás mejor por esta entrada, que es muy estrecha. Yo te ataré un cordel al tobillo y guardaré el otro extremo para no perder el contacto contigo. Si te pasa algo, podrás tirar de él para avisarme. Y, de vuelta, te servirá para seguir el camino hasta la entrada.

—Pero… ¿y si el cordel se rompe? —María solo veía los inconvenientes.

—Hay un plan B: usarás mis carboncillos de dibujo para ir marcando las paredes de la cueva. Así, en el caso de que haya más de un camino, sabrás por dónde volver.

—¡Sí, claro! ¿Y cómo veré las marcas? Ahí dentro debe de estar muy oscuro.

—Para eso he traído la lámpara de aceite, por si necesitaba lumbre — aclaró Leonardo—. La encenderé con el pedernal y la yesca, y de este modo podrás ver por dónde vas.

—¿Y los malvados? ¿Y el monstruo? —dijo María, todavía nada convencida.

—Los malvados no quieren que los encontremos. Y los monstruos huyen de la luz —contestó Leonardo, muy seguro de sí mismo.

—¿Y si la lámpara se apaga? —María ya no sabía qué excusa poner.

—¡María! —gritó Leonardo, perdiendo la paciencia—. ¡Tenemos que salvar a Tartufo! —Después suavizó el tono, para no atemorizar más a su hermana—: Te prometo que, si algo va mal, iré corriendo a buscar ayuda.

Al final, María accedió a entrar en la cueva con el cordel atado en un tobillo. Llevaba el carboncillo y la lámpara de aceite, que Leonardo había encendido después de varios intentos fallidos. También se había colgado en bandolera el zurrón lleno de víveres, por si la operación de rescate de Tartufo llevaba más tiempo del previsto.

Realmente, la entrada a la cueva era muy angosta. A pesar de su pequeño tamaño, María tenía que avanzar medio agachada, con mucho cuidado para no derramar el aceite del candil y evitar que la llama de la lámpara se le apagara.

Había un pasadizo principal, por el que iba la niña, y de vez en cuando se abrían nuevos pasillos en los laterales. Esa cueva era, sin duda, un laberinto.

María pensó que lo del cordel en el tobillo era una buena idea y que, por si acaso, haría señales con el carboncillo, como le había explicado Leonardo. El cordel ya empezaba a tensarse; eso quería decir que se estaba acabando, pero María no había encontrado nada significativo ni pista alguna sobre Tartufo. Tampoco había rastro de los malvados ni de ningún monstruo.

La niña se detuvo un poco preocupada y tiró del cordel.

—¡Leonardo! ¿Me oyes? Se ha acabado el cordel. ¿Qué hago?

—¡Te oigo! —Leonardo contestó desde la distancia—. ¿Te atreves a seguir un poco más? Si es así, desátate el cordel del tobillo y déjalo en el suelo. Ponle una piedra encima para que no se mueva. Si no encuentras ninguna, entiérralo con un poco de tierra o barro.

—Bueno, seguiré un poco…, pero solo un poco —dijo María, sin convencimiento.

El recelo de María se disipó muy pronto, cuando el reducido pasadizo por el que avanzaba se abrió de repente en una gran cavidad de techo alto, llena de estalactitas y estalagmitas, y con un sinfín de nuevos pasadizos por todos lados.

La niña se incorporó con alivio e iluminó las paredes de roca de aquel amplio espacio. A la luz de la lámpara de aceite, vio una especie de piedras de color blanco resplandecientes con formas que María jamás había observado en la naturaleza.

—¡Leonardo! ¡Ven! ¡Tienes que ver esto! —A pesar de su corta edad, la niña sabía que el carácter curioso de su hermano nunca perdonaría perderse un espectáculo como aquel.

Leonardo oyó la vocecita de la niña a lo lejos y temió que le hubiera pasado algo.

—¡María! ¿Estás bien? —preguntó a gritos, un poco nervioso.

—¡Muy bien! —contestó la intrépida María, olvidándose de la angustia que había pasado hacía muy poco—. Pero aquí hay algo que tienes que ver. Es un tesoro de esos que tanto te gustan —dijo sin saber cómo explicar lo que tenía ante los ojos.

Leonardo se tranquilizó, porque su hermana no sonaba asustada, sino más bien emocionada.

Imaginó qué podía ser el tesoro al que se refería: si los secuestradores de Tartufo eran ladrones o piratas que venían del mar Mediterráneo, que estaba a menos de una jornada a pie de allí, a lo mejor habían escondido joyas y monedas de oro en la cueva. De hecho, él también tenía la idea de localizar una cueva como esa para esconder sus propios tesoros. Los suyos eran de un tipo distinto: piedras extrañas, plumas de pájaros, huesos de animales y mil y un regalos que le brindaba la naturaleza.

Con ganas de descubrir a qué tesoro se refería María y de ver si podía salvar a Tartufo, Leonardo hizo de tripas corazón y se dispuso a internarse en aquella cueva por cuya entrada apenas cabía.

Si realmente María había dado con el tesoro de los malvados bandidos que habían secuestrado a Tartufo, lo utilizaría para pagar su rescate. «¡No les devolveré ni una moneda, ni un triste anillo, hasta que dejen libre a mi perro!», se prometió a sí mismo Leonardo.

Al ser más alto que María, tuvo que agacharse del todo y avanzar a cuatro patas, como si fuera Tartufo. Era bastante fácil rastrear el camino hasta la caverna donde estaba María: solo tenía que seguir el cordel. La dificultad residía en moverse por aquel lugar tan estrecho totalmente a oscuras.

Cuando la cuerda se hubo terminado, Leonardo llamó a María, esperando que su voz le guiara en los últimos metros. Respiró aliviado cuando llegó hasta su hermana, que estaba sentada en el húmedo suelo y miraba embelesada la pared con incrustaciones blancas.

El muchacho parpadeó varias veces seguidas. Había imaginado encontrarse cofres repletos de monedas, copas de oro, collares de perlas y piedras preciosas. Aun así, estaba convencido de que lo que tenía delante era mucho mejor.

—¡Madre mía! —gritó—. ¿Sabes qué es esto? —preguntó a María.

—¿Un tesoro? —contestó la niña, llena de inocencia.

—¡Uno de los más grandes! —exclamó Leonardo, sin salir de su asombro.

Leonardo siguió la forma que dibujaban las «piedras blancas» en la pared de roca de la cueva con la luz del candil y, enseguida, quedó trazada la silueta del esqueleto de un gran animal.

—¿Lo ves, María? Son los huesos de un animal marino, probablemente una ballena.

—¿Una ballena? —repitió la niña sin salir de su asombro. Y en ese preciso instante se apagó la lámpara de aceite—. ¡Leonardo! ¡No veo nada! —gritó angustiada.

—No te preocupes —dijo el chico para calmar a su hermana—. Siéntate aquí, junto a mí. —Le tendió la mano—. Intentaré encender de nuevo la lámpara, aunque me temo que se ha acabado el aceite… Quizá sin querer lo hemos derramado todo… Pronto se me ocurrirá algo y, si tenemos suerte, puede que Tartufo vuelva y nos ayude a salir.

—Pero ¿no decías que lo habían raptado unos malos? —preguntó María sin saber muy bien qué pensar.

—Bueno… La verdad es que no hay ni rastro de ladrones ni piratas —confesó Leonardo—. Reconozco que he exagerado un poco. Me he dejado llevar por la emoción… Aunque lo cierto es que Tartufo ha desaparecido. ¡Eso sí que es verdad!

María, de entrada, no dijo nada. Conocía bien a su hermano. Le encantaban las aventuras y, a veces, incluso las veía donde no las había.

—¡El cordel! —María se acordó de repente—. Solo tenemos que seguirlo hasta la entrada de la cueva.

—El problema, María, es que el cordel se acababa antes de llegar a esta sala. Hay muchos agujeros en estas paredes y no sabría decir por cuál hemos llegado. Creo que es una misión imposible encontrarlo sin luz. Supongo que Tartufo se escapó por uno de estos pasadizos —añadió, desestimando totalmente la teoría del rapto.

María rompió a llorar desconsolada. Ella era valiente y le gustaba seguir en todo a su hermano. Leonardo no era tan mandón como Piera y con él disfrutaba observando nidos de pájaros, el cielo estrellado o la floración de los árboles. También le encantaba que él la dibujara en los papeles que llevaba a todas partes con esos carboncillos que manchaban tanto y que le había dado para que marcara el camino al interior de la gruta. Un camino que, por cierto, ahora no podían ver… Todo aquello era demasiado para una niña de siete años. Más que una aventura parecía una pesadilla: encerrados en una cueva fría y húmeda, con un esqueleto incrustado en la pared.

Leonardo abrazó a su hermana y le preguntó con voz suave si sabía qué era una ballena.

—No… —respondió ella entre sollozos.

—Son como peces gigantes que navegan por el mar como si fueran un gran velero, y echan agua con un soplido a través de un agujero que tienen en el lomo. Pero en realidad no son peces: no ponen huevos; las ballenas paren y amamantan a sus crías. Son tan grandes como una casa, y hay hombres que las persiguen montados en sus barcos y las cazan con arpones. Luego se comen su carne y utilizan la grasa que sacan para encender candiles, como el nuestro —explicó Leonardo—. Mi tío Francesco me ha explicado historias muy hermosas de ballenas. ¿Quieres que te cuente alguna?

Leonardo no pudo ver como María asentía con la cabeza, pero tomó su silencio por un sí y buscó mentalmente en el amplio repertorio de historias que su tío Francesco le había narrado a lo largo de los años.

—Tío Francesco me contó una fábula de Esopo, que era un señor que vivió hace mucho tiempo en la antigua Grecia. Decía que una vez, en nuestro mar, los delfines y las ballenas lucharon en una guerra feroz. Una guerra que no terminaba nunca. Un día, una caballa, un pez que mide apenas un palmo, salió de las profundidades del mar y quiso hacer de mediador entre los delfines y las ballenas. Ellos dijeron a la caballa que preferían seguir peleando antes que permitir que un pececito como él hiciera de árbitro. Esopo, que siempre ofrecía alguna enseñanza en sus fábulas, advertía con esta historia sobre las personas que se creen importantes sin serlo y pretenden ocupar un lugar que no les corresponde. —Leonardo se volvió hacia su hermana y le preguntó—: ¿Te ha gustado, María?

María no contestó. Leonardo se dio cuenta entonces de que se había quedado dormida encima de él. La abrazó con fuerza y deseó que Tartufo volviera pronto. Estaba ansioso por contar a su tío Francesco lo que acababan de encontrar: un fósil de ballena.

Ir a la siguiente página

Report Page