Leonardo

Leonardo


Capítulo 5

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CAPÍTULO 5

AVENTURA ARTÍSTICA

HABÍAN PASADO UNAS SEMANAS DESDE LA CONVERSACIÓN de Leonardo y Francesco sobre los fósiles que el muchacho había encontrado en la cueva de Campo Zeppi. El hombre temía que el chico se hubiera enfadado con él por no secundarle en sus teorías sobre los fósiles y el diluvio universal, que encontraba de lo más disparatadas.

Leonardo llevaba unos días muy callado y ausente, como si andara pensando todo el tiempo en algo que le tuviera mentalmente apartado de su vida cotidiana. Francesco había observado que ni tan solo prestaba demasiada atención a Tartufo, lo cual era raro de verdad.

—Leonardo, ¿qué te preocupa? —preguntó Francesco a su sobrino una noche, mientras cenaban un buen plato de polenta con verduras.

—No estoy preparado para revelártelo, tío, aún no —contestó Leonardo ásperamente.

—Este niño necesita algún tipo de ocupación, no andar todo el día brincando por el monte —apuntó el abuelo Antonio.

—Quizá lo podríamos llevar un día a Bacchereto, a ver la alfarería de mi familia —propuso la abuela Lucía, intentando ayudar—. Allí hacen unas piezas impresionantes de mayólica pintada. ¿Qué te parece, Leonardo?

—Estaría bien… —Pareció que Leonardo se animaba y volvía un poco a la vida—. Me encantan la loza y los azulejos que tenéis aquí en casa decorados con esta técnica.

—¡Todos producidos por mi familia! —dijo, orgullosa, la abuela Lucía—. Estoy segura de que te gustaría aprender a hacerlos, y, de paso, se te irían de la cabeza todos estos pajaritos, que solo te dan preocupaciones y tristeza —concluyó la mujer con cariño, pero dejando claro que las actividades campestres de su nieto le parecían una pérdida de tiempo.

Sin embargo, Francesco tenía otros planes. El hombre sabía que su sobrino no solo era un gran observador de la naturaleza, sino que también tenía muy buena mano para el dibujo. Se lo había demostrado a menudo, y muy especialmente con los últimos apuntes del fósil de ballena. Así que Francesco se decidió a hablar con su hermano Piero, el padre de Leonardo.

Piero vivía en la gran ciudad, Florencia, totalmente inmerso en sus ocupaciones de notario. Había dejado al abuelo Antonio como responsable de su hijo, aunque, a la hora de la verdad, era Francesco quien más tiempo pasaba con Leonardo.

Francesco no estaba muy seguro de que Piero fuera a escucharle, pero si hablaba primero con Albiera, la mujer de su hermano, podría ganar la batalla.

Piero se había casado con Albiera hacía tiempo, cuando Leonardo era muy pequeño. La única criatura que había tenido la pareja no había sobrevivido, y Albiera siempre había tratado a Leonardo como si fuera su propio hijo. Sin duda, ella podía intervenir a favor del chico. Entre todos, quizá podrían encontrarle a Leonardo una bottega, un taller de pintor o escultor donde le enseñaran el oficio.

Con esa idea en la cabeza, la de hacer llegar los últimos dibujos de Leonardo a Albiera, en Florencia, Francesco se propuso entrar en la alcoba de su sobrino cuando este estuviera de paseo con Tartufo.

Sabía que, si le preguntaba a Leonardo por los dibujos, él se negaría en redondo a dárselos. Podía estar contento de que se los hubiera enseñado alguna vez, porque Leonardo era sumamente reservado con todo lo que tenía que ver con sus estudios.

A la mañana siguiente, Francesco vio partir a Leonardo con Tartufo. El perro pegaba saltos y movía la cola al lado de su joven amo. Sin ningún tipo de duda, estaba contentísimo de que, por fin, el chico hubiera dejado atrás sus preocupaciones, fueran cuales fueran, y se hubiera decidido a perderse un rato por el campo, como solía hacer.

Mientras lo observaba a través de la ventana esperando a que se alejara, Francesco se preguntó si el ofrecimiento de Lucía habría influido en el cambio de actitud de Leonardo. Resultaba curioso comprobar que, igual que todo lo que estaba relacionado con el mundo natural, cualquier manifestación artística, por sencilla que fuera, atraía a Leonardo. Francesco tenía claro que debía ayudar a su sobrino a entrar como aprendiz en un taller de pintura de Florencia… Aunque para ello tuviera que convencer al antipático de su hermano…

Con ese objetivo en mente, Francesco se dirigió al cuarto de Leonardo así que este hubo desaparecido de su vista. Empujó la puerta de madera, que parecía algo atascada, pero no cerrada con llave. Aunque Leonardo era muy celoso de sus cosas, sabía que nadie en la casa se molestaba en entrar en su habitación, así que no había razón para cerrarla.

—¡Dios mío! Pero… ¿qué es esto? —exclamó sorprendido el tío Francesco ante el espectáculo que se abría ante él.

El hombre no daba crédito a lo que veía: ramas de morera por todas partes con crisálidas colgando, orugas sobre las hojas verdes y mariposas revoloteando aquí y allá. Aquello parecía una selva. En un rincón de la estancia, Francesco encontró la salamanquesa disecada y disfrazada.

—Vaya, vaya… ¿Así que era obra de Leonardo? Debí imaginarme que detrás de las extrañas visiones de Giovanni estaba él —dijo, observando el monstruo que había creado el chico.

Con la salamanquesa en la mano, el tío Francesco se dispuso a esperar a Leonardo, cada vez más convencido de que tenía que hacer todo lo posible para encontrarle un taller en el que pudiera aprender el oficio de pintor. Cuando Leonardo abrió la puerta de su cuarto y encontró allí a su tío, se llevó un buen susto. Un calor repentino le subió por todo el cuerpo y acabó por sonrojarle las mejillas. Se sentía descubierto.

—Te lo puedo explicar todo… —balbució Leonardo, fijándose en la salamanquesa disecada que Francesco sostenía en sus manos.

—Empieza… —dijo Francesco, sin sonar demasiado enfadado.

—Solo quería descubrir por qué no se pueden aprovechar las crisálidas una vez que la mariposa ya ha salido —comenzó a explicar Leonardo—. He hervido unas cuantas y ahora ya lo sé.

—A ver, cuéntame tus conclusiones —le animó su tío Francesco.

—Bueno, tú ya debes de saber que, cuando hierves un capullo de seda, se desprende la sustancia pegajosa que las orugas crean para enganchar el hilo… Pero claro, si la mariposa ha agujereado la crisálida para salir de ella, el hilo ya no estará entero, sino partido en mil trocitos. Mientras que si el capullo se hierve antes de que la mariposa lo abandone, no hay agujero, queda un solo hilo, entero.

—¡Equilicuá! —exclamó emocionado Francesco, dejando claro que no estaba nada enfadado por las ocurrencias de Leonardo. Al contrario, se alegraba de que los experimentos de su sobrino le hubieran ayudado a entender cómo funcionaba la naturaleza—. El gusano de seda crea su capullo con un solo hilo. Si hierves la crisálida con el gusano dentro, puedes recuperar el hilo entero, de una pieza —resumió Francesco.

—Ya, y no sabes la pena que me da eso —dijo Leonardo, dejando claro de dónde venía su tristeza de los últimos días—. Creo que jamás me vestiré con nada hecho de seda —concluyó.

—¡Venga, Leonardo! ¡Olvidémonos de los gusanos y vayamos a Bacchereto a visitar a la familia de la abuela Lucía! —propuso tío Francesco—. Te enseñarán a hacer piezas de cerámica fantásticas.

Leonardo siguió a su tío, que había depositado con cuidado la salamanquesa disecada junto a una de las moreras de la habitación.

—No sé si podré olvidarme de los gusanos —afirmó Leonardo todavía un poco angustiado—. Para mí, es imposible separar el arte de la naturaleza.

El chico había soltado una gran sentencia en la que realmente creía. Aun así, decidió que su próxima aventura estaría más bien centrada en un tema relacionado con el arte y que no tuviera a los animales como protagonistas. Leonardo amaba a todos los seres vivos y no podía soportar la idea de que algunos de ellos sufrieran daño a causa de los humanos.

En la alfarería de la familia de su abuela Lucía, estuvo ensayando un autorretrato para reproducir en una pieza cuadrada de cerámica, como si fuera una baldosa decorativa. Sin embargo, los resultados no le convencieron del todo. Los parientes de Lucía alabaron una y otra vez la belleza de Leonardo, su melena rubia y rizada y su rostro proporcionado. Eso incomodaba mucho al chico, que no era nada vanidoso y que pensaba que no tenía ningún mérito tener unas facciones agraciadas.

Tampoco se creía especial por ser capaz de esbozar un retrato bastante fiel de sí mismo, que esperaba ir perfeccionando con el paso de los años.

Leonardo pensaba que todavía tenía mucho que aprender y, con esa idea en la cabeza, se había propuesto ir a investigar las nuevas adquisiciones artísticas de la iglesia parroquial de Vinci, la Santa Croce, donde pocos años atrás él mismo había sido bautizado.

El chico se presentó en la casa de su madre, en Campo Zeppi, buscando a María y a Simone, dado que les había prometido, cuando los tres se hallaban en la cueva del fósil de la ballena, que los avisaría si iniciaba alguna nueva aventura.

—¿Qué dices que quieres investigar? —preguntó Simone, perplejo.

—El párroco de Santa Croce ha comprado hace poco una escultura de María Magdalena —volvió a explicar Leonardo.

—No veo qué emoción puede tener eso… —comentó Simone, extrañado por la propuesta de Leonardo.

—No quiero aburriros con los detalles artísticos —comentó Leonardo sin ánimo de ofender a Simone—. Aun así, os diré que esta escultura de madera se hizo en el taller de Neri de Bicci…, o de Romualdo de Candeli…, ahora no estoy seguro. ¡Pero los dos han sido alumnos del gran Donatello!

—¿Donatello? —repitió María—. Me parece nombre de tortuga… —dijo la niña sin pensarlo mucho.

—¡Venga ya! ¡María! —se quejó Leonardo muy ofendido, ya que admiraba muchísimo a ese gran escultor y pintor—. Bueno, lo que os quería proponer es que entremos a escondidas en la iglesia, cuando esté cerrada. Así, yo me podré entretener en dibujar la escultura de María Magdalena sin que nadie me moleste.

—¿Y nosotros qué papel jugamos en todo esto? —quiso saber Simone.

—Me ayudaréis a entrar en la iglesia y vigilaréis que no venga nadie, sobre todo el párroco. ¿Qué os parece?

—No es que sea realmente muy emocionante… —sentenció Simone.

—Yo te acompaño —dijo María sonriendo a Leonardo. Luego se volvió hacia su primo, que la miraba con cara de espanto, y le explicó—. Prefiero mil veces ese plan a quedarme otra vez con Piera cuidando a Lisabetta y Francesco.

—Bueno… Vale… Yo también iré… —dijo Simone con poca fe en que aquella aventura valiera la pena, pero con la certeza de que si María iba, él no se podía quedar atrás.

—Justo después de almorzar, el cura se echa a dormir la siesta y cierra la iglesia durante un par de horas —explicó Leonardo—. ¡Ese es el momento!

—Pero si la iglesia está cerrada…, ¿cómo entraremos? —preguntó curiosa María.

—Luego os lo cuento —respondió Leonardo.

María y Simone se encogieron de hombros y siguieron a Leonardo al interior de la casa.

Ese mediodía Leonardo se quedó a almorzar en casa de su madre, con sus hermanos y los primos de estos. Después de la comida, cuando todo el mundo reprendió sus quehaceres, Leonardo salió con María, Simone y Tartufo hacia la iglesia de Santa Croce.

—¿Te ha visto salir Piera? —preguntó Leonardo a María por precaución.

—No, estaba ocupada durmiendo a los pequeños —contestó la niña.

—Bien, este es el plan —empezó Leonardo ante la cara de expectación de su hermana, que, por experiencia, temía lo peor cuando el chico empezaba a decir estas palabras—: Simone y yo entraremos en la iglesia por la puerta lateral. Sé de buena tinta que el cura suele dejársela abierta. Tú, María, te quedarás fuera con Tartufo vigilando por si viene alguien.

—¡No hay derecho! —se quejó la niña—. ¡Siempre me toca la peor parte a mí!

—¡No es la peor parte, María! ¡Es la más importante! —Leonardo quiso dar coba a su hermana—. Sin nadie que vigile, estaríamos perdidos.

—¿Y cuál será mi misión? —preguntó Simone, lleno de curiosidad.

—Tú serás mi ayudante —sentenció Leonardo.

Después de andar un rato, los chicos, acompañados del fiel Tartufo, llegaron a la iglesia de Vinci. Comprobaron que no hubiera nadie alrededor que pudiera verlos y dar parte al cura, y también se aseguraron de que la puerta lateral estuviera realmente abierta.

Los dos chicos entraron en la iglesia y, tal como había dispuesto Leonardo, María se quedó fuera.

—No es justo, Tartufo —dijo la niña, muy descontenta con el papel que le había asignado su hermano—. Aunque Leonardo diga que vigilar es importante, es lo más aburrido del mundo. ¡La próxima vez, que se quede Simone!

El perro ladró un par de veces, dándole la razón.

Dentro de la iglesia, Simone no estaba mucho más contento.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, impaciente.

—Yo voy a dibujar esta preciosidad —contestó Leonardo señalando una talla de madera policromada que representaba a María Magdalena.

A continuación, Leonardo sacó carboncillos y papeles del interior de su camisa.

Simone observó la escultura que tanto admiraba Leonardo. La verdad es que esa señora de expresión triste le daba más miedo que otra cosa. «Espero que no tengamos que quedarnos demasiado tiempo encerrados aquí», pensó el chico.

—¿Y yo que hago? —insistió Simone, que no entendía el sentido de aquella aventura y quería hacer otra cosa que no fuera dedicarse a mirar esa figura que más bien lo inquietaba.

—Estate atento, a ver si María te avisa de que viene alguien. Entonces, tendríamos que correr a escondernos. Podrías empezar a pensar dónde ocultarnos —sugirió Leonardo.

Simone asintió bastante desganado y se sentó cerca de la pila bautismal de piedra, donde habían bautizado a Leonardo y a muchos de los ciudadanos de Vinci.

Desde allí, aguzó el oído, por si María hacía alguna señal.

No se oía nada, entre otras cosas porque hacía rato que la niña se había alejado de la iglesia. Presa del aburrimiento después de esperar lo que le habían parecido unos larguísimos minutos, se le ocurrió jugar un poco con Tartufo. Así que la muchacha fue a buscar unos palos para lanzárselos, y dejó su posición de vigilancia desatendida.

Al cabo de poco, el ama de llaves del párroco pasó por allí. Le pareció que la puerta lateral de la iglesia se hallaba medio abierta.

—El señor cura está cada día más despistado. Es la tercera vez esta semana que tengo que cerrar esta puerta —murmuró la mujer, sacando una gran llave de un manojo que llevaba en una gruesa arandela.

Dentro de la iglesia se oyó el sonido de las vueltas de llave.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Leonardo, levantando la cabeza de su dibujo.

Simone, que sospechaba cuál era el origen del ruido, se abalanzó contra la puerta por donde habían entrado y comprobó que estaba cerrada a cal y canto.

—¡No puede ser! ¡Nos han encerrado aquí dentro! —gritó Simone, mientras aporreaba la puerta.

—¡María, abre! ¡María! ¿Nos oyes?

María no podía oírles porque andaba muy lejos jugando a lanzar palos a Tartufo. El ama de llaves todavía se encontraba por allí cerca, pero estaba tan sorda que tampoco oyó a los chicos.

—Tranquilo, Simone, esperaremos a que venga el señor cura —explicó Leonardo con la mayor calma.

—¡Pero no nos puede encontrar aquí! —se quejó Simone—. Si nos pilla, nos castigará a limpiar la iglesia durante un mes seguido como mínimo.

Leonardo sabía que Simone tenía razón, así que decidieron esconderse para que el cura no los descubriera cuando entrara en la iglesia.

Se colocaron detrás del altar, pensando que lo primero que haría el hombre sería ir a la vicaría para prepararse para la misa que tuviera que dar. En el momento preciso, desde el altar, irían pasando de una columna a otra hasta alcanzar la puerta. La nave central del templo estaba separada de las naves laterales mediante unas enormes columnas que irían de perlas a los chicos para esconderse.

No obstante, parecía que el cura no llegaba.

Simone estaba desesperado, pero Leonardo, que ya había terminado su dibujo de María Magdalena mataba el tiempo observando las ventanas de la iglesia y la luz que entraba a través de ellas. Algunas de las ventanas no estaban cerradas y un pajarillo aprovechó para colarse en el interior del templo y posarse sobre el altar.

—¡Mira! ¡Un gorrión! —dijo Leonardo a Simone.

—¿Acaso este pájaro nos va a sacar de aquí? —preguntó el chico, irritado.

—No —reconoció Leonardo—. Pero creo que, fijándome bien en su manera de volar, podría llegar a inventar una máquina para hacer que el ser humano también vuele.

—¡Eso es imposible! —dijo Simone con osadía.

En ese preciso instante oyeron que la puerta principal de la iglesia se abría. Sin duda, era el cura que llegaba para organizar la misa de la tarde.

Los dos chicos se pusieron en tensión, preparándose para salir corriendo en el momento en que el cura entrara en la vicaría.

Sin embargo, el hombre hizo algo inesperado: se arrodilló en medio de la iglesia, con la mirada perdida en dirección al altar.

—¿Qué hace? —preguntó muy bajito Simone.

—Debe de estar rezando —opinó Leonardo.

—Pues si no se mueve de ahí, estamos perdidos —sentenció Simone.

Los chicos esperaron un buen rato, pero parecía que el cura no quería moverse de su posición.

—¡Tengo una idea! —dijo Leonardo sacando un carboncillo de su camisa—. Voy a tirarlo en medio del pasillo, a ver si conseguimos que preste atención a otra cosa. Así podremos movernos.

—No sé, no sé…

A pesar de las reticencias de su compañero, Leonardo ya había lanzado el carboncillo en medio de la nave central sin pensárselo demasiado.

El cura, al principio, miró el trozo de carbón sorprendido, pero enseguida reaccionó.

—¿Quién anda ahí? —gritó con tono desafiante mientras se incorporaba.

Los dos chicos quedaron inmóviles, imaginándose ya que el próximo mes se lo pasarían día sí y día también limpiando la iglesia por haberse atrevido a colarse allí sin permiso cuando esta estaba cerrada.

De repente, oyeron la puerta chirriar y vieron que alguien la abría con gran dificultad.

—Señor cura, ¿por casualidad no habéis visto a Tartufo perdido por aquí? Es el perro de mi hermano Leonardo…

María, como salida de la nada, había sorprendido y despistado al capellán con su pregunta.

—¿Tartufo?

Simone y Leonardo decidieron aprovechar la conversación del cura y María para avanzar hacia la puerta.

Como habían planeado en un principio, intentarían pasar de una columna a otra moviéndose lo más rápido posible cuando el párroco les diera la espalda. Cerraron su plan haciendo señas y murmurando muy bajito las palabras imprescindibles.

Pronto consiguieron llegar a la primera columna y, justo cuando se proponían avanzar hasta la siguiente, el cura hizo ademán de girarse hacia ellos.

—Muy bien, María… —dijo el párroco, intentado despedirse de la niña—. Si veo a tu perro, haré que te avisen. Ahora, si me permites, tengo que prepararme para la misa…

—Pero, señor cura… —le interrumpió María, agarrándolo de un brazo para que no se diera la vuelta en dirección a los chicos—. No os he explicado bien cómo es Tartufo. Veréis…

El hombre puso los ojos en blanco y se dispuso a escuchar a la niña con paciencia.

Mientras, Leonardo y Simone aprovecharon para avanzar un poco más. Ya estaban casi a la mitad de la iglesia, pero uno de los chicos tropezó haciendo mucho ruido.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el cura, mientras empezaba a girarse.

Entonces María se tiró al suelo de golpe, provocando un estruendo todavía mayor.

—¡María, hija! ¿Qué te pasa? —exclamó el cura alarmado porque la niña se había caído como un plomo al suelo.

El pobre hombre se agachó para ayudarla a levantarse.

—Creo que me he mareado. —María se deshizo en mil excusas para justificar su caída y continuar captando la atención del cura—. Es que hoy he comido muy poco…

—Eso no puede ser, pequeña —dijo el cura, todavía preocupado—. Iremos a buscar a mi ama de llaves para que te dé unos mazapanes…

Los dos chicos aprovecharon el momento de confusión para llegar a la puerta y salir corriendo de la iglesia.

Una vez fuera, los dos se abrazaron y saltaron de alegría al verse liberados de lo que consideraban una larga reclusión.

Esperaron a María bien escondidos un poco más abajo de la iglesia.

—¡Buf! ¡Qué nervios he pasado! —confesó Leonardo a su amigo.

—Bueno, Leonardo, tienes que reconocer que esta parte ha sido la mejor de todas —comentó Simone—. Pero para aventuras como esta no hace falta que vengas a buscarme más… —añadió el niño, guiñando un ojo—. Eres un buen chico, Leonardo, y dibujas muy bien. Pero como aventurero…

—¡Para mí, dibujar la escultura de María Magdalena ha sido toda una aventura! —interrumpió Leonardo un poco ofendido.

—Mira que eres raro, ¿eh? —le contestó Simone.

En ese momento, apareció María por un lateral de la iglesia llevando unos cuantos mazapanes en las manos. Y Tartufo llegó corriendo por el lado opuesto.

El perro y la niña se lanzaron encima de Leonardo para abrazarlo.

—Siempre te metes en líos, hermanito —dijo María a Leonardo, contenta de haber podido ayudarlo. A continuación, levantó las manos cargadas de dulces—: ¿Queréis uno de estos mazapanes que me ha dado el ama de llaves del señor cura? No están tan buenos como los que hace mi padre, pero se dejan comer… —ofreció a sus dos compañeros de aventuras con una sonrisa.

Leonardo, agradecido por que hubieran puesto fin a la conversación con Simone, le devolvió la sonrisa a María y acarició a Tartufo. Y, por supuesto, aceptó un mazapán.

No tenía problema en reconocer que era goloso por naturaleza, pero, por mucho que lo dijera Simone, no estaba dispuesto a aceptar que aquello no había sido una auténtica aventura. Una aventura artística, pero una aventura, al fin y al cabo.

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