Leonardo

Leonardo


Capítulo 6

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CAPÍTULO 6

EL LIMPIADOR DE PINCELES

EL BUEN SABOR DE LOS MAZAPANES Y DE LA AVENTURA artística, como le gustaba llamar a Leonardo, duró bien poco.

El abuelo Antonio, que ya era muy mayor, se puso enfermo.

Leonardo siempre se había llevado bien con el abuelo. Tenía un carácter muy parecido al de su tío Francesco e, igual que su hijo, había renunciado a la profesión de notario porque prefería la vida tranquila en el campo.

Cuando Piero, el padre de Leonardo, se fue a vivir con su esposa Albiera a Florencia, el abuelo Antonio quedó a cargo del chico. Y él había crecido entre la casa de sus abuelos paternos, en el centro de Vinci, y la casa de su madre y su nueva familia, en Campo Zeppi.

Su situación no era extraña en aquellos tiempos, pero Leonardo sabía que, si su abuelo faltaba, tendría que ir a Florencia a vivir con su padre. Y ocurrió lo que menos deseaba: el abuelo Antonio falleció.

Leonardo se encontraba en su habitación en Vinci, aquella que había acogido la selva de moreras con los gusanos de seda, empaquetando sus cosas.

Tartufo, triste porque sospechaba que algo importante iba a pasar, estaba echado en el suelo con la mirada perdida. De vez en cuando, levantaba la cabeza y, con un gimoteo lastimero, le pedía a su joven amo un arrumaco.

Florencia no estaba demasiado lejos; a menos de cuarenta kilómetros. El padre de Leonardo, ser Piero, había advertido al chico de que no se llevara demasiadas cosas: en la ciudad podrían comprar todo lo que necesitara y, además, volverían a Vinci de vez en cuando.

De hecho, Leonardo no deseaba llevarse ropas ni enseres personales. Solo quería tener consigo sus dibujos y algunas pequeñas obras de arte, como las piezas de cerámica mayólica hechas en la alfarería de la familia de la abuela Lucía, que le habían servido para ensayar su autorretrato.

Y, claro está, si le hubieran dejado, también se habría llevado a Tartufo. Pero su padre le había dicho que ni hablar, que el perro se quedaba en Vinci, donde tenía campos para correr y el tío Francesco se encargaría de su cuidado.

Leonardo también echaría de menos a sus más allegados: a su madre y a sus medio hermanos, a la abuela Lucía y, por supuesto, al tío Francesco. Incluso añoraría al intrépido Simone, a Lisa y a Accattabriga y sus deliciosos mazapanes.

Igualmente, extrañaría los campos, los olivares y los viñedos de Vinci, las colinas redondeadas y los bosques de robles, encinas y castaños. El río Vincio, con sus mimbres y sus ranas… En fin, echaría en falta aquel paisaje de su infancia.

—¿Se puede? —preguntó tío Francesco, asomando por el umbral de la puerta.

—Pasa, pasa, tío.

—¿Por qué estás tan triste, Leonardo?

—¿Tú qué crees, tío? —respondió el chico con lágrimas en los ojos—. Esta es mi casa, no me apetece nada irme a Florencia. Allí no conozco a nadie y mi padre…

—Tu padre es un poco serio, es verdad. Pero se ocupará bien de ti —le aseguró Francesco—. Además, estarás con Albiera, que te quiere mucho, ya lo sabes.

—Sí, suerte de ella —reconoció Leonardo.

—De hecho, la última vez que estuvo aquí hablé con ella de tu futuro… —le confesó el tío—. Albiera te ayudará a encontrar un taller para que puedas convertirte en pintor profesional.

—Veremos si mi padre lo acepta —refunfuñó Leonardo con muy pocas esperanzas.

—No te preocupes, Albiera tiene un buen plan… —Francesco guiñó un ojo a su sobrino—. Por cierto, te he traído una cosa que quiero que te lleves contigo.

Francesco le dio a Leonardo algo que parecía muy delicado envuelto en un trapo.

—¡No me lo puedo creer! ¿La tenías tú? Pensaba que Tartufo se la había llevado y la había enterrado en algún lugar en el monte —explicó Leonardo una vez que hubo retirado el trapo.

—Me pareció justo quedármela después de la que habías montado en la caseta de los gusanos —confesó Francesco, señalando la salamanquesa disecada y disfrazada como si fuera un monstruo fantástico.

Leonardo rio por primera vez en muchos días y volvió a envolver la salamanquesa entre los trapos para que quedara bien protegida y no se estropeara durante el viaje.

El chico abrazó a su tío y los dos prometieron que, pasara lo que pasara, seguirían en contacto. Entonces, Tartufo se levantó y se unió al abrazo, aguantándose sobre sus patas traseras y moviendo el rabo. Y propinó buenos lametazos a Leonardo y a Francesco, dejando claro que él también cumpliría esa promesa.

Leonardo entró en la ajetreada Florencia montado en el carro que llevaba sus pertinencias.

Su padre y Albiera vivían justo en el centro de la ciudad, entre el Palazzo Vecchio y el río Arno.

El chico observó bien el curso de ese río. A Leonardo, siempre le había fascinado cualquier cosa que tuviera relación con el agua, sobre todo su movimiento y su fuerza. «¿Por qué no desviar el curso de un río si hace falta?», se preguntó a sí mismo mientras llegaba a la casa de su padre y Albiera. Pensó que, en un momento dado, si fuera necesario, se podría desviar su recorrido y cambiar de lugar su desembocadura, que ahora estaba muy cerca de Pisa, a casi cien kilómetros de distancia. La cuestión era lograr que el río fuera más navegable cerca de Florencia y que esta ciudad, que era la capital de la República que llevaba el mismo nombre, tuviera acceso directo al mar allí donde más le conviniera.

—¡Leonardo!

El saludo efusivo de Albiera, su madrastra, sacó a Leonardo de sus cavilaciones. El chico abrazó a Albiera, quien siempre se alegraba de verlo. Ella le quería como a un hijo, en especial desde que el verano pasado había perdido a su hija Antonia por una enfermedad desconocida, que se la llevó cuando la pequeña apenas tenía un mes de vida.

Ahora Albiera estaba embarazada otra vez y, a Leonardo, le hacía mucha ilusión tener un nuevo hermano o hermana.

—Te he preparado una habitación muy amplia —le explicó Albiera a Leonardo, cogiéndolo del brazo—. Así tendrás espacio para dibujar.

—Gracias, Albiera —contestó Leonardo de corazón.

El muchacho, aunque todavía triste por la muerte de su abuelo Antonio, empezó a pensar que quizá su estancia en Florencia no iba a ser tan horrible como había imaginado.

—Pero tienes que prometerme que me harás un retrato —exigió Albiera en tono cortés—. Tengo un plan para que tu padre acceda a llevarte a un taller de pintura y escultura.

—Ya… Algo de eso me ha contado tío Francesco.

—Tú déjame a mí —le pidió Albiera—. Tu padre es muy amigo de Andrea Verrocchio, que tiene uno de los talleres más prestigiosos de Florencia. Tenemos que encontrar la forma de que hable con él de tu gran talento.

—Albiera, te lo agradezco. Pero creo que exageras —dijo Leonardo humildemente.

No obstante, Albiera tenía claro que los dibujos de Leonardo valían muchísimo, así que, con la intención de hacerle olvidar la añoranza que sentía por su casa y su familia de Vinci, insistió día sí y día también hasta que el chico estuvo de acuerdo en empezar un retrato de ella.

Cuando no se dedicaban el uno a dibujar y la otra a posar, pasaban buenos ratos cantando y tocando el laúd. Aunque no había recibido una educación formal, a Leonardo le encantaba improvisar con instrumentos que en aquel entonces se llevaban mucho, como la lira y el laúd.

El retrato que Leonardo hizo de Albiera era más bien sencillo, pintado con sus inseparables carboncillos. Aun así, era suficiente para apreciar el talento del chico.

Una tarde, Leonardo se acercó allí donde su madrastra se había sentado a bordar y, acompañándose de una lira que había fabricado él mismo y se tocaba colocada como un violín, le comenzó a cantar:

Cara Albiera,

mi alma gemela.

Estoy tan contento

que le canto al viento.

He venido a regalarte

un retrato hecho con arte,

sencillo y modesto,

pero que tiene mucho de esto…

Cantó el último verso tocándose el pecho, a la altura del corazón, y sacando del interior de la camisa, lugar donde siempre guardaba sus más preciados tesoros, un magnífico retrato de Albiera.

—¡Oh! ¡Leonardo! —exclamó Albiera—. ¡Es realmente precioso!

Albiera estampó un sonoro beso en la frente de su hijastro.

—¿Crees que a padre le gustará? —preguntó Leonardo con preocupación.

—¡Pero si es perfecto! —dijo la madrastra, disipando todas las dudas del muchacho sobre la calidad de ese dibujo—. No te preocupes, Leonardo, déjalo todo en mis manos.

A la mañana siguiente, como le había prometido al chico, Albiera hizo llegar el dibujo a ser Piero: se lo puso encima del plato vacío en el que esperaba que le sirvieran el almuerzo.

—¿Qué es esto? —preguntó el padre de Leonardo, un poco extrañado.

—Un regalo mío y de Leonardo —respondió Albiera, emocionada—. Quería regalarte algo con motivo del próximo nacimiento de nuestro hijo. Sin duda, es una ocasión especial y ¿qué mejor que tener un retrato mío pintado por tu otro hijo, Leonardo?

—Ajá… —dijo Piero, sin demasiado entusiasmado.

—¿No te gusta? —se extrañó Albiera.

—Sí, de hecho, me parece genial —contestó el hombre cogiendo el dibujo y mirándolo con atención—. Francesco ya me había advertido de las habilidades del chico. Pero me parece mentira que él haya podido dibujar esto.

—¿No te lo crees? —preguntó Albiera, entre sorprendida y un poco enfadada—. ¿Por qué no le haces una visita a su cuarto? Allí verás todos sus dibujos. Sin duda, son fantásticos. Harías bien en llevarle alguno a tu amigo Verrocchio. Estoy segura de que él sabrá apreciarlos.

Ser Piero da Vinci, el padre de Leonardo, era un hombre más bien serio y de pocas palabras; incluso se podría decir que era algo áspero y distante. Aun así, sabía que Albiera y Francesco tenían razón: Leonardo era un artista. De momento, no les diría nada, pero un día que pasara por el taller de Andrea Verrocchio, le llevaría alguno de los dibujos de su hijo.

Unos días más tarde, con esa idea en la cabeza, el padre de Leonardo se dispuso a entrar en la habitación de su hijo, aprovechando que este había salido con Albiera a comprar al mercado. La verdad es que era la primera vez que el hombre, siempre demasiado ocupado, se adentraba en el cuarto de su hijo desde que el muchacho se había instalado en su casa de Florencia.

Miró algunos de sus dibujos. Había esbozos de la cara de Albiera y también apuntes de elementos de la naturaleza: plantas, animales, remolinos de agua… Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue una criatura disecada con un aspecto muy extraño. Era la salamanquesa que Leonardo había traído de Vinci. Ser Piero la tomó en sus manos y la estudió con atención. Le parecía increíble la imaginación que tenía ese chico.

Entonces, se acordó de algo: un campesino de Vinci le había dado una rodela, una especie de escudo, que había hecho él mismo con la madera de una higuera. Le pidió que, aprovechando que en Florencia había muchos talleres artísticos, hiciera que le pintaran algún dibujo fantástico y original sobre la madera; algo que pudiera asustar a un eventual enemigo del que tuviera que defenderse con ese escudo. Ser Piero pensó que, en vez de llevarlo a un pintor profesional, le encargaría aquel trabajo a Leonardo.

Cuando Leonardo volvió del mercado, su padre lo estaba esperando para hablar con él y le hizo la propuesta sin confesarle que había entrado en su habitación y había visto la salamanquesa.

—¿Por qué quieres que lo haga yo? —inquirió, extrañado, Leonardo.

—Creo que tienes el talento para hacerlo —respondió ser Piero.

—¿Qué le pasa últimamente a todo el mundo con mi talento? —Leonardo lanzó al aire la pregunta, encogiéndose de hombros y tomando la madera que le entregaba su padre—. De acuerdo ¡Acepto! —añadió dándose media vuelta.

Las semanas siguientes a aquella conversación, Leonardo estuvo muy concentrado en la tarea que le había encomendado su padre.

No decía nada a nadie, pero realizaba largas caminatas por las afueras de Florencia, muchas veces recorriendo las orillas del río Arno.

Aunque el paisaje fuera muy bello, no tenía la misma sensación que en Vinci y Campo Zeppi. ¡Cómo echaba de menos a Tartufo en sus salidas por el monte!

También añoraba a la pequeña María, a Simone e incluso a Piera, que eran sus mejores amigos allí, en su pueblo. Sin embargo, esos paseos le proporcionaron el material necesario para cumplir el encargo de su padre.

Como anteriormente había hecho con la salamanquesa, se propuso crear un animal fantástico digno del mejor escudo de armas. Pero Leonardo tenía claro que para poder dibujarlo primero tenía que encontrar una inspiración real.

Así, día tras día, fue recogiendo animales muertos que encontraba aquí y allá: salamanquesas, serpientes, grillos, mariposas, saltamontes, arañas, murciélagos… Los iba acumulando en su habitación y, combinando partes de unos con trozos de otros, llegó a crear un ser terrorífico que habría hecho correr durante tres días seguidos al pobre Giovanni, el chaval que ayudaba a su tío Francesco en Vinci.

Cuando hubo terminado el ser horripilante, se planteó pintarlo en el pedazo de madera de higuera que le había entregado su padre.

Primero, pulió la madera cuidadosamente para que la pintura se adhiriera bien a la superficie del escudo. Y, luego, pintó al monstruo saliendo de una cueva oscura, echando fuego y humo por la boca y la nariz. También le dibujó una mirada venenosa.

Con la pintura acabada y ya seca, llamó a su padre. Lo hizo entrar en la habitación prácticamente a oscuras para que la sorpresa fuera todavía mayor.

—¡Puag! ¿Qué es este mal olor? —exclamó el hombre, tapándose nariz y boca con la manga de la túnica.

—Bueno, he tenido que utilizar modelos reales… —se excusó Leonardo, que con el tiempo se había acostumbrado al hedor que desprendían los animales muertos que había ido recolectando durante tantos días.

—Más vale que me enseñes lo que tengas que enseñarme rápido, porque aquí yo no aguanto ni un segundo más…

Leonardo había colocado el escudo en una silla y lo había cubierto con una tela. Se acercó a su obra secreta con la luz de un candil, que le ayudaba a mantener el misterio. Sin previo aviso, con un movimiento brusco, retiró la tela y dejó al descubierto su monstruo fantástico.

—¡Aaahhh! ¿Qué es esto? —gritó ser Piero, realmente asustado.

Leonardo rio con ganas.

—Es el escudo de armas que me habías pedido… ¿Verdad que echaría atrás al más temido enemigo en cualquier batalla?

—¡Sin duda! ¡Es genial! —reconoció el padre de Leonardo—. Si dejas que me lo lleve, se lo enviaré al paisano de Vinci. —Luego, tapándose la nariz, añadió—: Pero, por favor, Leonardo, limpia esta habitación, ¡que esto es insoportable!

Ser Piero se llevó el escudo envuelto en la misma tela que Leonardo había usado para esconderlo. De ningún modo quería que Albiera lo viera porque estaba seguro de que no resistiría el espanto y estaba a punto de dar a luz. El hombre se retiró al pequeño despacho que tenía montado en casa y guardó allí el escudo, bien escondido.

«Creo que al campesino de Vinci le enviaré otra cosa —pensó—. Esta pieza la guardaré como paño en oro. No había visto nada semejante en mi vida. Sin duda, este hijo mío vale un imperio. Mañana mismo llevaré el escudo y los retratos de Albiera al amigo Verrocchio. A ver qué opina él…»

A pesar de las buenas intenciones de ser Piero, el hombre no llegó a visitar el taller de Andrea Verrocchio como se había propuesto. El artista trabajaba muy cerca de donde tenía la notaría Piero da Vinci, pero aquella misma noche Albiera se puso de parto.

La desgracia quiso que ni la madre ni el bebé sobrevivieran.

Era algo común en la época; muchas mujeres morían al dar a luz y muchas criaturas no superaban la primera infancia. Aun así, eso no era consuelo para los da Vinci, que quedaron muy tristes a causa de la muerte de Albiera y su bebé. Ser Piero había perdido a su esposa y a su hijo, y Leonardo, a una madrastra que lo quería y cuidaba, además de un hermano al que ni siquiera había podido conocer.

Ser Piero se olvidó por completo de la visita que había planeado hacer al taller de Verrocchio para hablarle de Leonardo. Pasaba las horas sumido en su trabajo como notario, intentando no pensar en las desgracias de la familia. Y mientras, Leonardo deambulaba por las calles de Florencia y por las orillas del río Arno como alma en pena.

Un día, el chico paseaba por el mercado en el centro de Florencia, allí donde tantas veces había acudido con su querida madrastra. Se puso a observar con preocupación un puesto dedicado a la venta de pájaros. Por supuesto, estos estaban enjaulados.

«Pobrecillos —pensó Leonardo—. Si tuviera algo de dinero, los compraría para liberarlos.» Estaba tan concentrado en su pensamiento que le sobresaltó muchísimo notar un lametazo en su mano derecha que hizo que se le escapara un grito.

Leonardo, asustado, pegó un buen bote, pero enseguida reconoció al autor del lametazo y los ladridos que le siguieron.

—¡No me lo puedo creer! ¡Tartufo! Pero… ¿qué haces aquí? ¿Cómo has venido desde Vinci?

Efectivamente, Tartufo, ahora bastante sucio y greñudo había recorrido los más de cuarenta kilómetros que separaban Florencia de Vinci en busca de su amo.

Leonardo había extrañado mucho a su perro. Tal y como el chico había dicho una vez a sus hermanas, los perros tenían unas cualidades que los humanos no poseían, y eran capaces de encontrar a un ser querido a muchos kilómetros de distancia.

Leonardo abrazó efusivamente a Tartufo y este le lamió toda la cara. Empezó a ladrar y a mover el rabo como cuando los dos caminaban por los montes de Vinci y Campo Zeppi.

—¡Vamos, Tartufo!

Leonardo sacó a su perro del mercado antes de que los ladridos importunaran a la gente y los echaran de allí a la fuerza. De camino a casa de su padre, el chico andaba dando brincos de alegría y acariciando la cabeza de Tartufo, que correteaba a su lado, lamiéndole las manos de vez en cuando.

Cuando aquella noche ser Piero llegó a casa, Leonardo quiso explicarle la gran noticia.

—¿Te lo puedes creer? Ha venido desde Vinci él solo…

—Los perros a veces hacen estas cosas —contestó ser Piero sin demasiado ánimo.

—¿Podemos quedárnoslo aquí en Florencia? —preguntó Leonardo, con una mirada lastimera.

—Bueno, pero solo hasta que volvamos a Vinci, Leonardo. Has de reconocer que el perro estará mejor allí.

Leonardo asintió. Pensó que, con el tiempo, a lo mejor su padre cambiaba de opinión. Además, ahora sabía que, en cualquier momento, Tartufo era capaz de recorrer la distancia que separaba Vinci de Florencia para visitarlo. Eso era, sin duda, un gran alivio.

Los días que vinieron a continuación fueron un poco más felices para Leonardo. Y, a medida que fueron pasando los meses, ser Piero también fue recuperando la alegría. Pronto, Leonardo supo por qué; un día, mientras cenaban, su padre le dijo, con un semblante muy serio:

—Leonardo, hijo, debo contarte algo.

—¿Mmm? —llegó a articular Leonardo, pensando que ya había llegado la hora de devolver a Tartufo a Vinci.

—Voy a casarme de nuevo.

—¡Ah! —exclamó Leonardo, casi atragantándose con la comida.

Así fue: sin demasiados preámbulos, ser Piero contrajo matrimonio con la joven Francesca, hija de un conocido abogado con el que trabajaba a menudo.

Los nuevos acontecimientos trajeron un poco de alegría a la casa de Florencia y ser Piero retomó algunas de sus antiguas actividades. Por ejemplo, volvió a pasar algunas horas en el despacho que tenía en la vivienda, evitando estar tantas horas fuera del hogar.

Una tarde, en la que se había empeñado en ordenar algunos papeles, encontró por casualidad el retrato de Albiera hecho por Leonardo tiempo atrás. Enseguida, se acordó del escudo y el monstruo fantástico que su hijo había pintado en él. Lo sacó del lugar donde lo tenía escondido y lo observó atentamente durante un rato. «Mañana mismo iré a visitar a Verrocchio», se prometió a sí mismo.

Al día siguiente, ser Piero entró en el taller de Andrea Verrocchio, ubicado muy cerca de su notaría. Le llevaba el retrato de Albiera y algunos paisajes de Vinci que Leonardo había pintado de memoria. Aunque en ellos se reconocían las colinas y los bosques de su pueblo, parecía que, en sus dibujos, el chico había realizado un resumen de todos los elementos naturales que más le atraían. Seguramente, también eran los que más echaba de menos.

Andrea Verrochio, que se había formado como orfebre, pero era conocido por tener uno de los talleres de pintura y escultura más prósperos de Florencia, recibió con alegría a su amigo Piero da Vinci. En algunas ocasiones, le había pedido sus servicios como notario y este siempre le había tratado muy bien.

El artista lo invitó a pasar a su amplio taller, en el que había unos cuantos aprendices y trabajadores. Entre todos, atendían los numerosos encargos de cuadros con retratos de la Virgen y el niño Jesús, que en aquellos tiempos estaban muy de moda.

El maestro también trabajaba con sus ayudantes más avanzados en la decoración de la tumba de los Médici, los señores de Florencia, que eran los principales mecenas de los grandes artistas del momento.

Esos artistas eran los abanderados de un movimiento artístico surgido hacía pocos años y que recibiría el nombre de Renacimiento: un renacer en todas las artes y las ciencias con una nueva concepción del ser humano y del mundo. Un movimiento que, sobre todo, se había creado en Florencia y sus inmediaciones.

Por si fuera poco, Verrocchio también había comenzado a trabajar en una escultura de bronce dedicada a Cristo y santo Tomás. Estaba ocupadísimo. No obstante, era de los que consideraban que siempre tenía que haber tiempo para charlar con un buen amigo, como lo era ser Piero da Vinci.

—Pasad, pasad, ser Piero —invitó el hombre al padre de Leonardo con cara de tener muchas cosas en la cabeza y con la ropa visiblemente manchada de pintura.

—Veréis… —empezó ser Piero—, mi hijo Leonardo manifiesta una gran afición por el dibujo, pero yo me pregunto si tiene realmente habilidad para este arte. Le he traído unos dibujos para que vos los valoréis. Por la relación de amistad que nos une, Andrea, sed sincero conmigo. Si el chico no vale, le daré la formación necesaria para que sea ayudante de notario.

Andrea Verrocchio agarró los originales que le tendía ser Piero da Vinci y los observó atentamente. El hombre estaba tan concentrado estudiándolos que nadie habría sabido decir si le gustaban o no.

—¡Impresionante! —exclamó al fin Verrocchio—. ¿Y decís que no ha recibido ninguna instrucción previa?

—Poca cosa…, aunque es un buen observador y tiene mucha imaginación —respondió ser Piero. Y el recuerdo de la salamanquesa disecada y el escudo con el monstruo fantástico le hizo sonreír para sus adentros.

—Francamente, ser Piero, estos dibujos son increíbles. Este muchacho tiene un gran potencial. Estaría encantado de tenerlo aquí como aprendiz. Le enseñaré las técnicas necesarias para dedicarse a esta profesión. Él, a cambio, hará algunos trabajos básicos: limpiar los pinceles, el taller… Vaya, lo que se le mande. Si quiere, podrá ocupar una de las pequeñas habitaciones que hay en el piso de arriba, donde duermen los aprendices y los ayudantes. Eso sí, le cobraré algo por el alojamiento y la manutención…

—¡Hecho!

Ser Piero tendió la mano a Andrea Verrocchio, convencido de que en ese taller lleno de cuadros y esculturas, con la camisa manchada de pintura igual que el maestro Verrocchio, Leonardo sería más feliz que en su oficina de notario ayudándole a él.

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