Leonardo

Leonardo


Capítulo 7

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CAPÍTULO 7

BISCOTTO

A LEONARDO LE HABRÍA GUSTADO EMPEZAR A PINTAR enseguida, pero tenía que pasar un tiempo hasta que Verrocchio considerara que estaba preparado para hacerlo.

Como ocurría en cualquier otro taller, no era el maestro quien pintaba todos los cuadros ni quien realizaba todas las esculturas. El taller, en equipo, producía todos los encargos, los cuales, por supuesto, solo iban firmados por el titular, es decir, por Andrea Verrocchio.

Pero a Leonardo todo eso aún no le preocupaba: todavía no había llegado a la categoría de ayudante ni, mucho menos, a la de maestro pintor. Así que, durante un tiempo, tendría que conformarse con confeccionar pinceles y limpiarlos.

—¡Buf! ¡Qué aburrimiento! —se quejó un día, cuando creía que nadie le oía—. Con que solo me dejara pintar un poquito de cielo… He estudiado tanto los azules, que seguro que se sorprendería —murmuraba mientras recogía un puñado de bártulos a regañadientes.

—¡Leonardo! —le llamó de repente uno de los ayudantes.

—¿Qué pasa? —preguntó el chico, un poco cohibido, pensando que a lo mejor habían oído sus protestas.

—Verrocchio quiere verte.

Leonardo acudió allí donde se encontraba el maestro y este le pidió con amabilidad que se acercara.

—A ver, mírame —le dijo, agarrándole la barbilla y observando sus facciones atentamente—. ¡Serás un David perfecto!

Leonardo miró al maestro con cara de no entender nada mientras este reunía a varios de sus ayudantes.

—Los Médici me han hecho un nuevo encargo —anunció Verrocchio con orgullo—. Se trata de una escultura de David, el rey de los israelitas. Quieren que lo represente justo después de vencer a Goliat, pero con una espada en vez de una honda. Haremos su figura en bronce y no será muy grande. Pero me he comprometido a que tenga una cara y una expresión distintas, más en la línea de lo que se produce actualmente… He pensado que Leonardo puede ser nuestro modelo. ¡Tiene la cara perfecta para representar a un joven David!

Todos los ayudantes miraron a Leonardo, que se puso rojo como un tomate.

—¿No estabas harto de limpiar pinceles? —le preguntó el ayudante que había ido a buscarlo, guiñándole un ojo y despeinándole su espesa cabellera.

A partir de aquel día, Leonardo tuvo que posar para Verrocchio y sus ayudantes con la mano derecha sosteniendo una espada y con la izquierda apoyada sobre la cadera.

Al principio, Leonardo se sintió halagado, pero pronto descubrió que el trabajo de modelo no tenía ni pizca de emoción.

—¡Leonardo! ¡No te muevas!

—¡La cabeza recta!

—¡Sonríe un poco más!

—¡No sueltes la espada!

—¡La mano en la cadera!

Día sí y día también, Leonardo aguantaba todas estas órdenes y otras parecidas en el taller de Verrocchio.

Una tarde, después de varias horas de trabajo, los ayudantes del maestro decidieron hacer una pausa. Señalaron una banqueta y le dijeron a Leonardo que podía descansar.

Allí mismo, sentado, con la espalda apoyada en la pared y con la espada en la mano, Leonardo se quedó profundamente dormido.

Los ayudantes no volvieron al trabajo, y a ninguno se le ocurrió despertar al chico. Los que vivían en el piso superior del taller se retiraron a descansar allí. Los que no, se marcharon a sus casas, dispuestos a volver al día siguiente. El taller quedó sumido en la penumbra, y Leonardo, que estaba acostumbrado a dormir en lugares incómodos como aquel, ni siquiera se inmutó.

A la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol, se abrió la puerta del taller.

—¡Buenos días! ¿Hay alguien aquí? —preguntó un chico que rondaba la veintena.

Leonardo se despertó de golpe y, de forma involuntaria, dejó caer la espada, que todavía agarraba con la mano.

—¿Qué haces aquí, chico? —preguntó el extraño cuando se dio cuenta de que había alguien medio adormilado sentado en una banqueta.

—He debido de quedarme dormido… —Leonardo se desperezó—. ¿Y tú quién eres?

—Me llamo Sandro di Mariano di Vanni Filipepi, aunque la gente me conoce como Botticelli.

—¿Botticelli? ¿Botticello? ¿Barrica? ¿Botita? —Leonardo intentaba encontrar el sentido de tal apodo—. No será por tu tamaño, ¿no? Porque muy grande no eres…

—No, yo no —contestó el joven—. El Barrica es mi hermano, que come y bebe por cuatro… o por diez. Pero fui aprendiz de orfebre en su taller, y al final me acabaron poniendo el mote también a mí. Ahora vengo de Prato, del taller de Filippo Lippi. Tenía ganas de cambiar de aires, y él me ha dicho que viniera a Florencia y preguntara por Andrea Verrocchio. Está claro que no eres tú…

—No, yo soy Leonardo da Vinci, un simple aprendiz.

—¡Y modelo, por lo que veo! —dijo Sandro, riendo.

—Ya ves lo que me toca hacer antes de poder coger un pincel… —protestó Leonardo con media sonrisa—. No creo que el maestro tarde en bajar —añadió—. Si quieres, te cedo la banqueta. Voy a buscar unos mazapanes que me manda mi padrastro de Vinci y que tengo escondidos al lado del camastro. ¿Te apetece desayunar? Yo invito.

—¿Por qué no? —contestó Sandro, con desenfado.

A partir de aquel día, Sandro y Leonardo se hicieron íntimos amigos. Aunque se llevaban prácticamente siete años, tenían muchas cosas en común; sobre todo, su amor por el arte y un gran talento.

Pasaron los meses y también algunos años.

Leonardo continuaba viviendo en el taller, en el piso de arriba, ocupando un pequeño aposento. Allí, en un rincón secreto, seguía escondiendo los mazapanes y otros dulces que de vez en cuando le enviaba su padrastro, Accattabriga.

Ahora que Tartufo no estaba, solo los compartía con su amigo Sandro y siempre procuraba no ser visto cuando los comía para que nadie cayera en la tentación de robárselos.

Muy en contra de sus deseos, hacía tiempo que Leonardo había tenido que dejar a Tartufo en Vinci, con su tío Francesco. El perro estaba ya muy mayor y apenas se movía.

De vez en cuando, Francesco le escribía contándole las novedades del pueblo y cómo estaban su madre y sus hermanos. Leonardo procuraba contestar tan pronto como sus obligaciones en el taller de pintura se lo permitían. Siempre lo hacía en toscano, el dialecto del italiano que se hablaba allí. Leonardo no había aprendido latín, la lengua culta que servía para escribirlo casi todo. También escribía al revés, porque era zurdo y le era mucho más cómodo. Además, así no ensuciaba el papel arrastrando la tinta con su propia mano, y si alguien quería cotillear sus escritos, sin duda, lo tenía mucho más difícil.

Francesco, acostumbrado a las enigmáticas cartas de su sobrino, siempre tenía un espejo en su escritorio para leerlas.

—Vamos a ver qué dice aquí mi querido Leonardo —dijo Francesco sonriendo con la última carta de su sobrino en una mano y el espejo en la otra.

Leonardo le contaba su participación en un cuadro de Verrocchio, Tobías y el Ángel, en el que había pintado un perro y un pez. El perro, un terrier boloñés, le recordaba a su querido Tartufo.

Francesco tardó unos días en escribir la respuesta a Leonardo, porque tenía que darle una mala noticia y no sabía cómo hacerlo.

Tartufo había muerto.

Leonardo leyó la carta de su tío con lágrimas en los ojos y, en un instante, recordó todas las vivencias que habían compartido su amigo y él. Pensó en el día que habían descubierto el fósil de ballena en la cueva de Campo Zeppi, cómo le había hecho compañía cuando investigaba el proceso de los gusanos de seda y cómo, de repente, un día había aparecido en el mercado de Florencia.

El chico se secó las lágrimas con la manga de la túnica llena de pintura y, todavía con la carta en la mano, se dirigió a Verrocchio sin pensárselo dos veces. Quería pedirle permiso para ausentarse unos días e ir a visitar a su familia de Bacchereto.

Los parientes de la abuela Lucía todavía conservaban la alfarería donde se producían exquisitas piezas de cerámica mayólica y él había tenido una idea para tener cerca, a pesar de todo, a su amigo Tartufo.

A todo el mundo le pareció muy raro, pero Leonardo insistió en crear un retrato especial sobre una baldosa de cerámica: la imagen de su perro Tartufo, a quien había dibujado innumerables veces y cuyos rasgos se sabía de memoria.

Para disimular y para que los parientes de su nonna no pusieran el grito en el cielo, hizo también un retrato de sí mismo, parecido al que había hecho unos años atrás cuando visitó la alfarería.

El autorretrato nuevo, que había quedado mucho mejor que el anterior, hizo que lo enviaran a la abuela Lucía, que todavía vivía y gozaba de bastante buena salud a pesar de su edad.

En cambio, él se quedó con el retrato de Tartufo, que conservó, como si fuera una reliquia, al lado del camastro donde dormía en el taller de Verrocchio.

Llegó el día en que Leonardo se inscribió en la Cofradía de Pintores de Florencia, la Compagnia di San Luca, como dipintore.

Ya era un maestro pintor. Justo acababa de cumplir veinte años y, aunque había aprendido mucho al lado de Verrocchio, consideraba que todavía podía aprender más.

Sandro Botticelli, que un par de años atrás había dejado el taller de Verrocchio para instalarse por su cuenta, le propuso salir a celebrar ese gran acontecimiento: ¡haberse convertido en maestro pintor!

A los dos amigos les gustaba ir juntos a cantar y tocar el laúd a algunas tabernas del casco viejo de Florencia. Uno de sus restaurantes favoritos era Los Tres Caracoles, situado en el Ponte Vecchio, un lugar donde todo el mundo conocía a Leonardo y a Sandro, dos jóvenes apuestos, alegres y divertidos.

A Leonardo seguía sin gustarle que lo halagaran por su aspecto físico, ya que consideraba que no era mérito suyo ser así. Incluso, en ocasiones, se había llegado a plantear muy en serio dejarse barba para disimular ese rostro tan bello y angelical del que todos comentaban.

No obstante, artista como era, tenía muy buen gusto a la hora de vestir y le encantaba ponerse el traje adecuado para cada ocasión.

—¿Adónde vas, vestido de esa manera? —le preguntó Sandro el día de la celebración cuando vio a Leonardo salir del taller de Verrocchio enfundado en una túnica rosada más corta de lo habitual.

—¿No habías propuesto que fuéramos a celebrar que ya soy maestro pintor a Los Tres Caracoles? —respondió Leonardo, sin dar más importancia al comentario de su amigo.

—Sí, pero nadie va vestido así en ese lugar. ¡Parece que vayas a una fiesta de los Médici!

—Venga, no protestes tanto… —le recriminó—. ¡Y vamos a divertirnos un rato!

Lo cierto es que los transeúntes se quedaban mirando a Leonardo con admiración, pues este, además de su llamativo atuendo, llevaba una melena muy cuidada, con unos rizos bien formados.

Una vez en Los Tres Caracoles, Sandro y Leonardo se sentaron a una mesa y se pusieron a cantar y a tocar el laúd, como de costumbre.

De repente, Fabrizzio, el dueño del local, se acercó a ellos con cara de agobio.

—¡Chicos! ¡Tenéis que hacerme un favor! —dijo el hombre, suplicante.

—Mmmm… Pensaba que nuestra música te gustaba, Fabrizzio —contestó Leonardo, viéndolas venir.

—No se trata de eso —lo corrigió Fabrizzio—. Dos de mis camareros se han puesto enfermos. Necesitaría que me echarais una mano con las mesas.

—¡Ah! ¡Es eso! —exclamó, alegre, Leonardo.

—¡Lo haremos encantados! —añadió Sandro.

Sandro y Leonardo se pasaron la noche sirviendo platos de polenta y carne a los clientes, comidas que, por cierto, hacían arrugar la nariz a Leonardo, quien hacía ya mucho tiempo que había decidido no comer animales.

Sin embargo, eso no consiguió arrebatarle su buen humor y cada vez que servía un plato, dedicaba unos versos cantados al comensal:

Aquí tiene, mi querido cliente,

un platillo delicioso

esperando que le hinque el diente.

Los clientes de Los Tres Caracoles aplaudían y reían las gracias de Leonardo y Sandro, y cuando se iban felicitaban al dueño por el personal que había contratado. Al acabar el turno, Fabrizzio estaba tan contento con el servicio de los dos pintores, que les propuso trabajar allí todas las noches.

Al principio, los chicos dudaron, ya que, si ese día habían ayudado al dueño de Los Tres Caracoles, había sido para hacerle un favor y, sobre todo, para divertirse.

—Pero…, en realidad, a mí me iría muy bien ese dinero extra —comentó Leonardo—. Ahora tengo que pagar las cuotas de la cofradía de pintores y mi sueldo en el taller, una vez que Verrocchio me ha descontado el alojamiento y la comida del poco dinero que me da por mi trabajo, apenas me alcanza para nada.

—Si tú te quedas, yo también —dijo Sandro, convencido—. Seguro que nos lo pasaremos en grande trabajando juntos como camareros. Además, a mí también me irá bien algo de dinero para completar lo que saco en el taller.

Y así lo hicieron: a partir de aquel día, Leonardo y Sandro combinaron su trabajo como pintores con su ocupación de camareros en Los Tres Caracoles.

Con un poco de dinero extra en la bolsa, un día Leonardo decidió darse una vuelta por el mercado florentino, que tiempo atrás visitaba con su querida madrastra Albiera.

Siempre le había llamado la atención el puesto donde vendían pájaros enjaulados. Leonardo se paró delante de las jaulas y observó uno a uno todos sus ocupantes. A continuación, preguntó el precio de cada pájaro.

Contó lo que llevaba en la bolsa y vio que le daba para comprar un colorido jilguero que cantaba como los ángeles.

—Por favor, el jilguero —le pidió Leonardo al vendedor, ofreciéndole el dinero que le había pedido.

—Buena elección, chico —le dijo el hombre—. Su canto te alegrará todos los días. Aunque debes saber que los jilgueros no son animales propiamente de jaula. A estos pájaros vivir encerrados les cuesta más que a otros.

—¡No me extraña! —exclamó Leonardo, indignado—. Lo que no entiendo es cómo puedes creer que hay pájaros que sí que están hechos para esto —dijo Leonardo tomando la jaula.

Leonardo se alejó tanto como pudo de Florencia con la jaula a cuestas, siguiendo una vez más el curso del río Arno. Cuando pensó que estaba lo suficientemente lejos de la ciudad, abrió la jaula y liberó al jilguero.

—¡Vuela, pájaro, vuela! —exclamó, mientras el jilguero desaparecía en el cielo azul—. ¡Y no vuelvas nunca! —le deseó fervientemente.

Leonardo estuvo muy ocupado durante los días que sucedieron a la visita al mercado.

Durante el día trabajaba duro en el taller de Verrocchio. Y por la noche, acudía a hacer su turno en la taberna Los Tres Caracoles. No le quedaba tiempo para nada.

Sin embargo, una noche tuvo un sueño que no supo cómo interpretar. ¿Era un recuerdo de su tierna infancia o una señal que lo llamaba a actuar de una manera concreta? Se había visto en la cuna, cuando era un niño muy pequeño. Un milano había descendido sobre él.

Esta rapaz le podría haber atacado, pero, en cambio, pasó por encima de su rostro con cuidado, tan solo rozándole la boca con las plumas de la cola.

A la mañana siguiente, Leonardo se levantó con determinación y se dirigió de nuevo al mercado.

—¿Cuántos pájaros puedes darme por todo este dinero? —le preguntó al vendedor, mostrándole todos sus ahorros.

—¿Dónde vas con todo eso? —exclamó, sorprendido, el hombre—. Sin duda, te gustó el jilguero del otro día…

—¡Me encantó! —dijo muy rotundo Leonardo—. Y todavía me gustó más abrirle la jaula para que volara libre —añadió con ironía.

—¡Pero chico…! Eso que haces es muy raro… A ver si alguien va a pensar que te dedicas a la brujería —le respondió el vendedor, medio en broma medio en serio.

Mientas ocurría esa escena, unos ojos no perdían de vista a Leonardo, midiendo cada uno de los pasos que el joven daba respecto a las jaulas y los pájaros. Era imposible saber qué pensaba el dueño de aquella mirada curiosa del comportamiento de Leonardo, pero, sin duda, había captado el amor que el artista sentía por las aves y los animales en general.

El espía del mercado de Florencia no era otro que un sabueso italiano, un perro grandote con pinta de estar perdido.

Leonardo se marchó entre los puestos haciendo equilibrios: llevaba cuatro jaulas de pájaros, una encima de la otra. El perro vagabundo le seguía pisándole los talones.

Cargado como iba, el joven no podía andar todo lo deprisa que le hubiera gustado y no tardó mucho en darse cuenta de que alguien lo seguía.

Aguantando las jaulas tan bien como pudo, Leonardo se giró de repente para sorprender a quien fuera que iba detrás de él.

—¡Tú! —llegó a decir antes de quedarse mudo al comprobar de quién se trataba—. Pero… ¡si eres un perro! ¿Qué haces aquí? ¿Te has perdido? Anda, ven, que me acompañarás a liberar estos pajarillos.

El sabueso movió el rabo; no hizo falta que Leonardo repitiera su invitación, porque siguió al chico por las orillas del río Arno hasta el punto donde había liberado al jilguero hacía pocos días. Esta vez soltó un ruiseñor, un verdecillo, un petirrojo y un mirlo.

El sabueso emitió un sonoro ladrido, como aprobando lo que acababa de hacer Leonardo.

—¡Cómo echaba de menos escuchar un ladrido así de cerca! —dijo el muchacho acariciando la cabeza del animal—. ¡Vendrás conmigo!

El perro volvió a ladrar, alegre, y Leonardo sacó entonces algunas galletas y mazapanes de su bolsa. Accattabriga, su padrastro, continuaba mandándole esos manjares de vez en cuando.

Él, goloso como era, siempre llevaba alguno encima por si le entraba hambre. El resto los tenía bien escondidos en el rincón de siempre en su habitación del taller de Verrocchio.

—Veo que te gustan más las galletas… —comentó Leonardo al ver cómo el sabueso devoraba esos dulces hechos de almendra—. ¿Sabes qué? Te llamaré Biscotto.

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