Leonardo

Leonardo


Capítulo 8

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CAPÍTULO 8

EL PINTOR DE ÁNGELES

BISCOTTO LADRÓ CON ENTUSIASMO CUANDO LEONARDO le abrió la puerta del taller de Verrochio.

Leonardo indicó a su nuevo perro que guardara silencio.

—Te he dicho que no se tenían que enterar de que estabas aquí… —susurró el chico—. Dormirás en mi habitación, conmigo, y me acompañarás a servir mesas a Los Tres Caracoles. Pero tienes que ser discreto…

—¿Quién anda ahí? —preguntó de repente Verrocchio, que había salido al encuentro de la original pareja tras oír los ladridos de Biscotto—. ¿De dónde vienes, Leonardo? ¿Y adónde vas con ese perro? Sabes de sobra que aquí no podemos tenerlo… —añadió el hombre.

—Venga, maestro —suplicó Leonardo—. No seáis así… Biscotto puede ser un buen ayudante. Mirad, es medio sabueso: un buen rastreador.

—¿Biscotto? —preguntó, extrañado, Verrocchio.

—Le gustan las galletas —explicó Leonardo, en referencia a este dulce que en italiano se llama biscotto—. Además, fijaos en su color: es el mismo que el de una galleta de almendra y canela, como las que me manda mi padrastro cada semana.

—¿Y cómo puede ayudar un sabueso en un taller de pintura y escultura? —preguntó Verrocchio, que no estaba nada convencido.

—Imaginad que entra un ladrón al taller… ¡O que alguien se lleva uno de los encargos que está listo para entregar…! —argumentó Leonardo.

—Eso no ha ocurrido nunca —contestó, tajante, Verrocchio—. Mira, Leonardo, te doy un par de días para que le encuentres una casa a tu Biscotto. El perro no puede quedarse aquí.

Biscotto sollozó como si entendiera las palabras del maestro de pintura y miró con pena a su nuevo amo.

—No te preocupes, Biscotto. Ya se nos ocurrirá algo —le dijo el muchacho, rascándole el cogote.

Leonardo y el perro subieron al piso superior, donde estaban los aposentos de los aprendices y de los trabajadores del taller. El joven fue directamente a buscar algunos de los mazapanes de Accattabriga que todavía tenía reservados entre sus cosas.

—¡No están! ¡Alguien los ha cogido! —gritó Leonardo, al ver que no quedaba ni uno de los dulces en el lugar donde los había escondido.

Biscotto protestó también.

—¿Qué ocurre? —preguntó Verrocchio, que había acudido a la habitación de Leonardo tras oír las quejas del muchacho y los ladridos del perro.

—¡Me han robado los mazapanes, Verrocchio! —contestó el joven, alterado.

—¿Tanto escándalo por un par de pastelitos? —El maestro se puso a reír con ganas—. Venga, dile a tu perro que busque al culpable.

A Leonardo no le hicieron ninguna gracia los comentarios burlones de Verrocchio. Ignoraba si Biscotto sería capaz de ayudarlo a encontrar al ladrón de mazapanes, pero, desde luego, tenía un plan para dar con el culpable.

Esa noche fue a la taberna Los Tres Caracoles y se encontró con su amigo Botticelli, al cual le contó lo que había sucedido.

—Creo que te alteras demasiado por unos simples mazapanes —le dijo su amigo.

—Los mazapanes no importan —contestó Leonardo—. Accattabriga me mandará más, seguro. Pero no pienso consentir que alguien revuelva mis cosas, se lleve lo que quiera y se quede tan ancho.

Biscotto apoyó a su amo con un par de ladridos.

—¿De dónde has sacado este perro? —preguntó Botticelli, con la atención puesta en Biscotto—. ¿Lo ha visto Fabrizzio?

—Voy a esconderlo en la bodega durante nuestro turno, allí no molestará a nadie. Tú no digas nada —pidió Leonardo—. Por cierto, Sandro, necesito tu ayuda.

—¿Para esconder al perro? —preguntó Botticelli, extrañado.

—No, para escarmentar al ladrón de mazapanes.

Botticelli miró a Leonardo con gesto de interrogación, pues no sabía cómo podía ayudar a su amigo en ese asunto.

Entonces, Leonardo disparó con su plan:

—Haremos unos mazapanes falsos con arcilla y los pintaremos tan bien que parecerán de verdad. ¡El ladronzuelo morderá barro! A lo mejor lo pillamos, a lo mejor no. Pero, al menos, le daremos un buen escarmiento.

—¡Eres increíble! —exclamó Botticelli—. ¡Me apunto, aunque sea solo para pasar un buen rato!

Al cabo de unos días, cuando comprobó que los últimos mazapanes que le había enviado Accattabriga también habían desaparecido, Leonardo planeó un viaje a Bacchereto para visitar la alfarería de sus parientes. Le acompañó quien se había convertido en su amigo inseparable: el sabueso Biscotto.

Allí, realizó una réplica de los mazapanes de Accattabriga en barro. Los coció en el horno de su familia y, maravillado, observó el resultado.

—¡Son idénticos, Biscotto! —exclamó, emocionado—. Solo falta pintarlos adecuadamente.

Para eso, pidió ayuda a Botticelli.

Durante el poco tiempo que les quedaba libre después de cumplir con sus obligaciones en los talleres donde trabajaban respectivamente y sirviendo mesas en la taberna, Botticelli y Leonardo planearon pintar los mazapanes de barro como si fueran pequeñas obras de arte.

Los dos amigos pintores quedaron en la habitación de Leonardo para llevar a cabo su trabajo. Allí estarían a salvo de cualquier mirada indiscreta.

—¿Cómo habías pensado hacerlo? —preguntó Botticelli a su amigo—. ¿Con pintura al temple?

—¡No seas anticuado, Sandro! —exclamó Leonardo—. Últimamente he estado experimentando con la pintura al óleo y creo que tiene muchas más posibilidades. No solo para nuestros mazapanes, sino también para los cuadros que pintamos en el taller. Verás… —continuó Leonardo—. Hasta ahora mezclábamos yema de huevo, agua de lluvia, vinagre y los pigmentos naturales que dan color a la mezcla. ¡La pintura al temple que todo el mundo conoce! Pero ya sabes que tiene un gran inconveniente…

—¡Claro, que se seca muy rápido! —exclamó Botticelli, que sabía de lo que hablaba Leonardo.

—¡Exacto! ¡Demasiado rápido! —Leonardo le dio la razón—. Pero si en vez de yema de huevo utilizamos aceite, tarda más en secarse y eso permite ir modificando lo que vas pintando si hace falta… ¡Ven, te lo enseño! —Leonardo se puso manos a la obra, mezclando todos los ingredientes necesarios para elaborar suficiente pintura al óleo de distintos colores como para pintar todos los mazapanes de barro.

Los dos amigos empezaron a pintar un mazapán tras otro, consiguiendo amarillos, naranjas y tostados tan auténticos que hacían que aquellas piezas de cerámica parecieran dulces de verdad.

—Mmm… ¿No te comerías uno? —dijo Leonardo bromeando, cuando se detuvo a contemplar uno de los mazapanes de barro recién pintados.

Su perro ladró entonces enérgicamente.

—¡No te lo decía a ti, Biscotto! —exclamó Leonardo—. Y ni se te ocurra comerte uno de estos, que igual te quedas sin dientes…

Leonardo y Botticelli, orgullosos de su obra, estaban de muy buen humor.

Cuando los mazapanes falsos estuvieron secos y listos para entrar en acción, los escondieron en el lugar donde Leonardo solía guardar los mazapanes de Accattabriga.

—Ahora solo es cuestión de esperar —dijo Leonardo, convencido de que su plan iba a funcionar.

Pasaron varios días y no hubo noticia del supuesto ladrón de mazapanes. Leonardo prácticamente se había olvidado del tema, pero un día que se encontraba preparando pintura al óleo para que Verrocchio la probara, oyó un gritó ahogado en un rincón del taller.

—¡Auch!

Leonardo, sospechando que ocurría algo que podía interesarle, corrió hacia allí.

—¡Ajá! ¡Te pillé! —exclamó Leonardo cuando vio al nuevo aprendiz del taller sentado en un rincón con un mazapán de barro a medio morder.

—Puedo explicarlo… —empezó a responder este, con la boca llena de pedacitos de barro y tocándose un diente que parecía que le dolía.

Biscotto, que al oír el alboroto había salido de su escondite con ganas de unirse a la fiesta, se puso a ladrar a su alrededor.

—¿Qué pasa aquí? ¿De dónde sale este perro? —preguntó Verrocchio, que también se había desplazado hasta donde estaba el grupo.

—¡Este chico es un ladrón de mazapanes! —exclamó Leonardo—. Lo he atrapado gracias a estas piezas fantásticas que Botticelli y yo hemos diseñado —dijo enseñando los mazapanes falsos.

—Muy bien, Leonardo… —contestó Verrocchio, mostrando muy poco interés en el tema—. Si algún día nos piden canapés de mentira para una celebración, te avisaré. Pero te advertí que este perro no podía quedarse a vivir en el taller. ¡Quiero que hoy mismo lo saques de aquí!

—Por favor, maestro… —suplicó Leonardo—. Biscotto es un buen perro, no ocasiona ninguna molestia…

—En ese caso puede quedarse hasta mañana por la mañana. ¡Ni un minuto más!

Leonardo quedó tan abatido a causa del ultimátum de Verrocchio que ya no prestó ninguna atención al aprendiz ladrón de mazapanes, y el chico aprovechó la situación para levantarse con disimulo y desaparecer.

Biscotto lamió la mano de su amo y sollozó, quejoso, entendiendo que algo no iba bien. Leonardo recogió los restos de los mazapanes de barro y se los llevó a sus aposentos en el piso de arriba. Biscotto lo siguió y, mientras el joven guardaba su pequeña obra de arte, se tumbó a los pies de su camastro.

—Tendré que hablar con tío Francesco, a ver si quiere acogerte en Vinci. —Leonardo le hablaba a Biscotto con cariño—. Eso o encontrar la manera de que puedas quedarte aquí, en Florencia, conmigo… Se lo podría pedir a mi padre, pero dudo que quiera un perro en su casa.

Llegó la noche y Leonardo se acostó con ese pensamiento rondándole por la cabeza: ¿qué podía hacer con Biscotto? Se había planteado pedir a Fabrizzio, el dueño de Los Tres Caracoles, que lo dejara vivir en la taberna, pero sabía que un sitio donde sirven comidas no era un buen lugar para un perro. Si Biscotto se llevaba algún alimento de la despensa de Fabrizzio, el hombre se lo descontaría de su sueldo y, además, echaría a su peludo amigo del restaurante a patadas.

Ya estaba sumido en un sueño profundo cuando un ruido despertó a Leonardo.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —exclamó sobresaltado.

El sonido provenía de la parte de abajo del edificio, donde estaba el taller. Leonardo se levantó tan rápido como pudo y observó que Biscotto había abandonado la habitación.

Bajó corriendo al taller y, cerca de la puerta, se encontró con una extraña escena: un hombre intentaba marcharse cargado con uno de los últimos cuadros dedicados a la Virgen y el Niño que habían pintado en el taller, y Biscotto le agarraba las ropas y gruñía.

—¡Suéltame, chucho! —gritaba el hombre, intentado deshacerse del perro.

Leonardo no dudó en darle el alto al hombre:

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas con ese cuadro?

Con el alboroto, todos los habitantes del piso de arriba, incluido Verrocchio, bajaron a ver qué pasaba. El ladronzuelo, sabiéndose descubierto, tiró el cuadro al suelo y salió corriendo. Una parte de su túnica quedó entre los dientes de Biscotto, que salió tras él ladrando.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el maestro, frotándose los ojos.

—Alguien ha entrado a robarnos… —explicó Leonardo—. La madonna que justo habíamos terminado estos días… Pero Biscotto ha espantado al ladrón —añadió el joven, orgulloso.

En ese momento, el perro apareció por la puerta con cara de saber que estaban hablando de él.

—¡Ven aquí! —dijo Leonardo con alegría—. ¡Eres el mejor perro del mundo!

—Mmmm… Tienes razón, Leonardo —cedió Verrocchio—. Tu perro nos puede ser útil. Estos días hay mucha demanda de cuadros como estos: la gente está loca por tener retratos de la Virgen con el Niño, y los talleres de Florencia no dan abasto. Había oído que algunos pintores con pocos escrúpulos se arriesgaban a robarlos a colegas. No me lo acababa de creer, la verdad, pero veo que es cierto… No nos irá mal tener un guardián como Biscotto en el taller. Puede quedarse.

Verrocchio y todos los demás subieron a sus habitaciones para poder dormir lo que quedaba de la noche. Leonardo, absolutamente eufórico, cogió a Biscotto por las patas delanteras y empezó a bailar con él.

—¡Lo hemos conseguido, amigo! ¡Puedes quedarte! ¡Y ya no tendrás que esconderte!

Los días siguientes, Leonardo trabajó con una alegría inusual; saber que no tendría que despedirse de Biscotto, sin duda, había sido una buena noticia.

Viéndolo tan contento y predispuesto, Verrocchio decidió hacerle un encargo realmente importante: pintar la cara de un ángel en un cuadro en el que el taller hacía tiempo que trabajaba. Se trataba del Bautismo de Cristo, en el que san Juan Bautista bautizaba a Jesús, en un paisaje bucólico, observado por dos ángeles.

Aunque Leonardo ya había hecho colaboraciones destacadas como el perro y el pez de Tobías y el Ángel, para él, aquella petición era todo un honor. Así que se esmeró tanto como pudo en el nuevo encargo de su maestro, al que ahora también tenía que agradecer que quisiera acoger a Biscotto.

—¿Por qué insistís en usar pintura al temple, maestro? —preguntó Leonardo a Verrocchio al ver que pintaba la mayor parte del cuadro con esa mezcla hecha con yema de huevo.

—Así es como lo he hecho siempre —respondió sin dudarlo Verrocchio.

—Lo sé, pero los tiempos cambian —argumentó Leonardo—. Fijaos: la pintura al óleo hace que no haya que correr tanto y se pueda retocar lo que se necesite, porque tarda más en secarse. Y, además, permite hacer pinceladas más finas, más suaves… En Flandes, hace tiempo que utilizan este tipo de pintura y así lo hacen en el taller de Antonio Pollaiuolo…

—¡Bah! ¡Paparruchas! —gruñó Verrocchio, molesto al oír el nombre de su principal competidor—. ¡Lo que haga ese vendedor de pollos a mí me importa muy poco!

Leonardo empezó a reírse.

—Quien vendía pollos era su padre… Él lo que hace son grandes esculturas y cuadros al óleo. Maestro, con este tipo de pintura, es más fácil crear contornos difuminados.

—¿Y para qué quieres que los contornos sean difuminados? —preguntó Verrocchio—. Lo que hace falta es marcar bien los bordes de las figuras que quieres dibujar. ¡Repasarlos y destacarlos!

—¡Todo lo contrario! —Leonardo se atrevió a contradecir a su maestro—. Fijaos en cómo es la realidad: las figuras no se recortan sobre el fondo. Hagamos la prueba: vos podéis pintar las piernas de san Juan Bautista de la manera tradicional, y yo pintaré las de Jesucristo como digo…

Verrocchio dejó a su ayudante por imposible y le permitió que acabara su parte del cuadro de la manera que este proponía. Leonardo utilizó pintura al óleo y usó esa técnica que reivindicaba de dejar los contornos más bien borrosos, ayudándose, si hacía falta, de los dedos.

Entre discusiones técnicas y pinceladas, fue pasando el tiempo y llegó el día en que Leonardo terminó la parte del Bautismo de Cristo que le había encargado el maestro. Una vez que estuvo el cuadro seco del todo, el joven lo cubrió con una tela para protegerlo del polvo y de cualquier accidente inesperado. Con la satisfacción del trabajo acabado, se dispuso a salir de paseo con su amigo Biscotto por las orillas del río Arno.

En cuanto Leonardo hubo salido del taller, Verrocchio no pudo evitar lanzarse sobre el cuadro. Tenía la necesidad de comprobar si las teorías de su pupilo eran realmente acertadas.

Así, el maestro descubrió con delicadeza el Bautismo de Cristo.

Verrocchio se fijó en los remolinos de agua pintados por Leonardo, y también en las piernas de Cristo. Le sorprendió gratamente la habilidad de su discípulo. Por fin, se detuvo en el ángel.

Entonces, se llevó las manos a la boca, evitando que un grito de asombro se le escapara. Notó como unas lágrimas rodaban por sus mejillas y, con voz entrecortada, llegó a decir:

—No puede ser… Este muchacho es un genio.

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