Leonardo

Leonardo


Capítulo 9

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CAPÍTULO 9

EL GRAN CHEF

SIN DUDA, EL ÁNGEL QUE LEONARDO HABÍA PINTADO en el Bautismo de Cristo era excepcional.

De hecho, Verrocchio quedó tan impresionado por la aportación de Leonardo a su cuadro que decidió que, desde ese mismo momento, él ya no pintaría más caras, y que en adelante dejaría ese honor al que hasta entonces había sido su pupilo.

Sin embargo, a Leonardo no le impresionaban las alabanzas de unos ni de otros.

Él continuaba concentrado en los encargos del taller, como las constantes madonnas. Después del robo fallido gracias a la intervención de Biscotto, el taller recibió todavía más peticiones de ese tipo de cuadros, como si la protección que ofrecía el perro hubiera hecho que aumentaran de fama y de valor.

Además, Leonardo empezó a trabajar en algunas obras en solitario.

Pintó la Anunciación, donde se ve al arcángel Gabriel explicando a la Virgen María que será madre de Jesús. Y también un par de representaciones de la Virgen con el Niño: en una, María ofrecía un clavel al niño; en la otra, madre e hijo jugaban con un pequeño colgante, que era un crucifijo.

Como si fuera una marca de autor, a las dos mujeres les pintó un broche con un topacio. Y en el pelo de ambas, se adivinaban trenzas inspiradas en los trabajos de mimbre que había visto realizar en Vinci con las plantas sacadas del río Vincio. También en los dos cuadros ensayó otra de las técnicas que defendía: utilizar las luces y las sombras para crear volúmenes, por ejemplo, en las ropas que lucía la Virgen.

—¡El claroscuro! —exclamó Leonardo, absorto en su trabajo.

—¿Qué dices? —le preguntó Verrocchio, que siempre que podía observaba al pintor más aventajado de su taller.

—Maestro, las luces y las sombras permiten dar relieve a las cosas… Si no lo creéis, contemplad el manto de la Virgen —explicó Leonardo señalando lo que estaba pintado.

A Verrocchio, de nuevo, se le inundaron los ojos de lágrimas. Ya no sabía si era porque admiraba profundamente la obra de Leonardo o porque se veía superado por el arte del que un día fue su alumno. Tenía claro que no quería pintar los rostros que salían en sus cuadros, que era un honor que dejaba para Leonardo, pero se preguntaba también si no debería dejar en sus manos toda la producción del taller.

El joven Leonardo, en cambio, vivía ajeno a tanta admiración.

Cuando acababa su jornada en el taller, corría a Los Tres Caracoles, donde todavía se encontraba con Botticelli para servir mesas y cantar sonetos acompañados del laúd y la lira.

—¡Una emergencia! —gritó Fabrizzio, al verle aquella noche.

—¿Qué ocurre? —preguntó Leonardo.

—¡Mis cocineros! ¡Están muy enfermos! —gritó desesperado el dueño de la taberna—. ¡Han sido envenenados!

—¿Envenenados? —repitió Leonardo.

—Se habrán comido uno de sus propios guisos… —intervino bromeando Botticelli, que acababa de llegar al local.

—¡Sandro! —le riñó Fabrizzio—. Jamás he tenido queja alguna de ellos… ¡Tendréis que ayudarme!

—¿Cómo? —preguntaron los dos pintores a la vez.

—A partir de hoy, seréis vosotros los cocineros —anunció Frabrizzio.

Leonardo y Botticelli se miraron con cara de sorpresa. A los dos les gustaba comer bien, pero nunca habían llevado a cabo un trabajo como aquel. No obstante, como les encantaban los retos, decidieron aceptar la propuesta de Fabrizzio.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Leonardo a su amigo, una vez en la cocina.

—Miremos lo que hay por aquí y planifiquemos el menú de esta noche —respondió Sandro Botticelli.

En la cocina había algún caldero con guisos de cordero ya preparados, montones de polenta cocida y también gran cantidad de verduras y hortalizas frescas.

—Es fácil —concluyó Botticelli—. Servimos el cordero con la polenta y listos.

—¡Qué aburrido! —exclamó Leonardo—. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?

—¿Cómo? —preguntó Botticelli, encogiéndose de hombros, sin saber a dónde quería ir a parar Leonardo.

—Todas esas frutas y verduras son un material buenísimo para hacer tallas y esculturas. ¿Quién querría comerse una olla de cordero cuando puedes probar unas delicias de nabo en forma de flor?

—No sé, no sé… —dudó Botticelli.

—Venga, ¡no seas así! Probaremos mi idea y, si no funciona, siempre estamos a tiempo de sacar el cordero y la polenta.

Dicho esto, Leonardo se puso manos a la obra y empezó a tallar toda clase de figuras en las verduras y hortalizas que tenía a mano: hizo pájaros de manzana, ranas de zanahoria, flores de remolacha… Y lo colocó todo sobre lechos de col hervida y otras piezas elaboradas con polenta compactada.

Entre los dos amigos, dispusieron todas aquellas figuras en bandejas muy bien decoradas, y las sacaron al comedor cantando algunos versos improvisados.

Hoy juntos hemos preparado

para esta buena gente

lo mejor que había en el mercado

y se lo ofrecemos como un presente…

¡Esperamos que sea de su agrado!

Los comensales que aquella noche habían acudido a Los Tres Caracoles quedaron impresionados al ver aquella puesta en escena.

Leonardo y Botticelli fueron sirviendo las bandejas y, luego, tomaron la lira y el laúd y siguieron cantando:

Coman, coman,

nuestros invitados,

estas maravillas

a las que no están…

¡acostumbrados!

La gente fue probando aquellas delicias, que más que sabrosas eran bonitas de ver.

Botticelli, que era un poco más práctico que Leonardo, decidió sacar un estofado de cordero recalentado para todos.

Cuando acabaron, los clientes estaban satisfechos de haber llenado la panza además de haber presenciado un espectáculo entretenido y original.

Así se lo comunicaron a Fabrizzio, que estaba nervioso por saber si las invenciones de aquel par de pintores habían convencido a sus clientes habituales.

—Parece que vuestros platillos han gustado… —dijo Fabrizzio a Leonardo y Botticelli—. ¡Quedáis contratados!

—¿Y qué pasa con el taller? —preguntó Leonardo—. El puesto de cocinero lleva mucho más trabajo que el de camarero… No creo que podamos hacer las dos cosas.

—Amigo, aquí vamos a ganar más dinero que pintando madonnas —dijo Botticelli a Leonardo—. Yo no me lo pensaría dos veces.

Así fue: a la mañana siguiente, Leonardo le expuso la situación a Verrocchio, quien, a pesar de todo, no se enfadó y le comunicó que siempre que quisiera volver a la pintura tendría las puertas de su taller abiertas.

—Eso sí, te llevas al perro contigo… —dijo Verrocchio, refiriéndose a Biscotto.

Y eso hizo Leonardo, que, a partir de aquel instante, se instaló en el almacén de Los Tres Caracoles con Biscotto, al que tuvo que esconder en la bodega para evitar la ira de Fabrizzio.

De vez en cuando, iba a ver a su padre, que había enviudado tiempo atrás de su segunda esposa y se había vuelto a casar con una joven llamada Margherita, hija de un comerciante de seda. Leonardo se preguntaba si los contactos de su tío Francesco en su etapa de criador de gusanos de seda habrían tenido algo que ver en la unión de la pareja.

No obstante, el joven no se había planteado volver a la casa paterna. Su padre y su nueva esposa habían tenido su primer hijo, Antonio, y él, que pasaba de los veinte años, prefería llevar su propia vida.

Leonardo era feliz trabajando y durmiendo en la taberna. Además de crear platos fantásticos, empezó a idear utensilios para que la cocina funcionara mejor. Incluso pensó en desarrollar algunos inventos para deshacerse de los humos y los malos olores de la cocina y para mantener el suelo limpio.

Mientras él se dedicaba a hacer filigranas con verduras, hortalizas y polenta, Botticelli ponía calderos de cordero a cocer para alimentar a los comensales que no tuvieran suficiente con las delicatessen que elaboraba Leonardo.

Así, noche tras noche, el éxito se repetía: se servían unos entrantes de diseño con canciones y poemas, y, después, Botticelli sacaba el cordero, aunque lo hacía con disimulo, para no ofender a Leonardo.

Los clientes valoraban la oportunidad de pasárselo bien y de llenar la tripa por un precio módico, así que Los Tres Caracoles solía estar lleno.

Una noche, con el local hasta la bandera, Biscotto se escapó de la bodega y se puso a gruñir en la puerta del comedor.

—¿Qué te pasa? —preguntó, extrañado, Leonardo.

Intentaba calmar a su perro, pero Biscotto parecía cada vez más enfadado y sus gruñidos iban en aumento, hasta que, como si lo hubieran atizado con una brasa ardiendo, salió corriendo en dirección al centro de la sala, donde empezó a ladrar desesperado.

Leonardo y Botticelli fueron tras el perro. Enseguida, se les unió Fabrizzio, que hasta ese momento había estado sirviendo mesas.

Pero ninguno pudo atraparlo: Biscotto se lanzó sobre uno de los comensales, el cual, al verse atacado, empezó a correr por el comedor chocando contra mesas y personas.

Las composiciones hechas de verduras y hortalizas de Leonardo acabaron por los aires, lo mismo que algún plato de estofado de cordero.

Al principio, los clientes miraban boquiabiertos el espectáculo, pero poco a poco reaccionaron y se fueron levantado para intentar evitar las embestidas del perro y su perseguido. Muchos comenzaron a correr también por la sala. En pocos segundos, el comedor de Los Tres Caracoles se había convertido en un caos.

Finalmente, Biscotto atrapó a su objetivo, lo derribó y lo inmovilizó en el suelo, esperando a que su amo se acercara a comprobar su proeza.

—¿Qué haces, Biscotto? —dijo Leonardo, alcanzando a su perro al fin.

Cuando Leonardo consiguió apartar a Biscotto del cliente perseguido, se dio cuenta de que su cara le sonaba.

—¡Tú eres el que entró en el taller de Verrocchio a robar un cuadro de una madonna! —exclamó Leonardo, al reconocer al ladronzuelo.

Viéndose libre del perro, el chico se puso en pie de un salto y salió corriendo. Biscotto fue tras él y también la mayoría de los clientes. Fabrizzio, desesperado, los perseguía, insistiendo en que tenían que pagar su cena.

—¡Volved! ¡Volved! —chillaba el tabernero mientras corría.

Biscotto y Leonardo perdieron de vista al ladrón de madonnas, y Fabrizzio no logró cobrar ni uno solo de los menús servidos aquella noche. Si a eso se le sumaban los destrozos que había sufrido el local, sin duda podía decirse que aquel día había sido ruinoso. El tabernero, malhumorado y harto de las excentricidades de Leonardo, decidió echar a los dos pintores de su negocio.

Leonardo y Botticelli, con Biscotto junto a ellos, se sentaron en el Ponte Vecchio, mirando la corriente del río Arno.

—Y ahora… ¿qué vamos a hacer? —preguntó Botticelli.

—Tenemos que pensar a lo grande, Sandro.

—¿Qué? —inquirió Botticelli, al que a veces le costaba seguir a su amigo.

—Lo que esta ciudad necesita es un nuevo restaurante. ¡Arte en las paredes y arte en el plato! Abriremos un local decorado con nuestros cuadros y crearemos platos tan bellos que dará pena comérselos…

—Pero Leonardo, eso no tiene ningún sentido… —respondió Botticelli.

Aun así, Sandro no supo decir que no a la idea de Leonardo de abrir un restaurante muy cerca de allí.

Pidieron prestado algo de dinero a ser Piero da Vinci, que, aunque había formado una nueva familia, todavía seguía preocupándose por su hijo mayor.

El nuevo restaurante se llamó La Enseña de las Tres Ranas y en él solo se servían los platos que diseñaba Leonardo.

Al principio, Leonardo se negaba a incluir nada de carne en el menú, porque continuaba pensando que no hacía falta matar animales para alimentarse. Sin embargo, finalmente, acabó cediendo ante la insistencia de Botticelli, que decía que no podían basar la carta solo en platos vegetarianos.

La carta definitiva estaba compuesta por platos como espiral de zanahoria con anchoa enrollada, anca de rana sobre hojas de diente de león, delicias de col hervida o pata de cordero deshuesada.

A Leonardo no se le ocurrió otra cosa que escribir la carta al revés: de derecha a izquierda, tal y como solía escribir en sus propios cuadernos. De manera que ni siquiera los que sabían leer podían descifrarla. Para remediar este problema provocado por las excentricidades de Leonardo, Botticelli propuso dibujar en la pared los platos que servían en el restaurante. En las paredes libres, colocaron también cuadros de los dos artistas, sobre todo madonnas pintadas por el uno y el otro.

Biscotto ya no estaba escondido en la cocina o en la bodega: aguardaba en la puerta por si el ladronzuelo de cuadros o alguien con malas intenciones acudía al establecimiento.

Los primeros clientes quedaron sorprendidos ante la oferta de La Enseña de las Tres Ranas y no supieron si aplaudir o protestar cuando vieron los platos presentados por el mismísimo Leonardo.

La curiosidad y la novedad hicieron que, durante un tiempo, el comedor del restaurante de Sandro y Leonardo se llenara.

La gente adinerada, sin embargo, dejó de acudir al local, considerando que ya habían visto y probado todo lo que tenían que ver y probar.

Pero, aunque los menús y la decoración eran sofisticados, los precios eran populares, de modo que pronto corrió la voz entre la gente trabajadora de la parte vieja de Florencia, y cuando dejó de concurrir la gente rica, lo hizo la más humilde.

Leonardo daba más importancia al aspecto y la composición del plato que a la cantidad de comida. Así, en el centro de una gran bandeja de loza podía colocar una simple hoja de col hervida, que decoraba bellamente con un filete de anchoa, flores y hierbas aromáticas.

En una ocasión, un grupo de artesanos que habían pasado toda la mañana trabajando duramente en su taller vio aparecer un plato de aquellos sobre su mesa, y se levantó revuelto.

—¿Se puede saber qué es esto? —gritó uno de ellos.

—¡Yo quiero carne con polenta! —se quejó otro.

—¡Esto es una estafa! —chilló el tercero.

—¡A por los estafadores! —incitó el cuarto.

Todos ellos cogieron el contenido de los platos y empezaron a lanzarlo contra Leonardo y Botticelli. Los dos pintores, temiendo que la cosa fuera a más, escaparon corriendo del restaurante.

El pobre Biscotto, al que todo aquello le había pillado por sorpresa, huyó despavorido detrás de su amo, pensando que no era lo mismo un ladronzuelo de cuadros que una muchedumbre hambrienta.

La Enseña de las Tres Ranas tuvo que cerrar sus puertas, porque después de aquel día no volvió a tener ni un cliente.

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