Leonardo

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Capítulo 11

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CAPÍTULO 11

UN VUELO PERFECTO

EN EL CAMINO DE FLORENCIA A MILÁN, LEONARDO se dedicó a probar un aparato que acababa de construir para medir la distancia de un lugar a otro. Lo hacía contando las vueltas que daban las ruedas de la carreta en la que él y sus pertenencias iban montados.

Según su aparato, al que llamaba «odómetro», había recorrido casi trescientos kilómetros para llegar a Milán.

En realidad, Leonardo no era el inventor de esa máquina: se había inspirado en las investigaciones de Marco Vitruvio Polión, un arquitecto y diseñador romano que vivió antes de Cristo. Ese hombre tenía estudios muy interesantes sobre muchas cosas que atraían a Leonardo. Por ejemplo, hablaba de qué proporciones debía tener el cuerpo humano en la pintura. Algo que, sin duda, Leonardo quería estudiar a fondo algún día.

«Estoy increíblemente cansado después de este viaje tan largo —pensó Leonardo cuando al fin llegó a Milán—. ¡Casi una semana en la carretera!». Entonces se acordó de su amigo Biscotto: «Ya debe de hallarse instalado en Vinci, con el tío Francesco».

Y también tuvo un recuerdo para su gran amigo Sandro Botticelli, que se acababa de trasladar a Roma para cumplir un importante encargo que le había hecho el Papa Sixto IV.

«Me alegro por él —reconoció Leonardo—. Aunque a decir verdad, me habría encantado hacer ese viaje y pintar con Sandro una capilla del Vaticano. ¡La Capilla Sixtina!». Con un suspiro, Leonardo decidió olvidarse de ese asunto y concentrarse en lo que tenía en mente desde hacía tiempo.

Una vez instalado en Milán, que era mucho más grande que Florencia y estaba en pleno crecimiento, Leonardo se planteó ampliar sus conocimientos sobre maquinaria de guerra. No quería defraudar a su futuro jefe si, al final, le ofrecía un trabajo como inventor.

Desde hacía un tiempo, gracias a una novedad llamada «imprenta», era relativamente fácil encontrar la obra escrita de algunos autores famosos. Leonardo buscó libros que hablaran de máquinas de guerra para estudiarlos. Aunque tuvo que mejorar su latín, ya que la mayoría de esos libros estaban escritos en esa lengua clásica, que él conocía más bien poco.

A pesar de estar enfrascado en su trabajo de diseño de máquinas de guerra, a Leonardo también le gustaba divertirse. Decidió asistir a las fiestas de carnaval de la ciudad, y se enteró de que se organizaba un concurso que consistía en recitar poesía. «Me irá bien para distraerme un poco», pensó Leonardo.

El joven se presentó al concurso con la lira que había fabricado él mismo para regalársela a Ludovico Sforza de parte del Médici y, mientras improvisaba versos, tarea en la que era realmente bueno, se acompañaba con la música de ese instrumento.

El duque de Milán estaba en la fiesta de carnaval y, cuando oyó a Leonardo recitar y tocar esa bonita lira hecha de plata, quedó pasmado.

—¿Quién es ese artista? —preguntó Ludovico a uno de sus lacayos.

—Se llama Leonardo da Vinci, y acaba de llegar de Florencia. Dicen que trabajó en el taller de Verrocchio.

—Interesante. Creo que Lorenzo de Médici lo había mencionado alguna vez… —comentó Ludovico—. Pídele que venga a saludarme.

Tal y como le sugirió el lacayo del duque, Leonardo se acercó a hablar con el mandamás de Milán. Pero decidió hacerse el interesante:

—Vuestra excelencia dirá.

—Estoy impresionado con tu interpretación. Verás, busco a alguien con tu perfil —expuso el duque.

Por un momento, Leonardo imaginó que el duque de Milán había oído hablar de sus diseños de maquinaria de guerra y se alegró muchísimo de que, por fin, hubiera alguien dispuesto a escucharle y a apreciar su trabajo.

Sin pensarlo dos veces, Leonardo le tendió a Ludovico Sforza la carta de presentación que él mismo había redactado y que llevaba guardada dentro de la camisa, como siempre había hecho con sus papeles de dibujo.

—Esto es para vuestra excelencia —dijo Leonardo, acercándole la carta—. De hecho, la lira que he tocado esta noche también es un regalo para vuestra ilustrísima señoría —añadió Leonardo, haciendo una gran reverencia al duque.

Sin embargo, su reverencia quedó un poco deslucida cuando se oyó una risita burlona, emitida por una de las acompañantes del duque.

—Disculpa a Cecilia, Leonardo. —El duque excusó a Cecilia Gallerani, una joven amiga que esa noche había asistido con él a la fiesta—. Le parecen graciosas tus exquisitas maneras.

—Lo siento, Leonardo —intervino Cecilia—. Eres tan gentil y educado que me ha entrado la risa… Pero no me lo tengas en cuenta —añadió la chica, tendiendo la mano al joven artista.

Ludovico Sforza leyó por encima la carta que Leonardo se había esforzado tantísimo en escribir con buena letra y de izquierda a derecha.

—Ya… Lo que yo necesito es un creador de eventos —dijo el duque de Milán, después de leer su larga carta.

—¡Inventos! Creador de inventos, señor. Esa es mi principal habilidad —le corrigió Leonardo.

—De momento, me preocupan más las fiestas de palacio que las ballestas o las catapultas gigantes —aclaró Ludovico Sforza.

—¡Acepto! —dijo con resignación Leonardo, que pensó que más valía aquello que nada.

Y así fue como Leonardo terminó convirtiéndose en el maestro de ceremonias de todos los acontecimientos festivos que tenían lugar en el Castello Sforzesco, donde vivían el duque de Milán y toda su corte.

Al principio de estar en Milán, Leonardo se instaló en el taller de pintura de los hermanos de Predis, cerca de la Porta Ticinese, que estaba a unos veinte minutos andando del palacio del duque. «Una distancia parecida a la que separa la casa de mi madre, en Campo Zeppi, de la casa de mi padre, en Vinci», pensó Leonardo, recordando su infancia, que ahora le parecía muy lejana.

Al cabo de un tiempo abrió su propio taller no muy lejos de allí. Más adelante, el mismo Ludovico Sforza le ofreció instalarse en un viejo palacio, la Corte Vecchia, muy cerca de la catedral de Milán, para que dispusiera de suficiente espacio para construir la escultura ecuestre dedicada a su padre, que iba a tener unas dimensiones gigantescas.

Esa idea de Leonardo había encantado al duque y quería que, tarde o temprano, la llevara a cabo.

Leonardo aprovecharía aquel espacio para desarrollar también alguna de sus máquinas voladoras, como, por ejemplo, el ornitóptero: unas alas gigantes unidas a unos mecanismos que permitirían al ser humano volar como un pájaro.

Con el tiempo, en su taller de pintura, o bottega, llegarían a trabajar hasta seis personas, entre aprendices y ayudantes.

Lo que más le gustaba a Leonardo de ese palacete era que estaba justo al lado de la plaza del mercado, donde compraba los ingredientes para guisar sus platillos, que seguían sin contener ningún producto de origen animal.

Aun así, Leonardo pasaba mucho tiempo en el palacio de los Sforza, donde se sentía como pez en el agua y el cual estaba a solo un cuarto de hora andando. Allí disfrutaba organizando fiestas, cantando, recitando poemas o contando chistes. Todo el mundo lo adoraba, porque, además de divertido, era una persona cercana y de trato afable.

Principalmente, se hizo amigo de Cecilia Gallerani, que también vivía en el Castello Sforzesco.

Como había hecho en el pasado, a menudo se entretenía gastando bromas en las que la imaginación eran la base de todo, y muchas veces Cecilia lo ayudaba con sus diabluras.

Entre otras cosas, bajo la batuta de Leonardo construyeron instrumentos musicales con diferentes partes de animales, provocando la risa y la sorpresa de más de uno. Por ejemplo, una vez hicieron una especie de violín con un cráneo de cabra, al que añadieron un pico y plumas de pájaro. Y también fabricaron un instrumento en forma de dragón, que recordaba una vez más a la salamanquesa que Leonardo había creado en el pasado o al dibujo de la rodela para el paisano de Vinci.

Cecilia cantaba tan bien como Leonardo y era capaz de tocar con habilidad los instrumentos que ambos creaban. Sabía más latín que él y lo ayudaba si este no podía descifrar los difíciles libros sobre maquinaria militar que seguía comprando.

Cuando Leonardo quería hacer reír a la gente de palacio, se sacaba de la manga unas tarjetas con caricaturas extravagantes de gente que había visto por la calle. Eran retratos de expresiones casi imposibles, que arrancaban una sonrisa incluso al personaje más serio de la corte de los Sforza. Y, por supuesto, hacían que Cecilia se tronchara de la risa.

Cecilia y Leonardo también pasaban tiempo en ocupaciones más serias: les gustaba acudir a tertulias literarias y filosóficas con los amigos de la joven, que eran los intelectuales de Milán, y cuando se cansaban de los debates, que siempre transcurrían con buenas maneras, se ponían a escribir poemas juntos.

Pero no todo era ocio y diversión. Leonardo dedicaba gran parte de su tiempo a los trabajos que le encargaba el duque. Era especialista en crear la escenografía de obras de teatro y representaciones de todo tipo, cosa que ya había hecho mientras trabajaba en el taller de Verrocchio.

—Leonardo, necesito que en la próxima obra de teatro haya un elemento que sorprenda a los espectadores. ¡Tienes que dejar a todo el mundo con la boca abierta! —le pidió Ludovico Sforza en su último encargo.

—¿Qué había pensado vuestra excelencia? —Leonardo intentó obtener alguna pista.

—¡En algo grande! ¡Sorpréndeme a mí también! —pidió el duque.

Para inspirarse, Leonardo salía a pasear por los jardines del palacio, que guardaban proporción con el enorme castillo: tenían nada más y nada menos que un perímetro de cinco kilómetros. «¡Cómo echo de menos a mi amigo Biscotto!», solía pensar en esos paseos.

Leonardo no había perdido su pasión por la naturaleza y continuaba observando los pájaros que vivían cerca de palacio. En especial, le llamaban la atención los pitos reales, una especie de pájaro carpintero con un plumaje de llamativos colores, principalmente verde y algo de rojo y amarillo. Una de las cosas que más le fascinaba a Leonardo era la enorme lengua de esa ave y su habilidad para enroscarla dentro del pico.

Fue observando uno de esos pájaros y viendo cómo se mantenía en el árbol mientras picaba el tronco de un pino para construir su nido cuando se le ocurrió la genial idea.

—¡Ya lo tengo! ¡Colocaré unas montañas en medio del escenario y haré que se abran en mitad de la función! ¡Unos personajes saldrán de su interior y volarán por el escenario y por encima del público, como si fueran pájaros!

Durante los días siguientes, Leonardo trabajó duro en el diseño de un mecanismo de contrapesos que haría que la montaña que aparecía en el decorado se abriera por la mitad.

También dedicó sus esfuerzos a crear una máquina voladora distinta al ornitóptero, que elevaría a los actores por los aires. La llamaría helicóptero.

—Cuatro actores irán montados en la máquina —explicaba Leonardo a uno de sus ayudantes, que lo miraba con incredulidad mientras trabajaba en su taller—. Darán vueltas al eje central ayudándose de unas barras horizontales. Así, moverán las hélices de arriba, hechas con telas, como si fueran las velas de un barco…

—Creo que sueñas despierto, maestro —interrumpió Cecilia, que se había colado en el taller de la Corte Vecchia para hacer una visita a su amigo, que últimamente era muy caro de ver.

—No, Cecilia. No es un sueño. Es un proyecto real y haré que funcione —le contestó Leonardo, convencido—. Y ahora, si me excusas, tengo que seguir trabajando en mi helicóptero…

—¡Qué aburrido te has vuelto! —le recriminó Cecilia, mientras abandonaba el taller visiblemente enfadada.

Leonardo trabajaba día y noche en su nuevo proyecto, con el que quería sorprender a Ludovico Sforza y a todo su público.

A pesar de las respuestas de Leonardo, Cecilia no se daba por vencida, y de vez en cuando volvía a visitarlo a su taller. Quería saber cómo estaba y, de paso, contarle las novedades de palacio, ya que él apenas salía del interior de las cuatro paredes donde diseñaba sus artilugios.

—Leonardo, he encontrado un gatito en los jardines de palacio. He decidido adoptarlo —Cecilia intentó llamar la atención de su amigo en el transcurso de su última visita.

—Ajá… —contestó Leonardo, sin apenas levantar la vista de sus papeles.

—Creía que te gustaban los animales. ¿No quieres conocerlo? —preguntó la joven un poco molesta y aburrida porque últimamente Leonardo no le hacía ningún caso.

—Lo haré, lo haré…, cuando termine todo esto.

—Te encantará, Leonardo. No es un gato como los demás. Es de color blanco. Tiene el cuerpo muy alargado, la nariz chata y las orejas redondeadas. Pero es mi gato. Lo llamaré Bianco. ¿Qué te parece?

—Cecilia, estoy a punto de terminar esto. Te prometo que cuando acabe iré a palacio para conocer a Bianco, pero ahora debes dejarme trabajar.

Cecilia frunció el ceño. De nuevo estaba un poco enfadada con Leonardo, pero comprendía que debía dejar que el genio se concentrara en su trabajo. Así que, sin despedirse, abandonó el taller y fue a reunirse con su querido Bianco.

Una vez acabados los diseños, Leonardo se sumergió en la fabricación de la montaña que se abría por la mitad y del helicóptero, con el que pretendía, tal y como había contado a Cecilia, sacar volando del escenario a cuatro actores disfrazados de demonio.

Llegó el día de la representación.

El escenario se había montado al aire libre, en los jardines del palacio de los Sforza. Leonardo había hecho que trasladaran hasta allí la montaña articulada y el helicóptero que había desarrollado en su taller de la Corte Vecchia.

Para la ocasión, Leonardo se vistió con sus mejores galas, se peinó su preciosa melena rizada y roció sus ropas con agua de rosas.

Se escondió entre el público, detrás de las últimas filas, para ver cómo su invento pasaba por encima de las cabezas de todos los espectadores.

Cecilia, que se había colocado junto a Ludovico Sforza, también estaba nerviosa. Deseaba con todo su corazón que el artilugio de su amigo Leonardo fuera un éxito.

«Y, la verdad, también tengo ganas que todo esto se acabe para que Leonardo vuelva a prestarme un poco de atención. Echo de menos las tertulias sobre filosofía con él, tocar la lira y cantar, y gastar bromas inocentes al personal de la corte…», pensaba Cecilia. Y cuando comenzó el espectáculo, se rio, divertida, imaginando las caras que pondrían los invitados.

—¿Qué pasa, Cecilia? —preguntó Ludovico Sforza al oír su risa—. ¿Acaso sabes qué tipo de sorpresa nos ha preparado Leonardo?

—¡Aguardad y veréis! —contestó Cecilia, guiñando un ojo.

En el momento esperado, la gran montaña dispuesta en el escenario se abrió por la mitad.

Entonces, se encendieron fuegos artificiales y resonaron explosiones provocadas con pólvora. Parecía que un volcán, como el que contaban que había en la isla de Sicilia, había entrado en erupción.

El público, entre sorprendido y asustado, gritaba de emoción. Entre los chillidos, se oía también una risita nerviosa que Leonardo conocía bien.

La montaña abierta dejó al descubierto una gran máquina nunca vista: una especie de hélice gigante, a la que Leonardo llamaba «helicóptero».

Las velas de tela que culminaban el ingenio, y que parecían unas alas gigantes, empezaron a dar vueltas cuando cuatro hombres vestidos de demonio hicieron girar el eje empujando unas barras de madera horizontales.

El helicóptero comenzó a elevarse hacia el cielo y sobrevoló a los espectadores, hasta llegar más o menos donde estaba Leonardo.

A continuación, cayó empotrándose contra el suelo, y los cuatro diablos rodaron sobre el césped del jardín de palacio.

Todo el mundo aplaudió con entusiasmo.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritaba la multitud.

Pero Leonardo tenía una expresión más bien triste, casi de enfado. Cecilia se acercó y le dio un gran abrazo.

—¡Lo has conseguido, Leonardo! Tu helicóptero ha volado y todo el mundo está encantado. ¡Mira, me ha salido un pareado! —bromeó Cecilia.

—Pero ¿no has visto el aterrizaje, Cecilia? No ha sido como yo esperaba… —se quejó Leonardo.

—Tu helicóptero es algo bueno, muy bueno. No quieras que sea perfecto, porque eso es imposible.

Leonardo se marchó pensando en las palabras de Cecilia. Estaba tan absorto en sus reflexiones que ni siquiera se esperó a hablar con Ludovico, quien, sin duda, querría felicitarlo.

—¡Mañana iré a conocer a Bianco! —le gritó a Cecilia mientras se alejaba en dirección a la Corte Vecchia.

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