Leo

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Capítulo 17

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—Tú sabes que esos no son tus hijos y que él no es tu marido ¿verdad?

Le había soltado su abuela Allegra el segundo día que la había ido a visitar con Leo y los niños a Varese, y ella se había ofendido un poco por la duda, pero su nonna no se había amilanado, la había cogido de un brazo y se la había llevado a la cocina para hablarle bajito.

—Él es un señor mayor para ti, muy guapo y muy rico, pero no está a tu alcance, y esos pobres niñitos son huérfanos de madre y no necesitan que los marees con un cariño que se acabará en cuanto cambies de trabajo y te vayas de su casa.

—Yo no mareo a nadie, los quiero de verdad y, aunque un día me vaya de su casa, siempre me tendrán para lo que me necesiten.

—No, mi vida, el roce hace el cariño y unos meses sin vivir juntos y te olvidarás de ellos, sin contar con que la próxima esposa del guaperas no te querrá rondando por su casa.

—No te preocupes, nada de eso va a pasar.

—Mientras no te metas en su cama, todo irá bien, porque si te deja preñada adiós muy buenas y tú, que has estudiado tanto y trabajado tanto, de repente madre soltera y sola. Hazme caso, Paolina, yo sé cómo funciona el mundo.

—Tranquila, lo tengo controlado.

—Lo mismo me dijiste del tal Anders.

—¿Qué te dije de Anders?

—Que era muy bueno y que os queríais muchísimo, aunque a mí ese rubito nunca me acabó de gustar, y mira lo que te hizo al final.

—Bueno, ya pasó… ¿quieres que prepare el café?

—Eres demasiado guapa, mia ragazza, ojalá fueras menos vistosa porque te iría mejor. A mi hermana Gina le pasaba igual, era un bellezón deslumbrante y se la disputaban todos los hombres que la conocían ¿y total para qué?, si al final siempre le acababan rompiendo el corazón.

Le había dicho con su desparpajo habitual y luego la había abandonado a su suerte para concentrarse en preparar el dichoso café, que era una de sus grandes aficiones.

Ese día se había ido de Varese un poco descolocada, porque su abuela tenía el don de hablar sentenciando y removiendo conciencias y corazones, y en el trayecto de vuelta a Stresa se había dedicado a pensar en todo lo que le había dicho, y lo había desmenuzarlo una y otra vez hasta convencerse de que estaba equivocada, porque ella no sabía nada de Leo, ni de cómo funcionaba el mundo en Suecia y en el siglo XXI, y a las pocas horas lo había olvidado totalmente para seguir disfrutando de su intensa aventura amorosa con el tipo más adorable del planeta. Un Leo Magnusson que además de ser un guaperas, como lo había calificado su nonna, era un tío cabal, serio y fiable.

Qué equivocada estaba.

Se apartó de la ventana de su aula y buscó un pañuelo de papel para limpiarse las lágrimas. Era el primer día de la vuelta al cole, en un par de horas tenía que recibir a alumnos y padres, y necesitaba serenarse, sobre todo sobreponerse y comportarse como una adulta, que es lo que era, aunque a veces la hicieran sentir lo contrario.

Salió al pasillo, donde aún no había nadie, y se fue paseando hasta el patio para respirar y tranquilizarse. Llegó allí y se dedicó al mirar el paisaje y la pista de baloncesto, y el césped y el arenero, hasta que acabó rememorando una vez más la infausta noche en la que habían regresado de sus maravillosas vacaciones en Italia y todo su mundo se le había desmoronado como un castillo de naipes.

Si no recordaba mal (tampoco había pasado tanto tiempo) hasta el último minuto Leo y ella habían estado fenomenal, incluso en el avión habían tonteado y se habían encerrado en el cuarto de baño para besarse a escondidas. Nada la había hecho sospechar que él tenía sus propios planes ya en ese momento, porque tampoco había tenido la decencia de comentárselos, y cuando habían llegado a casa y había sido su amiga Esther Jakobsson la que les había abierto la puerta en pijama y descalza, se había llevado la mayor sorpresa de su vida.

Qué ella estuviera allí no era extraño, iba muchas veces porque eran íntimos, había sido la mejor amiga de Agnetha y adoraba a los niños, pero que los recibiera en bata y se lanzara a besar a Leo en la boca después de abrazarlo como si se fuera a acabar el mundo, le había chocado muchísimo y se había quedado paralizada y sin saber qué hacer unos segundos, hasta que la misma Esther la había cogido por los brazos para hablarle desde su metro ochenta de estatura.

—Hola, Paola, qué morenza, qué envidia me das.

—¿Qué tal, Esther?

—No me mires así, ¿no te ha dicho Leo que llevo unos días viviendo aquí?

—Lo siento, no sabía nada.

—Me he separado —Se acercó para hablarle en el oído—. Leo me ha dado asilo y me voy a quedar aquí una larga temporada, con lo cual, desde este momento te libero de cualquier responsabilidad con respecto a los niños. Puedes volver a tu casa esta misma noche, si quieres.

—¿Cómo dices?

—Me alegro mucho por tu nuevo trabajo, es estupendo que retomes la enseñanza y no te preocupes por nada, yo te cubro hasta que consigamos una nueva cuidadora.

—Vale, discúlpame.

La había dejado en el recibidor ocupándose de los gemelos y había salido detrás de Leo, que se había perdido por el pasillo como un cobarde, sin detenerse a explicarle nada. De dos zancadas había llegado a su dormitorio y había entrado sin llamar, percibiendo inmediatamente el fuerte y característico perfume de Esther impregnándolo todo. Había echado un vistazo superficial viendo cosas, incluidas un bolso y un abrigo, y una bandeja con comida sobre la cama que estaba abierta, y había acabado mirándolo a él a los ojos.

—¿Esther va a vivir con nosotros?

—¿Podemos hablarlo mañana, Paola?, estoy agotado.

—¿Desde cuándo sabes que ella estaba aquí?, ¿no has tenido tiempo de advertírmelo?

—¿Advertirte el qué?

—Que me la encontraría al llegar y que duerme en tu cama.

—Esther es mi mejor amiga, Paola, desde hace veinticinco años, no tengo que explicarte…

—Todas tus amigas las tienes desde hace veinticinco años.

—Bueno, si te parece, mañana lo hablamos, ahora hay que acostar a los niños y…

—¿Vas a dormir con ella?

—Déjalo, por favor.

—¿O sea que sí?, es una pregunta muy simple. Me gustaría entender qué está pasado, porque me acaba de decir que ella se hará cargo de todo hasta que encuentres una nueva niñera y que, si quiero, me puedo ir ahora mismo a mi casa.

—No tienes que irte a ninguna parte, pero sí, Esther se ha ofrecido a cubrirte hasta que encontremos a alguien y así tú puedes dedicarte exclusivamente a tu trabajo.

—¿Queréis que me vaya?

—Imagino que tienes que organizarte, pero puedes irte cuando te apetezca, Paola.

—Me hubiese gustado que me lo dijeras tú, que eres mi jefe. Habría estado genial que me contaras las decisiones que habéis estado tomado a mis espaldas.

—Te lo iba a explicar mañana.

—Muchas gracias, qué amable. En fin… debería irme ahora, ya que tengo las maletas hechas. Vendré a buscar el resto de mis cosas otro día.

—Paola… —la había alcanzado antes de llegar a la puerta y la había obligado a mirarlo a la cara—. No tienes que marcharte ni hoy ni mañana, puedes irte cuando te venga bien, solo intentamos facilitarte las cosas. No te lo tomes a la tremenda.

—Es mi trabajo, puedo tomármelo cómo me parezca.

—Esto no tiene nada que ver con tu trabajo y tú lo sabes.

—No seas condescendiente conmigo, Leo, tengo treinta y cuatro años y ahora mismo estoy muy cabreada.

—Ok, haz lo que quieras y cuando te sientas mejor lo hablamos. No pienso enzarzarme en una discusión a estas horas y después de un viaje tan largo.

—Perfecto, me voy. Buenas noches.

—Paola… —intentó tocarla y ella lo esquivó—. Si quieres, dentro de un rato, cuando todos estén durmiendo, voy a tu cuarto y lo hablamos tranquilamente, tú y yo solos, como lo hemos hablado todo hasta ahora. ¿Te parece?

—¿Te acuestas con ella, verdad? —buscó sus ojos y él miró al techo respirando hondo— ¿Ha venido para quedarse contigo?

—Sí… ya conoces cómo es mi vida, Paola —Respondió al fin—, no hagas un drama de todo esto, por favor.

—Hago un drama de lo que me da la gana —Bufó indignada—. ¡Tengo sangre en las venas, por el amor de Dios, no soy una puñetera autómata como toda la gente de este puto país!

—Muy bonito, Paola, muy bonito.

Había susurrado tan sosegado y ella, con ganas de ponerse a romperlo todo, porque no había nada más frustrante que discutir con un mueble; le había dado la espalda y había salido de allí rabiosa, pero no por él o por su amiguita Esther y sus sonrisitas indulgentes, sino por ella misma, por ser tan idiota e infantil, porque no se podía ser más gilipollas e ingenua, porque nadie en su sano juicio podía creerse que unas pocas semanas de vino y rosas en Italia, podían haber transformado sus vidas, sus sentimientos o su forma de relacionarse.

Ocho días después de aquello, seguía sin recordar muy bien cómo había salido de esa casa, porque la furia la había cegado, aunque sí sabía que se había despedido de los niños y les había explicado su marcha. Lo que había ocurrido después era una nebulosa, pero había sido capaz de recoger su equipaje y parte de sus cosas, bajar a la calle, pedir un taxi y llegar a su piso casi a la una de la madrugada. Todo eso sin que su adorable amante de verano se molestara en llamarla o interesarse por su bienestar.

Al final, tal como había augurado su abuela Allegra, todo se había esfumado en un segundo, y tras el palo profesional, porque lo había dado todo en esa casa durante nueve meses y verse desechada en cinco minutos la había partido en dos; y el palo sentimental, que había sido apoteósico, se había encerrado en su casa y se había pasado cuarenta y ocho horas llorando y fustigándose por ser tan imbécil, porque había que ser muy imbécil para creerse que un tipo de cincuenta y un años del perfil de Leo Magnusson se iba a preocupar por ella, iba sacar la cara por ella o iba a tomársela en serio.

Gracias a Dios, después de esos dos días de lamentaciones y autoflagelación, había conseguido levantarse, quitarse el polvo y salir a la calle con dos propósitos claros en su cabeza. Primero: no volver a fiarse de ningún hombre, y segundo: enterrar para siempre, en el fondo de su memoria, los nueve meses que había pasado como niñera de los hijos de Leo Magnusson, al que tendría que ver de vez en cuando en el colegio, pero al que no necesitaba tratar más allá de lo estrictamente necesario.

—Sí que has llegado pronto, guapa —Natalie se le abrazó a la cintura y ella la miró y le sonrió.

—Tengo muchas ganas de empezar a trabajar.

—Ingrid nos quiere ahora a todos juntos en la puerta.

—Entonces, vamos, ya casi es la hora.

—Vamos allá.

Se reunió con el resto de los compañeros, tranquila y mirándose los pantalones y la blusa que se había puesto y que le sentaban de maravilla (no lo podía negar), se colocó el pelo suelto detrás de la oreja y esperó en silencio a que la puerta principal del colegio se abriera y empezaran a entrar los niños con sus padres o abuelos, porque esa mañana, la primera del curso, entraban a las aulas y al patio para saludar a los profesores e informarse un poco de las novedades de la escuela.

Sin poder controlarlo, se le encogió el estómago ante la posibilidad de ver otra vez a su antiguo jefe, que, en ocho días, desde que se había ido de su casa, ni siquiera la había llamado o mandado un mensaje, y trató de distraerse dando la bienvenida a los pequeños hasta que Leo y Álex llegaron corriendo y se le abrazaron tan contentos.

—¡Hola, chicos!, qué alegría veros.

—¡Hola!, ¿estamos en tu clase?

—Me temo que no, me han asignado a los de infantil, pero podremos vernos igualmente ¿no?

—¡Siiiii!

—Hola, Paola, tan deslumbrante como siempre —La saludó Esther Jakobsson con su sonrisa habitual, acercándose para acariciar el pelo de los niños, y ella le hizo una venia.

—Hola, Esther, buenos días.

—Lamentamos mucho no verte la semana pasada cuando fuiste a por el resto de tus cosas.

—Me pasé a la carrera cuando estaba Marina y no tuve tiempo de quedarme —La ignoró dirigiéndose a los niños en italiano—. Id entrando al aula, vuestra tutora querrá saludaros. En el recreo os busco y charlamos, ¿vale?

—Vale.

—Arrivederci —Los siguió con los ojos y luego miró a Esther con una sonrisa—. Hasta luego, me esperan en mi clase.

—No encontramos tus llaves, ni el mando de la alarma.

—Lo dejé todo en el cuenco de la entrada el 6 de agosto, antes de marcharme. Igual Marina lo ha colocado en otra parte.

—Será eso.

—Será. Adiós.

No esperó a oír su despedida, porque no hacía falta, y entró en el edificio dando gracias al universo por no encontrarse con Leo, porque tampoco había necesidad de verse y de intercambiar saludos protocolarios y falsos después de todo lo que habían hecho y dejado de hacer durante el verano, y entró en su aula, donde aún no llegaban sus alumnos porque los pequeños tenían que estar con sus tutoras al menos la primera hora de clase, pensando en prepararse un té y repasar una vez más el orden de las mesas donde pensaba instalar a los niños de seis años que ese curso iniciaban la inmersión al español y el italiano.

Abrió bien las cortinas, porque a 14 de agosto aún tenían un sol cálido y luminoso, separó algunas sillitas y de repente oyó la voz de la que creía haberse librado a su espalda.

—Ciao, Paola, buongiorno.

Saludó Leo Magnusson con esa voz grave y preciosa que tenía y ella dejó lo que estaba haciendo y se quedó congelada un segundo, pero en seguida se recompuso, lo miró y se giró hacia él para saludarlo con educación y una gran sonrisa.

—Buenos días. Leo y Álex están con su tutora en la segunda planta.

—Lo sé, quería pasar a saludarte.

—Muchas gracias, pero será mejor que subas en seguida.

—¿Qué tal te va?, no he querido llamarte ni ir a verte esta última semana porque quería darte un poco de espacio y… bueno, yo también necesitaba ese espacio y… en fin. Te veo muy bien.

—Muchas gracias.

—Tenemos una conversación pendiente.

—¿Una conversación pendiente?, yo creo que no, ¿hay algún problema con el contrato?. Mi gestora me dijo…

—No se trata del contrato, no finjas que se trata de eso.

—No finjo nada, no sé de qué conversación pendiente me estás hablando.

—Déjame invitarte a cenar una noche de estas. Creo que necesitamos aclarar algunas cosas… personales.

—No hace falta.

—Yo creo que sí.

—Mira… —suspiró y se cruzó de brazos—. Ha sido estupendo conoceros y pasar nueve meses trabajando en tu casa, porque tus hijos son increíbles y, aunque al principio no fue fácil, al final creo que nos fue muy bien, lo pasamos muy bien y personalmente aprendí muchísimo. Es lo único con lo que me quiero quedar de este último año, no necesito hablar de nada más contigo, aunque agradezco mucho que tengas este detalle conmigo.

—Ok.

—Adiós —Le dio la espalda dando por zanjada la charla, pero él se le acercó y se le puso al lado.

—Para nosotros fue un regalo tenerte en casa, Paola. Leo y Álex nunca han estado mejor. Muchísimas gracias por todo.

—No hay de qué.

—Ya sabes dónde estoy y si necesitas algo, lo que sea, ya sea hablar, salir a cenar o quedar conmigo, llámame y nos vemos, ¿de acuerdo?

—Eso no va a pasar.

—Paola…

—No va a pasar —Lo miró de frente y con el ceño fruncido—. Me rompiste el corazón, Leo, sé cómo es tu vida y cómo te gusta relacionarte con las mujeres, nunca me engañaste al respecto, pero eso no impide que yo tenga sentimientos. Fue cobarde y muy duro cómo te deshiciste de mí, cómo lo dejaste todo en manos de tu gran amiga Esther. Eso no se hace, menos a alguien con la que además de sexo, habías compartido intimidad, confianza y amistad, o al menos eso creía yo.

—Yo jamás me he deshecho de ti, tú te quisiste marchar.

—Porque habías acordado con tu amiga, a mis espaldas, lo que pensabais hacer con mi trabajo, con mi tiempo o con mi relación con los niños.

—No era nuestra intención, vamos, no era mi intención y soy yo el que…

—Bastaba con habérmelo explicado, Leo, y me hubiese despedido bien de los niños antes de pisar Estocolmo. También me habría ahorrado la sorpresa de encontrarme de patitas en la calle a las doce de la noche y con Esther tomando decisiones por mí.

—Nadie te echó a la calle.

—Hay formas y formas de echar a la gente.

—Tampoco me diste un margen, no quisiste esperar para hablarlo, te alteraste, te pusiste… —sacudió las manos de forma elocuente y ella se le acercó.

—Me enfadé y me alteré, la gente se cabrea, se ofende y a veces eleva el tono, no pasa nada por expresarse. Yo no soy como vosotros, que os lo guardáis todo hasta que os explota en la cara.

—Y eso es lo que más me gusta de ti, pero a veces no sé lidiar con ello.

—Tranquilo, no tendrás que volver a lidiar con nada.  

—Paola, por favor…

—¿Sabes qué? —soltó, ya para zanjarlo del todo—. Yo tengo sangre italiana y española, soy un poco intensa, lo sé, pero al menos no amenazo ni marco territorio, ni jamás he intentado controlarte como hacen todas esas mujeres, tus amigas desde hace más de veinticinco años, que te rodean y te acechan, y se matan por conseguir llevarte a su terreno.  

Él dio un paso atrás horrorizado, con los ojos muy abiertos, y ella asintió muy tranquila.

—Lo siento, pero es así.

—¿Qué amenazas?, ¿de qué estás hablando?

—Pregúntale a tu cuñada Alicia o a tu amante italiana de Stresa, las dos me invitaron a alejarme de ti y me amenazaron y hablaron fatal. ¿Con ellas tampoco sabes lidiar?, pues igual deberías aprender, Leo, porque esas personas sí son nocivas. Con la excusa de la muerte de tu mujer y la de ayudarte los niños, ellas o Esther, o las que sean, se han metido de lleno en tu vida y jamás te permitirán vivir en paz o iniciar una relación saludable con otra persona.

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—¿Sobre qué?, ¿sobre las amenazas o sobre el hecho de que estás rodeado de mujeres que intentan manipularte, controlarte y casarse contigo?

—Soy consciente de las personas que me rodean, lo que me preocupa seriamente ahora es que te hayan amenazado.

—Es igual, sé tratar con abusonas.

—De todas maneras… ¡Joder!

Se paseó por el aula indignado y ella lo observó lamentado haberle arruinado el día, pero no se podía seguir callando. Además, si lo que acababa de decir servía para algo, por ejemplo, para que al fin mandara a todo el mundo al carajo y se centrara en sus hijos y en su vida sin interferencias egoístas y ajenas, habría valido la pena.

—Deberías subir a la clase de tus hijos, aunque Esther esté con ellos, ellos solo quieren verte a ti, Leo —Le dijo al cabo de unos minutos de silencio y él la miró fijamente.

—Prométeme que quedaremos, hablaremos y arreglaremos todo esto.

—No hay nada que arreglar, acabo de decir todo lo que necesitaba decir; por mi parte esto ya es agua pasada.

—Por la mía no.

—Bueno, no se puede tener todo en la vida.

—No te librarás tan fácilmente de mí, Paola.

—¡Leo!

De repente apareció Alicia, su cuñada, que se había pasado todo el verano desaparecida, muy agitada en la puerta y lo miró ignorándola a ella descaradamente.

—No os encontraba por ninguna parte, ¿dónde están mis niños?

—En su aula de siempre, en la segunda planta.

—¿Vamos? —estiró la mano hacia él como si tuviera cinco años, y él dio un paso atrás con el ceño fruncido.

—Ve subiendo, si quieres. Ahora subo yo.

—Llegaremos tarde.

—¡Pues ve tú, coño, y déjame en paz!

—¡Qué grosero!, es increíble —Masculló ella roja como un tomate girando hacia el pasillo—. No sé qué te ha pasado, pareces otra persona, si Agnetha levantara la cabeza…

—¡Deja a Agnetha en paz! —Le gritó y luego se volvió hacia ella intentando tocarla, aunque ella no se dejó—. Sé que estás dolida y enfadada conmigo, Paola, solo espero que aceptes mis más sinceras disculpas y me des otra oportunidad.

—Está bien, no te preocupes, para mí ya pasó, en serio, de verdad que es agua pasada. A partir de hoy borrón y cuenta nueva y…

—Mírame…

La interrumpió y se inclinó un poco para mirarla fijamente con esos ojazos verdes tan intensos que tenía.

—He venido hasta aquí hoy solo para verte, para intentar acercar posiciones contigo después de estos últimos ocho días y para comprobar una cosa muy importante para mí, Paola.

—Vale…

—Mírame bien —Ella asintió sin apartar los ojos de los suyos—. Ahora mismo me siento incapaz de seguir mi vida sin ti.

—¡Seño!

Los gritos de unos niños los interrumpieron y ella se tuvo que sujetar a la mesa para recuperarse y recibirlos con una gran sonrisa, como si no pasara nada y no acabaran de decirle la cosa más hermosa del mundo.

El grupito entró acompañado por sus padres y ella los saludó viendo como Leo Magnusson se alejaba hacia la puerta sin dejar de mirarla. Le sonrió y él le guiñó un ojo, le tiró un beso y desapareció.

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