Leo

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Capítulo 5

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Salió del estudio de baile sonriendo y más ligera, y no solo por la clase de ballet, sino porque esa mañana se había quitado un enorme peso de encima y se sentía otra persona. Buscó el coche con los ojos y caminó hacia allí mirando la hora, comprobando que aún era pronto y que le daría tiempo hasta de hacer la compra antes de ir a recoger a Leo y Álex a su entrenamiento de futbol. Perfecto.

Se acercó al 4X4 de su jefe, lo abrió y se subió casi escalando, porque era un cochazo enorme, aunque tan seguro y sólido como un tanque, óptimo para llevar a los niños y para salir de la ciudad, le había explicado el mismísimo Leo Magnusson, que, como casi todos los escandinavos que conocía, disfrutaba especialmente de la escalada, del esquí, del trekking y de todos los deportes de aventura que se le pusieran por delante.

En eso él era muy sueco, aunque en otras muchas cosas era bastante más italiano, empezando por su afición a la cocina, la pasta y el fútbol, y terminando por la ropa de firma, porque siempre iba como un pincel y era muy cuidadoso con su vestuario. De hecho, los niños tenían prohibido entrar en su vestidor a manosear sus cosas y en eso no transigía ni un centímetro. Se lo había dejado muy claro su primer día de trabajo y Marina, que trabajaba con él desde hacía quince años, se lo había repetido con los gemelos delante para no dejar espacio a la duda.

En todo caso, ella no pensaba dejar a los niños “sueltos” por la casa, porque ya había oído historias de terror respecto a su comportamiento y no pensaba correr riesgos.

Por supuesto, los conocía muy bien, porque los había tenido cuatro años en su clase de italiano y sabía que no eran malos chicos, ni unos futuros vándalos, solo se trataba de un par de críos inteligentes y muy inquietos que reclamaban más de atención que la mayoría, tal vez porque habían perdido a su madre y porque su padre se pasaba el día de viaje o trabajando, y por eso pensaba darles un voto de confianza. Un voto que se sustentaba en el respeto mutuo y la disciplina, así se los había explicado a los dos y así lo habían entendido a la primera.

—Yo he venido para cuidar de vosotros y lo hago encantada, porque me encantáis los dos —Les había dicho la primera noche que había dormido en esa casa—, pero no voy a permitir indisciplina ni tomaduras de pelo, ni travesuras absurdas de niños pequeños. Ya sois mayorcitos y confío en vosotros, confío en que nos llevaremos muy bien y en que, si algún día hay algún problema, me lo vendréis a decir en seguida antes de hacer una tontería. ¿Qué opináis?

—Con las otras cuidadoras nos aburríamos mucho —había respondido Leo—. No hacían nada con nosotros, ¿tú qué piensas hacer?

—En realidad, he preparado un calendario…

—Para ver la tele o jugar a videojuegos no necesitamos a una niñera —la interrumpió Álex—, para eso mejor nos quedamos con Marina o con Magnus o con la tía Alicia.

—Estoy de acuerdo, por eso he pensado en organizar un poco nuestro tiempo juntos lejos de la tele o los videojuegos; si queréis mañana revisamos mis ideas y vosotros me aportáis las vuestras.

—Vale.

—Se trata de que hablemos, nos comuniquemos y nos respetemos. ¿Estáis de acuerdo?

—Sí, pero ¿podremos seguir jugando a videojuegos?

—Por supuesto, aunque creo que solo los fines de semana, o eso me ha dicho vuestro padre.

—Qué rollo.

—Todo es negociable mientras las cosas vayan bien aquí y en el cole. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

Se habían dado formalmente la mano y desde entonces, tres semanas ya, el experimento estaba funcionando a las mil maravillas, cosa que la alegraba muchísimo, porque ese trabajo le había salvado la vida, al menos monetariamente hablando, y solo esperaba hacerlo bien y mantenerlo durante el mayor tiempo posible.

El contrato indefinido y el sueldazo que le estaba pagando el señor Leo Magnusson le habían conseguido una rehipoteca muy favorable, que le había permitido, a su vez, abonar a Anders Bielke su parte correspondiente del piso de Södermalm; concretamente los cuatro años de hipoteca que había pagado y lo que había aportado a la entrada, y con eso resuelto, al fin estaba viendo la luz al final del túnel.

Aquello era un verdadero milagro y no se cansaba de dar gracias a Dios y a todos los santos a los que rezaban su madre y su abuela, por concedérselo, porque hasta un minuto antes de aceptar el trabajo con los Magnusson lo había tenido todo perdido, todo, también su salud mental, porque hasta ese mismo instante se había sentido morir y llevaba días sin comer ni cuidarse como era debido. Algo, por cierto, que no pensaba repetir, aunque se le volviera a caer el mundo encima.

Pagar sus deudas con su ex y poder quedarse con su piso, poder mantenerlo sin necesidad de alquilarlo o compartirlo, le había regalado un alivio inconmensurable, no tenía palabras para expresar lo que había significado para ella, y volver a estar activa, a tener trabajo con unos niños, que era su verdadera vocación, también le había devuelto las ganas de vivir y seguir luchando.

Seguramente, reconvertirse en Au Pair a los treinta y cuatro años, con dos carreras, un máster y hablando seis idiomas, era una especie de retroceso para su desarrollo profesional, algo parecido al “fracaso” para muchas personas de su entorno como Anders, su padre o su hermano, pero ella no se lo había planteado así, porque en la práctica le estaba proporcionando el dinero que necesitaba para vivir y en lo teórico le estaba permitiendo ejercer como profesora, de una forma un poco diferente, pero educando al fin.

Y es que a las pocas horas de estar en casa de los Magnusson, se había dado cuenta de que Leo y Álex iban a depender casi al 70% de ella, de lo que les inculcara o les enseñara, y ese reto, que superaba al simple hecho de cuidarlos o hablarles en italiano, le había puesto las pilas de inmediato.

Viendo el percal, su naturaleza metódica y organizada la había empujado entonces a crear un calendario de actividades para los gemelos, que incluía las tareas y obligaciones de cada día, el ocio y las actividades lúdicas, y que pretendía dotarlos de una rutina (que para los niños era igual a seguridad) estable y sencilla.

Su segundo día de trabajo lo había comentado con su jefe y a él, que solo pensaba en mejorar la calidad de vida de sus hijos, le había parecido una idea extraordinaria y había decidido pegar el calendario en la nevera. Así todos podían saber lo que había previsto para cada día, también podían modificarlo o sumar cosas nuevas con pósit de colores y rotuladores, algo que a los peques les había encantado.

Desde ese instante había comenzado la reorganización del tiempo y espacio de todos los habitantes del piso, incluidos los de ella misma, y pasado el periodo de pruebas, o más bien la semana que Leo Mangusson se había quedado en casa supervisando y vigilando su integración con los niños, aquello había empezado a funcionar como un reloj. Algo realmente valioso para unos críos inquietos y demandantes como Leo y Álex, que solo necesitaban, ella lo había sabido siempre, de atención y de un marco seguro y estable dónde moverse.

Pasó por el supermercado, compró lo necesario para hacer su cena especial del jueves y luego enfiló hacia su antiguo colegio con la nieve cayendo copiosamente sobre Estocolmo, aparcó cerca de la puerta y se bajó corriendo para ir a ver a los niños al gimnasio donde estaban entrenando, porque con esa nevada a los más pequeños los eximían de jugar al aire libre. Voló por los pasillos y entró en el gimnasio con tiempo de sobra para ver el partidillo; los saludó con la mano, ellos le respondieron tan contentos, y al acabar se movió hacia la puerta, junto a los demás padres, para recogerlos y llevárselos a casa.

—Hola, Paola —Se le acercó una de las madres, que era una expatriada española muy pija, y le sonrió antes de dirigirse a ella en español— ¿Qué tal estás?

—Muy bien, gracias, ¿vosotros?

—Últimamente te vemos mucho por aquí —susurró ella ignorando su pregunta y con los ojos muy abiertos.

—Sí, vengo a recoger a Leo y Álex Magnusson.

—¿Es verdad que ahora vives con ellos? Dice Tirso que se lo van contado a todo el mundo.

—Es verdad. ¿Os vais a España en navidades? —Preguntó, intentando cambiar de tema y la madre, que se llamaba Cristina, le sonrió.

—Sí, lógicamente, nos vamos la semana que viene a pasar las navidades con la familia —Le tocó el brazo— ¿O sea que es cierto que te has liado con Leo Magnusson?

—¿Cómo dices?

—Es lo que se cuenta. Qué guardadito te lo tenías, guapa.

—¿Quién cuenta eso? —frunció el ceño y se apartó unos pasos de ella.

—Mucha gente y yo que me alegro, menudo partidazo. Ahora me explico por qué dejaste el colegio.

—Yo no dejé el colegio, me despidieron en octubre, y no estoy liada con nadie. Trabajo para el señor Magnusson, soy la nueva cuidadora de sus hijos, por eso vengo a recogerlos.

—¿Cómo que te despidieron?

—Despidiéndome, si no por qué me iba a ir, me encantaba este trabajo, pero decidieron prescindir de mis servicios y me he tenido que buscar la vida como he podido. Gracias a Dios que el señor Magnusson necesitaba una Au Pair y me ofreció un contrato.

—¡Madre del amor hermoso!, no me lo puedo creer.

—Créetelo, mira ahí vienen. Hasta luego.

Se alejó de ella para saludar a Leo y Álex, que salían corriendo del entrenamiento y con el pelo mojado tras su paso por la ducha, y los animó a caminar hacia la calle de prisa, percibiendo por primera vez la mirada de todo el mundo encima, suponía que interesados por su supuesto romance con un conocido padre del colegio.

Llegó al coche aceptando que en Suecia había tantos cotillas como en el resto del mundo, se subieron, lo puso en marcha y enfiló hacia Vasastan cavilando en si debía o no comentar aquello con su jefe, que parecía vivir ajeno a todo, pero al que igual le interesaba conocer los rumores que corrían a su costa por el centro educativo de sus hijos

—¿Qué vamos a cenar hoy? —Le preguntaron los niños entrando en el aparcamiento de su edificio y ella les sonrió a través del espejo retrovisor.

—Tortilla de patatas. ¿No queríais aprender a hacerla?, pues hoy la haremos juntos, he comprado todo lo necesario, incluido el aceite de oliva español.

—Mycket bra! —Gritaron al unísono.

—In italiano, per favore.

—Bene!

—Perfecto, vamos.

Sacaron sus cosas del 4X4 y se subieron al ascensor charlando del fútbol y de sus vacaciones navideñas, que estaban a la vuelta de la esquina y que pasarían en Noruega; llegaron a su planta y ella abrió la puerta principal con su llave y tranquilamente, dio un par de pasos por el recibidor, subió la cabeza y se encontró a su jefe saliendo a su encuentro con la camisa abierta y descalzo.

—¿Qué hacéis aquí tan pronto? —Interrogó, intentando cerrarse los botones de los vaqueros—. ¿No ibais a pasar por el súper?

—¡Hola, papá! —Exclamaron los pequeños al verlo en casa, algo bastante insólito a esas horas, y saltaron para abrazársele a la cintura.

—Repito: ¿Qué hacéis aquí tan temprano?

—Acabé mis temas personales pronto y pasé por el supermercado antes de ir a recogerlos al entrenamiento, pensé que con esta nevada…

Se calló, viendo aparecer detrás de él a una mujer mulata guapísima, alta y a medio vestirse, que trataba de ponerse los zapatos de tacón de pie, y comprendió al instante que los había pillado en plena faena, o terminando la faena, y se quiso morir. Miró a Leo Magnusson con cara de disculpa y estiró la mano hacia los niños para llevárselos a la cocina o a su habitación, o a cualquier parte antes de que a su padre le diera un infarto.

—¡Hola! —saludó la mujer con mucho desparpajo y una gran sonrisa, y los niños, instantáneamente, se pusieron muy serios y se apartaron de su padre—. Qué mayores estáis, renacuajos, ¿no me saludáis?

—¡No!

—Chicos —los regañó su padre—, saludad a Lisa.

—¡No!

Repitieron y salieron corriendo hacia el interior del piso. Paola, que no sabía dónde meterse, sujetó la bolsa de la compra contra el pecho y sonrió a la novia de su jefe haciéndole una venia.

—Buenas tardes, yo voy a… —Hizo amago de seguir a los niños, pero ella se lo impidió.

—Encantada, tú debes ser la nueva Au Pair, me llamo Lisa —Le dijo en un inglés con acento americano y señalándole a los niños con el pulgar—, yo también fui su cuidadora ¿sabes?, por eso no les caigo muy bien.

—Eso fue hace mucho tiempo —Intervino Leo Magnusson seco y ella se acercó para besarlo en la boca.

—No tanto, bebé. En fin, me voy para que puedas hablar con tus monstruitos. Ciao, bella y buena suerte.

Masculló, tratando de hablar en italiano, pero con un acento penoso, y luego cogió su abrigo del perchero de la entrada y salió al rellano sin mirarlos. Paola la siguió con los ojos, muy impresionada por lo guapa que era, hasta que el propio Magnusson dio una zancada, se aproximó a la puerta y la cerró de un portazo.

—Que esto no se vuelva a repetir, Paola.

—Lo siento mucho, no sabía…

—Tranquila —se metió las manos en los bolsillo mirándola a los ojos—. No pasa nada, pero, por favor, no vuelvas a romper tus planes del día, esos que tú misma has anotado en tu calendario y, si lo haces, avísame, ¿de acuerdo? No me gusta mezclar a mis hijos con mi vida personal.

—Claro.

—Muy bien, por hoy es suficiente, ya me hago cargo yo de los gemelos, muchas gracias.

—Pero…

—Necesito hablar con ellos a solas, supongo que lo entiendes, así que…

—Lo entiendo, pero —miró hacia la cocina—, íbamos a hacer la cena juntos.

—No hace falta, pediremos unas pizzas. Es jueves y se los había prometido.

—Pero…

Él la miró de reojo, le dio la espalda y desapareció.

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