Leo

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Capítulo 10

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—No lo sé, Björn, los dueños de las tierras no quieren recalificarlas.

—No quiero que las recalifiquen, Leo, solo quiero que me las vendan.

—¿No quieres recalificar?, entonces: ¿cómo pretendes vivir allí con tu comunidad?

—Como hasta ahora en Njardarheimr, al estilo tradicional vikingo, sin luz ni agua potable, autoabasteciéndonos y respetando la naturaleza.

—En Njardarheimr ya se han levantado dieciocho edificaciones vikingas que atraen a cientos de turistas cada año, en Helgeland no quieren ni oír hablar de eso.

—Yo tampoco quiero hablar de eso, yo solo quiero construir dos casas de madera, amplias y hermosas como las que tú sueles hacer, cuñado, para que nos sirvan de refugio. Lo último que pretendo es convertir mi hogar noruego en una atracción turística.

—Ok.

Bufó, frenando en un semáforo, y calibró la posibilidad de insistir un poco más con su contacto en Helgeland, al norte de Noruega, donde el hermano pequeño de Agnetha, Björn, se había instalado tras abandonar su vida burguesa y estresante como bróker en Nueva York, Londres y Estocolmo.

Björn Pedersen, que toda su vida había sido un hijo de papá consentido y triunfador, se había largado hacía cuatro años a Noruega dejándolo todo atrás para encontrar sus raíces vikingas y desde entonces vivía en una choza de madera y tepe, solo comía de lo que plantaba o pescaba, se relacionaba únicamente con personas de su cuerda espiritual y política, y se consideraba una especie de ácrata, casi un místico, pero en el fondo seguía siendo un burgués rico que no se podía resistir a la posibilidad de comprar unas tierras muy golosas e invertir en ellas para en un futuro ganar pasta a su costa. Así de claro, aunque él lo negara y delegara en sus manos toda la operación para no sentir que estaba traicionando sus propios principios.  

—Ok, tío, voy a hacer un último intento —soltó al fin, cuando el disco se puso en verde y arrancó nuevamente el coche—, pero no prometo nada, porque los veo bastante seguros de no querer vender.

—Quieren vender, lo sé de buena tinta, igual al que no le quieren vender es a mí porque soy sueco.

—¿Son racistas? —soltó una risa llegando a Södermalm y Björn resopló.

—Más de lo que te crees, cuñado, como buenos vecinos no nos pueden ni ver, pero deberían tener en cuenta que todos procedemos de la misma raíz y que yo soy tan escandinavo o más que ellos.

—No voy a entrar en eso ¿de acuerdo?, pero haré un último intento y te aviso con lo que me respondan.

—¿Les has mandado los planos de las casas?

—No creo que los planos cambien nada.

—Pues yo creo que sí, igual eso ayudaría a que confiaran más en mi proyecto.

—¿Por qué no los llamas tú y negocias a tu manera, tío?, se te daba muy bien.

—No, gracias, yo ya no hablo de dinero, me da urticaria.

—Ok, tú sabrás…pero…

Guardó silencio al ver en la acera, junto a una terraza muy conocida y que estaba llena de gente, a Paola Villagrán discutiendo con un tío alto y guapete que parecía muy cabreado, y frenó en seco.

—¿Leo? —Lo llamó Björn, pero ya no pudo prestarle más atención.

—Luego te llamo, hermano.

Le colgó, aparcó el coche en segunda fila y se bajó de un salto para ver qué estaba pasando, porque se dio cuenta de que ella estaba llorando mientras el tipejo alto la seguía por la calle, y aquello no le gustó ni un pelo.

Se les acercó de dos zancadas, se interpuso entre los dos y la miró a ella a los ojos, cosa que la hizo abrir literalmente la boca.

—¿Qué está pasando aquí, Paola?, ¿estás bien? —Le preguntó y su amigo se le puso delante para mirarlo a la cara.

—¡¿Qué te pasa a ti, tío?!, ¿alguien te ha dado vela en este entierro?

—¡Cállate, Anders! —Le espetó ella furiosa.

—¿Lo conoces?, ¿conoces a este tío? —chilló el tal Anders con voz aguda y señalándolo a él con el dedo, y ella le hizo un gesto para que la dejara en paz.

—Vete a la mierda, ¿ok?

—Dime si lo conoces, solo contéstame a eso, me merezco un poco de consideración, Paola.

—Claro que me conoce —intervino él al ver que se trataba de un imbécil prepotente y que ella no quería ni verlo, y se le acercó mirándolo a los ojos y con las manos en las caderas— ¿Tienes algún problema, chaval?

—¿Chaval?, ¡¿tú de qué vas?!

—¡Ya está bien! —Paola los separó colocándose en medio y luego empujó a su amiguito por el pecho con las dos manos—. No tengo que darte ninguna explicación, no te mereces consideración alguna, así que vete de aquí y no vuelvas a acercarte a mí o llamaré a tu mujer y le diré que me estás acosando.

—No serás capaz.

—Ponme a prueba.

—Está bien, está bien —Levantó los pulgares y retrocedió alejándose despacio—. Tú te lo pierdes, guapa, yo solo quería que volviéramos a ser amigos.

—Antes muerta.

—Qué rencorosa.

—Me fuiste infiel, me quisiste echar de mi propia casa, me cobraste hasta el último centavo y me abandonaste a mi suerte, creo que tengo derecho a ser rencorosa. ¡Gilipollas!

Lo último se lo gritó en español y el tal Anders sonrió, le tiró un beso y luego desapareció entre la gente que se había detenido a observar el numerito con enorme curiosidad, porque ese tipo de escenas no se solían ver en Estocolmo y mucho menos en pleno centro y a las doce del mediodía.

—Joder, qué vergüenza —susurró ella pasando al italiano con la cabeza gacha, hasta que cuadró los hombros y se giró para mirarlo a la cara—. Lo siento mucho, Leo, me da mucho apuro que hayas visto esto.

—He visto cosas peores —sonrió, queriendo tocarla y darle un abrazo, pero le pareció poco apropiado y retrocedió señalando su coche—. ¿Te llevo a algún sitio?

—No, gracias, iba a comer por aquí… acabo de salir de clase de baile.

—Bueno, pues, espera un segundo, aparco bien y comemos juntos, ¿te parece? Estaba pensando en hacer un alto para el brunch.

Mintió de forma completamente inconsciente, porque en realidad iba hacia su restaurante favorito para comer con Esther Jakobsson, pero no le importó nada y decidió que era mejor quedarse con ella y acompañarla.

—No hace falta, Leo, en serio…

—Sí que hace falta, me muero de hambre.

Le guiñó un ojo y se fue hacia el coche sacando el teléfono móvil, llamó a Esther para decirle que le había surgido un imprevisto y que no podría llegar a comer con ella, y luego se llevó el coche a un parking privado. Lo dejó allí y volvió corriendo a dónde estaba Paola esperándolo con los brazos cruzados y la mirada perdida.

—Ya estoy, ¿dónde comemos?

—Tenía una reserva aquí al lado, supongo que no les importará que seamos dos.

—Claro que no les importará. ¿Estás bien?

—No me puedo creer que me haya montado semejante espectáculo en plena calle.

—¿Se puede saber quién es?

—Es Anders, mi ex, el tipo que me dejó para casarse con otra y que ahora dice que me echa de menos.

—Madre mía.

Llegaron a la cafetería y los dejaron sentarse en una mesita junto a la ventana, él se le puso enfrente aún con ganas de abrazarla y estrecharla contra su pecho, porque de pronto solo quería protegerla y alejarla de todos los males del universo, pero como eso era imposible, se dedicó a observarla en silencio mientras ella leía la carta.

Desde luego, Paola Villagrán era muy guapa. La típica y deslumbrante belleza del sur de Europa, muy rotuna y femenina, mediterránea, con rasgos definidos y sensuales. A saber: una boca de labios gruesos y bien dibujados, unos ojazos almendrados enormes y oscuros, una piel dorada y saludable que contrataba a la perfección con su pelo castaño y largo sujeto esa mañana en un elaborado moño de bailarina.

No era muy alta, pero sí delgada, atlética y fuerte, con un cuerpo armonioso que él se había acostumbrado a espiar en secreto, porque lo atraía muchísimo, y desprendía un aire de fragilidad que contrastaba bastante con su forma de ser, porque en cuanto hablabas con ella y la conocías un poco te dabas cuenta de que de frágil nada, porque se trataba de una chica muy luchadora y llena de energía. Una superviviente nata y con una voluntad de hierro que aplicaba a todos los ámbitos de su vida, también al cuidado de Leo y Álex, a los que les había cambiado radicalmente la vida desde que había pisado su casa hacía ya seis meses.

—¿Ya saben lo que van a tomar? —Preguntó la camarera interrumpiendo su espionaje y los dos la miraron y asintieron.

—Sí, yo quiero el bruch clásico, pero pequeño, por favor —susurró Paola y él se mesó la barba cayendo en que llevaba horas sin comer nada.

—Y yo voy a querer el escandinavo grande, gracias.

—Buena elección.

Les dijo la chica que no era sueca y que se expresaba solo en inglés, él apoyó la espalda en el respaldo de su silla y respiró hondo antes de hablar.

—Siento haberme metido en medio de una discusión con tu ex, Paola, pero es que pasaba justo con el coche por delante y te vi un poco agobiada y…

—No pasa nada, al contrario, muchas gracias. Es la primera vez que alguien saca la cara por mí.

—Eso no puede ser.

—Puede, sí que puede, y ha sido milagroso porque si no llegas a aparecer aún seguiríamos discutiendo. Anders es muy pesado y puede tirarse un día entero argumentando y presionando. Es una pesadilla.

—¿Te lo encontraste por casualidad?

—No, me estaba esperando a la salida de la academia de ballet, conoce mis horarios y es la segunda vez que aparece esta semana.

—Eso es muy inquietante, a lo mejor deberías denunciarlo.

—De momento no, creo que amenazarlo con contárselo a su mujer será suficiente para que me deje en paz.

—Tú sabrás —observó cómo les servían la comida y tomó un sorbo de zumo de naranja señalándola con el tenedor— ¿O sea que vienes de clases de ballet?

—Sí, bailo desde los cinco años y ya no puedo dejarlo o me duele todo.

—Eso dicen.

—Curiosamente, Celia y yo íbamos al mismo conservatorio en Madrid.

—¿Celia? —Preguntó entornando los ojos y ella sonrió.

—Celia O’Reilly, la mujer de Marco Santoro.

—Ah, claro, Celia…

Guardó silencio pensando en la guapa y pelirroja mujer de Marco, a la que habían conocido en el improvisado encuentro que finalmente había tenido con sus “hermanos” en casa de Franco Santoro en Milán, unas horas antes de coger el vuelo de vuelta a Estocolmo tras las vacaciones de Pascua, y sin querer sonrió, porque había sido una gran idea comer con ellos y disfrutar de una tarde tan agradable y relajada con esa familia, sobre todo para Leo y Álex, que se lo habían pasado en grande.

—El mundo es un pañuelo —Oyó que estaba diciendo Paola y le prestó atención.

—¿Cómo dices?

—Qué es increíble que Celia, Clara y yo seamos del mismo barrio de Madrid.

—Yo no tenía ni idea de que la mujer de Marco fuera española… apellidándose O’Reilly.

—Su padre es irlandés, su madre madrileña.

—Qué interesante —la miró sin dejar de comer y decidió cambiar de tema—. ¿Tú por qué te viniste a vivir a Estocolmo?

—Por el capullo que has conocido antes.

—Ah, vale —se echó a reír y ella respiró hondo.

—Nos conocimos haciendo el Erasmus en Italia y después de muchas idas y venidas, me convenció para mudarme definitivamente a aquí.

—¿Hace cuánto tiempo de eso?

—Diez años.

—Es muchísimo tiempo.

—Para mí una vida entera.

—¿Cuándo se acabó?

—Hace un año —Lo miró a los ojos con los suyos húmedos y movió la cabeza—. Un buen día me dijo que ya no me quería, ni le gustaba, y que se había enamorado de otra persona. Me dejó tirada de la noche a la mañana con una hipoteca carísima y sin entender qué había pasado. Seis meses después de eso ya se había casado y ahora es padre de una niña.

—Guau.

—Lo que más me duele es que no lo vi venir.

—No te tortures con eso, es algo bastante habitual.

—¿Tú crees?, porque yo sigo sintiéndome bastante idiota —Se restregó la nariz y luego se tapó la cara con las dos manos—. Lo siento, no sé por qué te estoy contando todo esto.

—Yo he preguntado.

—Sí, pero…

—Agnetha y yo llevábamos veintidós años juntos cuando ella murió —La interrumpió, dejó la servilleta encima de la mesa y le sostuvo la mirada—. Nos conocíamos muchísimo, compartíamos un gran nivel de confianza, sin embargo, me tuve que enterar en la morgue, con la policía delante, que no iba sola ni en su coche cuando se había estrellado contra un camión en una carretera cercana a Värmdövägen. El impacto la había matado a ella, que iba de copiloto, pero no a su acompañante, el conductor del vehículo al que encima yo conocía perfectamente.

—¿Un amigo?

—El padre de Magnus, su exmarido, con el que llevaba dos años siéndome infiel de forma regular. De hecho, venían de un motel de carretera dónde les gustaba encontrarse casi todas mañanas después de que ella dejara a los niños en el colegio. A él no le quedó más remedio de confesárnoslo a su mujer y a mí cuando despertó del coma.

—Madre mía…

—Con esto quiero decir que la mayoría no lo vemos venir, Paola, por mucho que creas conocer a tu pareja.

—Lo siento muchísimo, no tenía ni idea de que tu mujer había muerto en un accidente de tráfico, en el colegio nunca se nos aclaró lo que le había pasado —susurró con mucha congoja y él estiró la mano y la posó medio segundo sobre su antebrazo.

—Tranquila, eso es muy sueco —sonrió—. Y en casa tampoco solemos hablar sobre el tema, porque aún es materia sensible y tanto los niños como Magnus no lo mencionan, pero yo no tengo ningún problema en contarlo, al contrario, me gusta darle normalidad.

—Claro.

—Entonces: ¿el tal Anders ahora te echa de menos? —Preguntó para cambiar de tema y ella resopló.

—Eso dice, según él, se ha dado cuenta de que con su esposa no tiene nada en común salvo un bebé.

—¿Y quiere volver a verte?

—Eso intenta… será gilipollas… —lo miró con la boca abierta y él se echó a reír.

—Mi madre siempre decía que los hombres somos muy simples.

—No sé yo…

—Yo estoy de acuerdo con mi madre.

—Pues tú no eres nada simple. Gracias a Dios, yo creo que tipos como Anders Bielke quedan pocos.

—Brindemos por eso —chocó su vaso de zumo con el suyo y le sonrió—. Al menos ha propiciado esta comida a solas contigo.

—Bueno…

Se sonrojó hasta las orejas, gesto que a él cautivó de inmediato, porque no estaba acostumbrado a que las mujeres de su entorno se sonrojaran por un simple comentario, y movió la cabeza halagado, y agradecido por esa reacción tan genuina y novedosa.

—Seis meses después de empezar a trabajar juntos ya nos podemos considerar amigos —Comentó para aclarar sus intenciones hacia ella y pidió la cuenta— ¿No te parece bien, Paola?, porque a mí me parece perfecto.

—Es perfecto.

—Excelente. ¿Nos vamos?, te acerco a donde quieras.

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