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La juventud de Lenin » Capítulo I. La región natal

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CAPÍTULO I

LA REGIÓN NATAL

Entre muchas otras cosas, la revolución ha desechado las viejas divisiones administrativas del país. Desaparecieron los «gobiernos» creados durante el reinado de Catalina II[5], que en un siglo y medio se habían imbricado tan estrechamente en el régimen político, en las costumbres y en la literatura, que llegaron a ser como una subdivisión perteneciente a la naturaleza misma. El «gobierno» de Simbirsk, donde transcurrieron la infancia y la primera juventud del futuro Lenin, formaba parte del inmenso territorio que el Volga, rey de los ríos rusos, domina y configura en un todo único. Quien haya crecido junto al Volga llevará consigo su imagen toda la vida. La originalidad y el encanto del río estriban en el contraste de sus orillas; la ribera derecha se eleva en alta barrera montañosa contra el Asia, en tanto que la izquierda se pierde en la suave llanura del Oriente infinito. A 150 metros de altura por encima del movedizo espejo del río, aparece el cerro donde se extiende oblicuamente, en medio del verdor de sus jardines, la ciudad de Simbirsk, la más atrasada y desértica de todas las capitales de las provincias del Volga. La altura que la sustenta, traza a la vez una línea divisoria entre dos corrientes de agua: el Volga y su afluente el Sviaga. Ambas corren paralelas por centenares de kilómetros; no obstante (tal es el capricho del relieve terrestre), lo hacen en sentidos contrarios: el Volga hacia el Sur, el Sviaga hacia el Norte. Bajo el monte de Simbirsk, el Sviaga se aproxima tanto al Volga que la ciudad se halla situada entre sus dos orillas derechas.

En el momento en que comienza nuestro relato, durante el establecimiento de la familia Ulianov en Simbirsk, en 1869, la ciudad existía desde aproximadamente doscientos veinte años. Su fundación se remontaba al tiempo en que los gran rusos habían penetrado obstinadamente en las ricas provincias sobre el curso medio del Volga, ya ocupadas por los chuvaks, mordvinos y tártaros[6]; se apoderaban de sus tierras, expulsaban a los nómades hacia el Oriente y construían fortificaciones de madera. En el mismo año en que Inglaterra llevaba a cabo su great revolt [gran revuelta, NdT] (1648), se fundaba sobre la margen derecha del Volga, en nombre del zar de Moscovia, la pequeña ciudad de Simbirsk, como centro administrativo para la región colonizada y destacamento militar contralos pobladores no autóctonos. El amplio cerco de colonizadores, guardias fronterizos y cosacos que lo circundaban, constituía no sólo la guardia móvil del Imperio, sino también una amenaza para él. Por esas regiones de la periferia se evadían los campesinos siervos, los soldados y los funcionarios sujetos a confinamiento, todos aquellos que, en general, no habían consentido en vivir en buen acuerdo con Moscú y posteriormente con Petersburgo, los disidentes religiosos y sectarios de toda especie, como así también un apreciable número de miembros de la cofradía de los criminales. Por los vastos espacios del Volga erraban los valientes bandidos que atormentaban a comerciantes, boyardos y voivodas[7]; se agrupaban en formaciones regulares de caballería, hacían incursiones en las ciudades, metían mano a los ingresos del fisco y, en reconocimiento, el pueblo oprimido, perdonándoles los males que les causaban, los exaltaban y les cantaban.

Poco más de veinte años después de fundada Simbirsk, estalló en el Volga la célebre revuelta de Stenka Razin[8], que congregó a numerosas legiones de voluntarios «para echar fuera a los voivodas y boyardos» y que durante cinco años realizó su terrible periplo por el Volga y el mar Caspio, sumiendo a Moscú en el terror. Tsaritsin, Saratov, Samara, unas después de otras, las ciudades del Volga se rendían a los rebeldes. Simbirsk resistía. Los nobles y los descendientes de los boyardos sostuvieron el sitio hasta que arribaron en su auxilio tropas regulares de Kazan. Allí, frente a Simbirsk, los insurrectos sufrieron una cruel derrota, que les inflingió el ejército zarista, formado a la europea. Las orillas del Volga se poblaron de horcas; se colgaron hasta 800 personas. El mismo atamán, cubierto de heridas, fue llevado prisionero a Moscú y, como era de rigor, descuartizado.

Sin embargo, el recuerdo de Razin permaneció vivo en la región del Volga y en toda Rusia. Las colinas en que se asienta Kamichin, donde los rebeldes tenían su campamento, han conservado el nombre de «Mamilas de Stenka Razin». En la epopeya popular, Stenka ha quedado consagrado como una de las figuras más queridas. Los intelectuales radicales cantaban con pasión los románticos lieders escritos por los poetas radicales a propósito de Stenka.

Más de cien años después, bajo el reinado de Catalina la Grande, cuando Francia se aproximaba a la Gran Revolución, una nueva tormenta se desencadenó sobre el Volga; era un cosaco del Don, Emelian Pugachev[9], a la cabeza de una gran horda de descontentos y rebeldes. Tomó una ciudad tras otra, sin tocar a Simbirsk, y llegó por el sur hasta Tsaritsin; pero allí lo combatieron las tropas regulares y, entregado por sus propios partidarios, fue expedido a Moscú en una jaula de hierro, sufriendo la suerte de Razin.

Estas dos rebeliones en el Volga constituyen la tradición auténticamente revolucionaria de los mujiks[10] de la vieja Rusia. Sin embargo, a pesar de su formidable extensión, no acarrearon alivio alguno al pueblo. La férrea ley de la historia dice que una insurrección campesina abandonada a sí misma no puede elevarse hasta la altura de una verdadera revolución. Aun en el caso de una victoria completa de la insurrección, el campesinado sólo es capaz de establecer nuevas dinastías y crear nuevas castas feudales: ésa es toda la antigua historia de China. Únicamente bajo la dirección de la clase revolucionaria de las ciudades, puede la guerra campesina convertirse en el instrumento de una transformación de la sociedad. Pero las viejas ciudades rusas, simples conglomerados de la misma nobleza, de la burocracia y de sus criados, no albergaban en su seno nada de progresivo. Por esta razón, después de cada uno de los grandiosos movimientos populares de los siglos XVII y XVIII, el Volga lavaba la sangre derramada sin dejar el menor vestigio, llevándola al mar Caspio, mientras la opresión del zarismo y de los propietarios se tornaba aún más insoportable. Si en ambas ocasiones Simbirsk resistió, una de las causas fue, sin duda alguna, su calidad de vieja y sólida madriguera de boyardos y nobles. Esta ciudad del Volga medio (donde Lenin nació) mantuvo su papel reaccionario hasta el fin, en el período de Octubre y, luego, durante la guerra civil.

La vieja Rusia era casi en su totalidad una aldea, y la gobernación de Simbirsk era un fiel reflejo de la vieja Rusia. Aun a fines del siglo pasado, treinta años después de los días que describimos, la cifra de los habitantes de la capital no sobrepasaba todavía el 7% de toda la gobernación y su composición difería poco de la de la aldea. En las estepas y bosques, los antagonismos sociales tenían un carácter descarnado y doblemente brutal. Los campesinos de Simbirsk poseían mucha menos tierra aún que los rurales de todas las restantes provincias del Volga; el tercio de los hogares campesinos estaba formado por los que carecían de caballo, es decir, los pobres más auténticos. El grupo más desheredado estaba constituido por los aborígenes, que soportaban una doble opresión. Las tierras mejores y más ricas se hallaban en manos de los propietarios nobles, cuya parte era del 73%. Mucho peor aún era el cuadro presentado por el mapa forestal de la zona: de medio millón de hectáreas de bosques, la mitad pertenecía a la dote imperial, o sea, a la familia del zar; alrededor de un tercio a los propietarios; la porción de los campesinos, que constituían el 95% de la población, no representaba más que un quincuagésimo de la superficie boscosa. En verdad, quien quisiera aprender a odiar la barbarie feudal debía nacer en Simbirsk.

Ya en el aspecto general de la ciudad se revelaba plásticamente la estructura social del «gobierno» como también la de toda la región. El viejo Simbirsk se componía de tres partes sumamente distintas: el barrio de la nobleza, el de los comerciantes y el de los pequeñoburgueses. En la cima del monte, llamada Venetz (La Corona), tenía su asiento el barrio más hermoso: el de la nobleza. Allí se encontraban la catedral, los servicios administrativos, los establecimientos escolares, la calle principal. Letreros e inscripciones indicaban no sólo «Asamblea de la Nobleza» y «Patronato de la Nobleza» sino también «Salones de la Nobleza» y hasta «Baños de la Nobleza». En las amplias calles de aceras de madera, se erguían cómodamente, circundadas de jardines, las moradas de los propietarios nobles, que más bien tenían el aire de residencias rurales. En la calle principal, sobre el río, una orquesta militar tocaba por las noches para el público distinguido. El Volga mismo, con toda su miseria, sus epidemias, la esclavitud de los campesinos, los trabajos forzados de los remolcadores de barcos, contemplado desde la calle principal, decenas de verstas [1 versta=1066,8 mts, NdE] aguas arriba y abajo, se transformaba en un incomparable panorama, con el brillo acariciador de sus aguas, sus islotes boscosos y aquella llanura que surgía en la lejanía.

La nobleza de Simbirsk proveyó a la patria de un buen número de elevados dignatarios y grandes capitanes que, por otra parte, apenas consiguieron hacerse algo ilustres. Particularmente, el Venetz (La Corona) se enorgullecía del historiador Karamzin, que, de acuerdo a una expresión venenosa de Puchkin, demostró con sencillez y elegancia «la necesidad de la autocracia y los encantos del knut[11]». Como gozaba de los favores de Nicolás I[12], el oficioso historiador fue recompensado después de su muerte con un monumento alegórico en su ciudad natal. La antigua musa de la Historia, que armonizaba mal con el clima, la flora y la fauna de la región del Volga, era conocida por la población con el nombre de «la madrecita de hierro». Los campesinos que afluían a Simbirsk todos los años, para reverenciar al icono de la virgen madre de Kazán, elevaban fervorosas plegarias a esta pagana de Clío, creyéndola, con toda la sencillez de su corazón, Santa Bárbara, la gran mártir[13].

La pendiente de la montaña estaba cubierta de huertos, muchos de ellos trabajados por los disidentes a quienes la ortodoxia había deportado. Más allá de un pequeño afluente, el Simbirka, que crúzala ciudad, se abrían los mercados, que en los días de feria desbordaban de corteza de cáñamo y alquitrán, pescado del Volga, seco y salado, panes trenzados, semillas de girasol, algarrobas y otros apetitosos comestibles. En torno a los mercados se concentraba la actividad comercial. En las casas de sólida reputación, provistas de gruesos candados, vivían los comerciantes: tenderos, fabricantes y comerciantes de harina, destiladores, comerciantes de maderas. Algunos contaban con cientos de miles de rublos y miraban desde arriba la cima aristocrática de la montaña. Por último, los pequeñoburgueses, los humildes, los oscuros y los oprimidos, poblaban los arrabales. Sus casitas y cabañas, con huecos a modo de ventanas, palomares y nidos de estorninos, estaban esparcidas por todas partes, ya sea en terrenos bajos o sobre montículos, unas veces aisladas, otras amontonadas, a lo largo de calles estrechas y callejuelas tortuosas, detrás de las empalizadas inestables. Flacos y sucios cerdos y perros que perdían su pelo, animaban estos paisajes urbanos poco atrayentes. Y más lejos ya estaba el campo, tan desheredado en su parte boscosa como en la estepa.

El sistema social atrasado de Rusia (sistema «feudal»), era cruel y miserable, particularmente aquí en el Volga, donde el bosque, cuna del Estado gran ruso, chocaba hostilmente con la estepa nómade. Las relaciones sociales no eran ni desarrolladas ni estables; se asemejaban a esas míseras construcciones que el colono ruso elevaba para establecerse, talando precipitadamente el bosque. Las ciudades rusas tenían así este aspecto de «provisorio»: construidas con madera, periódicamente se incendiaban y se reconstruían rápidamente. Un inmenso incendio que duró nueve días devastó en 1864 casi las tres cuartas partes de Simbirsk; centenares de personas perecieron en las llamas. Pero a partir de los años siguientes, el fénix de pino renació de sus cenizas con sus veintinueve iglesias. Entretanto, Simbirsk crecía lentamente; en el curso de la década 1870 esta ciudad no contaba todavía con 30 000 almas: un «gobierno» donde reinan la ignorancia y el hambre, donde se araña la tierra con una reja de madera, no necesita, ni tampoco puede, sostener una gran ciudad.

En cambio, durante la primavera, Simbirsk se tornaba encantador: los jardines florecían en todo su esplendor, el perfume de las lilas, de los cerezos y de los manzanos se difundía por toda la cupula aristocrática de la ciudad; asomaba resplandeciente, al fondo de las calles, el Volga, desbordado 2 o 3 verstas y, por la noche, los ruiseñores cantaban en los jardines. Tal es el paraíso perdido que representa la ciudad natal para los viejos habitantes del Venetz. Pero la fiesta primaveral de la naturaleza pasaba, el sol quemaba la vegetación de los huertos, la ciudad se despojaba de sus galas, revelándose en su abandono, sus calles y callejas polvorientas se inundaban de barro con las lluvias otoñales y, en el invierno, dormitaban bajo el espeso sudario de la nieve. «No es una ciudad, es un cementerio, como todas esas ciudades», escribe Goncharov, a propósito de Simbirsk, su ciudad natal.

Transcurría en la altura una vida de hartazgo y borrachera, aunque moderada. No había absolutamente por qué apurarse, ni de un lado ni del otro. No por casualidad Goncharov, nacido y educado en Simbirsk, ha creado la figura de Oblomov, encarnación de la inmovilidad del barín, del miedo al trabajo, de la inacción bienaventurada, tipo auténtico e inimitable de la vieja Rusia, surgido del derecho servil, pero que le sobrevivió por mucho tiempo y que hasta hoy no ha desaparecido[14]. Alejada 1500 kilómetros de Petersburgo y 900 de Moscú, Simbirsk careció de ferrocarril hasta fines de los años ‘80. El Goubernskié Vedomosti (Noticias departamentales), órgano del Estado que aparecía dos veces por semana, era el único periódico político. Hasta fines del siglo pasado, la ciudad no conoció tampoco el uso del teléfono. ¡Evidentemente, era la capital ideal en toda Rusia, para el mundo de los Oblomov!

Dos jerarquías aliadas y hostiles entre sí, la burocracia y la nobleza, se dividían la influencia y dominaban en la ciudad y en toda la provincia. El gobernador se hallaba a la cabeza: era el ojo de San Petersburgo, el dueño del poder, el centinela que velaba porque el sueño de los propietarios nobles no fuese perturbado por las almas en pena de la aventura de Pugachev. La Iglesia, formalmente, ocupaba el primer puesto; en realidad, los popes se encontraban en situación inferior a los comerciantes. Únicamente los obispos eran aún considerados como figuras del Olimpo, una especie de gobernadores espirituales con voz consultiva. Los funcionarios poseían su inconmovible tabla de las jerarquías, que había fijado para siempre los 14 grados en las dignidades humanas. Los nobles se guiaban además por los diversos matices de la sangre azul, esforzándose por considerar desde lo alto a los funcionarios advenedizos. Saber quién ocuparía éste o aquel lugar en la catedral, quién sería el encargado de aproximarse a la santa cruz y besarla o bien quién iría a besar la mano a la mujer del gobernador, éstas eran allí las grandes cuestiones, las que provocaban las pasiones más grandes y daban lugar a agrupamientos de combate, que concluían inevitablemente con grandiosas borracheras y frecuentemente con riñas. Cuando se trataba del honor, los caballeros de Simbirsk, después de las confesiones, no tenían piedad ni de sus mandíbulas ni de las de los otros. En las mansiones de la nobleza florecían en ese tiempo las tiernas doncellas a laTurguenev[15], que se transformaban, de acuerdo a las leyes de la naturaleza, en propietarias avaras, o bien, en funcionarías celosas.

A principios de los años ‘60, cuando apareció la literatura imprecatoria, un poeta de ideas radicales, Minaev, él mismo noble de la provincia de Simbirsk, exaltó en Petersburgo a su región natal con unos versos satíricos: «Patria de la vobla[16], patria de la suciedad y de las denigraciones». Los nobles de gran alcurnia, con «su lujo insolente», con sus bufones, con toda la lepra de su orgullo, con sus harenes de sirvientes; los notorios libertinos que perdían mujiks jugando a las cartas; los liberales que pronunciaban discursos «en honor de los azotes»; los santurrones que asestaban puñetazos en la mandíbula de algún criado; el arzobispo que descargaba una lluvia de golpes sobre los cantores en plena misa; el director del gimnasio[17], maldecido por toda la ciudad, «filibustero de la burocracia»: todos son llamados por sus nombres, sin ninguna vergüenza, en unos versos satíricos bastante sonoros. Por el contrario, cuando habían transcurrido décadas y el poeta, ya resignado y calmo, muy anciano, retornó a su tierra, en donde durante todo ese tiempo una nueva generación ya había crecido, ninguno de ésos los nobles lo visitó y nadie concurrió luego a su funeral. ¡Esas gentes sabían hacer honor a las tradiciones familiares!

Sin embargo, sonó la hora —faltaban diez años para el jubileo secular de la insurrección de Pugachev y para el segundo centenario del levantamiento de Razin— y la servidumbre, profundamente minada ya por el desarrollo del régimen burgués, debió ser abolida desde arriba El zar obligó al mujik a pagar al barín, no solamente por su propia libertad, sino además por la tierra que siempre le había pertenecido al campesino y que la reforma le robó, en beneficio del propietario noble. El acto de «emancipación» se convirtió en una formidable operación financiera, doblemente ruinosa para los campesinos. En contraste, los pagos de rescate aportaron a la existencia de la clase noble lo que siempre les había faltado: ganancia capitalista. Los señores propietarios festejaban pomposamente, cada uno donde podía, los obsequios de ese siglo de oro: en París y en la Riviera, en Petersburgo y en Moscú, y de modo menos suntuoso en sus mansiones o bien en Simbirsk, esa gran residencia de la nobleza provincial. Sin embargo, el dinero percibido por el rescate de los campesinos se derretía como la cera; no podía preverse su renovación. Los más emprendedores, aquellos que eran capaces de marchar al ritmo de su tiempo, se apoderaban del zemstvo[18] o se instalaban posteriormente en las construcciones de ferrocarriles; otros casaban a sus hijos con hijas de comerciantes o daban sus hijas en matrimonio a herederos de éstos. Pero un número mucho más grande llegaba a una liquidación histórica: hipotecaban sus tierras, las volvían a hipotecar, vendían luego sus casas de la ciudad y las residencias de la región natal, con todas las viviendas contiguas, los jardines sombreados, las musas de yeso y la cancha para el criquet. Los que se arruinaban maldecían a las reformas: por ellas el pueblo se había arruinado, las tierras empobrecido, las martas y los armiños disminuyeron en los bosques de Simbirsk y hasta el Volga ya no proveía de aquellos gordos esturiones que se habían conocido en los viejos tiempos. Los reaccionarios reclamaban azotes y enviaban informes a Moscú sobre la necesidad de restablecer inmediatamente la servidumbre. Los liberales se inquietaban por la lentitud del progreso y secretamente entregaban dinero a la Cruz Roja revolucionaria. Los partidarios del látigo eran infinitamente más numerosos.

En los barrios comerciales de Simbirsk, donde la clase comercial se mostraba todavía más groseramente conservadora que la nobleza, la época de la reforma ya había llegado a dar a la avidez tradicional una expansión desconocida anteriormente. Precisamente del seno de esta clase salían con más frecuencia los compradores de los dominios aristocráticos y de las casas en la ciudad que aún pertenecían a los nobles. En el santuario del Olimpo provincial penetraban los comerciantes barbudos que no se atrevían todavía a despojarse de la gorra que llevaban acolchada sobre su sombrero ruso y de sus botas altas para cambiarlas por botines a la francesa, pero que habían ya dejado de lado todo servilismo de casta. De este modo comienza también a establecerse sobre el Venetz de Simbirsk esa simbiosis sin armonía pero de todas maneras duradera, de la nobleza, de la clase comercial y de la burocracia que, en sus diversas y nuevas encarnaciones, determina la figura de la Rusia oficial por más de medio siglo, desde la abolición de la servidumbre en 1861 hasta el hundimiento de la vieja Rusia en 1917.

El progreso económico iba del Occidente hacia el Oriente y del centro a la periferia. Por el mismo camino arribaron también las influencias políticas. La parte rezagada de un país atrasado, la región del Volga, no podía quedar inmune a las ideas y tentativas de acción que preparaban la transformación revolucionaria de Rusia. En el primer cuarto del siglo XIX, un noble instruido de Simbirsk que poseía el título de «Consejero de Estado», N. I. Turguenev, adepto a los enciclopedistas y adversario de la servidumbre, adhiere a una sociedad secreta de Petersburgo, una de las que organizaron la famosa semiinsurrección de los regimientos de la Guardia, el 14 de noviembre de 1825. El heroico y desesperado estallido de la voluntad constitucional de una juventud militar avanzada, que comprendía en sus filas, sin duda alguna, a la flor misma de las familias nobles de Simbirsk, fue aniquilado con la metralla. Turguenev, que se había retirado al extranjero en el momento culminante fue condenado a muerte en ausencia; pronto conquistó una reputación europea, escribiendo un libro en francés sobre Rusia. La sublevación de los decembristas[19] se incorporó para siempre a la historia de Rusia como una línea divisoria de aguas entre las revueltas palaciegas que viniendo de la Guardia habían ocurrido en el siglo XVIII y la posterior lucha emancipadora, de la que constituía el dramático preludio.

En las tradiciones de los decembristas se educó la llamada generación del año ‘40, la que, de acuerdo a la expresión de otro Turguenev, el ilustre novelista, hizo el «juramento de Aníbal[20]» de luchar contra la servidumbre. El más notable publicista de esta generación fue A. I. Herzen[21]. En la extrema izquierda se erguía la monumental figura del eslavófilo demócrata que debía convertirse en el padre de la anarquía mundial, el noble Bakunin[22]. A título de excepción, Simbirsk dio a la generación del año ‘40 no un propietario liberal sino un hijo de la burguesía comercial, singularmente conservador: Goncharov, que tuvo sin embargo la suerte, al pintar el retrato de Oblomov, de pronunciar como artista una sentencia inapelable sobre la cultura rusa de la época de la servidumbre.

La guerra de Oriente (1853-56) concluyó con el aplastamiento en Crimea de la ilusoria potencia militar del zarismo: el barco a motor obtuvo la victoria sobre el velero y el capitalismo sobre la explotación de los siervos. El sistema de los bravucones, con bigotes untados con gomina, erigido sobre los huesos de los decembristas y que había durado treinta años, se dislocaba en la podredumbre. La misteriosa muerte del zar a quien Herzen había apodado Nicolás «el Garrote», abrió las compuertas al descontento de la sociedad. La prensa se puso a hablar en un lenguaje extraordinariamente audaz. La emancipación usuraria de los campesinos inauguró la época de lo que se llamó «las grandes reformas». Engañada en sus esperanzas, la aldea se agitaba sordamente. La opinión progresista se escindió abiertamente: aparecieron los radicales en oposición a los moderados. La división de las tendencias políticas fue ilustrada por el sarcástico Turguenev en su novela Padres e hijos como una ruptura definitiva entre las generaciones del ‘40 y del ‘60. Reducir la cuestión a una ruptura entre generaciones no era sino una parte de la verdad y esta parte ocultaba el todo. La lucha tenía en su base un carácter social. En reemplazo de los propietarios nobles e instruidos, que expresaban de modo elegante sus remordimientos por gozar de los privilegios de su casta, llegó una nueva capa social, desprovista de privilegios y por consiguiente de arrepentimientos, privada de educación estética y de buenas maneras hereditarias, pero más numerosa, más resuelta y dotada de más abnegación: hijos de sacerdotes, de oficiales subalternos, de funcionarios menores, de comerciantes, de nobles arruinados, a veces de pequeñoburgueses y de campesinos —estudiantes, seminaristas, maestros de escuelas primarias—, en una palabra, lo que se llamó raznochinsy (los desclasados), la intelligentsia[23] fuera de las clases, que precisamente a partir de esta época concibe el designio de dirigir los destinos del país. Ocupan inmediatamente el escenario las manifestaciones de protesta de la juventud de los colegios y la palabra estudiante se convierte por muchos años en el sinónimo popular del apodo lanzado por Turguenev: nihilista.

Por entonces, la abolición del sistema de la servidumbre había liberado a la generación mayor de su «juramento de Aníbal» y, desde el punto de vista político, había hecho de ella una reserva en disponibilidad.

Los liberales —zapadniki (partidarios de Occidente)— se imaginaban que, en adelante, Rusia se aproximaría lenta y gradualmente a la civilización europea. Los raznochinsy, por el contrario, planteaban resueltamente la cuestión de los destinos particulares del pueblo ruso, de su posibilidad de evitar la esclavitud capitalista, de la lucha directa contra los opresores. A pesar de una mezcla bastante considerable de utopía, en la prédica de los hombres del ‘60 resonaban acentos infinitamente más valientes que en el «juramento» volatilizado de los «padres». Turguenev replicaba en 1863, no sin desafío, a los consejos benevolentes: «Jamás escribí para el pueblo, sino para la clase de público a la cual pertenezco…». Desde luego, los recién llegados procuraban con ansia acercarse al pueblo. En lugar de dirigir sermones humanitarios a los opresores, decidieron despertar el odio de los oprimidos. Turguenev y Goncharov rechazaron a los «hijos» como a una progenitura fastidiosa: Turguenev, sin renunciar a la coquetería que lo caracterizaba; Goncharov, con exasperación y mediante la calumnia. En su novela Obryv (El barranco), cuya acción se desarrolla en una residencia noble de los alrededores de Simbirsk, Goncharov entrega al desprecio público al nihilista Mark Volojov[24], que osa reemplazar a dios por las leyes de la química, que pide dinero prestado a los nobles liberales sin devolvérselo, que impulsa por la senda de la anarquía a los adolescentes y que seduce a las doncellas de buena familia. El Volojov colectivo, no obstante, se ha revelado como un tipo poco cobarde; no lo intimidó la condenación de «los padres» y, por el contrario, tomó la ofensiva. El año ‘60 inaugura la época de una incesante lucha revolucionaria, cada vez más implacable.

No solamente la literatura artística, también la crónica documental prueba que Simbirsk había trabado tempranamente conocimiento con los nihilistas. Unos eran enviados a este lugar por la policía y provenían de centros más importantes. Otros se formaban ahí mismo, bajo la influencia de los deportados. Es en general digno de atención notar que en los rincones más alejados del país aparecieron, a menudo, firmes revolucionarios de esta época. Entre los estudiantes de izquierda ocuparon un puesto notable, por ejemplo, los cosacos del Don y los siberianos, es decir, personas que abandonaban el ambiente completamente conservador de los kulaks[25], así como por personas originarias de los «gobiernos» de nobles atrasados, como el de Simbirsk. La agudeza del conflicto entre las nuevas corrientes y el estancamiento de los «nidos de osos» impelían a los representantes más vivaces de la juventud hacia una ruptura brusca, a veces rabiosa, con las viejas creencias y afectos, que los impulsaba a continuación a servir ampliamente a la revolución. Un espíritu atrasado en general está dispuesto, en un determinado momento, a darse vuelta hacia el progreso con una osadía ilimitada. Rusia ha demostrado esto por todo lo que le sucedió.

El formidable incendio de Simbirsk en 1864 y asimismo muchos otros que acaecieron por esos años en Petersburgo y en ciudades provinciales, presentaba un sentido misterioso, enigmático. El gobierno hizo buscar a los culpables entre los polacos y los revolucionarios, pero no encontró nada. Los partidarios de la servidumbre acusaban a los nihilistas e insistían, tomándose de ese pretexto, en que se difiriera la reforma del régimen campesino. Para dar, sin duda, más peso a su argumentación, ellos mismos se entregaron a actos incendiarios. El barón Wrangel que instruyó la causa del incendio de Simbirsk, no descubrió nada. Dos soldados fueron condenados a muerte, pese a ello, en calidad de chivos emisarios. ¿Fue ejecutada la sentencia? No sabemos nada. El senador Jdanov, que sucedió a Wrangel, habría al parecer reunido, luego de una investigación de dos años, las pruebas irrefutables de la culpabilidad de una banda reaccionaria, pero en camino a Petersburgo murió repentinamente y su carpeta nunca fue hallada.

Un tercer instructor, el general Denn, devolvió la libertad a todos aquellos de quienes su predecesor había sospechado y calificó el caso como inexplicable. En 1869, cuando los Ulianov fueron a establecerse en Simbirsk el Senado tomó esta decisión: «Olvidar el litigio». Eso fue lo que se hizo.

En el límite de los barrios nobles de la ciudad, en la calle de los Strelitz, desierta, calma, no lejos de la plaza vecina de la prisión, en un pabelloncito del patio de un edificio de madera, de dos pisos, donde habitaba el inspector de escuelas primarias Ulianov, nació, el 10 de abril de 1870, el tercero de los niños de la casa. Hace mucho tiempo que no existe el pabellón y no se sabe tampoco el sitio preciso donde se encontraba. Pero debemos pensar que no difería mucho de otros de las ciudades construidas con madera de la región del Volga En el bautismo, el niño recibió el nombre eslavo de Vladimir, que significa señor o dueño del mundo. Los padres, lo mismo que el sacerdote, estaban lejos de pensar que ese nombre entrañaba una profecía. El niño que acababa de nacer a orillas del Volga se hallaba destinado a convertirse en un conductor y en un jefe del pueblo. Simbirsk tendrá como suerte transformarse en Ulianovsk. La Asamblea de la Nobleza se convertirá en el Palacio del Libro, que llevará el nombre de Lenin. La Rusia de los zares se transformará en la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

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