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La juventud de Lenin » Capítulo VII. La infancia y los años escolares

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CAPÍTULO VII

LA INFANCIA Y LOS AÑOS ESCOLARES

En el transcurso de catorce años (de 1864 a 1878), los Ulianov tuvieron siete hijos. Si se exceptúa el quinto en orden de nacimiento, Nicolás, que vivió sólo unos días, es posible, sobre la base de todos los datos que poseemos, llegar a la edificante deducción que sigue: los más sobresalientes, por su carácter y cualidades de los hijos de la familia —Alejandro, Vladimir y Olga—, constituyen el grupo de edad mediana, en cuyo centro se encuentra Vladimir. La hija mayor, Ana, y los dos menores, Dimitri y María, a pesar de todas sus respetables cualidades, se elevan poco por encima del nivel promedio. Cuando nació Vladimir, el padre tenía treinta y nueve años, la madre treinta y cinco —la edad en que se arriba a la plenitud de las fuerzas físicas y morales—, y si los otros niños, salvo la menor, María, nacieron a intervalos de un año o dos, la madre tuvo, antes del nacimiento de Vladimir, una tregua de cuatro años.

Sería naturalmente muy instructivo remontarse en la línea de los antepasados de Lenin por espacio de varias generaciones. Sin embargo, casi nada se ha avanzado hasta el presente en el estudio de su genealogía. Es muy probable que no resulte fácil establecer la línea de los antecesores de Lenin por vía paterna o también que sea completamente imposible, en razón del origen plebeyo del abuelo, pequeñoburgués de Astrakan: los registros de estado civil de los pequeñoburgueses y de los campesinos no eran convenientemente llevados y por otra parte los libros en que constaban, así como otros, ardían periódicamente en ese reino de las construcciones de madera No obstante, es posible sentar una particularidad genealógica con seguridad mucho mayor que la que proporcionarían los documentos más probatorios: los rasgos de Ilya Nikolaievich, particularmente sus pómulos salientes y sus ojos achinados, atestiguan sin duda alguna una mezcla de sangre mongol. El rostro de Lenin decía otro tanto. No es asombroso: buena parte de la población de Astrakán estaba compuesta, desde mucho tiempo atrás, por tártaros, y según las observaciones de la escuela biológica de Mendel, el ojo mongol, hereditariamente, se encuentra más a menudo que el ojo europeo. Lo que resulta menos explicable es que, hasta el presente, no se haya publicado casi nada sobre la ascendencia de Lenin por el lado materno. Tenemos la información de que María Alexandrovna era hija de un médico llamado Blank, casado con una alemana Respecto a esta abuela de Lenin puede presumirse, sin riesgo de equivocarse, que debía ser oriunda de alguna de las colonias alemanas del Volga, formadas por un número bastante considerable de familias acomodadas y relativamente cultas. Pero ¿quién era Blank? M. Ulianov declara que el abuelo era de origen pequeñoburgués, de espíritu avanzado e independiente, y que precisamente por esa razón se retiró tempranamente y se ocupó de la explotación agrícola. Nada se nos indica sobre su nacionalidad. Sin embargo, este apellido Blank, sobre todo porque designa a un hombre de la burguesía media, atestigua indudablemente un origen no ruso. ¿No explica esta circunstancia extrañas reticencias? Pues, en fin, los memorialistas oficiales son capaces de pensar que tal o cual detalle genealógico puede disminuir o agrandar la figura de Lenin. Pero aún dejando de lado la extracción nacional de Blank, comprobamos que por las venas de Lenin corría la sangre de tres «razas» por lo menos: gran rusa, alemana y tártara. Si algo les falta a los historiadores es sólo el culto de la «raza pura».

Sobre la infancia de Lenin, disponemos en suma de menos informaciones que sobre la de Alejandro. Esto se explica por el escalonamiento de los nacimientos en la familia. Los niños crecían por parejas. Ana, la más observadora y fecunda memorialista de la familia, que había seguido de cerca el crecimiento y el desarrollo de Alejandro, tenía seis años más que Vladimir. María era casi ocho años más joven que él. En ambos casos, la diferencia era demasiado grande para observaciones estrictas y recuerdos precisos. Olga, la hermana que había convivido con Vladimir en sus años infantiles, murió a la edad de diecinueve años. Diversos episodios que permanecieron grabados en la memoria de la hermana mayor iluminan para nosotros las figuras del niño y del adolescente; pero ella comenzó a interesarse más por Vladimir recién cuando éste alcanzó la edad adolescente. No se conservan cartas infantiles de Vladimir, pero es probable que no las haya escrito: toda la familia vivía junta. No han quedado diarios íntimos; por otra parte, no parece que Vladimir haya jamás redactado alguno: vivió demasiado intensamente desde la infancia para detenerse a registrar sus sensaciones.

Vladimir aprendió muy tarde a caminar, casi al mismo tiempo que su hermanita Olga, dieciocho meses más joven que él. Y sus primeros logros en el dominio de la marcha no fueron muy felices: el muchachito se caía a menudo pesadamente, golpeándose invariablemente la cabeza, de suerte que los vecinos del piso inferior podían siempre darse cuenta sin error de su ímpetu. «Probablemente, su cabeza era más pesada que el resto», escribe la hermana. A cada caída, Vladimir daba alaridos capaces de hacer temblar la casa: generalmente, durante sus primeros años, no perdía ocasión de desarrollar sus cuerdas vocales. «La pasión de la destrucción —ha dicho Bakunin, que murió en el exilio cuando Lenin no tenía más que seis años— es una pasión constructiva». Vladimir era un acérrimo partidario de esta definición: rompía los juguetes antes de empezar a jugar con ellos. Su nodriza le regaló un trineo tirado por tres caballos, en papel maché; él comenzó por esconderse tras una puerta para substraerse a la molesta vigilancia de los adultos de la casa, y allí torció y retorció las patas de los caballitos hasta que se desprendieron.

Evidentemente, la independencia y el ardor apasionados de su carácter se manifestaron desde muy temprano. Los adultos se hallaban a menudo obligados a llamar al orden al muchachito impetuoso y alborotador. Éste no tenía miedo de mostrarse así en público. «No se grita de ese modo sobre un vapor», le decía la madre en momentos en que partían de vacaciones para la región de Kazán. «¡Pero mamá, el vapor grita mucho también!», contesta Vladimir sin bajar la voz. La madre influía en sus hijos particularmente con la persuasión y la perseverancia. Pero cuando estos recursos pedagógicos resultaban insuficientes, se llevaba a Vladimir al escritorio desocupado de su padre y se le obligaba a sentarse en «el sillón negro». Vladimir se resignaba y se callaba; a veces, apesadumbrado por el castigo y quizás debido al olor del cuero, se adormecía…

Este chico, que había comenzado tarde a caminar, era sumamente inquieto. En la casa, a causa de su figura maciza y su baja estatura, se le había apodado «Barrilito». Si su actitud respecto a los juguetes era de indiferencia, le gustaban los juegos que exigían movimiento, animación y fuerza como un competidor que se empeñaba, no sin éxito, en ocupar el primer puesto. Los juegos del escondite, del gallo ciego, los deportes invernales, posteriormente el criquet y el patinaje, lo apasionaban uno tras otro o simultáneamente.

Alejandro tenía iniciativa para los juegos, pero se contenía hasta en los momentos de arrebato. Vladimir quería invariablemente «pasar y superar», hallándose bastante dispuesto, por otra parte, a abrirse paso a los codazos. Vladimir difería, desde su primera infancia, en muchos otros rasgos de carácter de su hermano mayor. Alejandro era perseverante, le gustaba coleccionar, tallar figuritas de madera; de este modo, el futuro naturalista se perfeccionaba en aplicación y paciencia En cuanto a Vladimir, los estudios meticulosos no eran para su carácter. Durante un tiempo, Alejandro coleccionó carteles teatrales y los dispuso cuidadosamente sobre el piso. El pequeño Vladimir saltó sobre las preciosas hojas abigarradas, las pisoteó, las estrujó, desgarrando algunas. Alejandro no pudo comprender tamaño vandalismo, se ensombrecieron sus ojos, pero no peleó ni tampoco reprendió al desvergonzado, eso no estaba en sus hábitos: guardaba dentro de sí sus disgustos, tanto los pequeños como los grandes. Pero cualquiera que fuese la diferencia de temperamento entre Vladimir y Alejandro, el primero hacía todo lo posible por imitar al segundo. Cuando se le preguntaba si comería la kacha[53] con manteca o con leche, respondía: «como Alejandro». Y de la misma manera que Alejandro, bajaba más tarde con patines una pendiente escarpada La fuerza moral y el firme carácter del hermano se le imponían a «Barrilito». Y al mismo tiempo, la imitación lo impulsaba a ponerse al nivel del mayor. La fórmula «como Alejandro», de la que se burlaban frecuentemente en la casa, tenía este doble sentido: la confesión de la superioridad del otro y la voluntad de «pasar y superar».

Alejandro era de una franqueza orgánica casi patológica: la astucia y la mentira, le eran tan imposibles como decir groserías o insultar; en las ocasiones difíciles, guardaba silencio. En la sana franqueza de Vladimir había un elemento de malicia. A pesar de su naturaleza en exceso expansiva, era incapaz de renunciar a la mentira defensiva: era incapaz de disfrutar una manzana sin robarla en la cocina durante la ausencia de la madre vigilante; no podía retorcerle las patas a los caballos de papel maché sin esconderse detrás de la puerta; y ¿podía confesar a una tía poco conocida que era justamente él, Vladimir, quien de visita en su casa, había roto, al correr, una garrafa? Y sin embargo, tres meses después, antes de dormirse, el muchachito se deshacía en llantos en su cama, confesando a su madre que no sólo había roto la garrafa sino que además le había mentido a su tía. De donde vemos que el imperativo categórico de la moral no era absolutamente tan extraño a Vladimir como lo afirmaron posteriormente los innumerables enemigos de Lenin.

Quizás sea conveniente advertir que Vladimir no era de ninguna manera un «niño prodigio»: esta denominación puede más bien ser adjudicada a Olga, la hermana menor. Él creció como un niño normal y sano, quizás con cierto retraso en los primeros años. Según los recuerdos de Elisarova, Vladimir aprendió a leer con su madre, a la edad de cinco años, y aun al mismo tiempo que Olga, su hermana menor. Se desprendería de esto que la pequeña comenzó a leer mucho más rápidamente. Posiblemente haya que añadir por lo menos seis meses más o un año. Ilya Nikolaievich, recibía muchos libros destinados a la infancia. Sin embargo, era Olga la que más se apasionaba por la lectura y el recitado de las poesías; estaba estrechamente ligada a Vladimir por su desarrollo intelectual, pero su carácter era más próximo al de Alejandro. Vladimir leía habitualmente, pero abandonaba de buena gana los libros infantiles por las trapisondas o las corridas de carreras. Amaba la vida sobre todo a través del movimiento. En el escritorio de su padre aparecían, cada tanto, nuevos aparatos de física y algún otro material, con cuya ayuda los niños, en los momentos libres, comulgaban con los misterios de la ciencia. Sin duda alguna, Vladimir sabía captar lo esencial en pocas palabras. Se desarrollaba y adquiría capacidad de juicio con una gran rapidez.

A diferencia de Alejandro, muy atento con los miembros más jóvenes de la familia, Vladimir se complacía, en diversas ocasiones, en demostrar su superioridad sobre ellos. Cuando los niños, acompañados al piano por la madre, cantaban la canción de la cabra montés atacada por el lobo gris, Dimitri, que era muy sentimental, generalmente estallaba en llanto. Se procuraba hacerle comprender que no había que tomarse tan a pecho la historia de una cabra montés desconocida. Dimitri se esforzaba en contenerse. ¡Pero no se trataba de esto! El lobo gris acechaba al mismo Dimitri. Desde que la canción llegaba al punto crítico, Vladimir con gestos y entonaciones desconsoladoras, terminaba la estrofa final: «Sólo le quedaban a la abuela los cuernos y los unicornios», y el pobre Dimitri volvía a sollozar.

Gracias a la madre, la música era generalmente muy apreciada en la familia. Los niños cantaban con ganas, «gritaban», según la expresión de la vieja nodriza, acompañados por su madre. Según la tradición, Vladimir probaba en estos casos tener no sólo afición a la música sino además un oído entrenado. De todas maneras, las facultades musicales del muchachito, si efectivamente existían, no se desarrollaron posteriormente. Pero el amor hacia la música le quedó para toda la vida.

El maestro particular Kalachnikov y luego la institutriz Kachkadamova prepararon a Vladimir para dar sus exámenes para ingresar al gimnasio. Kalachnikov recuerda a un muchacho de constitución fuerte, de cabellera pelirroja que caía en rizos sobre su frente ancha, con poca semejanza a los demás niños de la familia, más activo, de rápida comprensión y propenso a la ironía.

Habituado a la enseñanza en la escuela comunal a los hijos de los alógenos, Kalachnikov había adquirido la costumbre de pronunciar lentamente y modulando; el impaciente Vladimir, que no tenía necesidad de tal sistema, se burlaba simplemente de su maestro. Este pequeño y curioso rasgo revela que el sentimiento de respetuosidad no se había desarrollado en el muchacho y que había comenzado desde temprano a mostrar sus pequeñas garras no solamente sobre sus hermanos menores.

En 1878, cuando Vladimir tenía ocho años, los Ulianov se mudaron a una casa de madera de su propiedad, muy modesta, pero que de todas maneras tenía un jardín, que se convirtió en objeto de las preocupaciones y cuidados de toda la familia. Vladimir era probablemente el más ágil y el más apresurado de todos en acudir, regadera en mano, a trabajar en el jardín; tampoco era el último, cabe imaginarse, en recoger los frutos. Era curioso el régimen establecido a este respecto en la familia: se señalaba exactamente a los niños los árboles y plantas que les estaban adjudicados, aquéllos cuyos frutos eran reservados para las provisiones de invierno o bien para el santo del padre, y todos observaban rigurosamente la disciplina impuesta a su glotonería. Una chiquilla, que estaba de visita, mordió por travesura una manzana que colgaba aún del árbol y que pendía justo ante ella. Medio siglo después de esta catástrofe, A Elisarova todavía recuerda: «Para nosotros, tamaña travesura (!) era extraña e incomprensible». Este juicio de una pedantería asombrosa ilustra bien el espíritu patriarcal de la familia, donde la disciplina era asegurada de distintas maneras pero con mucho éxito, tanto por el padre como por la madre. El espíritu de economía, la preocupación por el orden, el respeto hacia el trabajo y sus frutos, fueron asimilados, desde sus jóvenes años, por el futuro gran subversivo. Si hubiera sido, seguramente, incapaz de llamar «pillería» a una tontería infantil tan inocente, de todas maneras la negligencia y la prodigalidad de los adultos le fueron, luego, profundamente antipáticas.

A la edad de trece años, se le ocurrió a Alejandro la idea de publicar una revista semanal familiar; como no se sentía con aptitudes para el oficio de escritor se encargó de la secretaría de redacción y se ocupó además en proveer los crucigramas, las adivinanzas e ilustraciones. Vladimir, con sus nueve años, se convirtió en el principal colaborador, bajo el seudónimo de Kubychkin («Barrilito»). Hasta la pequeña Olga, niña de siete años, enriquecía la revista con sus garabatos. La publicación se hacía todos los sábados y llevaba un título apropiado (Subbotnik[54]). Ana, que a los quince años ya conocía las obras del célebre crítico Belinsky, bombardeaba con artículos sarcásticos una novela del joven escritor Kubychkin. Vladimir escuchaba las críticas, sin mostrarse para nada ofendido: él aprendía y tomaba buena nota. En estos debates literarios participaban también el padre y la madre. Sus rostros se iluminaban de alegría al contemplar a sus hijos. «Esas noches —escribe Elisarova—, marcaron el punto culminante de nuestra intimidad familiar, de los cuatro hermanos mayores con los padres. ¡Qué radiante y alegre recuerdo nos ha quedado de ellas!»

A los nueve años y medio, Vladimir fue inscripto en la clase elemental de un gimnasio. Ahora llevaba él un uniforme «como Alejandro» y se encontraba bajo la autoridad de los mismos maestros, vestidos con libreas en cuyos botones de metal se veía el águila bicéfala. Pero por todo su carácter, Vladimir soportaba mucho más fácilmente que Alejandro el régimen del gimnasio, con su opresión y su falsedad. Aun los estudios clásicos no constituyeron para él una carga: el futuro escritor y orador tomó rápidamente el gusto por los antiguos maestros de la lengua. Vladimir aprendía con extraordinaria facilidad. Este niño inquieto y tumultuoso, cuyo pensamiento comprendía un amplio horizonte intelectual, poseía a un grado incomparable el don de una concentrada atención. Inmóvilmente sentado en su pupitre, recogía todas las explicaciones de sus maestros, impregnándose de ellas: de este modo, una lección por aprender se convertía para él en una lección aprendida. De regreso en casa, terminaba rápidamente los deberes para el día siguiente. Mientras Ana y Alejandro se instalaban para trabajar en la gran mesa del comedor, Vladimir comenzaba ya su agitada vida, hacía bataholas, charlaba, fastidiaba a sus hermanitos menores. Los mayores protestaban. La autoridad de la madre no era siempre suficiente. Vladimir andaba en cuatro patas. A veces el padre, si se encontraba en la casa, conducía al pequeño turbulento hasta su escritorio, para ver si había terminado de estudiar sus lecciones. Pero Vladimir respondía sin ninguna duda. El padre tomaba entonces los viejos cuadernos y examinaba los conocimientos del niño en toda la extensión del programa. Vladimir, aun allí, era imbatible. Las palabras latinas se grababan firmemente en su memoria. El padre no sabía si debía alegrarse o afligirse por ello: el niño se liberaba verdaderamente con demasiada facilidad de sus estudios y era posible que la aplicación hacia el trabajo no se desarrollase en él…

De vuelta del gimnasio, Vladimir les contaba a sus padres los incidentes del día, hablaba sobre todo de las preguntas que le habían hecho sobre las diferentes materias y de las respuestas que había dado. Como sus éxitos se había convertido en bastante habituales, pasaba rápidamente ante el escritorio de su padre, haciendo su informe en dos palabras: «el griego, muy bien; el alemán, muy bien». Al día siguiente o al siguiente, pasaba lo mismo: «el latín, muy bien; el álgebra, muy bien». El padre y la madre intercambiaban en secreto sonrisas de satisfacción. A Ilya Nikolaievich no le agradaba alabar abiertamente a los niños, particularmente a este muchacho presumido que todo lo aprendía con demasiada facilidad. Pero los éxitos de los niños aportaban, naturalmente, una nota de alegría en la vida familiar. Por la noche todos estaban contentos, sentados ante la gran mesa en que se tomaba el té. Ilya Nikolaievich no había perdido el gusto por las bromas y por las anécdotas escolares. Se reía mucho y el primero en empezar con los chistes era frecuentemente el director de escuelas primarias. «Una se siente reconfortada y cómoda en esta familia tan unida —cuenta la institutriz Kachkadamova…— el más parlanchín es Vladimir y también su hermana Olga. ¡Cómo resuenan sus voces y risas comunicativas!»

La voz de Vladimir, hay que reconocerlo, era a veces demasiado ruidosa. Dado que al interior del gimnasio, el muchacho se mostraba muy disciplinado, la tensión nerviosa de la que no había podido liberarse se descargaba inevitablemente en la casa, y no siempre a favor de la tranquilidad de los suyos. Su conducta en el seno de la familia era por otra parte muy desigual, según se encontrase o no en la casa el padre. Evidentemente, Vladimir temía a su padre, que era capaz no sólo de jugar como un niño con los niños, sino de manifestar cada tanto algo de rigor. Elisarova estima que el padre, rendido de cansancio, no tenía bastante en cuenta la individualidad de sus hijos, particularmente de Alejandro, pero que su sistema pedagógico era sin embargo «completamente justo» con respecto a Vladimir, como contrapeso a «su gran presunción y arrogancia». Agradecemos poder reunir estas preciosas migajas y nos lamentamos únicamente de que hayan sido tan pocas. ¿Formaba parte del sistema de Ilya Nikolaievich el abstenerse de las alabanzas al mismo tiempo que de los castigos? Como inspector de escuelas primarias escribía en 1872: «Los maestros consagrados a su trabajo no necesitan recurrir a los castigos…». Sin embargo, en su familia, ¿aplicaría este padre sus propios preceptos pedagógicos? No tenemos, a este respecto, testimonio directo. Los recuerdos de familia, como siempre, sin endulzar a nadie en particular, insisten sin la menor reticencia en la uniformidad de carácter y la firmeza de la madre; es muy natural pensar que con el padre no ocurría lo mismo. El carácter autoritario de Ilya Nikolaievich, susceptible de arrebatos, no puede sino confirmar esta hipótesis. Toda familia tiene su reverso. ¿Y puede ser de otra manera cuando una familia está abrumada por obligaciones que, evidentemente, la presionan? Una buena familia no quiere decir una familia irreprochable, sino sólo una familia que es más útil que otras situadas en las mismas condiciones. La familia Ulianov era una buena familia, de espíritu conservador; una familia provinciana, con serios intereses y una sana atmósfera. Los padres vivían en perfecto acuerdo y los niños no estaban de ninguna manera expuestos a la influencia desmoralizadora de las disputas o conflictos entre padre y madre. La existencia de los mayores, particularmente de Alejandro, resultaba propicia al desarrollo de los menores. Aunque Vladimir no escapase a las enfermedades durante sus primeros años escolares, su organismo era suficientemente robusto y evolucionaba bien. Debido a sus capacidades, no podía ser cuestión de una excesiva tensión de sus fuerzas. Crecía con el empuje de un joven roble, hundiendo profundas raíces y se nutría abundantemente de aire y de savia. Cómo no decir: ¡feliz infancia!

El verano en Kokuchkino, región natal de la madre, era, como para todos los niños más o menos privilegiados, la época más feliz del año. Allá volvían a reunirse, luego de una prolongada separación, los numerosos primos y primas, se organizaban juegos interminables, se hacían largos paseos y se formaban amistades infantiles o pasiones amorosas. Vladimir era el más fogoso en los juegos, especialmente en las competencias de todo tipo. En Kokuchkino también pudo contemplar de cerca el mundo campesino; asimismo se le permitió por una o dos veces, ir con los pequeños pastores a guardar los caballos por la noche. ¡Qué lejos estaba el literato Kubychkin de pensar que esos contactos con el pueblo serían interpretados medio siglo después como origen de la idea de una unión obrera y campesina! Pero es indudable que en esta pequeña cabeza de niño, particularmente receptiva, estos pasajeros encuentros de las vacaciones acumulaban una preciosa reserva de sensaciones que más tarde habrían de rendir sus frutos.

Cuando mataron a Alejandro II, Vladimir cursaba el segundo año de estudios; no había cumplido todavía los once años. A esta edad, a decir verdad, Alejandro ya leía a Nekrasov y meditaba a su manera sobre el destino de los oprimidos. Pero el padre no alentaba a sus hijos más jóvenes a leer la literatura «radical». Ya había en la atmósfera una corriente de reacción, cuyo soplo no sólo se dejaba sentir en el gimnasio sino también en la familia. Puede afirmarse con certeza que el interés por la política casi no se despertó en Vladimir antes de que finalizase sus estudios en el gimnasio. El acontecimiento del 1.o de marzo de 1881, así como los servicios fúnebres y los discursos subsiguientes, sólo debieron producir en él un efecto de excitación, semejante al que provocan un incendio o una catástrofe ferroviaria. El hijo del director de escuelas primarias, educado en el espíritu de la disciplina y de la fe ortodoxa, no había comenzado todavía a dudar de la justeza de las cosas tal como son. Es muy interesante señalar que su futuro y más allegado compañero de lucha, que se convirtió más tarde en el jefe de los mencheviques y en su enemigo irreconciliable, Julius Cederbaum (Martov)[55], educado en una familia israelita liberal de Odessa, reaccionó a los ocho años de edad sin duda alguna con más vehemencia que Vladimir ante el acontecimiento del 1.o de marzo. En la cocina oyó que se referían a los nobles que habían asesinado al «emancipador» y en el salón se hablaba de los insensatos que creían que conquistarían la libertad lanzando bombas. Los pogromos antisemitas que señalaron el comienzo del nuevo reinado fijaron tempranamente la línea política de Julius, niño impresionable y bien dotado.

Al contrario, por su temperamento alegre y activo, Vladimir debía desembarazarse pronto de la impresión causada por el extraordinario acontecimiento que se había desarrollado en las alturas inaccesibles y que en nada le tocaba, personalmente, como tampoco a sus allegados. Pasaba simplemente ala orden del día: «aritmética: muy bien; latín: muy bien…».

El padre se equivocaba al inquietarse. Vladimir no presumía demasiado de sí mismo; al contrario, cuanto más avanzaba, más responsable se hacía. Durante algún tiempo tuvo gran afición por el patinaje, pero como después de practicarlo en el aire glacial se sentía con sueño, renunció a los patines en provecho de sus estudios. Al relatar este episodio, que le contara el mismo Lenin, Krupskaia[56] añade: «Vladimir Ilich sabía, desde su adolescencia, librarse de todo lo que era un impedimento». Su atención, diseminada sobre diversas materias, era, como ya sabemos, capaz de concentrarse y tenía, a fin de cuentas, una dirección utilitaria. Observaba muy bien en los otros, no sólo las debilidades y los aspectos cómicos, sino también aquellos rasgos de carácter fuerte que le faltaban. Quizás no siempre mencionase tales rasgos en voz alta: Vladimir había aprendido tempranamente de su padre que no había que apresurarse demasiado en elogiar a las personas; pero por eso mismo se esforzaba más ardientemente por asimilar las ventajas de los otros. En su familia, todos trabajaban con más asiduidad y método que él; sobre todo Alejandro. El ejemplo del hermano mayor no se borraba jamás de su horizonte. Desde que Ilya Nikolaievich se había comprado una casa, los dos hermanos habitaban en el entresuelo, donde ocupaban dos piezas contiguas, apartados del resto de la familia. Alejandro, podemos suponerlo, debía pasar muy a menudo sin detenerse delante de su joven hermano, demasiado ruidoso y desenvuelto. Pero Vladimir observaba atentamente a Alejandro, tomaba como ejemplo a Alejandro, y marchaba al mismo paso que Alejandro. Así sucedió hasta la partida del hermano mayor para la Universidad, cuando el menor ingresaba al quinto año de estudios. Esta vecindad ejerció, sin ninguna duda, una influencia beneficiosa sobre Vladimir: había aprendido a multiplicar sus capacidades a través de la constancia. Además, mientras que Alejandro se atraía el cariño de todos por su dulce reserva, Vladimir, al igual que su padre, se distinguía por una gran irritabilidad que debía ocasionarle muchos disgustos. Al llegar a la adolescencia, se esforzaba también en este sentido por ser «como Alejandro». Esto no era fácil, pues en sus explosiones de amargura se revelaba un indomable temperamento. Cuando la hermana mayor escribe: «en sus años más maduros no observamos para nada, o casi para nada, arrebatos de su parte», no se priva de caer en alguna exageración. Pero, sin duda alguna, Vladimir aprendía con éxito a disciplinarse.

Había en la casa un juego de ajedrez, cuyas piezas había tallado el padre en Nijni-Novgorod y que se transformó paulatinamente en una especie de reliquia. Del lado masculino, empezando por el padre, todos se entregaban con pasión a la casuística desinteresada de este antiguo juego, en el que la superioridad de ciertas facultades intelectuales, a decir verdad no las más elevadas, encuentra su más inmediata expresión y satisfacción. Los hijos respondían siempre rápidamente al llamado del padre cuando los invitaba a jugar una partida, pero cada vez más las relaciones de fuerza daban ventaja a la joven generación. Alejandro se había procurado un manual de ajedrez y con la calma perseverante que lo caracterizaba, había profundizado la teoría del juego. Al cabo de algún tiempo, Vladimir siguió su ejemplo. Evidentemente, los hermanos debieron obtener éxitos fulminantes, pues una noche, al subir la escalera, Vladimir se topó con su padre, que volvía del entresuelo llevando consigo el manual, con el evidente propósito de armarse un poco mejor para los futuros duelos.

Pero, aunque existía una hora para la recreación, el trabajo reclamaba su tiempo. Vladimir subía los peldaños del programa del gimnasio sin tropiezos y siempre distinguido con premios. Solamente en el transcurso del séptimo año tuvo un conflicto con el profesor de francés, individuo ignorante y grosero, a quien Vladimir había hecho blanco de sus burlas. La imprudencia fue castigada: el «Francés» le hizo poner una mala nota en conducta para el trimestre, Ilya Nikolaievich se enfadó y Vladimir le prometió firmemente terminar con las experiencias arriesgadas. El incidente no tuvo mayores consecuencias. En una insolencia hacia un maestro que no era respetado, la dirección pedagógica no quiso ver un estado de ánimo reprensible. Y para esa época, no se equivocaba.

En los anales del gimnasio de Simbirsk, Vladimir Ulianov eclipsó evidentemente a su hermano Alejandro. En el dominio de los gustos y predilecciones intelectuales se notaban en ambos hermanos evidentes e interesantes diferencias. Las composiciones no eran el fuerte de Alejandro; por el contrario, las redactaba cortas y en un tono seco. Los frenos interiores que tan seductor tornaban su carácter, le inhibían de manifestarse exteriormente. Odiaba la fraseología, y todo lo que en una conversación rebasaba los límites de lo indispensable, le molestaba. Su pensamiento, honesto hasta la timidez, estaba desprovisto de flexibilidad. Y como —aunque poseía un notable sentido crítico— carecía de dones literarios, reducía sus redacciones a un mínimo ascético.

Vladimir, en cambio, se distinguió en clase como «literato». Él tampoco tenía predilección por el estilo en sí mismo. Muy por el contrario, la preocupación por la ornamentación superficial le era tan extraña en la literatura como en la vestimenta. Su sano apetito intelectual no necesitaba condimentos. Pero la austeridad literaria de Alejandro no era de ninguna manera propia en Vladimir. La fuerte y agresiva confianza en sí mismo, que alarmaba al padre y sólo podía repugnar, a veces, al hermano mayor, no dejaba de manifestarse en Vladimir incluso en el dominio de la creación literaria. Cuando se disponía a escribir una composición, no a último momento, sino con el tiempo necesario, sabía de antemano lo que era menester decir y cómo había que decirlo. Escogía un lápiz de mina dura y afilándolo cuidadosamente para que los caracteres se dibujasen con rasgos finos sobre el papel, bosquejaba ante todo su plan, para garantizarse el pleno desarrollo de su pensamiento. En torno al esquema trazado, disponía luego las notas y las citas extraídas, no sólo de los manuales escolares, sino también de otros libros. Cuando el trabajo preparatorio estaba terminado, las anotaciones numeradas y la entrada en materia y la conclusión establecidas, la composición se extendía casi por sí misma sobre el papel; no restaba a continuación más que pasar en limpio cuidadosamente el trabajo. El profesor de literatura Kerensky, que era también director del gimnasio, aprobaba calurosamente a este vigoroso prosista pelirrojo, daba a sus escritos como ejemplo y lo recompensaba con la nota más alta. En sus entrevistas con los padres —y las relaciones entre Kerensky y los Ulianov eran amistosas—, el director del gimnasio no desperdiciaba nunca la ocasión de elogiar a su alumno.

En lo que respecta a las ciencias naturales, Vladimir, en el período del gimnasio, se mostraba frío; no iba, como su hermano mayor, a correr tras las mariposas o a pescar, no colocaba trampas para los pájaros y no acompañaba a Alejandro durante sus paseos estivales en bote. El amor por la naturaleza no se desarrolló visiblemente en él sino hasta más tarde. Su propia naturaleza, con sus cualidades y posibilidades, que no cesaban de expandirse, absorbieron demasiado su atención en estos años de despertar espiritual y de primer crecimiento. Se dedicaba a la literatura, a la historia, a los clásicos latinos, es decir, a esa esfera de conocimientos que atañe directamente al hombre y a lo humano. Sin embargo, sería inexacto definir el carácter general de sus intereses como el de un humanista. Esta palabra huele demasiado a diletantismo, a lugares comunes, a delicadas citas. Sin embargo, el pensamiento de Vladimir estaba orgánicamente penetrado, desde sus primeros años, de un profundo realismo. Sabía observar, aprehender y casi espiar la vida en sus diversas manifestaciones, tenía un gusto muy vivo por las cosas en toda su materialidad y buscaba, desconfiado, el trasfondo que ocultaban las apariencias engañosas, del mismo modo que en sus años infantiles había procurado develar el misterio más íntimo de los caballitos de juguete. Las preferencias que reveló en el gimnasio por el dominio de las ciencias, caracterizaban no tanto la tendencia esencial de su intelecto como cierta etapa de su desarrollo. Ni la literatura ni la historia, y tanto menos la filosofía clásica, entraron posteriormente en el círculo inmediato de sus intereses intelectuales. Poco después de terminar sus estudios en el gimnasio, las pasó por alto, inclinándose hacia la anatomía de la sociedad, es decir, hacia la economía política.

Nada hemos dicho hasta ahora sobre la actitud de Vladimir hacia la religión. Y no por casualidad: la cuestión de la ortodoxia y de la Iglesia no se le planteó a su conciencia de una manera crítica sino en el último período de sus estudios secundarios. Esta circunstancia, muy explicable a causa de las condiciones del medio, de la época y de su carácter personal, por inverosímil que pueda parecer, molesta a los biógrafos oficiales. Para llegar a la verdad, es preciso en la actualidad abrirse camino entre un montón de obstáculos. Por el contrario, tomando precisamente como base el ejemplo de la ruptura de Lenin con la leyenda cristiana, es posible darse cuenta de cómo surge y se desarrolla la leyenda leninista.

El ingeniero Krjijanowski[57], militante soviético muy conocido, escribe: Lenin «me decía que ya en su quinto año de estudios en el gimnasio, había concluido bruscamente con todas las cuestiones de la religión: se había arrancado la cruz que llevaba al cuello como la mayoría de los rusos, y la había tirado a la basura». Krjijanowski ha redactado sus recuerdos sobre Lenin —con quien estuvo ligado en su juventud por la actividad revolucionaria, la prisión y el destierro—, casi treinta años después de la conversación a que se refiere. ¿Es exacto que la crisis de conciencia religiosa se haya producido en Vladimir durante su quinto año de estudios y es entonces verdad que la pequeña cruz fue arrojada «a la basura», o Lenin habría sólo empleado en la conversación una de esas rudas metáforas a las que era tan aficionado? Para resolver estas cuestiones, el tardío testimonio de Krjijanowski necesita, como se verá, ser seriamente verificado: después de un plazo tan largo, la memoria no sólo deforma la experiencia vivida por otro sino también la que uno mismo ha vivido. Más asombrosa resulta aún la modificación del testimonio de Krjijanowski efectuada por la pluma de otro viejo bolchevique, uno de los dirigentes de la historiografía del partido: cuando Vladimir llegó a deducir «que no existe ningún dios», según Lepechinsky, «había arrancado la cruz de su cuello, habría escupido despreciativamente sobre la santa reliquia y la habría tirado por el suelo». Podrían darse todavía otras variantes, describir cómo Vladimir no sólo arrojó la cruz al suelo sino como también la «pisoteó». Los motivos pedagógicos de esta libre interpretación del texto fundamental son formulados expresamente por Lepechinsky en una revista destinada a la juventud: sepan los jóvenes comunistas (komsomols), que el joven Lenin se desembarazó de los prejuicios religiosos «a su manera, como verdadero Ilich, revolucionariamente…». Otros memorialistas y comentaristas nos muestran, no tanto a Lenin en sus años juveniles, como a ellos mismos —¡ay!— en la declinación de sus días.

Krupskaia, que encontró por primera vez a Lenin en la misma época que Krjijanowski y Lepechinsky, nada dice, en sus propios recuerdos, sobre la cuestión de la religión y de la Iglesia. Únicamente de pasada, y atenuándolo, evoca el relato de Krjijanowski. «Ilich había comprendido la nocividad de la religión —escribe en sus Memorias, tan conocidas— desde los quince años. Se desembarazó de la cruz y dejó de frecuentar la iglesia. En aquella época esto no era tan simple como en la actualidad». Como para justificar a Lenin por haber roto demasiado tarde con la ortodoxia, Krupskaia comete, sin embargo, un error sobre su edad: si esto acaecía en el curso del quinto año de estudios, Vladimir no tenía quince años, sino sólo catorce. Todas estas versiones, que no concuerdan entre sí, son reproducidas multitud de veces. Pero existe, sobre la cuestión que nos ocupa, un testimonio incomparablemente persuasivo, que es a la par un documento absolutamente auténtico.

A. Elisarova es el único de los testigos vivientes que puede hablar de la evolución de Vladimir, no según una frase fugaz o una conversación referida a una época reciente, sino de acuerdo a sus propias observaciones vivientes, en conexión con todas las vicisitudes del pasado familiar y por tanto con garantías infinitamente mayores de autenticidad en los hechos y en la psicología. Sería necesario parece, empezar por escucharla. Durante el invierno de 1886, unidos por la pérdida del padre, la hermana y el hermano se paseaban juntos con frecuencia y Ana notó que Vladimir tenía una disposición de ánimo muy hostil con respecto a la dirección y la enseñanza del gimnasio así como hacia la religión. Nada le dijo su hermano sobre la crucecita que habría tirado a la basura. El testimonio de Elisarova nos será necesario todavía más adelante para definir la evolución política de Lenin. Por el momento, basta notar que sólo cuando Vladimir pisa el umbral de los diecisiete años, su hermana se tropieza con algo nuevo en él: su actitud negativa frente a la religión que, según ella, completa su rebeldía contra las autoridades del gimnasio. Como para justificar este desarrollo, tardío de acuerdo a la medida de los nuevos tiempos, Elisarova escribe: «En esa época, la juventud, sobre todo en una provincia atrasada, ajena a la vida social, no tomaba tan tempranamente una posición política». Aparte de este inestimable testimonio de Elisarova, en cuyos recuerdos, en el presente caso, podemos basarnos aún más en la medida que después de varios meses de separación, los cambios ocurridos en el estado de ánimo y las concepciones de su hermano, debieron hacérsele evidentes, disponemos aún de otro testimonio, esta vez absolutamente indiscutible: el del propio Lenin. En la hoja de encuesta del partido, escrupulosamente contestada por él y de su propia mano, a la pregunta: «¿Cuándo ha dejado usted de creer en la religión?», respondió: «A los dieciséis años». Lenin sabía ser exacto. Pero su declaración, que concuerda perfectamente con el testimonio de la hermana mayor, no ha sido bien recibida, al no resultar, evidentemente lo bastante edificante para la educación de los komsomols[58].

Lo que dice Elisarova del carácter tardío del desarrollo político de la juventud en una provincia perdida sólo es verdad en parte, y en cualquier caso insuficiente. Según lo que ella misma relata, Alejandro se había apartado de la Iglesia más precozmente. Nada enigmático hay en esta diferencia entre los dos hermanos. Cuando Alejandro pasó por el gimnasio, el ateísmo combativo se había apoderado de la intelligentsia avanzada y se abría paso aún entre las filas del personal educativo de los gimnasios. Durante los años ’80, por el contrario, «la educación religiosa y moral» que desde lo alto implantaba Pobedonossev[59], era bien recibida por la reacción ideológica, incluso en la sociedad más culta. Pero no hay que perder de vista la diferencia psicológica de las individualidades. Encerrado en sí mismo y extremadamente sensible a toda falsedad, Alejandro podía y debía despertar más pronto al espíritu de la crítica y del descontento que el alegre Vladimir, a quien su impetuosidad le impedía, por un tiempo, prestarle oídos a la duda. En la actitud religiosa de Vladimir no hubiera podido descubrirse la menor traza de misticismo. Sus relaciones con la Iglesia eran para él, simplemente, un elemento de la vida familiar y escolar, en la que nadaba como un pez en el agua, a través de los éxitos, de los juegos y de las bromas. En cierto sentido, no había tenido tiempo para arreglar sus cuentas con la tradición religiosa. Fue necesario un fuerte impulso desde afuera, para que el trabajo interno de crítica, que ya había amasado un buen número de observaciones inconscientes, se exteriorizase bruscamente. Este impulso debía ser la muerte del padre, la primera muerte de un hombre vista de cerca, y más aún de un pariente querido.

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