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La juventud de Lenin » Capítulo III. El camino revolucionario de la intelligentsia

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CAPÍTULO III

EL CAMINO REVOLUCIONARIO DE LA INTELLIGENTSIA

Intelectual de cepa plebeya, Ilya Nikolaievich ingresó en las filas de la burocracia pero no se dejó absorber por ella. Los niños no tuvieron ninguna ligazón con el ambiente burocrático: su profesión se transformó en la lucha revolucionaria. Antes de desarrollarse —hacia finales del siglo— en un movimiento de masas, el empuje emancipador había enriquecido a la historia, en el transcurso de las primeras décadas, con experiencias de laboratorio. No podría comprenderse la suerte de la familia Ulianov sin haber aprehendido la lógica particular del movimiento revolucionario de la intelligentsia rusa y, al mismo tiempo, la lógica de su derrota.

En el curso de uno de los famosos procesos políticos de los años ‘70, conocido como «el proceso de los 193», el acusado principal desarrolló el pensamiento de que, después de la reforma del régimen agrario, se había constituido —por fuera de la propia clase campesina— «toda una fracción… lista para responder al llamado del pueblo, que sirvió de núcleo al partido socialrevolucionario. Esta fracción es el proletariado intelectual». Con tales términos Hipólito Mychkin describe el fenómeno con exactitud, si bien no lo aprecia en su justa naturaleza. La sociedad fundada sobre la servidumbre se descomponía más rápidamente de lo que se formaba la sociedad burguesa. La intelligentsia, producto de la disgregación de las viejas castas, no encontraba suficientes ofertas de empleo ni carrera para ejercer su influencia política Rompía con la nobleza, la burocracia y el clero, con sus costumbres atrasadas y sus tradiciones esclavistas. Pero no se acercaba a la burguesía, aún demasiado primitiva y grosera. Se sentía socialmente independiente y a la vez ahogada por el torniquete del zarismo. De esta manera, el terreno que alimentaba las ideas revolucionarias luego de la abolición de la servidumbre, fue casi exclusivamente la intelligentsia, con más propiedad, su joven generación, los elementos más pobres de la juventud de las escuelas, estudiantes, seminaristas, gimnasistas, quienes en su mayoría, por sus condiciones de vida, no se elevaban por sobre el proletariado sino que estaban a menudo por debajo de él. El Estado necesitaba intelectuales y, a pesar suyo, los formaba en sus escuelas. Ahora bien, la intelligentsia necesitaba un cambio de régimen y se convertía en enemiga del Estado. La vida política del país llegó a ser por mucho tiempo, un duelo entre la intelligentsia y la policía, sin que participen en él las clases fundamentales de la sociedad. Con sarcasmo, pero no sin razón, señalaba el fiscal general en el proceso Mychkin que «el ambiente más evolucionado», es decir, las clases poseedoras y la generación mayor de la intelligentsia misma, como también los ambientes «sin instrucción», es decir, las masas populares, eran por igual inaccesibles a la propaganda revolucionaria. En tales condiciones, la única salida previsible era un conflicto. Pero como la lucha le era impuesta al «proletariado intelectual» debido a su situación, ésta exigía grandes ilusiones.

Habiendo apenas tenido tiempo para sustraerse de las recientes relaciones sociales y costumbres de la Edad Media, la intelligentsia creía naturalmente encontrar su fuerza en sus ideas. A partir del año ‘60, se había asimilado la teoría según la cual la marcha progresiva de la humanidad sería el resultado del pensamiento crítico. ¿Y quién podía entonces presentarse como dueño del pensamiento crítico sino ella misma, la intelligentsia? Espantada al mismo tiempo por verse poco numerosa y aislada, la intelligentsia se encontró forzada a recurrir al mimetismo, arma de los débiles: se negó a sí misma, para tener tanto más derechos a hablar y actuar en nombre del pueblo: así procedió Mychkin en la continuación de su célebre discurso. Pero «pueblo» significaba «campesinado». El escaso proletariado industrial no era más que una ramificación accidental y débil de aquél. La acentuada veneración de los narodniki (populistas) por el campesinado y su régimen comunal devino en el reverso de la inconmensurable pretensión del «proletariado intelectual» de jugar el rol principal, si no de única palanca del progreso. Toda la historia de la intelligentsia rusa se desenvuelve entre estos dos polos: la humillación voluntaria y la soberbia, reflejos deformados de su debilidad social.

Los elementos revolucionarios de la intelligentsia no sólo intentaron identificarse teóricamente con el pueblo, también se esforzaron por confundirse con él en la realidad: se vestían con la blusa del mujik, comían su pobre sopa de repollos, aprendían el manejo del arado y del hacha. Ésta no era una máscara política, era un compromiso real. Pero se basaba sobre un gran quid pro quo: la intelligentsia concebía al pueblo a su imagen y semejanza y este acto bíblico de la creación le preparaba trágicas sorpresas para cuando pasase a la acción.

Ya los primeros grupos revolucionarios se asignan por tarea preparar una insurrección campesina. ¿No está demostrada, en efecto, por todo su pasado, la aptitud del mujik para la rebelión? Stenka Razin y Emiliano Pugachev deberán, en adelante, ser reemplazados por el pensamiento crítico individual. Al parecer, estas esperanzas no eran totalmente quiméricas. Durante los años de preparación y aplicación de la reforma, el campesinado se movilizaba en diversos puntos del país; aquí y allá, el gobierno estuvo obligado a utilizar la fuerza armada; en la mayoría de los casos se limitaba al patriarcal castigo de los azotes. En 1860, los levantamientos campesinos provocaron en Petersburgo el nacimiento de una organización clandestina poco numerosa: la «Joven Rusia». Su finalidad inmediata: «una revolución sangrienta e implacable que debe transformar radicalmente todas las bases de la sociedad moderna». Pero la revolución tardaba en llegar. Sin modificar sus apreciaciones, la intelligentsia concluyó que no se trataba sino de un breve aplazamiento. Nuevos círculos se constituyeron para preparar la insurrección. El gobierno responde con medidas represivas, cuya violencia demuestra la magnitud de su pánico. Por haber intentado dirigir una proclama a los campesinos, el destacado publicista Chernichevsky[32], jefe auténtico de la joven generación, es expuesto en la picota y enviado a presidio. El zar creía, no sin razón, decapitar con este golpe, por mucho tiempo, al movimiento revolucionario. El 4 de abril de 1866, Dimitri Karakosov, de veinticinco años de edad, ex estudiante salido de la pequeña nobleza, dispara sobre Alejandro II[33], que salía del Jardín de Verano, una primera bala que, si bien no alcanza al zar, pone punto final al capítulo «liberal» de su reinado. Los allanamientos realizados por la policía en las casas de pacíficos habitantes, intimidaron a los círculos liberales, que no eran de por sí muy valientes. Los elementos independientes de la burocracia se hicieron a un lado. Hay que pensar que, desde entonces, cesó Ilya Nikolaievich de canturrear las canciones de su juventud. Con la ayuda de una enseñanza clásica esterilizada, sistema destinado a deformar los jóvenes cerebros, decidió el conde Dimitri Tolstoi, ministro de Instrucción Pública, sofocar el pensamiento libre desde su embrión mismo. El monstmoso sistema tomó cuerpo. Alejandro y Vladimir Ulianov debieron pasar, posteriormente, por las torturas de un clasicismo policial, en que Atenas y Roma únicamente servían de vestíbulos a la imperial San Petersburgo.

Entre la primera proclama y la primera agresión a mano armada contra el zar sólo habían transcurrido seis años. Así cerró la intelligentsia, en el alba de su actividad revolucionaria, su primer ciclo, de pequeñas dimensiones: luego de haber previsto un inmediato levantamiento de los campesinos a través de un ensayo de propaganda y agitación, llegó al terrorismo individual. Muchas experiencias, errores y decepciones se sucederán. Pero precisamente desde entonces, a partir de la abolición de la servidumbre, se inaugura una empresa única en la historia, la de los precursores revolucionarios que durante sesenta años llevarán a cabo sus trabajos de zapa, preparando las explosiones de 1905 y 1917.

Dos años después del atentado de Karakozov, un modesto maestro de provincia, Nechaiev[34], que enseñaba el catecismo en una escuela parroquial —una de las figuras más grandiosas en la galería de los revolucionarios rusos—, intentó crear una asociación de conspiradores llamada «de la venganza popular o del hacha». Nechaiev fija la insurrección campesina para el noveno aniversario de la reforma, el 19 de febrero de 1870, fecha en que las relaciones transitorias en la aldea deben ser reemplazadas, de acuerdo con la ley, por relaciones definitivas. Se distribuye meticulosamente el trabajo revolucionario sobre el calendario: hasta mayo de 1869, en la capital y en los centros universitarios; desde mayo a septiembre, en las capitales de provincias y departamentos; a partir de octubre, «en el grueso de la masa popular»; en la primavera de 1870 debe abrirse una lucha implacable contra los explotadores. Pero, una vez más, no se produjo el levantamiento. Todo se limitó al asesinato de un estudiante sospechoso de traición. Nechaiev, que huyó al extranjero, fue entregado al zar por el gobierno suizo y acabó sus días en la fortaleza de Pedro y Pablo. En el lenguaje de los grupos revolucionarios la palabra Nechaievchina (lucha concebida a la manera de Nechaiev) merecerá por mucho tiempo un duro acento de reprobación, como sinónimo de medios de acción arriesgados y condenables para el logro de los fines revolucionarios. Centenares de veces, Lenin será acusado por sus enemigos políticos de emplear los procedimientos de lucha de Nechaiev.

La década del ‘70 abre el segundo ciclo de la revolución, de capacidad y envergadura mucho más considerables, pero que reproduce en su desarrollo las sucesivas etapas que ya conocemos: partiendo de esperanzas fundadas en un levantamiento popular y de tentativas para organizaría, pasando por un conflicto con la policía política sin la participación del pueblo, se llega al terrorismo individual. La conspiración de Nechaiev, enteramente edificada sobre la dictadura de un solo individuo, provocó en los grupos revolucionarios una violenta reacción contra el centralismo y la ciega disciplina. En 1873, al renacer después de una breve tregua, el movimiento adquiere el carácter de una caótica cruzada de la masa intelectual que va hacia el pueblo. Jóvenes en su mayoría ex estudiantes y estudiantes, en total casi un millar de personas, llevaron la propaganda socialista a todos los confines del país, particularmente a la región del bajo Volga, en busca de la herencia de Razin y Pugachev. Notable por su amplitud y su juvenil idealismo, el movimiento, verdadera cuna de la revolución rusa, se distinguía, como es propio en la infancia, por la ingenuidad extrema de los procedimientos. Los propagandistas carecían de organización dirigente, de programa claro y no sabían actuar como conspiradores. Y después de todo, ¿para qué? Tal o cual joven, que había roto con la familia y la escuela, sin profesión, sin relaciones ni obligaciones personales, sin temor ante la potencia del cielo y de la tierra, se imaginaba a sí mismo como la cristalización viviente del levantamiento popular. ¿Una constitución? ¿El parlamentarismo? ¿La libertad política? No, él no se dejará atrapar por estas trampas occidentales. Le hace falta la revolución completa, sin restricciones ni etapas intermedias.

Las simpatías teóricas de la juventud se dividían entre Lavrov y Bakunin. Estos dominadores de espíritus habían salido de la nobleza, ambos se educaron en la misma escuela de junkers[35], en Petersburgo; Mijail Bakunin diez años antes que Piotr Lavrov[36]. Ambos acabaron su vida en la emigración: Bakunin en 1876, cuando Vladimir Ulianov calzaba todavía sus zapatitos de niño; Lavrov vivió hasta 1900, fecha en que Ulianov se convierte en Lenin. El ex oficial de artillería Bakunin pertenecía ya a la segunda emigración y había tenido tiempo de pasar del paneslavismo democrático a la anarquía pura, cuando el coronel Lavrov, profesor en la escuela de artillería, ecléctico de erudición enciclopédica, desarrollaba en las revistas legales la teoría del «pensamiento crítico en el individuo» —de alguna manera, el pasaporte filosófico del «nihilista» ruso. La doctrina del deber a cumplir con el pueblo se correspondía mejor con el mesianismo de la intelligentsia cuya arrogancia teórica se combinaba en la práctica con una constante disposición al sacrificio. La debilidad del «lavrismo» consistía en que no señalaba los caminos para la acción, además de su carácter de propaganda abstracta de un evangelio revelado de una vez y para siempre. Aun pacíficos obreros de la cultura, del tipo de Ilya Nikolaievich Ulianov, podían considerarse sinceramente como discípulos de Lavrov; pero precisamente por esto, no satisfacía a los elementos más activos y resueltos de la juventud. La doctrina de Bakunin aparecía infinitamente más clara y, sobre todo, más atrevida: definía al campesino ruso como «socialista por instinto y revolucionario por naturaleza»; consideraba que la tarea de la intelligentsia era llamar a una «destrucción general» inmediata, a partir de la cual Rusia desembocaría en una federación de comunas libres. La paciente actividad propagandística no podía sino retroceder a un segundo plano frente al empuje del espíritu subversivo integral. Bajo las opiniones del bakuninismo, que se convirtió en la doctrina dominante, la intelligentsia de la década del ‘70 estimaba como evidente que bastaba esparcir las chispas del pensamiento crítico para que el bosque y la estepa se fundiesen en un inmenso incendio.

«Los movimientos de la intelligentsia —como lo demostraba más tarde, ante el tribunal, Mychkin, a quien ya conocemos—, no están creados artificialmente, son el eco de malestares populares». Esta idea, indiscutible en un amplio sentido histórico, no podía en todo caso atestiguar de ningún modo una relación política directa entre el descontento popular y las metas de los revolucionarios. Por un fatal concurso de circunstancias, las aldeas, agitadas durante casi todo el transcurso de la historia de Rusia, se calmaron justamente en el momento en que la ciudad comenzaba a interesarse por ellas, y se calmaron por mucho tiempo. La reforma campesina se convirtió en un hecho consumado. No apareció más la ostensiva dependencia del mujik, esclavo del barín. Gracias al alza del trigo en el transcurso de los años ‘60, se produjo un acrecentamiento del bienestar entre las capas superiores del campesinado, las más emprendedoras y las que determinaban la opinión del campo. En cuanto al carácter expoliador de la reforma, los campesinos se inclinaban a atribuirlo a una resistencia opuesta por los nobles a la voluntad del zar. En este mismo zar basaban las esperanzas de un futuro mejor: él estaba llamado a reparar lo que habían hecho mal los propietarios nobles y los funcionarios. Este modo de pensar no sólo hacía inaccesibles a los campesinos para la propaganda revolucionaria, sino que los incitaba a considerar a los enemigos del zar como a sus propios enemigos. El apasionado e impaciente impulso de la intelligentsia hacia la clase campesina chocó con la desconfianza exacerbada de ésta frente a todo lo que provenía de los maestros, ciudadanos, personas instruidas, estudiantes. La aldea, lejos de abrir sus brazos a los propagandistas, los rechazó hostilmente y este rechazo determinó la marcha dramática del movimiento revolucionario de los años 70, así como su trágico fin. Sólo la nueva generación de la clase campesina, educada con posterioridad a la reforma, sentirá con nueva agudeza la falta de tierras, la caiga de los impuestos, la opresión de casta, y, esta vez, ya bajo la influencia directa del movimiento obrero, ahuyentará con humo a los propietarios acurrucados en sus madrigueras. Pero para llegar a esto, todavía será necesario aguardar un cuarto de siglo.

La «marcha hacia el pueblo» terminó, en todo caso, con un completo fracaso. Ni el Volga, ni el Don, ni el Dnieper respondieron al llamado. La inobservancia de las precauciones más indispensables del trabajo ilegal condujo por otra parte al descubrimiento de los propagandistas; desde 1874 fueron detenidos en su abrumadora mayoría: más de 700. El Tribunal instruyó dos grandes procesos que se incorporaron para siempre a la historia de la revolución: «el proceso de los 50» y «el proceso de los 193». Las acusaciones lanzadas por los acusados, por encima de la cabeza de los jueces, a la cara del zarismo, hicieron vibrar los corazones de varias jóvenes generaciones.

La experiencia pagada a tan alto precio, había demostrado que las cortas incursiones en los campos resultaban insuficientes. Los propagandistas decidieron ensayar el sistema de establecerse permanentemente entre el pueblo, bajo la apariencia de artesanos, comerciantes, escribanos, oficiales de salud (feldschers)[37], maestros de escuela, etcétera. Por su amplitud, este movimiento, iniciado en 1876, fue mucho menos considerable que la caótica oleada de 1873: las decepciones y la represión habían tenido tiempo para realizar una selección. Al adoptar un género de vida sedentario, los propagandistas se veían forzados a diluir en la tisana el vino fuerte del bakuninismo: el espíritu sedicioso era sofocado por el militantismo de la cultura, en el que la prédica socialista, aun individual, sólo encontraba lugar en forma excepcional.

En conformidad con la doctrina populista, que negaba todo porvenir al capitalismo ruso, no se atribuía al proletariado ningún papel autónomo en la revolución. Pero sucedió naturalmente que la propaganda, cuyo contenido estaba calculado para actuar en la aldea, sólo encontró un eco de simpatía en las ciudades. La escuela de la historia está llena de recursos pedagógicos. El movimiento de los años ‘70 es de los más instructivos, quizás, sobre todo, porque en torno a un programa cuidadosamente tallado a la medida de una revolución campesina, se reunían exclusivamente intelectuales y algunos aislados obreros industriales. Se manifestaba así la inconsistencia del populismo y se preparaban los elementos críticos para su revisión. Pero antes de llegar a una doctrina realista, que se apoyase sobre las tendencias reales de la sociedad, la intelligentsia revolucionaria debía subir al Gólgota[38] de la lucha terrorista.

Los plazos demasiado lejanos y sin garantías sobre el despertar de las masas populares no se correspondían de ningún modo a las apasionadas esperanzas de los grupos revolucionarios de las ciudades. La feroz represión ejercida por el gobierno contra los propagandistas de la primera movilización —años de prisión preventiva, décadas de trabajos forzados, torturas, casos de locura, suicidios—, suscitaba el ardiente deseo de pasar de las palabras a los hechos. ¿Pero cómo podía manifestarse «la acción» inmediata de los pequeños círculos si no era a través de golpes asestados individualmente a los representantes más odiados del régimen? El estado de ánimo de los terroristas comienzan a salir a luz cada vez más la luz del día. El 24 de enero de 1878 una joven aislada tira sobre el jefe de policía (gradonachalnik) de Petersburgo, Trepov, por cuya orden el detenido Booliubov había sido sometido a un castigo corporal poco antes. El disparo de V. I. Zasulich[39] —notable mujer con quien Lenin deberá trabajar, más de veinte años después, en el extranjero y en la misma redacción—, no era más que un espontáneo tributo pagado a un sentimiento de indignación; pero este gesto constituía la forma embrionaria de todo un sistema. Seis meses más tarde, Kravchinsky[40], manejando tan bien el puñal como la pluma, mata en una calle de Petersburgo a Mezentsev, el todopoderoso jefe de los gendarmes. Y todavía aquí se trata de una venganza por compañeros de lucha que han perecido. Pero Kravchinsky ya no es un individuo aislado: actúa como miembro de una organización revolucionaria.

Las «colonias» dispersas en la población necesitaban una dirección. La experiencia de la lucha triunfó fácilmente sobre los prejuicios contra el centralismo y la disciplina que parecían teñidos del espíritu de Nechaiev. Los grupos provinciales se relacionaron rápidamente con el centro en formación. De este modo, con elementos seleccionados, se constituyó Zemlia i Volia (Tierra y Libertad)[41], organización del populismo revolucionario verdaderamente notable por la composición y cohesión de sus cuadros. Pero ¡ay!, un escepticismo cada vez más vivo caracterizaba la actitud de estos populistas frente al pueblo, tan indiferente a los sangrientos sacrificios de los revolucionarios. Zasulich y Kravchinsky incitaban, en cierto modo, con el ejemplo, a tomar inmediatamente las armas, para defenderse a sí mismo y a los suyos, sin esperar a las masas. Seis meses después del asesinato de Mezentsev, un joven aristócrata tira, pero esta vez ya cumpliendo una orden precisa del partido, sobre el nuevo jefe de gendarmes Drenteln. ¡Falló! Hacia la misma época, en la primavera de 1879, se presenta en la capital un miembro muy prestigioso del partido en provincias, ofreciéndose para matar al zar. Hijo de un funcionario menor, Alejandro Soloviev, que obtuvo una beca del Estado y llegó a ser maestro de distrito, había pasado por la seria escuela de las colonias revolucionarias en las aldeas del Volga antes terminar decepcionándose de los frutos de esa propaganda. Los dirigentes de Zemlia i Volia vacilaban. Les espantaba un salto del terrorismo hacia lo desconocido. El partido no garantizó su seguridad; pero esto no detuvo a Soloviev. El 2 de abril, en la plaza del Palacio, dispara tres balazos sobre Alejandro II. El zar, una vez más, resulta ileso. El gobierno desencadenó, naturalmente, una nueva tormenta de represalias sobre la prensa y sobre la juventud. Se relacionad atentado de Soloviev con el movimiento de los años ‘70 y con «la marcha hacia el pueblo» de la misma manera que el atentado de Karakosov se relaciona con las primeras tentativas propagandísticas de la década precedente. ¡La simetría salta a la vista! Pero el segundo ciclo revolucionario es infinitamente más vasto que el primero, por la cantidad de individuos que involucra, por su experiencia, su temple y el encarnizamiento de la lucha. El atentado de Soloviev, del que Zemlia i Volia no creyó entonces posible renegar, no es ya un acto aislado como el disparo de Karakosov. El terrorismo sistemático está a la orden del día. La guerra con Turquía, que provocó la completa desorganización económica y condujo a la capitulación de la diplomacia rusa en el Congreso de Berlín (1879), produjo una fuerte sacudida en la sociedad, afectó al prestigio del gobierno y, suscitando un impulso de esperanzas excesivas en los revolucionarios, los empujó por el camino de la lucha política directa. Habiendo roto en 1879 con el grupo de los populistas de la vieja escuela, que no aceptaban apartarse de la aldea, Zemlia i Volia cambió de piel y se lanzó desde entonces a la arena política en calidad de Narodnaia Volia (La Voluntad del Pueblo). A decir verdad, el nuevo partido no renuncia en su declaración programática a la agitación entre las masas: al contrario, se halla todavía decidido a consagrarle los dos tercios de sus recursos, asignando sólo uno al terrorismo. Pero esta decisión queda como platónico tributo al período de la víspera. Los químicos revolucionarios habían descubierto sin gran trabajo, en el intervalo, que la dinamita y la piroxilina, cuyo empleo se había vulgarizado extensamente durante la guerra ruso-turca, eran de fabricación relativamente fácil y podían ser preparadas en la propia casa La suerte fue echada. Así como la propaganda, que burló sus esperanzas, cede definitivamente el lugar al terrorismo, el revólver, habiéndose demostrado insuficiente, es reemplazado por la dinamita. Toda la organización se modifica conforme a las exigencias de la lucha terrorista. Las energías y los recursos se consumen totalmente en la preparación de los atentados. Los propagandistas de la aldea se sienten olvidados en sus lugares aislados. En vano intentan crear una organización independiente, Cherny Perediel (Reparto negro). Ésta tendrá más bien por destino servir de puente hacia el marxismo, pero carece de valor político autónomo. El giro hacia el terrorismo es inevitable. Los revolucionarios rectifican las concepciones expuestas en sus programas de acuerdo a las exigencias del nuevo método de lucha. Zemlia i Volia profesaba la doctrina de que una constitución sería en sí nociva para el pueblo: la libertad política se logrará como producto subsidiario de la revolución social; la Narodnaia Volia reconoció que la conquista de la libertad política debía convertirse en la indispensable premisa de la revolución social. Zemlia i Volia pretendía ver en el terrorismo una simple señal de acción, dada desde lo alto a las masas oprimidas. La Narodnaia Volia se asignaba por tarea realizar la revolución «desorganizando» al gobierno por medio del terrorismo. Lo que, al principio, había sido un acto semiinstintivo de venganza por los compañeros de lucha gravemente golpeados se transformó, por la fuerza de los acontecimientos, en un sistema de lucha política que se bastaba a sí mismo.

Así, separada del pueblo y, al mismo tiempo, impulsada por el curso de los acontecimientos a la vanguardia de la historia, la intelligentsia se esforzaba por dar a su debilidad social el auxilio de la fuerza explosiva de la dinamita. En sus manos, la química de la destrucción se transformaba en alquimia política.

Luego de la modificación de las tareas y de los métodos, el centro de gravedad del trabajo se desplaza claramente: pasa de las aldeas a las ciudades y de las ciudades a la capital. El Estado Mayor de la revolución debe, en adelante, oponerse directamente al Estado Mayor del poder. Al mismo tiempo, el estado de ánimo del revolucionario, así como su aspecto exterior, se transforma. Con la desaparición de la ingenua creencia en el pueblo, se desconfía del descuido que anteriormente se tenía con relación a los métodos conspirativos. El revolucionario se contuvo, se tornó más prudente, perspicaz y resuelto. Cada día es amenazado por un nuevo peligro de muerte. Para defenderse, lleva un puñal en la cintura y un revólver en su bolsillo. Gente que, dos o tres años antes, aprendía zapatería o carpintería, para poder mezclarse con el pueblo, se instruye ahora en el arte de fabricar bombas, de hacerlas estallar y de arrojarlas en la fuga contra sus perseguidores. El guerrero substituye al apóstol. Si el propagandista de la aldea se vestía casi de harapos para asemejarse en todas las cosas al «pueblo», el revolucionario de la ciudad procuraba distinguirse, en su apariencia externa, lo menos posible del ciudadano acomodado e instruido. Pero por asombroso que fuera este cambio, que se produjo en pocos años, podía reconocerse sin mucho trabajo, a través del contraste entre ambos disfraces, a un solo y mismo «nihilista»: vestido con una raída casaca no era el pueblo; con ropas de gentleman no era un burgués. Al margen de lo social, deseando hacer saltar la vieja sociedad, estaba obligado a tomar el color protector tanto de uno como de otro de los polos opuestos.

El camino revolucionario de la intelligentsia se descubre poco apoco ante nosotros. Comenzó por deificarse teóricamente con la denominación de «pensamiento crítico», luego, renunció voluntariamente a disolverse entre el pueblo y, después del fracaso, terminó en su propia deificación práctica personificada en el Comité Ejecutivo terrorista: el pensamiento crítico había terminado por alojarse en un aparato explosivo que tenía por misión poner los destinos del país a disposición de un puñado de socialistas. Así, al menos, se expresaba el programa oficial de la Narodnaia Volia. La renuncia a la lucha de masas reducía los fines socialistas a una ilusión subjetiva. No subsistía realmente sino la táctica de intimidar a la monarquía con las bombas, con la única perspectiva de obtener las libertades constitucionales. Por su papel objetivo, los rebeldes anarquistas de la víspera, que no habían querido siquiera oír hablar de la democracia burguesa, se convertían en un destacamento de combate al servicio del liberalismo. La historia encuentra los medios de poner en su lugar a los presuntuosos: lo que figuraba en su orden del día no era la anarquía sino la libertad política.

La lucha revolucionaria se transformó en una furiosa competencia entre el Comité Ejecutivo y la policía. Los militantes de Zemlia i Volia y después los de Narodnaia Volia llevaban a cabo sus atentados como francotiradores y fracasaban en la mayoría de los casos. La policía los apresaba y ahorcaba, sin perdonar ni a uno. Desde agosto de 1878 hasta diciembre de 1879, por dos víctimas de la gente del gobierno, los revolucionarios ahorcados fueron diecisiete. No quedaba más que renunciar a herir a tal o cual alto dignatario y concentrar todos los golpes sobre el zar. Es imposible, aun en la actualidad, a una distancia de medio siglo, no maravillarse de la energía, el valor y el talento organizativo de un puñado de militantes. Jeliabov[42], político y orador, Kibalchich[43], sabio e inventor, mujeres de incomparable fuerza moral como Perovskaia y Figner constituían la elite de la intelligentsia, la flor de su generación. Sabían subordinarse íntegramente al designio libremente adoptado y enseñaban a los demás a hacer otro tanto. No existían, por así decir, obstáculos insuperables para héroes que habían concluido un pacto con la muerte. El terror, antes de aniquilarlos, les confirió un temple sobrehumano. Cavan una mina bajo una vía férrea por la que pasa el tren del zar; después bajo la calle que recorre el séquito imperial; se deslizan, en la persona del obrero Jalturín, con una carga de dinamita en el palacio y la hacen estallar. Fracaso sobre fracaso: «El todopoderoso protege al emancipador», escribía la prensa liberal. Pero al final la energía del Comité Ejecutivo logró la victoria sobre la vigilancia del todopoderoso. El 1.o de marzo de 1881, después de que el joven Risakov erró su golpe, el joven Grinevisky, con una segunda bomba del sistema Kibalchich mató, en una calle de la capital, a Alejandro II, pereciendo él al mismo tiempo. El golpe había alcanzado, esta vez, al mismo corazón del régimen. Pero pronto se descubrió que la misma Narodnaia Volia se había consumido en el fuego del éxito terrorista. La fuerza del partido se concentraba, casi totalmente, en su Comité Ejecutivo. A su lado no había más que grupos auxiliares, desprovistos de significación independiente. La lucha terrorista, comprendido el trabajo preparatorio, era conducida por los miembros del Estado Mayor central. ¿Cuántos eran los combatientes? En nuestros días se ha hecho un cálculo irrefutable. El primer efectivo del Comité Ejecutivo se componía de 28 personas. Hasta el 1.o de marzo de 1881, el total de miembros —que, por otra parte, nunca actuaron simultáneamente—, era de 37. Estos hombres, viviendo todos en la ilegalidad, es decir, habiendo cortado con todas sus relaciones sociales y aun familiares, no sólo mantuvieron en vilo a todas las fuerzas de la policía política sino que también convirtieron durante un tiempo al nuevo zar en «el ermitaño de Gatchina[44]». El mundo entero fue sacudido por el trueno del ataque titánico lanzado al despotismo petersburgués. Parecía que el misterioso partido tuviera a su disposición legiones de combatientes; el Comité Ejecutivo alimentaba cuidadosamente la ilusión de esta omnipotencia. Pero sólo con la ilusión no se podían sostener mucho tiempo. Las reservas se habían agotado con una rapidez inesperada.

Según la concepción política de la Narodnaia Volia, cada golpe asestado con éxito al enemigo debía acrecentar el prestigio del partido, reclutarle nuevos combatientes, aumentar el número de simpatizantes y, si no despertar inmediatamente a las masas populares, dar al menos más coraje a la oposición liberal. Pero todo en estos atentados estaba a nivel de lo fantástico. Indudablemente, el heroísmo suscitaba imitadores. No faltaban, admitamos, muchachos y muchachas dispuestos a saltar por los aires con su bomba. Pero no se encontraba ya a nadie para unirlos y guiarlos. El partido se hundía. Por su naturaleza misma, el terrorismo consumía infinitamente más rápido las fuerzas que le había proporcionado el período de la propaganda, que las que necesitaba para formar otras nuevas. «Comemos nuestro capital», decía el líder de la Narodnaia Volia, Jeliabov. A decir verdad, el proceso de los regicidas despertó ecos ardientes en algunos corazones, entre la juventud. Si bien Petersburgo fue pronto depurado por la policía, continuaron aún formándose grupos de la Narodnaia Volia en diversos lugares de provincia, hasta 1885. Sin embargo, esto no llegó a convertirse en una segunda oleada de terror. Habiéndose quemado los dedos, la intelligentsia en masa retrocedió de un salto ante la hoguera revolucionaria.

No iban mejor las cosas con los liberales, a quienes los terroristas, habiendo desviado su mirada de la clase campesina, contemplaban con creciente esperanza. Es cierto que, bajo la influencia de los fracasos diplomáticos del gobierno y de las perturbaciones económicas, los miembros de los zemstvos intentaron, a modo de ensayo, una movilización de sus fuerzas. Pero ésta resultó, sin embargo, una movilización de la impotencia. Espantados por el redoblado encarnizamiento de los campos beligerantes, los liberales se apresuraron a descubrir en la Narodnaia Volia no a un aliado, sino al principal obstáculo para la obtención de las reformas constitucionales. Según los términos del más «a la izquierda» de los miembros de los zemstvos, I. I. Petrunkevich, los actos terroristas servían únicamente para «espantar a la sociedad y exasperar al gobierno».

Así, en torno al Comité Ejecutivo, que había surgido de un movimiento relativamente amplio de la intelligentsia, se hacía tanto mayor el vacío cuanto más ensordecedoras eran las explosiones de su dinamita. Ningún destacamento de militantes partidarios puede sostenerse mucho tiempo en medio de una población hostil. Ningún grupo clandestino puede actuar sin estar rodeado de simpatías. El aislamiento político puso definitivamente a los terroristas a merced de la policía, que con éxito creciente barría los restos de los viejos grupos y los embriones de los nuevos. La liquidación de la Narodnaia Volia por una serie de arrestos y procesos se desarrollaba ya sobre el marco de la completa reacción social de los años ‘80. Examinaremos más de cerca este sombrío período, a propósito del intento terrorista de Alejandro Ulianov.

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