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La juventud de Lenin » Capítulo VI. El 1.ª de marzo de 1887

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CAPÍTULO VI

EL 1.º DE MARZO DE 1887

Aunque los nuevos estatutos universitarios establecidos en 1884 prohibieran toda organización estudiantil, quedaban todavía en la capital unos veinte agrupamientos regionales, que contaban más o menos con 1500 miembros. Los grupos regionales eran de carácter absolutamente inofensivo y se constituían en torno a los comedores universitarios o de cajas de ayuda mutua. A causa de la indigencia en que vivían la gran mayoría de los estudiantes, las organizaciones de esta clase eran de un interés vital. Sin embargo, el gobierno, no sin razón, les temía: los revolucionarios utilizaban las asociaciones de todo género para reclutar partidarios y en los momentos de agitación política el grupo regional más pacífico movilizaba a la juventud para la lucha. Pero desde el aniquilamiento de la Narodnaia Volia, se consideró que Petersburgo se hallaba completamente libre de revolucionarios; los escasos sobrevivientes se escondían en provincias. A las autoridades, la mentalidad del mundo estudiantil le parecía tan tranquila, que cerraron sus ojos ante los grupos regionales. La abrumadora mayoría del estudiantado había, efectivamente, desertado de la política. Sobre el fondo grisáceo de la Universidad se delineó más nítidamente la capa de los jóvenes carreristas, futuros funcionarios, que por su indumentaria y su peinado representaban ya un tipo opuesto al del nihilista. La juventud, famélica y agotada por el régimen policial, continuaba descontenta, pero no salía de una pasividad melancólica.

No obstante, aún se agitaban, en la marea general de la decadencia, flujos y reflujos, principalmente entre las estrechas riberas del mundo estudiantil. Sólo en su tercer año de estudios universitarios, Alejandro ingresó a círculos estudiantiles: los de biología, economía, ciencia y literatura. Pero aquí todavía se trataba de elaborar puntos de vista y no de una política activa En este terreno, Alejandro establece relaciones más estrechas con los elementos radicales de las asociaciones regionales. Dedica más tiempo al estudio de las cuestiones sociales. En los círculos surge la idea de conmemorar el vigésimo quinto aniversario de la reforma campesina (19 de febrero de 1861) con un servicio fúnebre en el cementerio Volkovo, por el descanso de los que prepararon «la emancipación». ¡Qué transmutación de valores! El gran publicista Chernichevsky difamaba la reforma campesina como una expoliación y una infamia y pagó cara su opinión sanamente audaz que se convirtió en la base del movimiento revolucionario de los veinte años subsiguientes. Cuando Alejandro II le preguntó: «¿Por qué tiraste sobre mí?», Karakozov, que estaba ya en manos de la policía, le contestó: «Porque prometiste a los campesinos la libertad y la tierra y los engañaste». El mismo juicio sobre el «19 de febrero» habían dado Hipólito Mychkin, sus camaradas y los populistas. Pero a medida que se acentuaba la reacción, las «grandes reformas» del reinado precedente, celebradas por la prensa liberal, comenzaron a presentarse ante la juventud estudiantil bajo una luz más favorable. Detrás de la pesada silueta de Alejandro III, la figura de Alejandro II tomaba formas casi liberales. La conmemoración del aniversario de la reforma campesina adquiría poco a poco un carácter de oposición y estaba sujeta a persecuciones policiales. Se ordenó esta vez a la prensa que se abstuviera de todo artículo conmemorativo. De este modo, el servicio fúnebre en memoria de los funcionarios que habían participado en la reforma se convertía en un acto de protesta. El pope del cementerio consintió con temor en llevar a cabo el rito por el descanso del alma de los emancipadores, entre quienes se encontraba muy seguramente Alejandro II, a quien habían dado muerte, a lo sumo seis años antes, los hermanos mayores de los concurrentes al Réquiem. ¡En este desplazamiento político, con más claridad que en todas las persecuciones policiales, se descubre ante nosotros la profundidad de la reacción social! A decir verdad, una parte de los manifestantes dedicaba el servicio fúnebre a la memoria, no de los burócratas, sino de los escritores que combatieron por la emancipación de los campesinos. Nada estaba claro; las líneas demarcatorias se confundían.

El cementerio de Volkovo se convirtió en la primera arena de la actividad pública de Alejandro Ulianov, que había participado con mucho celo en la preparación del servicio fúnebre. Los círculos liberales, a los que habían apelado los responsables de esta manifestación, no respondieron, como de costumbre. Sólo concurrieron estudiantes, más o menos 400 personas. La policía no se decidió, en apariencia, a perturbar una ceremonia religiosa de oposición, o simplemente la pasó por alto. Los jóvenes se dispersaron casi con el sentimiento de haber conquistado una victoria. Los más resueltos decidieron que se podía continuar por el mismo camino.

Los líderes del mundo estudiantil se reagruparon y en los meses subsiguientes crearon la Unión de las organizaciones regionales. En los círculos dirigentes también estaba Ulianov. Pero la actividad de la Unión, muy modesta de por sí, es pronto interrumpida por las vacaciones, las últimas que pasó Alejandro en el Volga, junto con su familia, que ya había perdido al padre. En el otoño, recomienza la actividad de los grupos y de las organizaciones regionales. Los dirigentes conciben la idea de aprovechar el vigésimo quinto aniversario de la muerte del famoso crítico Dobroliubov, discípulo y compañero de lucha de Chernichevsky, para organizar un nuevo servicio fúnebre. Esta vez, la reunión fue de 600 personas; según otros datos, de 1000. Pero la gran puerta del cementerio Volkovo se encontraba cerrada: la policía no se había dejado sorprender. El prefecto de la ciudad, Gresser, contestó con una negativa al pedido de una delegación de que se autorizase el servicio fúnebre. Cuando la multitud de estudiantes retornaba a la ciudad, fue cercada por los cosacos, y detenida dos horas bajo la lluvia. A continuación, cuarenta de los manifestantes fueron expulsados de Petersburgo. Este acontecimiento, de por sí insignificante, soliviantó y transformó a los iniciadores de la manifestación, especialmente a Ulianov. Era ésta para él una experiencia personal, particular, y de un solo golpe, en la ardiente necesidad de la acción, juntó en un haz todas las observaciones efectuadas anteriormente y las conclusiones que había sacado de los libros. ¿Cómo responder a los provocadores de violencia? Las discusiones fueron interminables, los planes también fueron audaces; se carecía solamente de fuerzas suficientes para ejecutarlos. Se redactó una proclama dirigida «a la sociedad», es decir, a los profesores, dirigentes de zemstvos, abogados y escritores. La gran mayoría de los sobres que contenían el manifiesto fueron retirados de los buzones por la policía, sin que esto sacudiese la apacible pasividad de los liberales. La agitación entre los estudiantes amainó poco a poco. Pero durante esas cálidas jornadas, se tamizó un grupo formado por los más resueltos, quienes sacaron, de su indignación personal y de su impotencia política, una conclusión ya consagrada por el pasado: ¡el terrorismo! Ulianov procuró aún durante algún tiempo mantenerse en su vieja posición: no se puede emprender un trabajo revolucionario sin haber elaborado principios justos. Se le contestaba: mientras estás sentado ante tus libros, la violencia triunfa y se refuerza. Tanto más persuasivo era el argumento cuanto que Alejandro no tenía deseos de resistirse a él. Ya no quería retroceder. Alejandro, uno de los principales iniciadores de una manifestación en la que otros habían resultado víctimas, el autor de la proclama «A la sociedad», a la que nadie había respondido, se encontraba ya bajo el signo del imperativo terrorista. Luego de breves discusiones en un pequeño círculo, adhirió definitivamente a un grupito de tendencias terroristas. Dos o tres de los conspiradores disponían de una débil experiencia y de modestos contactos. De este modo tuvo lugar el suceso del 1.o de marzo de 1887.

Alejandro repartió el último período de su vida entre el laboratorio de la Universidad, donde estudiaba las Idothea entonen, las arañas de mar, y el secreto laboratorio de la conspiración, donde se preparaba la dinamita magnésica. Disponiéndose a entregar su cabeza por el porvenir de la humanidad, proseguía estudiando, como un investigador apasionado, las facultades oculares de los gusanos. La ciencia lo asía fuertemente y él se libraba con pena de sus abrazos, como un guerrero que debe separarse de su bienamada en la víspera de la primera y última batalla. No caracteriza menos a este joven el hecho que, en los días que precedieron al atentado, cuando todas las fibras de su ser debían estar presas de las angustias más sobrehumanas, encontrara en sí la suficiente posesión de ánimo para escribir, con mano desmañada, el programa de la «fracción terrorista», redactado por él mismo.

El camino recorrido en pocos meses por los que participaron en el atentado fue del Réquiem por los que prepararon la reforma agraria hasta el Réquiem por el escritor radical muerto prematuramente; y de este Réquiem, que no se cantó, hasta la preparación del atentado contra el zar. Más tarde, el abogado principal hacía notar ante el tribunal, con bastante exactitud, la juventud del complot: «Estos hombres, decía, no han sido siempre terroristas. En agosto de 1886 eran simplemente ‘descontentos’; en noviembre, luego de la prohibición del servicio fúnebre sobre la tumba de Dobroliubov, fueron ‘contestatarios’ y sólo en enero maduró en ellos la tendencia terrorista…». El abogado liberal no agregó que el salto efectuado de una misa de Réquiem a una bomba fue posible únicamente porque bajo la pesada losa del nuevo reino había podido acumularse tanto secreto descontento en los medios más democráticos de la intelligentsia, sin hablar del pueblo. Pero poco importa: la audaz tentativa de un grupito aislado estaba de antemano condenada a un fracaso. Si la ofensiva revolucionaria de los años 1860-66, desde la primera proclama hasta el atentado de Karakozov, se presentó, en la sucesión interna de sus etapas, como un bosquejo a grandes rasgos del movimiento de la intelligentsia de los años 1873-81, el episodio de 1886-87 era su eco retrasado y significaba el signo de una decadencia.

El 1.o de marzo por la tarde, unos agentes de policía detuvieron en la Perspectiva Nevsky a seis jóvenes. Uno de ellos llevaba un grueso libro en cuyo lomo podía leerse: «Diccionario de Medicina». Se trataba, en realidad, de la medicina política del terrorismo. El falso diccionario contenía dinamita y cápsulas de estricnina. También se encontraron en manos de los otros terroristas, aparatos de forma cilíndrica. El proyectil estaba destinado a Alejandro III. Comenzaron pesquisas y arrestos inusitados. Los partícipes del audaz atentado contra el amo todopoderoso de Rusia son todos estudiantes; sólo uno de los terroristas ha alcanzado la edad de veintiséis años; uno de los organizadores tiene veintitrés; los otros cinco partícipes directos, de veinte a veintiuno. La preparación de los proyectiles había sido obra principalmente de un estudiante de ciencias naturales a quien faltaban aún tres meses para su mayoría de edad. El nombre del constructor era Alejandro Ulianov. Ahora había sacado partido de sus investigaciones de aficionado a la química en la cocina del pabelloncito de Simbirsk. El iniciador de toda la empresa era un estudiante enfermo llamado Chevirev, de veintitrés años. Era él quien reclutaba a los partícipes en el atentado y distribuía el trabajo. Su experiencia revolucionaria personal no era y no podía ser considerable. Entre el fogoso y sanguíneo Chevirev y Ulianov, más reflexivo, se produjeron más de una vez disputas sobre la incorporación al grupo de gente insuficientemente probada. Sin embargo, no había muchos para escoger. Dos estudiantes fortuitamente incluidos en la conspiración entregaron luego a Ulianov. Los recursos técnicos y financieros de los que disponía la organización eran insignificantes. Con el propósito de procurarse el ácido nítrico y 150 rublos para cubrir los gastos, hubo que trasladarse a Vilna, pero el ácido resultó demasiado débil y el dinero no se consiguió en seguida. Para facilitar a uno de los organizadores la posibilidad de refugiarse en el extranjero, Ulianov empeñó en 100 rublos la medalla de oro que le habían dado en el gimnasio. El browning que habían obtenido para dar al terrorista Gueneralov la posibilidad de salvarse disparando sobre sus perseguidores, resultó inservible. El nivel era el mismo para los procedimientos conspirativos. Todas estas empresas sólo estaban cosidas con hilo de hilvanar.

Aun durante la preparación del 1.o de marzo de 1881, cuando actuaban revolucionarios incomparablemente más templados, la terrible tensión, a medida que la hora fatal se aproximaba, se trocaba en fatiga y apatía. ¿Cómo las dudas no habrían corroído los corazones de Ulianov y de los otros jóvenes conspiradores? Corrió el rumor de que el gobierno ya estaba al tanto del atentado que se preparaba. Alguien del grupo proponía postergar la tentativa hasta, el otoño. Pero esto entrañaba nuevos peligros. Según ciertas informaciones, Alejandro habría previsto el fracaso del atentado. Más exactamente, el estado de ánimo de ese puñado de sacrificados oscilaba vehementemente entre el optimismo y la desesperación. Pero la voluntad vencía a todas las dudas. Los preparativos no se interrumpieron. Fueron fabricados los proyectiles, se distribuyeron los papeles, se fijaron los puestos a ocupar; no quedaba más que matar, y, en todo caso, morir.

En realidad, el gobierno no sospechaba nada. Algunos años de tranquilidad habían quitado a la policía el hábito de pensar en el terrorismo. A falta de provocadores, la policía es generalmente incapaz de descubrir las conspiraciones. Entre los jóvenes conspiradores no había ningún provocador. Pero encontraron el medio para entregarse a sí mismos; por juventud, por ingenuidad, por el atolondramiento de uno de ellos. Sólo después de la Revolución, cuando se examinaron los archivos policiales, se logró averiguar la causa del fracaso. El estudiante Andreiuchkin, designado para arrojar una bomba, había escrito, seis semanas antes del desenlace, una carta a un estudiante que conocía, en Jarkov, que contenía una especie de himno al terrorismo. La carta, firmada de manera ininteligible, fue examinada por la policía. El destinatario de Jarkov, citado por la policía, entregó a su remitente de Petersburgo. La instrucción del sumario policial duró mucho tiempo; en Jarkov no se veía razón alguna para apresurarse. Al fin, la policía petersburguesa obtuvo el nombre y la dirección del autor de la carta y lo puso bajo vigilancia; sucedía esto el 28 de febrero, justo en la víspera de la preparación del atentado. Andreiuchkin y otros fueron vistos en la Perspectiva Nevsky, desde el mediodía hasta las cinco de la tarde, cargados con objetos pesados. La policía no podía figurarse que se trataba de bombas. Buscaba únicamente al autor de la carta sospechosa. Al día siguiente, «los mismos individuos, en número de seis, son nuevamente observados en la Perspectiva Nevsky, en idénticas condiciones». Sólo entonces se los detuvo. Su asombro no tuvo límites al descubrir que se trataba de un grupo de terroristas. Este descubrimiento fue comunicado de inmediato, naturalmente, a Alejandro III. El zar escribió sobre el informe: «Por esta vez Dios nos ha salvado, pero ¿será por mucho tiempo?» No hallándose muy seguro del socorro divino, añadió el zar unas palabras de aliento para su guardia terrestre: «Gracias a todos los funcionarios y agentes de la policía por haber vigilado bien y actuado con eficacia». En realidad, los funcionarios y agentes apenas merecían los agradecimientos: el azar los había favorecido. No se sabe, por otra parte, qué giro habría tomado el atentado sin la intervención de la policía y del azar. Respecto a la calidad de las bombas, nunca se aclaró la cuestión. Cuando Ossipanov, en el momento de su detención en la calle, arrojó sobre los policías la bomba, para acabar allí con sí mismo y con los que le detenían —aprovechando la circunstancia de que no habían tenido siquiera la idea de quitársela—, aquélla no explotó. No hay ninguna razón para suponer que los otros aparatos explosivos valían más. A título de experto, un general de artillería reconoció que «la fabricación de las bombas era imperfecta». Todo era imperfecto en esta empresa trágica: las ideas, el material humano, la conspiración, la técnica de fabricación de las bombas.

El fiscal caracterizó así la situación social de los inculpados: nueve estudiantes, un licenciado de la academia eclesiástica, un alumno de farmacia, un pequeñoburgués, dos parteras y una maestra. El banquillo de los acusados representaba la capa inferior, la más democrática de la intelligentsia y exclusivamente a la joven generación. «No todos los acusados han alcanzado su mayoría de edad», estuvo obligado a reconocer el fiscal; lo que no le impidió considerarlos como suficientemente maduros para la horca. Los abogados liberales no se distinguían demasiado, en el tono de sus defensas, del fiscal general. Como «verdaderos rusos» no podían creer que tamaña iniquidad haya sido cometida por la juventud rusa; detrás de los inculpados, buscaban «una ignominia alógena dirigida contra la Santa Rusia». La mayoría de los acusados no supo comportarse convenientemente en la instrucción del sumario y ante el tribunal. Hubo pusilánimes que entregaron a los demás. Pero también los valientes hablaron demasiado y favorecieron la acusación contra sí mismos y contra los otros. Entre los inculpados se encontraba Bronislaw Pilsudski, hijo de un rico propietario, que había puesto a disposición de Ulianov su pieza de estudiante para la impresión del programa. El hermano de Bronislaw, Josef Pilsudski[51], fue llevado a la prisión del tribunal en calidad de testigo. Bronislaw se condujo indignamente, renegaba de toda simpatía por la Narodnaia Volia, alegando su falta de carácter y su imprudencia. José atestiguaba con gran circunspección, pero se le probó haber enviado desde Vilna telegramas en «una jerga revolucionaria convencional». Más tarde, Josef Pilsudski, dictador de Polonia, reemplazó la «jerga revolucionaria» por la del fascismo.

Los debates en el tribunal demostraron de manera indudable que si bien la dirección general no había pertenecido a Alejandro Ulianov, era éste, en todo caso, la figura más descollante de la conspiración. Y en los días más difíciles, cuando el iniciador y el organizador, de conformidad con el plan fijado de antemano, habían desaparecido de Petersburgo, Ulianov, según la justa indicación del fiscal, «dio la cara por los dos instigadores y dirigentes». Sin haber desempeñado papel alguno en la calle, en el último acto, ni como lanzador de la bomba, ni como encargado de alertar a sus compañeros, Ulianov fue arrestado al llegar al domicilio del estudiante Kancher, convertido en una ratonera policial. Sólo por Kancher, que reveló todo lo que sabía, descubrieron las autoridades el verdadero papel de Ulianov. Desde ese momento, el acusado Lukachevich leyó en los ojos de su colaborador en la fabricación de las bombas «la irrevocable decisión de morir». «¡Si tienes necesidad, cárgalo todo en mi cuenta!», susurró Ulianov, durante el juicio, al mismo Lukachevich. La acusada Ana, muchos años más tarde, manifestaba a su hija: «Se hubiera hecho ahorcar veinte veces si con eso hubiese podido aliviar la suerte de los otros».

La conducta de Ulianov durante la instrucción del sumario y ante el tribunal da la dimensión plena de este adolescente: quiere acusarse lo más posible para disminuir la culpa de sus camaradas; teme al mismo tiempo señalarse en su verdadero papel de dirigente para no incomodar en su dignidad personal a los otros. Pretende asumir exclusivamente la responsabilidad sin arrogarse exclusivamente el honor. «Yo acuerdo entera confianza —decía el fiscal—, a las declaraciones del acusado Ulianov, cuyas confesiones, si alguna falla presentan, es la de hacer recaer sobre sí lo que no ha hecho en realidad». El tributo de estima que le rendía el fiscal garantizaba a Ulianov, con tanta más seguridad, su suplicio.

Intervenía en el proceso, independientemente de los jueces, del fiscal, de los defensores y de los acusados, otro personaje, invisible, pero muy activo: el zar. En cierto sentido, el proceso era un duelo entre dos personalidades: Alejandro Romanov y Alejandro Ulianov. El zar tenía entonces treinta y tres años. Él no se inclinaba sobre el microscopio ni se rompía la cabeza estudiando a Marx. En cambio, creía en las imágenes y en las reliquias; se consideraba como un zar «verdaderamente ruso», pero no era capaz de redactar correctamente en ruso (ni, por otra parte, en cualquiera otra lengua) una sola frase. Con su propia mano el zar escribió sobre el programa elaborado por Ulianov: «La memoria ni siquiera es de un loco, sino de un simple idiota». A propósito de las afirmaciones del programa, declarando que ante el régimen político existente era casi imposible actuar para elevar el nivel del pueblo, escribe Romanov: «Esto consuela». Por último, en las márgenes de la parte práctica del programa, que prescribía, junto con un régimen democrático, las exigencias de nacionalización de la tierra, de las fábricas y de todos los instrumentos de producción, el zar anota: «La comuna pura». Por último, atraen particularmente su atención las palabras de Ulianov, de fecha 21 de marzo: «En lo que respecta a mi participación moral e intelectual en este atentado, ha sido completa, es decir, que he dado todo lo que mi capacidad me permitía y la fuerza de mis conocimientos y convicciones El zar escribió al margen: «…¡¡¡Esta franqueza es tan conmovedora!!!» Conmoción que no le impidió al zar mandar a la horca a cinco de los acusados que, juntos, sumaban apenas ciento diez años.

Los terroristas de los años ‘70 habían pasado por la escuela preparatoria de la propaganda y de la organización revolucionaria; de esta manera se acrecentaban su madurez y su experiencia. Antes de subir al patíbulo, Jeliabov, Kibalchich, Perovskaia, habían podido alcanzar la madurez política y un temple revolucionario de sobresaliente calidad. Nacida del intento de suscitar un movimiento de masas, la Narodnaia Volia se asignaba, al menos sobre el papel, el fin de provocar la insurrección asegurándole por adelantado la colaboración de los obreros y la simpatía de una parte de las tropas. En realidad, como sabemos, el Comité Ejecutivo se vio forzado a concentrar todos sus esfuerzos en el zaricidio. El grupo de 1887 comenzó inmediatamente examinando el punto en que el Comité Ejecutivo se había roto la cabeza. La mentalidad decadente de la intelligentsia había, de alguna manera, levantado de antemano los puentes que conducían a las masas. La conspiración de Chevirev-Ulianov no intentó siquiera rebasar los límites de un círculo estudiantil. No hubo tentativas de propaganda, llamados a los obreros, organización de una imprenta, publicación de un periódico. Los iniciadores del atentado terrorista no contaban ni con la ayuda del pueblo ni con el apoyo de los liberales. No se denominaban partido, sino fracción, es decir, parte de un conjunto que ya no existe. Renunciaron a la centralización: no tenían nada ni a nadie que centralizar. Querían creer que en el país se encontrarían otros grupos dispuestos a actuar espontáneamente y que esto bastaría para el éxito.

En su discurso al tribunal, Ulianov dio una explicación muy viva, si no de la lucha terrorista, al menos del origen de la fe que en ella se depositaba: «No tenemos —expresaba—, clases sólidamente agrupadas que podrían conservar en sus manos el gobierno…». Al mismo tiempo, «nuestra intelligentsia es físicamente tan débil y se halla tan desorganizada que no puede actualmente lanzarse a una lucha abierta…». De esta pesimista apreciación de las fuerzas sociales debía dimanar una desesperación política, según la mentalidad dominante en los años ‘80. Pero es bien sabido que la extrema desesperación se trueca frecuentemente en fuente de quiméricas esperanzas. «La débil intelligentsia, muy débilmente compenetrada de los intereses de las masas…», concluyó Ulianov, «sólo puede defender su derecho de pensar bajo la forma del terrorismo». Tales son las fuentes psicológicas del suceso del 1.o de marzo de 1887, de esta asombrosa tentativa de una decena de adolescentes que no se apoyaban en nadie y que intentaron dar otro rumbo a la vida política de la sociedad.

Seis miembros del grupo participaron en la elaboración de su programa: tres de ellos, entre estos Ulianov, se consideraban como miembros de la Narodnaia Volia, los otros tres se inclinaban a denominarse socialdemócratas. La diferencia entre unos y otros era, sin embargo, muy convencional. Los que se denominaban socialdemócratas empezaban a reconocer la posibilidad de aplicar el marxismo, no sólo al Occidente, sino también a Rusia.

Sin embargo, en la cuestión de una «lucha política inmediata», ellos también se pronunciaban sin vacilar por el terrorismo. Si un movimiento revolucionario de masas —tal era el proceso de su pensamiento—, no se produce sino en función del desarrollo ulterior del capitalismo, la intelligentsia revolucionaria no tiene al presente otra cosa que hacer sino tomar el arma caída de manos de la Narodnaia Volia. En este punto, se ponían de acuerdo personas que divergían en muchas otras cosas. El terror, como problema crucial, relegaba fatalmente todas las otras cuestiones a un segundo plano. No es asombroso que las dos tendencias se hubiesen fusionado bajo la denominación de «Fracción terrorista de la Narodnaia Volia»: unos y otros miraban, no hacia adelante, sino hacia atrás. Estaban posesionados sin excepción por el ejemplo deslumbrante del 1 º de marzo de 1881. Si el terrorismo preconizado por el Comité Ejecutivo no condujo al fin encarado, era únicamente porque no se lo llevó hasta sus últimas consecuencias. «Yo no tengo fe en el terrorismo —decía Alejandro Ulianov, que se consideraba como un militante de nuevo tipo de la Narodnaia Volia—, pero creo en un terrorismo sistemático».

Alejandro leía con aplicación a Marx y otros libros de economía y sociología. Puede afirmarse sin la menor duda que, como era dueño de grandes facultades y de aplicación, llegó en el último año de su vida, a adquirir bastantes conocimientos en un dominio desconocido para él. Pero no eran más que conocimientos. No había elaborado para sí una concepción del mundo ni un método. No desprendió, de la teoría marxista, los hilos indispensables que conducían a la realidad rusa y él mismo reconocía en la intimidad que seguía siendo un profano en las cuestiones de la comuna rural y del desarrollo del capitalismo. Había escrito un programa ateniéndose al hecho consumado de la conspiración terrorista. De ahí sus esfuerzos por atenuar la importancia de los desacuerdos que durante los años ‘80 comenzaron a escindir el movimiento revolucionario en dos campos posteriormente irreconciliables. El fondo de la discusión se reducía, ante todo, a esta alternativa: ¿La lucha de clases del proletariado o el estudiante con su bomba? El programa de Ulianov reconocía, es verdad, la necesidad de «la organización y la educación de la clase obrera». Pero este problema era pospuesto por el programa a un futuro indeterminado; el documento declaraba que la actividad revolucionaria de las masas «ante el régimen político existente, era casi imposible». Esta manera de plantear la cuestión dejaba simplemente de lado el fondo mismo de la discusión. Los verdaderos marxistas, como Plejanov[52] y sus amigos, veían en el desarrollo de la lucha del proletariado la fuerza esencial para el derrocamiento de la autocracia. Por el contrario, la fracción terrorista estimaba que la intelligentsia, «físicamente débil», debía previamente derrocar a la autocracia por medio del terror para que la clase obrera pudiese lanzarse a la arena política. De aquí la inevitable deducción de que sería al menos prematuro crear organizaciones socialdemócratas.

Para juzgar la relación subjetiva de los participantes con la perspectiva marxista, disponemos de un documento humano cuyo interés psicológico es de primer orden. Designado para arrojar una bomba, el estudiante Andreiuchkin, que también había adoptado «totalmente» la doctrina de Marx, escribía a un amigo, en esa desdichada carta que contribuyó al descubrimiento de toda la conspiración: «Enumerar las cualidades y ventajas del terror rojo, es cosa que no haré, pues tendría para siglos, dado que es mi idea favorita, y de ella procede, sin duda, mi aversión hacia los socialdemócratas». A su manera, el expansivo Andreiuchkin, tenía razón. Si la esperanza de una transición directa de la economía rural, basada en la comuna, hacia el socialismo, debía aún, valiese lo que valiese, ser transferida al oscuro dominio de la «teoría», el dogma de «el valor independiente de la intelligentsia» tenía una significación práctica de las más candentes. Un revolucionario que abrigaba la intención de trocarse en bomba no podía admitir a su lado no sólo la negación, sino ni siquiera la menor duda sobre el valor irremplazable y salvador de la dinamita.

Las tentativas de los historiadores soviéticos oficiosos para presentar «la fracción terrorista» como una especie de puente entre el movimiento precedente y la socialdemocracia, a fin de tener así la posibilidad de señalar a Alejandro Ulianov como un eslabón entre Jeliabov y Lenin, no están justificadas en modo alguno por el análisis de los hechos y de las ideas. En la esfera de la teoría, el grupo de Ulianov vivía de consideraciones eclécticas, características de los años ‘80, período de decadencia. Prácticamente, este grupo debe ser incluido entre los epígonos de la Narodnaia Volia, cuyos métodos llevó hasta el absurdo. La proeza del 1.o de marzo de 1887 no entrañaba ningún embrión de porvenir; representaba, en suma, la última convulsión, verdaderamente trágica, de las pretensiones ya condenadas «de la personalidad que piensa críticamente» en el sentido de una misión histórica independiente. En esto residía justamente una enseñanza que había costado tan cara.

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