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La juventud de Lenin » Capítulo IX. El padre y los dos hijos

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CAPÍTULO IX

EL PADRE Y LOS DOS HIJOS

En la literatura soviética es actualmente casi una regla presentar la tendencia revolucionaria de los hermanos Ulianov como resultado de la influencia del padre. Tal es el mecanismo de la leyenda. Cualquiera que haya tenido en el pasado relaciones con la familia del director de escuelas primarias, ha estimado su deber, en estos últimos años, exponer en la prensa de manera retrospectiva, sus ideas sobre el carácter revolucionario de la familia. Del mismo modo que en la literatura cristiana, no sólo los santos, sino también, si es posible, sus antepasados son adornados con los atributos de la más grande piedad, así los evangelistas moscovitas-bizantinos de estos últimos tiempos juzgan como inadmisible ver en el padre de Lenin únicamente lo que fue, es decir, un funcionario abnegado de la instrucción pública. ¡Es inútil! Nadie reclama del padre de un poeta que haya poseído dones poéticos y el padre de un revolucionario no está obligado a ser un conspirador. Ya está bien si los padres no impiden a los hijos que desarrollen sus dotes naturales. Pero el biógrafo, en general, nada exige de los padres. Debe mostrarlos tales como eran. ¿Qué lecciones se pueden, en efecto, sacar de una biografía si ésta peca por la base, respecto de los hechos? «Ilya Nikolaievich consideraba con mucha simpatía el movimiento revolucionario»; la casa de los Ulianov en la calle Moscú era, al parecer, algo así como un club político; en los debates sobre temas revolucionarios, «Alejandro daba el tono pero Vladimir también —¿podía ser de otro modo?— participaba a menudo en las discusiones y con mucho éxito». Un escritor tan autorizado como el difunto Lunacharsky[62] ha declarado que Ilya Nikolaievich «simpatizaba con los revolucionarios y educaba a sus hijos en el espíritu revolucionario». Un paso más y encontramos que Lenin estaba «emparentado con lazos de consanguinidad, a través de su padre y de su hermano, con los revolucionarios de antaño, la Narodnaia Volia». Con estupefacción nos enteramos, por la hija menor, M. Ulianova, que Ilya Nikolaievich «había formado» a los nuevos cuadros de maestros primarios «en el espíritu de los años ‘60 y ‘70». Está fuera de dudas que su enseñanza haya sido útil en la medida de su relación con las ideas progresistas de los años ‘60 y ‘70. Pero la historia del pensamiento social ruso acostumbra a entender por tales, a las ideas del populismo revolucionario. Éstas indicaban: ruptura con la Iglesia, reconocimiento de la doctrina materialista, guerra implacable a las clases explotadoras y al zarismo. No era posible semejante educación en las escuelas normales, aunque el mismo organizador compartiese «las mejores ideas de los años ‘70». Pero él no las compartía en absoluto. Estaba en la naturaleza de Ilya Nikolaievich aportar un piadoso celo a la educación, que no excluía, sin embargo, su fe en la eucaristía. No se puede explicar esto mediante vanas referencias a «la época»: los espíritus avanzados, no sólo de los años ‘60 sino incluso de los años ‘40 eran ateos y socialistas utópicos. Ilya Nikolaievich no tenía ninguna afinidad con ellos, tanto por el carácter de su actividad como por su manera de pensar. Esto se puede notar sólo con el hecho que desde el comienzo de su actuación como inspector llamaba diligentemente la atención de sus superiores sobre la falta de devoción de los sacerdotes en la enseñanza del catecismo. Los maestros que pasaron por los cursos de Ulianov se revelaron, según testimonios dignos de fe, como los mejores maestros de la provincia, pero en la historia del movimiento revolucionario ninguno de ellos tuvo ningún papel. Las ideas de Ilya Nikolaievich y sus discípulos no eran las ideas revolucionarias de Chernichevsky, Bakunin y Jeliabov, sino las moderadamente liberales de los pedagogos divulgadores de la cultura: Pirogov, Uchinsky, el barón Korff. No obstante, incluso en la carrera pedagógica había, en aquellos años, revolucionarios; Ilya Nikolaievich había tenido, durante el primer período de su actividad como maestro, estrechas relaciones de trabajo con algunos de ellos. Pero ninguno fue retenido en su puesto, todos fueron excluidos de la enseñanza. Así sucedió con uno de los profesores del Instituto aristocrático de Penza, que se permitió pronunciar un discurso de oposición en la ceremonia anual de 1860. Semejante proeza o bien semejante «divagación» no hubiera podido jamás pasarle por la cabeza a Ilya Nikolaievich. Ya en 1859 recibía, «por sus excelentes servicios y su dedicación» 150 rublos de gratificación. Un senador encargado de una investigación lo señala luego como «cumpliendo a conciencia sus funciones». Tres años más tarde, un nuevo inspector, altamente calificado, al expresar una opinión desfavorable sobre cierto número de maestros, habla elogiosamente de Ulianov. Al año siguiente, 1863, cuando, respecto de la insurrección polaca, el general ayuda de campo Ogarov indaga entre los maestros de las provincias del Volga, en busca de los engranajes de la sedición y llega a la conclusión de que «el espíritu de negación e incredulidad» tiene por centro a la universidad de Kazán, Ilya Nikolaievich, alumno del alma mater contaminada, sigue como antes bien calificado. Tres años más tarde, además, en el proceso de Karakosov figuraba entre los acusados uno de los colegas y amigos de antaño de Ulianov. En cuanto a éste, tampoco en esa ocasión fue objeto accidental de una sospecha inmerecida; su mentalidad religiosa trazaba a los ojos de las autoridades y con entero acierto, una segura línea de demarcación entre él y el mundo de los sediciosos. Así, desde el comienzo de su actuación, en sus años de juventud y de soltería, Ilya Nikolaievich se mantenía rigurosamente dentro de los límites de sus funciones de pedagogo. En ninguna parte y de ninguna forma se mostró inclinado a lanzarse por la senda prohibida.

Ya la creación del cargo de inspectores de escuelas primarias constituía de por sí una medida de la reacción burocrática dirigida contra la autonomía de los zemstvos en materia de instrucción pública. Un pedagogo siquiera un poco sospechoso desde el punto de vista de su «moralidad» política no hubiera podido, en ningún caso, ser designado para desempeñar un puesto de tanta confianza. Al relatar la historia de la lucha gubernamental contra los zemstvos, Lenin, en un artículo de 1901, destaca particularmente dos fechas: 1869 y 1874, en que la burocracia, allanando los fueros de las administraciones locales autónomas, se apoderó definitivamente de la tutela de la instrucción popular. Estas dos fechas poseen un interés no sólo histórico sino también biográfico: en 1869 el padre de Lenin fue nombrado inspector y en 1874 director de escuelas primarias. Ilya Nikolaievich estaba muy bien conceptuado en el ministerio, ascendía regularmente por los peldaños jerárquicos y recibió en el momento oportuno la denominación de «excelencia» y la condecoración de San Vladimir, acompañada de un título de nobleza hereditariamente transmisible. No, este curriculum vitae no se parece en nada a la carrera de un revolucionario o siquiera a la de un pacífico ciudadano opositor. Podemos perfectamente dar fe a la hija mayor cuando dice que «su padre nunca fue revolucionario». Si Elisarova, obligada como todos los demás, a aportar su tributo a la leyenda oficial, escribe en ensayos más recientes que Ilya Nikolaievich, por sus convicciones era «un populista», esta denominación debe considerarse en un sentido muy amplio: las tendencias populistas coloreaban no sólo la ideología de los liberales sino también la de los ultraconservadores. Bajo la influencia del fortalecimiento de la lucha revolucionaria, en la segunda mitad de la década de 1870, Ilya Nikolaievich, como la mayoría de los liberales, inclinó sus opiniones, ya de por sí muy moderadas, no a la izquierda sino a la derecha. Un día obsequió a sus hijos mayores con una colección de poemas de Nekrasov. Alejandro se embriagaba con las estrofas, punzantes como ortiga, de la poesía plebeya. Pero ya tres o cuatro años después, cuando Vladimir entraba en la adolescencia, el padre, lejos de estimular a los menores a tales lecturas, empezó a refrenar a los mayores. Pronto se encerró definitivamente en su caparazón de personaje oficial. Cuando una sobrina se le quejó, indignada por la injusta destitución de una maestra cuya actividad nada había tenido de antigubernamental, Ilya Nikolaievich la escuchó sin decir palabra, «ensimismado, con la cabeza gacha». A las preguntas de su hija, de catorce años de edad, contraponía el silencio. Este episodio vivido arroja luz sobre la figura del padre y todo el ambiente familiar. Con relación a los debates revolucionarios en que «Alejandro daba el tono» no hay nada de cierto en eso. «Nuestro padre, que nunca fue un revolucionario —continúa Elisarova—, en ese tiempo ya con más de cuarenta años de edad y cargado de familia, quería preservarnos a nosotros, los jóvenes», y estas simples palabras terminan de una vez por todas con la leyenda de la influencia revolucionaria del padre. Pero justamente los testimonios irrecusables de la hija mayor son los que se dejan a un lado con más frecuencia.

Julius Cederbaum, el futuro Martov, cuenta que uno de los jóvenes abogados llevó subrepticiamente a la casa de su padre, en 1887, la acusación del proceso de Lopatin, y cómo él, un muchacho de catorce años, reteniendo la respiración y concentrando todas las fuerzas de su pensamiento, escuchó por la noche la lectura del discurso del fiscal sobre los atentados, las evasiones y las rebeliones a mano armada. La familia Cederbaum era una pacífica familia liberal, en modo alguno ligada con los círculos revolucionarios. La lectura de un documento secreto semejante, sobre un asunto terrorista, hubiera sido, sin embargo, absolutamente inconcebible en la casa de su excelencia, el consejero de Estado Ulianov. Si bien durante los primeros años de servicio en Simbirsk, Ilya Nikolaievich, en su calidad de persona extraña al ambiente y de «liberal» se encontró aislado en el pequeño mundo de los funcionarios provinciales, terminó por ser, de acuerdo al testimonio general, «una personalidad muy popular, querida y respetada en Simbirsk», es decir, se relacionó con la burocracia. No por casualidad Kerensky, el director del gimnasio, sólido conservador que basaba su método pedagógico sobre «el santo evangelio y el culto divino» sentía una gran simpatía por la familia Ulianov. En lo que atañe a los últimos años de vida de Ilya Nikolaievich, transcurridos durante el reinado de Alejandro III, un discurso de Delarov, antiguo diputado de Simbirsk a la Segunda Duma del Imperio[63], quizás se acerca más la verdad: «I. N. Ulianov era un hombre de concepciones conservadoras, pero ni retrógrado ni chapado a la antigua; tenía sus objetivos particulares de existencia… el afán de servir para bien del pueblo».

En lo que concierne a la influencia directa de Ilya Nikolaievich sobre la elección que sus hijos hicieron de una profesión en la vida, podemos decir que ella sólo se ejerció durante cierto tiempo sobre la hija mayor: la primera voluntad consciente de ésta fue hacerse maestra y durante alrededor de dos años antes de partir para los cursos superiores, trabajó en una escuela primaria. Pero es justamente en su hermana mayor en quien Alejandro no encontraba preocupaciones revolucionarias. Respecto de los hijos, ni Alejandro ni Vladimir, durante sus años de gimnasio, cuando estaban bajo la influencia directa del padre, adhirieron a ninguno de los círculos clandestinos en los cuales, leyendo libros tendenciosos, se formaban futuros revolucionarios. Es muy probable que nadie haya intentado, siquiera, arrastrar por un camino no recomendable a los hijos de un alto funcionario, que invariablemente eran los primeros alumnos de su clase y que observaban una impecable conducta escolar. Pero existía otra causa más profunda. En la familia de un propietario esclavista, de un funcionario corrupto o bien de un sacerdote rapaz, el hijo y la hija, desde el momento en que se sentían arrastrados por las nuevas corrientes, debían romper temprana y bruscamente con sus padres, para ir a buscar un nuevo ambiente por fuera de su familia. Por el contrario, los niños Ulianov encontraron durante mucho tiempo satisfacción a sus necesidades espirituales dentro de las paredes de la casa paterna. Además, inclinados por naturaleza a tomarse todo en serio, debían considerar también con alguna desconfianza la solución a la ligera que daban a los grandes problemas los jóvenes de su edad, quienes frecuentemente fracasaban en sus estudios. Pero el conflicto entre dos generaciones estaba predeterminado también en esta familia: los niños acabarían por meditar y formular las conclusiones ante las cuales vacilaban los padres. Sólo su muerte prematura ahorró a Ilya Nikolaievich el inevitable conflicto con sus hijos en el terreno político.

«¿Quién no sabe —escribía Lenin once años después de la muerte de su padre—, con qué facilidad se lleva a cabo en la santa Rusia la transformación de un intelectual radical, de un intelectual socialista, en un funcionario del gobierno imperial; funcionario que se consuela pensando que es ‘útil’ dentro de los límites de la rutina oficinesca; funcionario que justifica con esta utilidad’ su apatía política, su servilismo ante el gobierno del knut y de la nagaika[64]?» Sería injusto aplicar sin reservas estas severas palabras a Ilya Nikolaievich Ulianov, pero únicamente porque en su juventud no fue ni socialista ni radical en el verdadero sentido de la palabra. Pero es indudable que sirvió durante toda su vida como un sumiso funcionario de la autocracia. Los admiradores demasiado devotos que, a causa del hijo, se esfuerzan por dar un nuevo matiz a la fisonomía política del padre, manifiestan así un exceso de veneración por los lazos familiares de Lenin y una falta de respeto por sus verdaderas ideas.

La opinión generalmente admitida según la cual Vladimir habría sufrido en primer lugar el ascendente revolucionario de su hermano terrorista parece a tal punto verificada por todas las circunstancias de su vida, que incluso no habría, parece, necesidad de demostrarla. En realidad, esta hipótesis es igualmente falsa. Alejandro no introducía a ningún miembro de la familia en su mundo interior y a Vladimir menos que a cualquier otro. «Eran —de acuerdo a los términos de Elisarova— individualidades indudablemente muy brillantes, cada una en su género, pero absolutamente diferentes». El paralelo entre los dos hermanos, aunque pueda llevar a anticiparnos a la evolución respecto del menor, está impuesto aquí por el curso mismo de nuestra narración. Un publicista radical, Vodovozov, que había conocido a Alejandro en Petersburgo y que luego frecuentó a los Ulianov en Samara, escribía, muchos años más tarde, ya en calidad de emigrado antisoviético, que la familia Ulianov, de una «rara afabilidad» ofrecía «dos rasgos diferentes muy acentuados»: uno, representado perfectamente por Alejandro, con el óvalo de su cara pálida y sus ojos de mirada meditativa y penetrante, cautivaba por su juvenil frescura y su espiritualidad; el otro tipo, detestable para Vodovozov, se expresaba con toda su plenitud en Vladimir: «el rostro en su conjunto era sorprendente debido a una suerte de amalgama de malicia y grosería, yo diría hasta de bestialidad. Chocaba ver esa frente inteligente, pero retraída hacia atrás. Una nariz carnosa. Vladimir Ilich era ya casi completamente calvo a los 21-22 años». El contraste así establecido, visiblemente inspirado por las imágenes de Ormuz y Arimán[65], no es exclusivamente propiedad de Vodorozov. Kerensky, hijo, que por otra parte no conoció personalmente ni a uno ni otro de ambos hermanos —tenía seis años cuando Vladimir terminaba sus estudios en el gimnasio—, los llama «antípodas morales»: «Al encanto brillante» de Alejandro se opone, según él, «el insuperable cinismo» de Vladimir. Casi los mismos colores emplean un escritor de Simbirsk, Chirikov y otros: la simpatía sincera o fingida por el hermano mayor debe dar relevancia a la aversión hacia el menor. Pero el contraste establecido no es tampoco una invención; no resulta difícil distinguir en él, el reflejo, deformado por el odio, de un contraste real.

«La diferencia de carácter entre ambos hermanos —escribe Elisarova—, se manifestó ya desde la infancia y nunca hubo intimidad entre ellos». Vladimir consideraba a Alejandro «con respeto ilimitado», pero visiblemente no gozaba de la simpatía de este último (Elisarova se expresa aquí más discretamente: «Entre sus hermanos menores, Alejandro simpatizaba mucho más con Olga»). Fundándose en antiguos relatos fragmentarios de su marido, mal conservados por su memoria, Krupskaia intenta elucidar en pocas líneas las relaciones de los hermanos, en su juventud: «Compartían muchos gustos, tanto uno como otro sentían la necesidad de permanecer largo tiempo solos… Habitualmente vivían juntos… y cuando alguno de los numerosos jóvenes de su entorno los visitaba…, los muchachos gustaban decir: ‘Danos el placer de irte de aquí’». Sólo esta «frase favorita» demuestra inequívocamente que Krupskaia no se representa con claridad el carácter de Alejandro y las relaciones mutuas entre los hermanos. «Danos el placer de irte de aquí»: así podía perfectamente expresarse Vladimir. Pero Alejandro, que no toleraba las frases sarcásticas, sólo podía entonces manifestar su descontento.

Por su fisonomía como por su carácter, Alejandro se parecía más a la madre. En la cara y la fisonomía de Vladimir predominaban los rasgos del padre. Muy importante para el fondo de la cuestión, este contraste, sin embargo, es demasiado elemental para agotarla. La virilidad —en ruso esta palabra está exclusivamente reservada al hombre— era el rasgo de carácter más singular de María Alexandrovna. Pero era la virilidad de una madre, que se entregaba por entero y hasta el final a la familia y a los hijos. Y la virilidad de Alejandro era, ante todo, el valor para soportar el sacrificio. El autoritarismo, la impetuosidad, el humor irónico, la pronunciación gutural de la letra “r”, la calvicie precoz y la muerte prematura, todo eso Vladimir se lo debe a Ilya Nikolaievich. Pero si el mayor no era un símil de su madre, el menor lo era aún menos de su padre. Cada uno de ellos recogió de sus padres y, por su intermedio, de ancestros más lejanos, ciertos «cromosomas» que por su cruzamiento produjeron estas dos figuras humanas, enteramente excepcionales, pero tan diferentes.

Indudablemente, los hermanos poseían rasgos comunes: grandes aptitudes, aunque desiguales; amor al trabajo; la capacidad de entregarse por entero a la acción, una parsimonia que era incluso asombrosa en individuos tan jóvenes. En fin, last but not least[66], ambos se convirtieron en revolucionarios. Los autores de la literatura reaccionaria no se cansaban de representar a los revolucionarios rusos como ignorantes y faltos de todo talento. En el fondo, tanto Turguenev como Goncharov no estaban lejos de tener la misma opinión. Sin embargo, ciertamente, los que determinaban la fisonomía general de las filas revolucionarias no eran incapaces. Los hermanos Ulianov —tanto Alejandro como Vladimir—, lo mismo que anteriormente a ellos los dirigentes de los decembristas, de los grupos educadores, de los populistas, de la Voluntad del Pueblo, representaban la flor misma de la intelligentsia rusa.

«En toda mi vida, que ya es bastante larga —escribe Vodovozov—, no podría contar más que pocas personas que hayan producido sobre mí una impresión tan encantadora, en el pleno sentido de la palabra, como Alejandro Ilich Ulianov». Todos los que conocieron al hermano mayor coinciden en sus apreciaciones sobre la seductora armonía de su naturaleza, exenta de «la menor pose o afectación», su orgánica sinceridad y sus atenciones escrupulosas con respecto a la personalidad de los otros, aun en los pequeños detalles. No es difícil pensar que, en las relaciones personales, Alejandro era infinitamente más seductor que Vladimir. Es verdad que, en estar exento de falsedad y afectación, en detestar la ostentación, Vladimir no se quedaba por detrás de Alejandro. Lo mismo en la entereza de su carácter; sólo que su naturaleza era completamente distinta y no estaba predestinada para las relaciones personales. Cada uno de los hermanos estaba hecho de una sola pieza, pero los elementos que la conformaban eran distintos. Y cuando Lunacharsky afirma con simplicidad que Alejandro «en cuanto a genialidad no estaba en nada por detrás de Vladimir Ilich», uno no puede abstenerse de decir: esta gente aplica una escala demasiado corta para medir la genialidad. Este epíteto pomposo aplicado a Alejandro es en realidad un reflejo retrospectivo de la figura histórica de Vladimir.

El mayor, desde los años del gimnasio, leía a Dostoïevski[67] con placer y emoción: la investigación psicológica atormentada de su obra respondía al mundo interior de ese muchacho reconcentrado y profundamente sensible, ya herido por la realidad circundante. Para Vladimir, el autor de Crimen y Castigo siguió siendo un extraño incluso en los años de madurez. En cambio, releía con avidez aTurguenev, a quien Dostoïevski detestaba, y después a Tolstoi, el más potente de los realistas rusos. En la antítesis de Tolstoi y Dostoïevski, que no era por azar uno de los temas favoritos de la antigua crítica literaria rusa, hay muchos aspectos diversos, pero el más importante es el contraste que se puede establecer entre una trágica introspección y una radiante asimilación del mundo exterior. Sería demasiado simplista aplicar íntegramente esta antítesis a los dos hermanos; pero de ninguna manera tiene poca importancia para la comprensión de sus caracteres.

Alejandro era de constitución melancólica. Ilya Nikolaievich estimaba que Vladimir tenía el temperamento «colérico». Ana describe al mayor como reconcentrado, frecuentemente incluso depresivo en su afectuosidad inexpresada. «Jamás lo he visto alegremente despreocupado —escribe uno de los que participaron de la conspiración—; estaba constantemente pensativo y melancólico». El polo opuesto de Vladimir, cuyo rasgo más característico era una jovialidad siempre desbordante, expresión de una fuerza segura de sí mismo. Al hablar de Alejandro como de un organizador reflexivo, otro de los conspiradores observa discretamente: «era probablemente un poco lento». Por el contrario, Vladimir se distinguía, ante todo —y no sólo en su juventud—, por la impetuosidad de su impulso y su celeridad en el trabajo, cualidades alimentadas por la riqueza, la diversidad y la rapidez de las asociaciones inconscientes: ¿no es éste uno de los principales recursos del genio?

«Una de sus características esenciales —escribe Elisarova sobre Alejandro—, era que no sabía mentir. Si no quería decir algo, se callaba. Esta cualidad característica se manifestó brillantemente ante el tribunal». Uno siente deseos de añadir: ¡qué desgracia! En una lucha social implacable, semejante mentalidad os deja sin defensa en política. Los moralistas austeros tienen discusiones elegantes, son mentirosos por vocación, la mentira es el reflejo de las contradicciones sociales; pero también, a veces, un medio de lucha contra ellas. Es imposible, por un esfuerzo moral individual, evadirse de la maraña de la mentira social. En este caso, Alejandro se parecía más a un caballero que a un político. Y esto levantaba una barrera psíquica entre él y su hermano menor, mucho más resistente, más oportunista en las cuestiones de la moral individual, mejor armado para la lucha, pero en todo caso no menos intransigente respecto a la injusticia social.

Turguenev, sutil observador y psicólogo, decía del hermano de León Tolstoi, Nicolás, que no le faltaban más que algunos defectos para transformarse en un notable escritor. El mismo León Tolstoi consideraba esta apreciación paradójica como «muy justa». Quizás indirectamente encontrase en ella una justificación de los rasgos de su carácter que le impedían tener buenas relaciones incluso con los miembros de su familia. Las palabras de Turguenev significan que, para cumplir cierta función pública, es necesario poseer cualidades complementarias que están lejos de servir siempre como embellecedoras de la vida individual. Si esta observación es justa respecto del escritor, lo es todavía más respecto del político y, en un grado inconmensurablemente mayor, del dirigente. Pero no se desprende de ninguna manera del juicio de Turguenev que, en la balanza de la moral, si existe tal balanza para los imponderables, León Tolstoi haya pesado menos que su hermano Nicolás. La influencia de Alejandro sobre el círculo de personas que lo rodeaban era grande; pero es dudoso que ésta pudiese superar ese círculo. Alejandro carecía de la voluntad de dominar, de la aptitud para utilizar en provecho de la causa no sólo las cualidades, sino además los defectos de los otros y de no tener en cuenta, en caso de necesidad, a las personas. Era demasiado egocéntrico, estaba demasiado dominado por sus propias impresiones, demasiado propenso a considerar un problema como resuelto cuando lo resolvía para sí.

El infatigable espíritu de ofensiva del proselitismo no estaba en su naturaleza. Y justamente, la existencia en el hermano menor de los rasgos que caracterizaban al futuro hombre público, escritor, orador, agitador, tribuno, lo volvían extraño e incluso poco simpático a los ojos de Alejandro.

Se ve en Vladimir, en todas las circunstancias, al iniciador, reformador, conductor de masas humanas. En cuanto a Alejandro, en unas condiciones de cultura más avanzada, se lo puede imaginar como un sabio pacífico y un padre de familia. Arrastrado por la marcha de los acontecimientos a la revolución, recogió el método consagrado por la tradición del terrorismo, fabricó bombas de acuerdo al modelo Kibalchich y, cubriendo con su cuerpo a los otros, marchó hacia la muerte. Alejandro ofrece la imagen de un mártir, mientras que Vladimir se revela absolutamente como un jefe. Uno ha entrado en la historia de la revolución como la más trágica figura del fracaso, el otro como la mayor de las figuras de la victoria.

L. Kamenev[68], que fue el primer jefe de redacción de las Obras Completas de Lenin, escribe prudentemente: «Es posible que sea precisamente por boca de su hermano mayor que Vladimir Ilich haya oído hablar por primera vez de la doctrina de Marx y de las ideas y tendencias que preocupaban a la intelligentsia por esos años». Mucho más categóricamente se expresa otro notable publicista soviético, antiguo jefe de redacción de las Izvestia[69], Steklov: «Justamente poco tiempo antes de su arresto, el hermano mayor había enviado al menor… el primer tomo de El Capital. Así, Alejandro Ulianov le instituía no sólo como su sucesor, sino también como el heredero y continuador de Karl Marx». Esta versión se ha difundido por el mundo entero; sin embargo, está en completa contradicción con los hechos y las circunstancias psicológicas. «Jamás, en presencia de los más jóvenes —cuenta Ana—, Alejandro discutía o negaba nada». Y a su hermana mayor, que vivía muy cerca de él, en Petersburgo, no le hacía confidencias sobre lo que para él era lo más importante. No existía de ningún modo entre los hermanos esa esfera íntima de intereses y de conversaciones —sobre dios, el amor, la revolución— que en otras familias liga estrechamente a los mayores y a los menores. Ya hemos escuchado a Ana: «La diferencia de naturaleza entre los dos hermanos se manifestó desde la infancia y jamás hubo intimidad entre ellos». Durante el verano de 1886, el último que los hermanos pasaron juntos, estuvieron más alejados que nunca. Habiéndose repuesto relativamente pronto de la muerte del padre, Vladimir se sintió como un jefe de familia en la casa. Su reciente emancipación respecto de las ideas religiosas debía realzar de golpe la opinión que tenía de sí mismo. Como ocurre a menudo con los jóvenes que tienen voluntad, la necesidad de cierta autonomía se manifestaba torpemente en él, durante ese período de cambios, a expensas de la personalidad de los otros y, en gran parte, a costa de la autoridad de la madre. «La inclinación a la burla predominaba en general en el carácter de Vladimir y especialmente en esta edad de transición». Podemos dar tanto más fe a estas palabras dado que la hermana mayor, tal como se revela en sus escritos, apenas parece haber olvidado las burlas. En cuanto a Alejandro, sólo admitía con dificultad los sarcasmos a propósito de terceras personas: en cuanto a él, nadie habría tenido jamás la idea de provocarlo. Alejandro retomó el contacto por primera vez con la familia, ese verano, cuando el padre ya no estaba. Su tierno cariño por la madre, avivado por la separación y la pérdida común, se manifestaba con particular intensidad. Independientemente de la profunda diferencia de los caracteres, los hermanos se hallaban ahora orientados en sentidos diferentes. A la infantil adoración de la época en que Vladimir quería hacerlo todo «como Alejandro» sucedió una lucha por su independencia personal; inevitablemente, empezó a alejarse del hermano mayor: a la concentración espiritual de Alejandro, a sus atenciones hacia las personas, a su temor a demostrar su superioridad, Vladimir oponía una tumultuosa agresividad, burlas y su pasión orgánica por ser el primero. El verano transcurrió en medio de malentendidos.

Escuchemos a Elisarova. La brusquedad y los sarcasmos de Vladimir «se manifestaron especialmente… después de la muerte del padre, cuya presencia ejercía siempre una acción moderadora sobre los muchachos». A su madre, Vladimir, «comenzó a responder a veces con una brusquedad que no le sería permitida en la época del padre». Parece que, notémoslo al pasar, en las insolencias exhibidas de Vladimir haya habido una retardada protesta contra el dominio del padre. La madre recordaba más tarde, con pesar, cómo Alejandro debió intervenir algunas veces en favor de ella en ese último verano. Un día, jugando al ajedrez, Vladimir rechazó con un gesto negligente a su madre, que le recordaba un encargo por hacer, y cuando María Alexandrovna insistió con irritación, replicó con una broma despreocupada. Entonces intervino Alejandro: «O vas a hacer ahora mismo lo que mamá te dice o no juego más contigo». El ultimátum había sido hecho con calma, pero tan firmemente que Vladimir cumplió al punto el encargo. La misma Ana, aunque, según dice, le chocaban «las burlas, la insolencia y la arrogancia» de Vladimir, cayó igualmente bajo su influjo y, en todo caso, entablaba gustosamente con él conversaciones en las que se sucedían bromas, ironías y risas. Alejandro no sólo no participaba de tales conversaciones, sino que apenas las toleraba: él tenía su propia carga de sentimientos y Ana le sorprendió varias veces dirigiéndole miradas desaprobatorias. En el otoño, ya en Petersburgo, Ana encontró el valor necesario para preguntar a Alejandro: «¿Qué piensas de bueno de nuestro Vladimir?» Alejandro respondió: «Sin duda alguna, es muy capaz; pero no nos entendemos». Quizás hasta haya dicho: «no nos entendemos para nada», agrega Elisarova, corrigiéndose a sí misma; en todo caso su hermano se había expresado «resuelta y claramente». «¿Por qué?», preguntó la hermana estupefacta. Pero Alejandro eludió la respuesta, subrayando sólo así la profundidad del desacuerdo. El mayor calificaba al menor de «muchacho capaz», sin arrogancia, como a un igual, como «adulto capaz», y todo lleva a pensar que la memoria de Ana ha conservado fielmente este matiz. Pero al mismo tiempo, a la hermana le chocó la distancia moral en que se colocaba respecto de su hermano. La falta de parentesco espiritual era para Alejandro motivo suficiente para excluir la posibilidad de conversaciones con Vladimir sobre asuntos íntimos. Existía sin embargo otra causa, no menos profunda. Durante el verano de 1886, Alejandro no había decidido aún nada para sí mismo. Leía a Marx, pero ignoraba completamente qué aplicación práctica haría de esa lectura. Incluso en el otoño, en Petersburgo, intentó aún rechazar las deducciones revolucionarias a las que había llegado. ¿Podía confiar sus vacilaciones y dudas a su hermano menor, con quien, por otra parte, «no se entendía para nada»?

No es posible, por lo tanto, admitir una influencia política directa de Alejandro sobre Vladimir. Pero la influencia moral debía, aunque no inmediatamente, encontrar su expresión política. Sugiriendo a su hermano, por toda su naturaleza, las más altas exigencias con respecto de sí mismo y de los demás, Alejandro, sin buscarlo, hacía avanzar el conflicto, a decir verdad inevitable, entre Vladimir y el medio que lo rodeaba. Ana recuerda cómo Alejandro, cuando vino a pasar sus vacaciones en la casa, estrechó, de manera «amistosamente simple», la mano al viejo encargado de su padre, lo que «le llamó la atención, ya que era algo poco habitual». Este interesante episodio, que no ha permanecido casualmente en la memoria de su hermana, proyecta, a propósito de esto, un reflejo sobre las costumbres de los funcionarios burgueses de entonces, tales como se manifestaban incluso en una de las mejores familias de ese tiempo: ¡la atmósfera general estaba todavía saturada hasta la asfixia por los vapores del derecho de servidumbre! Es indudable que los gestos sinceramente «democráticos» de Alejandro tuvieron, para la formación de la personalidad de Vladimir, una importancia superior que la que habrían podido tener breves conversaciones sobre la Narodnaia Volia o sobre Marx. Pero jamás sostuvieron tales conversaciones.

¿Cuáles eran las ideas, los estados de ánimo de Vladimir durante el verano de 1886, en vísperas de su último año de estudios en el gimnasio? Desde el invierno precedente, había entrado, según Elisarova, en el período «en que se rechaza a las autoridades, en el período en que, por primera vez, a través de una actitud negativa, digamos, se forma la personalidad». Pero su crítica, a pesar de toda su vehemencia, no disponía aún sino de un radio de acción muy limitado: estaba dirigida contra el gimnasio, los profesores y parcialmente contra la religión. «No había nada de precisamente político en nuestras conversaciones». Vladimir no le hizo ninguna pregunta a su hermana, que había llegado de la capital, sobre las organizaciones revolucionarias, las publicaciones ilegales, los agrupamientos políticos estudiantiles. Ana agrega: «Yo estoy persuadida de que con la relación que existía en ese momento entre nosotros, Vladimir no me habría disimulado semejantes preocupaciones», si las hubiese tenido. Lo que se cuenta de las discusiones políticas que habrían ocurrido en casa de los Ulianov aun en vida del padre, del rol dirigente de Alejandro en estos debates y de las astutas réplicas de Vladimir, todo esto es pura invención, desde el principio hasta el fin. Aunque entre los alumnos del gimnasio de Simbirsk, como lo prueban descubrimientos hechos recientemente en los archivos de la gendarmería, aun en el período más sombrío de los años ‘80, existían círculos clandestinos y pequeñas bibliotecas tendenciosamente seleccionadas, Vladimir, seis meses después de la muerte del padre, no se había sentido afectado en modo alguno por la política y no manifestaba el más mínimo interés por los folletos sobre la economía de que estaba cargado el estante de libros de Alejandro, en la pieza común de los dos hermanos. El nombre de Marx no decía absolutamente nada al adolescente que otorgaba casi exclusivamente su interés a la literatura. Ésta sí que le interesaba apasionadamente. Absorbía, durante jornadas enteras, las novelas de Turguenev; recostado sobre una pequeña cama leía, página tras página, dejándose llevar por la imaginación al reino «de aquellos que son indeseables» y de las jóvenes idealizadas, bajo los tilos de las distinguidas arboledas. Cuando llegaba al fin, empezaba de nuevo: su avidez no se saciaba nunca.

De este modo, a pesar de una estrecha proximidad, cada hermano vivió este verano encerrado en su propio mundo. Alejandro, desde el amanecer hasta el crepúsculo, se inclinaba sobre el microscopio. Krupskaia, a propósito de esto, pone en boca de Lenin la siguiente frase: «No, mi hermano jamás será un revolucionario —pensaba yo entonces—, un revolucionario no puede consagrar tanto tiempo al estudio de los gusanos anélidos». ¡Evidente anacronismo! El Vladimir de entonces, extraño a la política, no podía tener tales reflexiones sobre su hermano, al que toda la familia consideraba como un futuro sabio. Por el contrario, después del arresto y de la ejecución de Alejandro, Vladimir debió efectivamente repetirse: ¿quién hubiera podido creer que mi hermano reemplazaría un día el microscopio por una bomba?

Al recobrar la libertad, Ana, evitándole penas a Vladimir, no le informó lo que el hermano ajusticiado había dicho de él. Pero Vladimir no era sordo ni ciego. En la actitud de Alejandro hacia él, no podía dejar de sentir un alejamiento matizado por una secreta irritación, o incluso, por una aversión. Nada irreparable, todo esto es temporal y cambiante —así debía consolarse—; el acercamiento vendrá inevitablemente más tarde: él, Vladimir, demostrará lo que vale y Alejandro estará obligado a reconocerlo: hay todavía una vida por recorrer, es decir, una eternidad. Pero, por ahora, aún permanece en el mundo maravilloso de Turguenev. Y sin embargo no, lo que llegó fue la fortaleza de Pedro y Pablo y la ejecución de Alejandro.

Algunos años después, un socialdemócrata, Lalaiantz, preguntaba a Lenin sobre el asunto del 1.o de marzo. Éste respondió: «Para todos nosotros, la participación de Alejandro en un acto terrorista fue completamente inesperada. Quizás mi hermana sabía algo, yo no sabía nada». En realidad, la hermana no sabía nada tampoco. El testimonio de Lalaiantz confirma enteramente el relato de Ana y coincide con lo que describe a este respecto Krupskaia, conforme a Lenin, en sus Recuerdos[70]. Para explicar este hecho que destruye completamente su propia versión sobre la intimidad de los hermanos, Krupskaia intenta alegar la diferencia de edad; pero este alegato, por lo menos insuficiente, no cambia en nada las cosas. La aflicción que le inspiraba la muerte de su hermano no podía sino estar teñida, en Vladimir, de la amargura de pensar que Alejandro le había ocultado lo más importante y lo más profundo de sí mismo, y de estar descontento consigo mismo por no haber prestado suficiente atención a su hermano, por haber subrayado de manera provocativa su independencia. La veneración que el niño había tenido por Alejandro debía ahora renacer decuplicada, agudizada por un sentimiento de culpabilidad ante Alejandro y por la conciencia de la imposibilidad de reparar «la falta». «Ante mí se encontraba, no ya el muchacho turbulento y alegre —escribe en sus recuerdos su vieja institutriz, que le entregó la carta fatal de Petersburgo—, sino un hombre maduro, que reflexionaba profundamente». Apretando los dientes, Vladimir rindió los últimos exámenes del gimnasio. Se ha conservado su fotografía, tomada, probablemente, con ocasión del examen de egreso: sobre un rostro con rasgos aún inciertos pero donde ya se ve una fuerte concentración, con el labio superior realzado de manera provocativa, se halla extendida la sombra de la tristeza y del primer odio profundo. De este modo, hay dos muertes al comienzo de este nuevo período en la vida de Vladimir. Convincente por su naturaleza fisiológica, la muerte del padre favoreció su actitud crítica frente a la Iglesia y al mito religioso. La ejecución del hermano despertó un odio ardiente hacia los verdugos. El futuro revolucionario estaba ya en potencia en el carácter del adolescente y en las condiciones sociales que lo habían formado. Pero faltaba un primer impulso y éste lo dio la inesperada ejecución del hermano. Los primeros pensamientos políticos de Vladimir debieron inevitablemente originarse en una doble necesidad: vengar a Alejandro y, a través de la acción, rectificar su desconfianza.

¿Por qué, en ese caso, Vladimir tomó por el camino del marxismo y no por el del terrorismo?, preguntan los biógrafos oficiales, y responden al unísono alegando trivialmente: «la genialidad». En realidad, no sólo la respuesta sino la misma pregunta es de un carácter ficticio: como se verá, Vladimir no abrazó el marxismo sino algunos años más tarde; éste fue el resultado de un profundo trabajo de reflexión, y aún continuó siendo, por mucho tiempo, partidario del terrorismo. Los groseros anacronismos proceden fatalmente de una repugnancia a considerar al hombre viviente en su viviente evolución. ¡La misma Krupskaia ha sido víctima de una representación de Lenin marxista en 1887! Al intentar explicar por qué la ejecución de Alejandro no provocó en Vladimir «la resolución y la prisa por seguir el camino de su hermano», ella formula una hipótesis, absolutamente infundada, según la cual Vladimir «hacia esta época, ya tenía sus ideas sobre muchas cosas y ya había resuelto por su cuenta la cuestión de la necesidad de la lucha revolucionaria». Más lejos todavía ha avanzado, en el mismo sentido, la menor de los Ulianov, María, quien en la ceremonia de conmemoración de Lenin, el 7 de febrero de 1924, contó que, al enterarse de la noticia de la ejecución de su hermano, Vladimir habría exclamado: «No, nosotros no seguiremos por el mismo camino. No es por allí por donde hay que marchar». Se podría dejar de lado el evidente contrasentido del relato de María Ulianov que, en el momento del acontecimiento, no tenía siquiera nueve años, si la frase imprudentemente puesta en circulación por ella no hubiera sido literalmente canonizada, como una prueba de la profundidad del pensamiento político del estudiante de Simbirsk, que recién en la víspera se había desembarazado del cascarón de la religión, que no conocía todavía el nombre de Marx, que no había leído ningún folleto ilegal, que nada conocía ni podía conocer de la historia del movimiento revolucionario ruso y que incluso no había llegado a descubrir en sí mismo algún interés por la política. ¿Qué podían, en estas condiciones, significar las palabras que le atribuye su hermana menor? En todo caso no una oposición entre la lucha revolucionaria de las masas y el terrorismo practicado por los intelectuales. Si se admite por un instante que la frase relatada haya sido efectivamente pronunciada, ella no podía expresar un programa, sino sólo desesperación: ¡Alejandro no habría debido, no, no habría debido marchar por este camino! ¿Por qué no se entregó a la ciencia? ¿Por qué buscó su perdición?

A diferencia de las monedas, los relatos imaginarios, como se sabe, no se desgastan, sino que al revés, crecen durante la circulación. El viejo bolchevique Chelgunov cuenta: «Cuando leyó el telegrama que anunciaba la ejecución de Alejandro, Vladimir se frotó la frente y dijo: ‘Y bien, nosotros buscaremos un camino mejor’». Todas las leyes de la psicología humana son aquí pisoteadas. Vladimir no se debate en la desesperación al enterarse de la espantosa noticia, no se aflige por la pérdida irreparable, sino que «se frota la frente» y declara la necesidad de seguir «un camino mejor». ¿A quién dirigía estas palabras? La madre se encontraba en Petersburgo, Ana estaba aún en la prisión. ¡Evidentemente, Vladimir confiaba sus revelaciones de táctico a Dimitri, que tenía trece años y a María, que tenía nueve!

Estos discípulos devotos no jugarían tan fácilmente con los hechos y con la lógica si no fuera porque ellos mismos no están suficientemente contentos con el maestro, tal como era. Quieren un Lenin mejor. Le atribuyen en su primera juventud la potencia intelectual que no pudo adquirir más que al precio de un trabajo titánico. Le atribuyen, por exceso de devoción, cualidades suplementarias. Así ellos se crean otro Lenin, un perfecto Lenin. A nosotros nos basta el que existió en la realidad.

Según Krupskaia, el joven Vladimir, si no hubiera tenido ya sus ideas revolucionarias organizadas, habría marchado, después de la ejecución del hermano, sobre sus huellas. ¡Pero si, finalmente, es lo que hizo! No se dirigió ni hacia la aldea, ni hacia los campesinos, ni a la fábrica, ni a los obreros, sino, lo mismo que Alejandro, hacia la universidad. Allí encontró este ambiente de la juventud democrática que comenzaba a luchar por el derecho a organizar sus comedores y sus salas de lectura y terminaba en conspiraciones terroristas. Detenido por una protesta puramente estudiantil, Vladimir se afirmó en la idea del terrorismo. Si no se lanzó prácticamente por la senda del complot, no fue por consideraciones de principio sino porque, después de la catástrofe del 1.o de marzo de 1887, los atentados llegaron a ser por mucho tiempo psicológica y físicamente imposibles. Las unidades revolucionarias, sin experiencia ni perspectivas, estaban tan aisladas del medio social, incluso del estudiantil, y tan desunidas entre sí, que nadie tenía el coraje de alzar la mano para llevar adelante una acción práctica. La vieja senda de la intelligentsia se cerró definitivamente sobre la tumba de cinco estudiantes. Ningún otro camino se abría. Nadie hacía un llamado a la lucha, en ninguna parte, nadie se levantaba. Cómo ejercer la venganza, Vladimir lo ignoraba El carácter acentuado de la reacción y la decadencia política de la intelligentsia dieron una tregua al joven hombre. Veremos que supo aprovecharla bien.

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