Lenin

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Lenin » Primera parte. Lenin y la vieja Iskra

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PRIMERA PARTE

LENIN Y LA VIEJA ISKRA

«La escisión de 1903 fue, casi, una anticipación…»

Lenin en un discurso en 1910

El período de la vieja Iskra (1900 a 1903) tendrá sin duda un interés psicológico excepcional para el futuro biógrafo de Lenin; pero presentará a la vez grandes dificultades porque en ese breve lapso Lenin llegó a ser, precisamente, Lenin. Esto no quiero decir que luego dejará de crecer. Lo hizo por el contrario —¡y en qué proporciones!—, antes y después de Octubre. Pero es, de allí en adelante, un crecimiento más orgánico. El salto de la conspiración política al poder el 25 de octubre de 1917 fue inmenso; pero significó el salto material, externo por así decirlo, de un hombre que había pesado y medido todo lo que un hombre puede pesar y medir. En el período anterior a la ruptura del II Congreso[6] se produce en cambio un salto interior, imperceptible para los extraños, pero mucho más decisivo.

Estas memorias ofrecen al futuro biógrafo, material acerca de este período extraordinariamente notable y significativo del desarrollo mental de Vladimir Ilich. Desde entonces hasta el momento en que escribo estas líneas han transcurrido más de dos décadas, ¡y qué décadas!, que gravitan inusitadamente en la memoria de la humanidad. Se podrá tener una natural aprehensión: ¿en qué medida este relato reproducirá exactamente lo que ha pasado? No he dejado de tener el mismo temor, que durará mientras trabaje en este libro, sabiendo que ya existen muchos recuerdos incoherentes y testimonios inexactos. Mientras escribía este esbozo no tenía a mano documentos, notas ni material de ninguna clase. Fue, creo, una ventaja. Tuve que apoyarme únicamente en mi memoria y espero que mi trabajo espontáneo, en tales condiciones, haya estado mejor protegido contra los involuntarios retoques retrospectivos, tan difíciles de eludir incluso cuando se ejerce sobre uno mismo una crítica tan rigurosa. Además, la tarea del futuro investigador resultará fácil cuando utilice este libro luego de haber tenido a mano los documentos y todo el material relacionado con este período.

En algunos pasajes presento las conversaciones y discusiones del momento en forma dialogada. No necesito agregar que después de más de dos décadas me resulta difícil reproducir con exactitud los diálogos. Pero en las cuestiones de fondo, creo, mi pluma es fiel y, en algunas expresiones más intensas, la reproducción es literal.

Como se trata de material para una vida de Lenin, y reviste por tanto extraordinaria importancia, me permitiré decir algunas palabras acerca de ciertas peculiaridades de mi memoria. Ella es malísima para recordar ciudades y hasta casas. En Londres por ejemplo, más de una vez me perdí por las calles en el corto trayecto que debía seguir de la casa de Lenin ala mía. Durante mucho tiempo tuve una memoria pésima para las fisonomías, pero en esto he hecho grandes progresos. En cambio solía tener, y tengo aún hoy, una excelente memoria para las ideas y su combinación y para las conversaciones sobre temas ideológicos. A menudo pude comprobar que esta opinión no es subjetiva: otras personas que han oído las mismas conversaciones que yo, las repiten casi siempre con menor exactitud y hallan muy precisas mis correcciones. Además, cuando fui a Londres era un joven provinciano que deseaba mucho conocer y comprenderlo todo lo más rápido posible. Esto contribuye a explicar que las conversaciones con Lenin y los otros miembros de la redacción de Iskra se hayan grabado fuertemente en mi memoria. Son éstas las consideraciones que el biógrafo no puede soslayar al estimar el valor histórico de las memorias que aquí siguen.

Llegué a Londres el otoño de 1902. Sería el mes de octubre y muy temprano a la mañana. Gesticulando, logré hacerme entender por un cochero y el coche me condujo a una dirección que tenía escrita en un trozo de papel: era mi destino, la casa de Vladimir Ilich. Antes de ir a Londres (quizá en Zurich) me habían informado que debía golpear un cierto número de veces con el anillo de la puerta. Si no recuerdo mal, fue Nadejda Konstantinovna [Krupskaia] quien me abrió; debe haber saltado de la cama, supongo, por el ruido que hice. Era muy temprano y cualquier hombre más experimentado, más acostumbrado a los buenos hábitos de la civilización, hubiera esperado tranquilamente en la estación un par de horas antes de golpear la puerta, se podría decir a la madrugada, en una casa desconocida. Pero yo me encontraba aún bajo la impresión de mi fuga de Verjolensk[7]. De la misma forma, o casi, había invadido el departamento de Axelrod en Zurich, sólo que no al alba sino a la medianoche.

Vladimir Ilich se hallaba aún en la cama y, en su cara, la amabilidad se matizaba con una justificada sorpresa. En estas condiciones se realizó nuestro primer encuentro y nuestra primera conversación. Vladimir Ilich y Nadejda Konstantinovna ya tenían noticia de mí por una carta de Clara (M. G. Krjijanovsky), quien me había introducido oficialmente en Samara a la organización de Iskra bajo el nombre de «Pero» (la Pluma). Por eso Nadejda Konstantinovna me recibió así: «Ha llegado ‘Pero’…»

Creo recordar que me dieron el té en la cocina. Mientras, Lenin se vestía. Les expliqué mi fuga y me quejé del mal funcionamiento de la organización fronteriza de Iskra: estaba en manos de un estudiante de «gimnasio» socialrevolucionario, que no tenía grandes simpatías por la gente de Iskra desde que sostuvo con ella una dura polémica; además los contrabandistas me habían robado sin compasión, aumentándome todas las tarifas y tasas. Entregué a Nadejda Konstantinovna un conjunto bastante modesto de direcciones y lugares de citas, o para ser más exacto, de informaciones sobre la necesidad de suprimir algunas direcciones que no tenían ningún valor. Por orden del grupo de Samara (Clara y otros) había visitado Karkov, Poltava y Kiev, y en casi todas partes, o en todo caso en Karkov y Poltava, pude darme cuenta del estado defectuoso de las relaciones entre las organizaciones.

No recuerdo si fue esa mañana o al día siguiente cuando di un prolongado paseo por Londres en compañía de Vladimir Ilich. Me mostró la abadía de Westminster (por fuera) y otros edificios famosos. No recuerdo lo que dijo, pero puso en su frase este matiz: «Éste es su famoso Westminster». Este «su» no aludía a los ingleses, sino al enemigo. Este matiz no era enfatizado, sino profundamente orgánico, expresado sobre todo por el timbre de la voz, se encontraba siempre en Lenin cuando hablaba de valores culturales o de nuevas conquistas, se tratase del edificio del Museo Británico, de la riqueza informativa del Times o, unos años más tarde, de la artillería alemana o la aviación francesa: ellos saben, ellos poseen, o ellos, han hecho o ellos han obtenido, ¡pero siempre como enemigos! Una sombra imperceptible, la de la clase de los explotadores, parecía proyectarse frente a sus ojos sobre toda la cultura humana y esta sombra la sentía tan evidente como la luz del día.

No recuerdo haber prestado entonces mucha atención a la arquitectura de Londres. Saltando bruscamente de Verjolensk al extranjero, donde me encontraba además por primera vez, sólo tomaba de Viena, París y Londres unas primeras impresiones muy sumarias, sin dar importancia a «detalles» como Westminster. Como es obvio, por otra parte, Vladimir Ilich no me había invitado a pasear para esto. Se proponía conocerme y examinarme.

El examen abarcó, en verdad, todos «los puntos de la asignatura». Contestando a sus preguntas, le respondí describiendo la composición del contingente exiliado sobre el [río] Lena[8] y las agrupaciones internas que allí se delineaban. La gran línea divisoria entre las tendencias se definía entonces alrededor de las opiniones que se tenía sobre la lucha política activa, el centralismo de la organización y el terror.

—Bien, ¿pero hay divergencias teóricas con relación a la doctrina de Bernstein[9]? —me preguntó Vladimir Ilich.

Le dije que habíamos leído el libro de Bernstein y la réplica de Kautsky[10] en la prisión de Moscú y luego en el destierro. Entre nosotros, ningún marxista levantaba su voz a favor de Bernstein. Considerábamos axiomático, por así decirlo, que Kautsky tenía razón. Pero no vinculábamos los debates teóricos que se realizaban entonces a nivel internacional con nuestras propias discusiones sobre organización política; nunca habíamos pensado en ello, al menos hasta que en el Lena aparecieron los primeros números de Iskra y el folleto de Lenin ¿Qué hacer?

Le dije, sin embargo, que habíamos leído con gran interés los folletos filosóficos de Bogdanov[11]; Vladimir Ilich me respondió, recuerdo muy claramente el sentido de su observación, que el folleto sobre el punto de vista histórico en la contemplación de la naturaleza le parecía también muy valioso, pero que Plejanov no lo aprobaba sosteniendo que no era materialista. Vladimir Ilich no tenía entonces opinión propia sobre esto; repetía sólo el juicio de Plejanov como reconocimiento de su autoridad filosófica pero también con inseguridad. Las opiniones de Plejanov también me sorprendieron mucho.

Le hice preguntas a Lenin sobre las cuestiones económicas. Le dije cómo en la prisión de traslado de los deportados, en Moscú, habíamos estudiado en grupo su libro El desarrollo del capitalismo en Rusia y que en Siberia, habíamos trabajado con El Capital, pero que nos habíamos quedado detenidos en el Tomo II. Recordé la enorme cantidad de datos estadísticos reunidos en El desarrollo del capitalismo.

—En la prisión de Moscú, hemos hablado más de una vez con admiración de este trabajo gigantesco.

—Sí, ciertamente, no es una obra hecha en un instante —respondió Lenin.

Le complacía, evidentemente, que los jóvenes camaradas estudiaran con cuidado su obra económica más importante.

Luego hablamos de la «doctrina» de Mijaisky, de la impresión que había producido entre los deportados, en aquéllos más o menos numerosos que ella había podido seducir. Le conté que el primer cuaderno mimeografiado de Mijaisky nos había llegado «de un alto lugar» del Lena, y que nos había causado una fuerte impresión a la mayoría de nosotros por su crítica violenta al oportunismo socialdemócrata; en este sentido se hallaba en consonancia con la marcha de nuestros propios pensamientos, determinada por la polémica entre Kautsky y Bernstein. El segundo cuaderno, en el que Mijaisky «desenmascaraba» las fórmulas marxistas sobre la producción presentándolas como una justificación teórica de la explotación del proletariado realizada por los intelectuales, nos había indignado y desconcertado. Finalmente, el tercer cuaderno —que recibimos más tarde—, con su programa positivo en el cual las supervivencias del «economicismo» se conciliaban con un embrión de sindicalismo, nos provocó la sensación de una absoluta inconsistencia.

Cuando comenzamos a hablar sobre mi futuro trabajo, la conversación se limitó a generalidades. Yo quería, ante todo, familiarizarme con lo que se había publicado recientemente y luego pensaba volver clandestinamente a Rusia. Se decidió que comenzara por «situarme» un poco.

Nadejda Konstantinovna me halló hospedaje en la casa donde vivían Zasulich, Martov y Blumenfeld, quien dirigía la impresión de Iskra. Se me cedió una habitación vacía. El tipo de casa era el habitual en Inglaterra: no se extendía horizontalmente sino en sentido vertical; en el piso inferior vivían los propietarios y en los superiores los inquilinos. Quedaba aún una habitación libre que servía de sala común, a la que Plejanov después de su primera visita bautizó como «la guarida». En este bazar, en parte por culpa de Vera Ivanovna Zasulich, pero también con la complicidad de Martov, reinaba un gran desorden. Allí tomábamos el café, sosteníamos largas pláticas, fumábamos, etcétera. De ahí el sobrenombre de este antro.

Así empezó el breve período de mi vida que pasé en Londres. Devoraba con avidez los últimos números de Iskra y los folletos de Zariá[12]. Por entonces comencé también mi colaboración con Iskra.

Escribí una nota acerca del 200 aniversario de la fortaleza de Schlüsselburg, mi primer trabajo para Iskra. Terminaba mi artículo con palabras de Homero o, más exactamente, con palabras de su traductor, Gnedich. Aludía a las «manos invencibles» que la revolución pondría sobre el zarismo (en camino hacia Siberia, en el vagón, había devorado La Ilíada). A Lenin le gustó el artículo, pero el tema de las «manos invencibles» le suscitó una justificada duda, que me expresó con una sonrisa bondadosa «Pero lo he sacado de un verso de Homero», le dije para justificarme, aunque aceptando gustoso que la cita clásica no era indispensable. Ahora se podrá hallar el artículo en Iskra, pero sin las «manos invencibles».

Fue entonces que hice mis primeras conferencias en White-Chapel, donde «me medí» con el viejo Chaikovsky (ya era un viejo) y con el anarquista Cherkesov, que tampoco era joven.

Como resultado, sinceramente me extrañó mucho que aquellos famosos emigrados de barba gris pudiesen decir groserías tan grandes… Nuestro contacto con White-Chapel estaba asegurado por el viejo «londinense», Alexiev, un emigrado marxista que estaba relacionado con la redacción de Iskra. Fue quien me inició en la vida inglesa y, en general, la fuente de todo tipo de nociones y conocimientos. Recuerdo que después de una conversación detallada con él acerca de la manera de ir a White-Chapel y volver, hablé a Vladimir Ilich sobre dos de las opiniones de Alexiev, que se referían a la caída del régimen político en Rusia y al último folleto de Kautsky. El cambio de régimen, decía Alexiev, se debía producir no gradualmente sino con un extremo salvajismo, debido a la rigidez de la autocracia. La palabra rigidez se grabó fuertemente en mi memoria.

—Está bien, quizá tenga razón —dijo Lenin después de escuchar mi relato.

La segunda opinión de Alexiev se refería al folleto de Kautsky, El día siguiente de la revolución social. Sabía que a Lenin le interesaba mucho ese opúsculo; que, según me había dicho, leyó dos veces y lo releía una tercera; hasta creo que editó la traducción rusa. Por recomendación de Vladimir Ilich yo acababa de estudiar cuidadosamente el folleto. Alexiev lo hallaba oportunista.

—Im-bé-cil —dijo Lenin súbitamente, haciendo una mueca como cuando estaba descontento.

Alexiev, en cambio, sentía por Lenin gran respeto.

—Creo —decía—, que para la revolución Lenin es más importante que Plejanov.

Naturalmente, no dije nada de esto a Lenin, pero sí se lo comuniqué a Martov, quien no me contestó una palabra.

La redacción de Iskra y Zariá constaba de seis personas: tres de los «viejos» —Plejanov, Zasulich y Axelrod— y tres jóvenes —Lenin, Martov y Potresov[13]—. Plejanov y Axelrod vivían en Suiza; Zasulich, en Londres, con los jóvenes. Potresov se hallaba entonces en algún lugar del continente. Esta dispersión de los colaboradores traía algunos inconvenientes, pero no parecía que éstos molestaran a Lenin; todo lo contrario. Antes de dejarme volver a cruzar el canal de la Mancha hacia el continente, me inició prudentemente en las relaciones íntimas de la redacción y me dijo que Plejanov reclamaba el traslado de todo el cuerpo de redacción a Suiza, pero que él, Lenin, se oponía porque significaría poner dificultades aún mayores al trabajo. Entonces supe por primera vez, o más bien adiviné por pequeños indicios, que la residencia de la redacción en Londres se debía explicar por consideraciones en las que la policía sin duda jugaba su rol, pero donde la influencia sobre los redactores también tenía su importancia.

En el trabajo cotidiano de organización política, Lenin necesitaba actuar con la mayor independencia posible con respecto a los «viejos», en primer lugar de Plejanov, con quien había tenido violentas discusiones, principalmente en la elaboración de un proyecto de programa del partido. Zasulich y Martov asumían en estos casos el papel de mediadores: Zasulich jugaba en estos duelos una suerte de rol de testigo de Plejanov, Martov hacía lo mismo con respecto a Lenin. Los dos intermediarios estaban dispuestos a obtener una conciliación y, por otro lado, eran muy amigos. Gradualmente fui enterándome de las muy serias diferencias que se produjeron entre Lenin y Plejanov sobre la parte teórica del programa. Recuerdo que Vladimir Ilich me preguntó qué pensaba del programa que acababa de aparecer (en el número 25 de Iskra, si no recuerdo mal).

Pero yo había asimilado sólo las grandes líneas del programa, y por ello, era incapaz de dar una opinión sobre la cuestión interna que le interesaba a Lenin. Los disensos tenían como base la necesidad, según Lenin, de definir más clara y categóricamente las tendencias principales del capitalismo, la concentración de la producción, la decadencia de las clases medias, la diferenciación de clase, etc.; sobre estas cuestiones, Plejanov pedía una mayor prudencia y moderación.

En el programa, como se sabe, abundan las palabras «más o menos» provenientes de Plejanov. Hasta donde recuerdo, según nos contaron Martov y Zasulich, el proyecto original de Lenin, opuesto al de Plejanov, encontró una crítica durísima por parte del último, que adoptó aquel tono irónico y altivo que caracterizaba en tales casos a George Valentinovich. Pero no era así, ciertamente, como se podía intimidar ni desmoralizar a Lenin. El conflicto asumió un carácter completamente dramático.

Vera Ivanovna —me lo contó ella— dijo a Lenin: «Georges (Plejanov) es un galgo. Muerde bien su presa pero al final siempre la suelta; pero tú eres un buldog: cuando muerdes, no la sueltas más».

Recuerdo esta frase muy exactamente, así como también la observación de Zasulich.

—Lenin estaba muy contento con esta comparación. «¿Yo muerdo y no suelto más la presa?»… «¿Es así?» —preguntaba con satisfacción.

Y Vera Ivanovna imitaba la entonación con una natural ironía.

Durante mi estadía en Londres, Plejanov estuvo allí por algunos días. Lo vi entonces por primera vez. Vino a nuestro hospedaje y estuvo en «la guarida», pero yo no estaba en casa.

—Ha llegado Georges —dijo Vera Ivanovna. Quiere verte. Ve a dónde se encuentra

—¿De qué Georges se trata? —pregunté con sorpresa, pensando que se trataba de un personaje famoso que yo desconocía.

—Plejanov… le llamamos Georges.

Fui a verlo aquella tarde. En la pequeña habitación, junto a Plejanov, estaban el socialdemócrata alemán Beer, escritor bastante conocido, y el inglés Askew. Como no había más sillas no sabía dónde sentarme; Plejanov me propuso —no sin antes dudar un poco— que me sentara en la cama. Para mí era completamente natural, aunque no viniendo de un europeo hasta la punta de las uñas, como Plejanov, quien sólo podía tomar una medida tan excepcional en caso de extrema necesidad. La conversación se realizaba en alemán, que Plejanov conocía escasamente, limitándose a emitir algunos monosílabos. Beer habló primero sobre cómo había llegado la burguesía inglesa a seducir a los obreros más destacados; luego se habló sobre los predecesores ingleses del materialismo francés. Beer y Askew se fueron pronto. George Valentinovich esperaba, y con razón, porque era tarde, que yo me fuera con ellos a fin de no molestar a los propietarios con nuestra conversación. Pero yo, al contrario, opinaba que sólo entonces comenzaría la verdadera conversación.

—Beer ha dicho algunas cosas muy interesantes —dije yo.

—Sí, todo lo que dijo acerca de la política inglesa es interesante, pero lo de la filosofía es una tontería —respondió Plejanov.

Cuando vio que no estaba dispuesto a marcharme, propuso que fuéramos a tomar una cerveza en un establecimiento cercano. Me hizo algunas preguntas sin importancia, fue amable, pero en esta amabilidad había algo de oculta impaciencia. Sentí que su atención era dispersa. Quizá estaba simplemente fatigado por su jornada del día, pero me separé de él insatisfecho y con un sentimiento de amargura.

Durante este período en Londres, como en Ginebra después, encontré a Zasulich y a Martov con mayor frecuencia que a Lenin. En Londres vivía en la misma casa que ellos, y en Ginebra, generalmente desayunábamos y cenábamos en el mismo restaurante, por lo que los encontraba varias veces al día, mientras que cada encuentro con Lenin, que vivía con su familia, por fuera de las reuniones oficiales era un pequeño acontecimiento.

Zasulich era una persona singular y singularmente seductora. Escribía muy despacio, padeciendo verdaderamente todos los tormentos de la creación literaria.

—Lo que hace Vera Ivanovna no es una composición, es un mosaico —me decía entonces Vladimir Ilich.

Y en efecto, extendía su texto sobre el papel frase por frase, iba y venía durante mucho tiempo por la sala, patinando y golpeando el suelo con sus pantuflas, fumaba sin cesar cigarrillos que ella misma había hecho, tirando las colillas a medio fumar en todas esquinas, sobre los apoyos de las ventanas, sobre las mesas, esparciendo la ceniza por su vestido, sobre sus manos, los manuscritos, en su taza de té y, si la ocasión se presentaba, sobre su interlocutor. Era y fue hasta el final una vieja intelectual radical a quien la suerte le había infligido una inyección de marxismo. Los artículos de Zasulich revelaban que había asimilado admirablemente los elementos teóricos de Marx. Pero, al mismo tiempo, hasta su muerte permaneció intacta la base política y moral que habían hecho de ella una radical rusa de los años 1870-71. En conversaciones íntimas se permitía mostrar su descontento contra algunos procedimientos o deducciones del marxismo. La palabra «revolucionario» revestía para ella un significado particular, independiente de la conciencia de clase. Recuerdo una conversación con ella acerca de su Revolucionarios en medios burgueses. Yo utilicé la expresión «revolucionarios burgueses-demócratas».

—Pero no —interrumpió Vera Ivanovna, con un atisbo de amargura, o más exactamente de tristeza—. No burgueses ni proletarios, sino simplemente revolucionarios. Naturalmente, se puede decir los revolucionarios pequeñoburgueses —añadió— si hace entrar en la pequeñoburguesía todo lo que no se pueda hacer entrar en otra parte…

El punto de convergencia ideológico de la socialdemocracia era entonces Alemania y nosotros seguíamos con suma atención la lucha de los ortodoxos contra los revisionistas en la socialdemocracia alemana. Pero Vera Ivanovna sólo pensaba lo que ella quería y decía de golpe:

—¡Siempre lo mismo! Ellos acabarán con el revisionismo, restablecerán a Marx, obtendrán la mayoría y, sin embargo, vivirán con su Kaiser.

—¿Quiénes son «ellos», Vera Ivanovna?

—Los socialdemócratas alemanes.

En este punto, además, Vera Ivanovna no se engañaba tanto como pudo parecer en ese momento, aunque los acontecimientos tomaron un curso distinto y por diversas razones de las que ella creía…

Zasulich miraba con escepticismo el programa de la división de la tierra; no lo rechazaba formalmente, pero se burlaba amistosamente de él.

Recuerdo una anécdota sobre este particular. Poco antes del Congreso, Constantin Constantinovich Bauer vino a Ginebra. Uno de los viejos marxistas, era por otro lado un hombre poco equilibrado; fue amigo de Struve[14] durante un tiempo, pero en esta época dudaba entre el grupo de la Iskra y Osvobojdenie (Emancipación del Trabajo). En Ginebra comenzó a inclinarse hacia Iskra, pero no admitía el reparto de la tierra. Fue a ver a Lenin, a quien probablemente conocía del pasado. Regresó de verlo sin haberse convencido, sin duda porque Vladimir Ilich, que conocía su naturaleza de Hamlet, no se había tomado la molestia de convencerlo. Yo había conocido a Bauer durante la deportación: tuve con él una larga conversación acerca del infortunado reparto de la tierra Con el sudor de mi frente, le expuse todos los argumentos que había reunido en seis meses de interminables debates con los socialrevolucionarios y, en general, con todos los adversarios del programa agrario de Iskra. Y entonces, en la tarde de aquel mismo día, Martov (recuerdo que fue él) nos dijo en una reunión de la redacción a la cual asistí, que Bauer lo había visitado y que, finalmente, se había declarado partidario de Iskra. Trotsky, se suponía, había disipado todas sus dudas.

—¿Acerca del reparto también? —preguntó Zasulich, casi asustada.

—Sí, especialmente acerca del reparto.

—¡El po-o-o-bre hombre! —exclamó Vera Ivanovna, con una expresión tan inimitable, que todos nos reímos amistosamente.

Lenin me dijo un día: «En Vera Ivanovna muchas cosas reposan sobre la moral y los sentimientos».

Y me contó cómo ella y Martov se habían inclinado por el terror individual, cuando Val, el gobernador de Vilna, apaleó a los trabajadores que habían tomado parte en una manifestación. Las huellas de esta «desviación» temporal, como le diríamos hoy, pueden encontrarse en uno de los números de Iskra.

Creo que la cosa sucedió así: Martov y Zasulich publicaron el número en cuestión sin la ayuda de Lenin, que se encontraba en el continente. Las noticias de los apaleamientos de Vilna llegaron a Londres a través de un telegrama. En Vera Ivanovna esta noticia despertó la heroína radical que disparara contra Trepov por los castigos que éste les imponía a los presos políticos. Martov la apoyaba en esta ocasión… Cuando recibió el último número de Iskra, Lenin se indignó:

—¡Es el primer paso hacia la capitulación frente al socialismo revolucionario! —vociferó.

Al mismo tiempo llegó una carta de protesta de Plejanov. Este episodio había ocurrido antes de mi llegada a Londres y por esto mi descripción puede contener algunas pequeñas inexactitudes en cuanto al curso de los acontecimientos; pero recuerdo muy bien lo esencial del incidente.

—Naturalmente —me decía Vera Ivanovna a manera de explicación—, aquí no se trata del terror como sistema, pero creo que a través del terror se puede hacer aprender a estas personas a no castigar…

Zasulich no podía sostener nunca verdaderas discusiones; menos sabía aún hablar en público. Nunca contestaba directamente a los argumentos de su interlocutor, sino que reflexionaba sobre ellos hasta que, luego, bruscamente, se exaltaba y lanzaba rápido, rápido hasta atragantarse, una serie de frases, que no iban dirigidas a quien esperaba la respuesta sino al que ella creía capaz de comprenderla.

Si los debates seguían el procedimiento regular, bajo la dirección de un presidente, Vera Ivanovna no se inscribía nunca en la lista de oradores, porque para decir algo necesitaba estar exaltada. Pero en el caso que esto se diera, ella hablaba igual, sin tener en cuenta la lista de oradores, formalidad que despreciaba absolutamente, e interrumpía siempre tanto al orador como al presidente para decir hasta el final lo que quería decir. Para comprenderla era necesario seguir exactamente la trayectoria de su pensamiento. Y sus pensamientos —equivocados o justos— eran siempre interesantes y exclusivamente suyos. No es difícil imaginar qué contraste formaba Vera Ivanovna, con su radicalismo indefinido y su subjetivismo, con todo su desorden, al lado de Vladimir Ilich. No solamente no había simpatía entre ellos, sino que ambos tenían el sentimiento de una profunda incompatibilidad orgánica. Sin embargo Zasulich, una fina psicóloga, sentía la fuerza de Lenin, no sin un dejo de amargura, desde esta época; es lo que expresaba en su frase: «él muerde y no suelta más la presa».

La complejidad de las relaciones que existían entre los miembros de la redacción poco a poco se me aclaraba, y no sin cierta dificultad. Como ya dije, desembarqué en Londres con la ingenuidad de un provinciano, en todos los sentidos de la palabra. No sólo no había salido antes de Rusia, sino que ¡ni siquiera había estado en San Petersburgo! De Moscú y de Kiev sólo conocía la prisión de traslado. Sólo conocía a los escritores marxistas por sus artículos. En Siberia había leído algunos números de Iskra y el ¿Qué hacer? de Lenin. Alguien me había hablado al pasar de Ilich, el autor de El desarrollo del capitalismo, en la prisión de Moscú (creo que fue Vanovsky), presentándolo como la estrella naciente de la socialdemocracia. Conocía un poco sobre Martov, nada sobre Potresov. En Londres estudié con obstinación Iskra y Zariá, y en general nuestras publicaciones en el exterior; así, me precipité sobre uno de los números de Zariá donde se encontraba un brillante artículo dirigido contra Propokovich acerca del rol y significado de los sindicatos.

—¿Quién es ese Molotov? —pregunté a Martov.

—Es Parvus[15].

Pero no sabía nada tampoco sobre Parvus. Consideraba Iskra como una unidad y durante aquellos meses, la idea de buscar en el periódico o en su redacción, tendencias diferentes, matices, influencias, etc., aún me resultaba extraña e incluso podría decir, internamente desagradable.

Recuerdo haber observado que muchos editoriales y folletines de Iskra, aunque no salían firmados, eran redactados por alguien que hablaba de sí mismo en primera persona: «En tal número, he dicho…», «Yo ya había escrito sobre este tema», etcétera. Pregunté quién escribía aquellos artículos. Todos eran obra de Lenin. Hablando con él le hice la observación que en mi opinión, desde el punto de vista literario, no era muy oportuno expresarse en primera persona en los artículos sin firma.

—¿Por qué a Ud. esto le parece inoportuno? —preguntó con interés, creyendo que mi reparo tenía un fundamento concreto y no expresaba sólo una opinión personal.

—Pues, porque me parece así —contesté vagamente, porque no tenía ninguna idea clara acerca de ello.

—Yo no opino lo mismo —dijo Lenin, y sonrió enigmáticamente.

En aquel entonces, este procedimiento literario podía parecer teñido de un cierto «egocentrismo». En realidad, dando a sus artículos, aunque no fuesen firmados, un carácter singular, Lenin se aseguraba una garantía para su línea doctrinaria, pues no estaba muy seguro de la de sus colaboradores más próximos. Aquí ya vemos, en pequeña escala, esa tensión obstinada hacia el objetivo, persistente, perseverante, independiente de todas las convenciones, indiferente hacia las formalidades; ésta era la característica esencial de Lenin como jefe.

Lenin era el director político de Iskra, pero, como publicista, quien estaba al frente era Martov. Escribía fácilmente y sin cesar, de la misma manera que hablaba. Lenin pasaba mucho tiempo en la biblioteca del Museo Británico, donde se dedicaba al trabajo teórico. Recuerdo que un día escribió en la sala de lectura un artículo contra Nadjedin, quien tenía entonces en Suiza una pequeña empresa editorial y formaba una especie de grupo intermedio entre los socialdemócratas y los socialrevolucionarios. Pero Martov ya había escrito la noche anterior (siempre escribía por la noche) un largo artículo acerca de Nadjedin, y se lo había entregado a Lenin.

—¿Has leído el artículo de Jules [Martov]? —me preguntó Vladimir Ilich, en el Museo.

—Sí.

—¿Y qué piensas de él?

—Me parece que está bien.

—Sí, sí, puede estar bien, pero es poco claro. No tiene conclusiones. Yo he escrito aquí algo, pero no sé todavía qué debo hacer con ello: ¿quizá añadirlo como observaciones suplementarias al artículo de Jules?

Me pasó un pequeño cuaderno lleno de notas escritas en lápiz. En el próximo número de Iskra el artículo de Martov apareció con la nota de Lenin en la parte inferior de la página.

Ni el artículo ni las notas están firmados. No sé si estas notas fueron incluidas en las Obras Completas de Lenin. Pero puedo afirmar que él es el autor. Algunos meses después, pocas semanas antes del Congreso, se produjo en la redacción un fuerte incidente entre Lenin y Martov; el desacuerdo era en torno a la táctica hacia las manifestaciones callejeras, más exactamente en la cuestión de la lucha armada contra la policía. Lenin decía que debíamos formar pequeños grupos armados y entrenar a los obreros militantes para luchar contra la policía. Martov se oponía a esta idea. El debate se realizó frente a la redacción.

—¿No sería el origen de algo así como un grupo terrorista? —dije yo respecto a esta propuesta. (Debo recordar que en aquella época la lucha con las tácticas terroristas de los socialrevolucionarios jugaba un gran rol en nuestro trabajo).

Martov se valió de esta observación y desarrolló la idea de que necesitábamos aprender a proteger de la policía a las manifestaciones de masas, pero no crear grupos de combate. Plejanov, a quien los otros y sin duda también yo mirábamos en actitud expectante, esquivó la contestación y propuso a Martov que escribiera un proyecto de resolución para que así pudiéramos examinar los puntos de la controversia con el texto en la mano. El episodio, no obstante, fue ahogado por los acontecimientos a que nos conduciría el Congreso.

Por fuera de las reuniones y conferencias, tuve muy pocas ocasiones de observar a Lenin y Martov en conversaciones particulares. Las largas discusiones, las conversaciones caóticas, que degeneraban constantemente en chismes y habladurías de la emigración, le agradaban mucho a Martov, pero a Lenin ya le desagradaban desde esta época. Este maquinista prodigioso de la revolución tenía en vista una sola y única cosa, no sólo en política, sino también en sus trabajos teóricos, en sus estudios filosóficos, así como en el estudio de las lenguas extranjeras y en sus conversaciones: el objetivo final. Era quizás el utilitario más inflexible que haya producido el laboratorio de la historia. Pero como su utilitarismo se combinaba con la más amplia visión histórica, su personalidad no disminuía ni se empobrecía por ello; todo lo contrario, se desarrollaba y enriquecía sin cesar, a medida que aumentaba su experiencia de vida y ampliaba su esfera de acción.

Al lado de Lenin, Martov, entonces su camarada más cercano, no se sentía demasiado tranquilo. Aun se tuteaban, pero ya se sentía cierta frialdad en sus relaciones. Martov vivía mucho más para el presente, las disputas, el trabajo cotidiano de publicista, las polémicas, las últimas noticias y las habladurías. Lenin aplastando bajo sus pies los hechos del día, penetraba profundamente con su pensamiento en el día siguiente. Martov tenía innumerables y a menudo brillantes intuiciones, concebía hipótesis, hacía propuestas, que él mismo frecuentemente pronto olvidaba; mientras que Lenin tomaba lo que necesitaba y sólo en el momento que lo necesitaba La transparente fragilidad de las ideas de Martov provocó más de una vez que Lenin meneara inquietamente la cabeza No había habido tiempo aún para que ninguna divergencia en sus líneas políticas tomara formas definidas, ni siquiera para que pudieran ser vistas; sólo se pueden sentir las diferencias volviendo a ver el pasado a la luz de los acontecimientos que luego se desarrollaron.

Después de la escisión ocurrida en el II Congreso, los colaboradores de Iskra se dividieron en «duros» y «blandos». Esta designación, como se sabe, fue usada en los primeros tiempos, y demostraba que, a pesar de que aún no existía una línea divisoria, había sin embargo una diferencia en la manera de abordar los problemas, en la decisión, en la perseverancia hacia el objetivo final.

Aplicando aquella calificación a las relaciones de Lenin y Martov, podemos decir que antes de la escisión y antes del Congreso, Lenin ya era un «duro» mientras que Martov un «blando». Y los dos lo sabían bien. Lenin miraba a Martov, a quien estimaba mucho, rigurosamente y con una ligera desconfianza; y Martov, que tenía conciencia de ello, se sentía intimidado y con un tic nervioso alzaba sus hombros flacos. Cuando se encontraban y conversaban ya no había entre ellos un tono amigable ni gracioso, al menos por lo que yo pude apreciar. Cuando Lenin hablaba no miraba a Martov, y los ojos de éste, por otra parte, miraban rígidamente bajo sus lentes inclinados hacia delante, que nunca llevaba limpios. Y cuando Vladimir flieh hablaba conmigo sobre Martov su voz tomaba un matiz especial: «Pero qué, ¿Jules ha dicho esto?», dando un acento particular al nombre, ligeramente subrayado, como si diera una advertencia: «Bueno, sin duda es notable, pero lamentablemente es un ‘blando’».

Sin duda alguna Martov estaba también influido no política, sino psicológicamente por Vera Ivanovna, quien lo mantenía un poco alejado de Lenin.

Naturalmente, todo esto es más una generalización psicológica que la constatación de un hecho material; y mis palabras corresponden a acontecimientos que han pasado hace veintiún años. Durante este tiempo muchas otras cosas se han inscripto en mi memoria y pueden existir inexactitudes o un cambio de perspectiva en la representación que doy de momentos imponderables para caracterizar las relaciones personales. ¿Cuál es la parte del recuerdo y cuál la de la imaginación que reconstruye el pasado involuntariamente a su manera? No obstante, creo que en lo esencial, mi memoria restablece lo que ha pasado como ha pasado.

Después de mis ensayos de conferencias, por así decirlo, en White-Chapel (Alexiev hizo un «informe» de esto a la redacción), fui enviado a realizar conferencias en el continente, en Bruselas, Lieja y París. El tema de éstas era: «¿Qué es el materialismo histórico y cómo lo entienden los socialistas revolucionarios?» Vladimir Ilich se mostró muy interesado en este tema. Le envié un resumen detallado, acompañado de citas. Me recomendó trabajar sobre este tema y que hiciera un artículo para el próximo número de Zariá, pero no me animé a hacerlo.

En París recibí al poco tiempo un telegrama por el que me reclamaban en Londres. Estaban discutiendo si me mandaban clandestinamente a Rusia. La opinión de Vladimir Ilich en favor de mi marcha se debía a las lamentaciones que llegaban de allí sobre las insuficiencias, la falta de camaradas, y creo además que Clara había pedido mi regreso. Pero aún no había llegado a Londres cuando el plan ya había sido modificado. L. G. Deutsch, que entonces vivía en Londres y era muy amigo mío, me contó posteriormente, como había «intervenido a mi favor», demostrando que «este adolescente» (nunca me llamaba de otra manera) necesitaba vivir en el extranjero para completar su instrucción; después de una breve discusión, Lenin aceptó la idea Hubiera sido muy interesante trabajar en la organización rusa de Iskra pero estaba contento de poder permanecer en el extranjero por algún tiempo.

Un domingo fui con Vladimir Ilich y Nadejda Konstantinovna a la iglesia socialista de Londres, donde una reunión socialdemócrata se desarrollaba junto al canto de salmos devotamente revolucionarios. El orador era un tipógrafo que, según creo, había vuelto desde Australia. Vladimir nos tradujo su discurso en voz baja, el que tenía un aire bastante revolucionario, al menos para esta época. De pronto todo el mundo se levantó y cantó: «Dios todopoderoso, haz algo para que en esta tierra no haya más reyes ni ricos…» o algo por el estilo.

—Entre el proletariado inglés —dijo Vladimir Ilich cuando salimos de la iglesia— hay una multitud de elementos socialistas y revolucionarios dispersos; pero todo se combina tanto con el conservadurismo, la religión y los prejuicios, que no pueden llegar a la superficie y desarrollarse…

No deja de tener interés observar aquí que Zasulich y Martov vivían completamente separados del movimiento obrero inglés y estaban absolutamente absorbidos por Iskra y todo lo que la rodeaba. Mientras que Lenin, cada tanto, realizaba incursiones en los medios obreros ingleses.

Está por demás decir que Vladimir Ilich, Nadejda Konstantinovna y su madre vivían más que sencillamente. A nuestro regreso de la iglesia socialdemócrata comimos juntos en la pequeña cocina de su vivienda, que no tenía más que dos habitaciones. Recuerdo como si fuese ayer los pequeños pedazos de carne asada servida en una sartén. Después tomamos té y bromeamos, como siempre, acerca de si sabría encontrar solo el camino a casa; era muy difícil para mí reconocer las calles y, siguiendo mi inclinación a esquematizar, clasifiqué esta carencia de «cretinismo topográfico».

Le fecha fijada para el Congreso se acercaba; finalmente, se decidió trasladar la redacción de Iskra a Suiza, a Ginebra; allí la vida era mucho más barata y las comunicaciones con Rusia mucho más fáciles. Lenin, a pesar suyo, lo aceptó. Me enviaron a París desde donde debía, junto a Martov, conquistar Ginebra. El trabajo preparatorio del Congreso se intensificó.

Poco tiempo después Lenin vino también a París. Tenía que dar tres conferencias sobre la cuestión agraria en la llamada Escuela de Altos Estudios Sociales, fundada en París por profesores que habían sido expulsados de las universidades rusas. Dado que Chernov[16] había hablado anteriormente en el establecimiento, los estudiantes marxistas habían insistido en que se invitara a Lenin. Los profesores estaban inquietos y rogaron al agresivo conferenciante que, en lo posible, no se aventurase en polémicas. Pero Lenin se negó a aceptar ninguna condición e inauguró su primera conferencia diciendo que el marxismo es una teoría revolucionaria y, por lo tanto, llevaba necesariamente a la polémica; pero que esta combatividad no estaba de ninguna manera en contradicción con su carácter científico.

Recuerdo que Vladimir Ilich estaba muy emocionado ante esta primera conferencia. Pero, frente a la tribuna, retomó rápidamente el dominio sobre sí mismo, al menos en apariencia. El profesor Gambarov, que había ido a escucharlo, expresó su impresión a Deutsch: «¡Un verdadero profesor!» Este gentil hombre creía rendirle así el mayor de los elogios.

Todas las conferencias estuvieron penetradas por la polémica contra los populistas y el socialreformista agrario David, a quien ubicaba del lado de los populistas. Sin embargo, estas lecciones permanecieron en el marco de la teoría económica, sin referirse a la lucha política del momento, al programa agrario de los socialdemócratas, ni al de los socialrevolucionarios, etcétera. El conferencista quiso así autolimitarse, teniendo en cuenta el carácter académico de la cátedra. Pero después de la tercera lección, Lenin hizo una conferencia política sobre la cuestión agraria en una sala, ubicada creo que al número 110 de la calle Choisy, organizada no ya por la Escuela Superior sino por el grupo de Iskra en París. La sala estaba llena. Todos los estudiantes de la Escuela Superior fueron a escuchar las consecuencias prácticas de las lecciones teóricas que se les habían dado. El discurso versó sobre el programa agrario que sostenía Iskra en esta época y, particularmente, sobre la restitución a las comunas de las tierras repartidas. No recuerdo los nombres de sus contrincantes, pero sí que Vladimir estuvo maravilloso en su discurso final. Uno de los camaradas parisienses de Iskra me dijo a la salida: «Hoy Lenin se ha superado a sí mismo». Como se acostumbraba, los camaradas fueron luego con el orador al café. Todos estaban muy contentos y al mismo orador se le notaba un aire de agradable satisfacción. El tesorero del grupo nos hizo saber con alegría la cifra que la conferencia había proporcionado en concepto de entradas a la caja de Iskra: entre 75 y 100 francos; una cantidad nada despreciable. Esto sucedía a comienzos de 1903; no puedo dar una fecha más exacta en este momento, pero creo que no sería difícil hacerlo, si alguien ya no lo ha hecho.

Durante la visita de Lenin a París se decidió llevarlo a una ópera. N. I. Sedova[17], miembro de Iskra, se encargó de ello. Vladimir Ilich fue al Teatro Nacional de la Opera-Cómica y regresó de él con el pañuelo que no lo abandonaba desde que fue a hacer su curso en la Escuela Superior. La ópera que representaron fue Louise, de Gustave Charpentier cuyo tema es muy democrático[18]. Nos sentamos en grupo en la galería superior. Además de Lenin, Sedova y yo, me parece, estaba allí Martov; no recuerdo a otros. Durante esta visita a la Opera-Cómica, hubo un pequeño incidente, que no tiene nada que ver con la música, pero que quedó fuertemente grabado en mi memoria. Lenin se había comprado unas botas en París, pero le quedaban muy estrechas. Sufrió con ellas por algunas horas y finalmente decidió deshacerse de ellas. Casualmente, mis botas me reclamaban su reemplazo. Lenin me dio las suyas y, en un primer momento, me pareció que eran justo de mi talla, lo que me puso muy contento. Decidí estrenarlas en nuestra visita a la Opera. Al ir al teatro todo marchó perfectamente. Pero una vez allí advertí que la situación se deterioraba. Quizás por esto, no recuerdo qué impresión nos produjo la ópera a Lenin y a mí. Sólo recuerdo que él estaba muy animado y que se reía mucho. Al regresar a casa sufrí horriblemente, y Vladimir Ilich me provocó, sin piedad, durante todo el camino. En sus bromas, no obstante, había una cierta misericordia: ¿acaso él no había sufrido la tortura de estas botas durante algunas horas?

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