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CAPÍTULO XIV

LOS PEQUEÑOS Y EL GRANDE[84]

¡Vladimir Ilich Lenin fue, en Rusia, único!

(Poesía infantil)

Acaba de salir un pequeño libro de una cualidad muy particular, y verdaderamente placentero, en el que se reunieron escritos infantiles, consagrados a la vida y muerte de Ilich. Los pequeños, que tienen entre nueve y catorce años —¡incluyendo a una niña de cinco años!— nos hablan del mayor, del gran hombre.

Seguramente, muchas de estas pequeñas obras sólo reproducen lo que les contaron los adultos… Pero sucede que en un texto, quizás un poco estereotipado, aparece de golpe un hilo de fresca inspiración, en el que frases familiares se animan repentinamente en esta fuente, como irrigadas de agua viva. Y se encuentra en él una creación espontánea, pueril, inimitable en la paleta de colores. Los versos, conforme a la regla general, son más difíciles que la prosa. La prosodia impone una disciplina muy grande y su ley molesta el movimiento directo de la expresión. Pero incluso en los versos, se descubren rasgos sorprendentes.

«No hay rincón —escribe uno— en donde no se conozca al padre del proletariado, el fuerte, el audaz, el valiente, el inventivo, el inteligente Lenin».

Esta lista de las mejores cualidades, ordenadas íntimamente unas tras otras, expresa plenamente la idea que los niños se hacen de Ilich: él es todo lo que se necesita para ser perfecto.

Cuando estaba en prisión con sus camaradas, cantaba siempre: ¡Marchemos al ritmo, camaradas!

Este detalle está bien elegido para convencernos: en prisión no está permitido desmoralizarse ni dejar caer en eso a los demás —y «el valiente, el inventivo» Ilich se pone a cantar, ¡Marchemos al ritmo, camaradas! Los otros también cantan y, naturalmente, él dirige el coro: ¿no ha nacido para ser el director de orquesta?

«Cuando él aún vivía —escribe el mismo niño—, estoy seguro que, si la revolución alemana fracasaba y si los países burgueses marchaban contra Rusia, Ilich, aun enfermo, se levantaría de su cama y lucharía hasta su última gota de sangre. Así es como yo pienso, Ilich se sacrificaría a sí mismo».

Vean cómo las ideas políticas procedentes de los periódicos (el aplastamiento de la revolución alemana, la campaña contra la Rusia soviética) se combinan aquí con el elemento personal, de una simplicidad persuasiva, con esta imagen infantil a la que nadie ha afectado: Ilich, viejo y enfermo, en el momento en que la revolución está en dificultades, se levanta de su cama y «lucha hasta su última gota de sangre». ¡Sólo la muerte pudo impedirle «sacrificarse a sí mismo» en la última barricada! Y el autor concluye así: «No hay que tener miedo ahora que ya no tenemos a Ilich».

¡Cuando este muchacho sea grande, siempre habrá un lugar para él en la barricada de Ilich…!

Y aquí está la biografía. El relato es completo: se nos habla de la familia de Lenin, de su padre, de su hermano Alejandro (fusilado, se nos dice) y de su hermana María Ilinichna «que ahora es redactora del periódico Pravda».

Deportado a Siberia, Ilich «amaba las competencias deportivas y frecuentemente corría carreras de patines u otras con los demás, y cuando corría, tensaba todas sus fuerzas para superar a los otros y no perder».

Ustedes verán que esto no se parece para nada a lo que con demasiada frecuencia se intenta mostrar de Lenin: no es un santo bueno y taciturno que, apenas llega a algún lado, busca si no habría para él alguna habitación oscura y bien húmeda donde poder encerrarse. ¡Mediocre imaginación de santurrón! No, el Lenin de los niños, que también es el verdadero Lenin, ama la carrera y se lanza a ella con todas sus fuerzas, no quiere que lo alcancen, no quiere ser vencido.

No puedo evitar aquí mencionar un recuerdo. Ilich y yo, habíamos hecho «decretar» que los comisarios que llegaran más de diez minutos tarde a su puesto pagarían una multa.

Un día, en el Kremlin, no bien salimos de un plenario, debíamos ir a otro que estaba en la otra punta del patio —que como se sabe es una inmensa explanada.

Después de la primera reunión, Ilich creyó que era bueno pasar un momento por su casa. Le dije por teléfono:

—Cuidado, Vladimir Ilich, corre el riesgo de ser castigado en virtud de nuestro propio decreto: ¡sólo nos quedan dos o tres minutos!

—Está bien, está bien —respondió Ilich con una pequeña sonrisa que sólo comprendí un poco más tarde.

Bajando tranquilamente la escalera y atravesando el patio, yo me daba vuelta cada tanto preguntándome si Ilich iba a seguirme. De golpe, en la otra punta de la explanada, a cien pasos míos, pasa, o más bien salta, una forma humana, cuya forma de desplazarse me parece conocida: esta figura desaparece inmediatamente detrás del ángulo del Cuerpo de la Caballería.

¿Era él? ¡No es posible! ¡Es una ilusión!

Dos minutos más tarde, logré llegar a la sala de reunión. Al primero que descubrí fue a Ilich. Todavía un poco sofocado, me recibe con una aclamación jovial:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ud. es el que está retrasado un minuto!

Y estalla en una risa triunfal.

—¡Lo confieso —dije a los camaradas—, es una sorpresa…! Me había parecido descubrir a un hombre que era parecido a Vladimir Ilich y que corría a toda velocidad hacia el Cuerpo de Caballería, pero no podía imaginarme que el présidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo, bajo la mirada de todos, pasaría como una tromba por la explanada del Kremlin.

Ilich reía con todo su corazón. Ilich cantaba victoria. Exactamente el hombre del que nos habla la biografía infantil, el hombre que tensa todas sus fuerzas para no dejarse pasar…

Pero volvamos a la historia de este hombre.

Después de la deportación, la emigración; después de la emigración, la revolución; luego debe ocultarse para no ser apresado por Kerensky. Los niños no olvidan ningún detalle.

«Incluso en su escondite, Lenin dirigía y enviaba, desde la cabaña donde estaba, cartas sobre la revolución. Y cuando se reunía el Soviet de los diputados populares, lo dirigía desde su cabaña, como si hubiera presidido la asamblea».

¿Podría decírselo mejor? ¡Lenin permanece oculto en su escondite, pero desde allí, como un presidente, dirige al Soviet! Y sin embargo, es así como sucedieron las cosas.

Sin embargo, esta manera de gobernar una asamblea presentaba algunos inconvenientes, debido al clima.

«Vinieron las lluvias, dice el autor, e hizo frío en la cabaña».

Entonces fue necesario cambiar de táctica e inventar otro método para dirigir la revolución. Ilich, naturalmente lo inventó. ¿No sabíamos que era «fuerte, audaz, valiente, inventivo, inteligente»?

Iba a quedarse por un tiempo en Finlandia. Luego, esto fue lo que pasó:

«El camarada Lenin ya no tuvo paciencia para esperar. Volvió a Piter (Petrogrado) y allí organizó la insurrección de Octubre. El poder pasó a los obreros y los campesinos».

Todo esto es verdad, como es verdad que Lenin no tuvo paciencia para esperar mucho tiempo más.

Uno de los pequeños autores nos describe su encuentro con Ilich.

El niño había ido con su padre al Kremlin, y pasaban por la explanada.

¡De golpe aparece Ilich!

Éste saluda al padre y extiende la mano al niño.

Yo estaba tan perturbado que dejé caer mi bolso. Todavía no habíamos tenido tiempo de levantarlo cuando Vladimir Ilich ya se había agachado, agarrado el bolso y me apretaba la mano que yo había extendido para recuperarlo. Luego, puso su mano sobre mi cabeza y le preguntó a mi padre:

—¿Es éste o su hijo mayor el que es bolchevique?

—Es éste. El mayor está con las guardias blancas; lucha contra las guarniciones del camarada Trotsky; todavía es lento para aprender…

—¡Vamos, no es nada! Llegará el momento en que el mayor también se hará bolchevique —dijo Vladimir Ilich.

Hablaba rápido y sonreía todo el tiempo.

El diálogo es reproducido con una admirable exactitud; se reconoce allí las palabras, la forma de hablar, los gestos de Ilich «hablando rápido y sonriendo todo el tiempo». Estas notas son correctas porque la atención estaba ávida y la memoria muy fresca.

Escuchar a Ilich es tan interesante como ver por primera vez un gran incendio o una cascada.

Otro muchacho vio a Ilich en la plaza Roja cuando les decía con una voz fuerte a los obreros que ellos debían unirse para formar más que una familia.

‘Yo estaba sentado en el automóvil al lado del chofer y miraba a Ilich. Él me agrado’.

El autor no se esfuerza por dar motivos: para él, es bastante claro que el mundo se divide entre las personas que son agradables y las que no lo son. Ilich es de aquellos de los que se dice: «él me agradó». Punto, eso es todo.

Otro de estos jóvenes escritores narra a su turno como vio a Lenin. Este muchacho tuvo menos suerte. Había muchas personas en la plaza y todos gritaban «¡Ilich!»

«Yo quería treparme sobre algo. Pero no había nada para hacerlo. Me empujaban. Incluso me largué a llorar, porque tenía muchos deseos de ver a Lenin. Finalmente, me aferré a un obrero, puse un pie en su bolsillo y me trepé sobre sus hombros como sobre un caballo. Pensaba que enseguida me iba a tirar al suelo y que me iba a reprender. Pero, en lugar de eso, el obrero me llamó ‘bribón’ y me dijo que me sostenga bien fuerte de su cuello. Me encontré a dos cabezas por encima de todo el mundo y vi a Ilich».

Helo aquí. Ustedes acordarán que este medio de ver a Lenin no está al alcance de todo el mundo. Indudablemente, ustedes se verían muy intimidados por la sola idea de trepar poniendo el pie en el bolsillo del vecino. ¡Pero el joven Alejandro de Macedonia, del barrio de Pressnia, no se preocupa por tan poca cosa! Él sube a su puesto de observador, a riesgo de recibir un reto. Muy felizmente, el vecino es un buen hombre que lo llama «bribón» y lo protege sobre sus hombros. Todo va bien, y esto nos permite tener un admirable testimonio sobre Lenin como orador.

Lean esto:

«Él subió a la tribuna. Tenía un traje oscuro, de color negro, creo, una camisa con el cuello doblado y una corbata, y sobre la cabeza una gorra. Había sacado de su bolsillo un pañuelo blanco y secó su frente y su cráneo calvo. No recuerdo lo que decía Ilich. Sobre todo, me llamaba la atención ver como hablaba. Cada tanto, se inclinaba muy abajo hacia la tribuna, extendía hacia delante los brazos, siempre sosteniendo su pañuelo y secándose con él varias veces la frente. Sonreía con frecuencia. Yo observaba todo su rostro, su nariz, sus labios, su pequeña barba. Lenin era interrumpido frecuentemente por los aplausos y los gritos; en ese momento, yo también gritaba».

¡Efectivamente, cómo no gritar en ese momento! ¡Pero qué maravillosa precisión en la descripción! Ilich secaba su frente y su cráneo calvo con un pañuelo blanco; a veces, se inclina muy abajo hacia la tribuna, extiende los brazos hacia delante y se vuelve a secar. ¡Éste es el Lenin viviente! Nuestro autor no recuerda lo que dijo. Pero esto no tiene importancia: ¿los discursos no fueron taquigrafiados? Por el contrario, la viviente figura de Lenin permanece para siempre fijada en la ávida memoria de un hombrecito que se encontró sentado sobre los hombros del vecino. «Yo observaba todo su rostro, su nariz, sus labios, su pequeña barba… Y es un recuerdo para toda la vida. Cuando este niño volvió a su casa, debió repetirse todo el tiempo esta palabra: Lenin, Lenin, Lenin. Llevaba la pesada y maravillosa carga de sus impresiones. Se detenía ante todos los retratos de Lenin que estaban expuestos en las vitrinas… Y Lenin se murió sin saber que, a veces, para verlo, había que poner el pie en el bolsillo del vecino. ¡Cómo se habría reído si hubiera conocido esta solución dada según el verdadero espíritu «bolchevique» a un difícil problema de táctica…!

Aún hay un detalle más sobre la biografía del jefe. «A Lenin le gustaba pescar. En un día caluroso, tomaba su línea y se sentaba sobre el borde del agua, y pensaba todo el tiempo en la forma en que se podía mejorar la vida de los obreros y de los campesinos» .

Esto está notablemente imaginado: el hombre tira su línea y esperando que el pez muerda (lo que no pasa muy seguido), está sentado en el borde, mira el agua y todo su pensamiento se dedica a encontrar la manera de mejorar la existencia de los obreros y campesinos. ¡Así es como hacía Lenin! Y es por eso que la pesca se ilumina aquí con un brillo significativo.

Vladimir Ilich Lenin

fue, en Rusia, único…

Corría muy rápido las carreras, no quería al zar, ni a los burgueses, pescaba y se dedicaba a pensar en la forma de ayudar a los trabajadores, cantaba en prisión «¡Marchemos al ritmo, camaradas!», dirigía la revolución desde el interior de una cabaña, enseñaba con una voz fuerte, exhortando a los obreros a unirse y, al hacer esto, se secaba la frente con un pañuelo; sabía todo, podía todo, enseñaba todo. Pero está muerto. El fuerte, el audaz, el padre del proletariado, está muerto. Y esta noticia extraordinaria, misteriosa y terrible que venía desde lo alto, de boca de los grandes, ha conmovido el mundo de las pequeñas almas.

El 22 de enero, en una escuela, el maestro contó sobre la muerte de Ilich:

«Y así, el maestro, muy emocionado, deteniéndose a veces, nos contó, y todos escuchamos atentamente y al final, no nos pudimos contener más, y cálidas lágrimas corrieron por mi mejilla. Los muchachos ya no podían escuchar, todos lloraban. Entonces, todos se pusieron de pie y cantaron la Marcha de los funerales».

Los chicos y las chicas que, el 22 de enero de 1924, lloraron la muerte de Ilich con cálidas lágrimas y cantaron el himno fúnebre contarán esto a sus hijos y a sus nietos. Y el relato pasará de generación en generación.

La noticia de la muerte de Lenin llega a las familias obreras.

«Mi mamá estaba sentada en la mesa y sostenía un cuchillo en su mano. Cuando escuchó la noticia de la muerte de Ilich, el cuchillo se le cayó de las manos y se puso a llorar, aunque ella no conocía a su gran jefe».

Este cuchillo que cae de las manos, ¡qué trazo exacto y significativo! Y cómo el niño habla bien de la madre: ella no conocía a su gran jefe.

Una niña volvió a la casa después de la conmemoración que se hizo sobre Ilich y «contó a sus familiares detalladamente: que a Ilich no le gustaban los objetos de lujo, le gustaban los niños y le gustaba mucho trabajar». Todo en su lugar: el trabajo al final, la cuestión del lujo al principio, los niños en el medio. Un adulto probablemente habría ordenado esto de otra forma. Sólo después de este relato, la madre creyó la noticia y «se inquietó mucho». Y la pequeña narradora, junto con su hermana de las Juventudes Comunistas, se puso a coser corbatas de tela negra.

Un pequeño muchacho que pertenecía a un «Hogar de niños» cuenta cómo Oscar Andreevich (el autor conoce bien a este camarada, del que nosotros no hemos escuchado hablar) puso la bandera fúnebre en la pared de la casa, el 21 de enero.

«Una corpulenta buena mujer pasa por la calle y nos dice: ‘¡Vamos, córranse! ¿Es que nunca vieron trapos colgados?’ Y yo, dije por lo bajo: ‘Ella es bruta, no comprende lo que pasa’».

Jean Huss también decía de una vieja mujer ignorante: «¡Oh santa simplicidad!» La forma era otra, la época diferente y era un hombre mayor quien hablaba; pero el espíritu era el mismo.

Frente a la noticia de la muerte de Lenin, «ese día, al principio estábamos contentos pero al enterarnos nos pusimos tristes».

Es breve, ¡pero qué expresión!

Los niños van a ver al muerto:

«Allí está el féretro, una almohada roja, él estaba acostado muy pálido. Yo lo miraba todo el tiempo».

Al día siguiente, al despertar, el pequeño «Jean Huss», tiene una necesidad absoluta de ver el retrato de Lenin. Así lo dice él mismo: «me desperté y necesitaba mucho el retrato de Lenin».

Se puso rápidamente a dibujarlo y, para expresar sus sentimientos profundos, trazó sobre la frente de Ilich una pequeña estrella y las letras: SSSR [Sojuz Sovetskih Socialisticeskih Respublik o Unión de Repúblicas Soviéticas] y RSFSR [República Socialista Federativa Soviética de Rusia]. Con esto, todo el mundo verá de quién se trata.

«Nuestro querido gran jefe —escribe una pequeña niña al Lenin muerto—, pensaba que te curarías pero, ha llegado tu muerte inesperada. Lo lamento mucho y me apena mucho no verte más». Así termina esta carta tan breve que todo el mundo leerá salvo el destinatario.

Un joven explorador canta esto:

Un eco resuena en las montañas:

«¡Ilich ya no existe!»

Pero se escucha como respuesta:

«¡No desmoralizarse jamás!»

Sin duda, no es buena como versificación, ¡pero qué impresionante expresión de lo esencial! La muerte de Ilich sacudió incluso a las montañas, y el joven poeta percibe los ecos desde Moscú. Sin embargo, ¡frente a la triste noticia responde un canto que exhorta al coraje! ¿Lenin mismo no cantaba y no enseñaba a cantar: «¡Marchemos al ritmo, camaradas!» en su prisión?

Lenin ha muerto. Lo llevan, a fuerza de brazos, a la Casa de los Sindicatos y lo dejan allí.

Le miraban, jóvenes y viejos,

campesinos y obreros… ¡Pero él no lo sabía!

El que nos dio los soviets

¡ahora inmóvil yacía en su féretro!

«¡Pero él no lo sabía!» Es lo mejor en este cuarteto. Es una reflexión del autor: Lenin, que sabía todo, no sabía, en ese momento, que él había venido a verlo. ¡Esto es la muerte!

Yaquí está lo que se nos dice en prosa sobre los funerales:

«Cerca de la Casa de los Sindicatos, lo esperaba mucha gente. No es así como los burgueses de la ciudad esperaban verlo. Pensaban: se va a ver llegar al principal gobernante en un carro dorado, todo será brillante. Pero los obreros siempre han reconocido mejor a su bien amado, su querido Ilich».

El niño comienza por distinguir las clases de la sociedad, por un lado la pequeñoburguesía de la ciudad, por el otro, los obreros. Se expresa con riqueza, con sabor en su lenguaje infantil; dice: «El principal gobernante, un carro dorado, todo será brillante».

Y aquí hay otro verso:

Un orador, otro, un tercero, un cuarto,

De diversos países, de varios Estados han hablado…

Y un orador terminó de decir la última palabra:

Y Lenin sin temor iba a la tumba.

Estaba triste y angustiado ante la idea de que Ilich Lenin mismo deba ir a la tumba; pero rápidamente surge este claro y consolador pensamiento: ¡Lenin no tiene miedo! ¿Podía ser de otra manera? ¿El que nunca tuvo miedo durante su vida podía temerle a la muerte? No hay en esto ningún misticismo. Un joven artista le da forma a la figura del gran jefe, simplemente eso.

La gente desfila, y desfila frente al féretro rojo. En las filas están los niños, los futuros autores de recuerdos.

Y detrás nuestro estallaba el llanto

El grito sonoro, penetrante de alguien

Y pasamos, ¡fijando nuestras miradas

en la cara amarillenta que no se puede ver bien!

¡Es la simplicidad de la perfección, sobre todo este último verso!

Aquí hay aun un relato donde el elemento descriptivo predomina sobre la reflexión política y el lirismo:

«Nos hemos puesto en una de las filas sobre la Mojovaia, y miramos delante nuestro. Sólo se ven cabezas y por encima de ellas, banderas. La multitud se calla. Un comerciante, que vende patés, pasa y grita: “¡Calientes, calientes!” Una mujer enfrente de nosotros le dice: “¡Vete! No es el momento de ‘pensar en los patés’”. La fila avanza lentamente y detrás de nosotros, ya hay muchas personas. Todo el mundo está congelado. El frío pellizca las piernas, los brazos, el cuerpo…».

¿Shakespeare habrá aprendido de un niño a mezclar la tragedia con las cosas sin importancia, lo grandioso con las banalidades? Millones de hombres, bajo un cielo riguroso, hacen el funeral de su jefe. «¡Calientes! ¡Calientes los patés!» Y esta simple réplica que dice lo suficiente: «¡Vete! No es el momento de ‘pensar en los patés’».

Finalmente, nuestro autor se encuentra en la sala:

«Y allí estaba: sobre una elevación, el féretro rojo, y él adentro. Uno querría dar su vida para salvarlo. Pero es imposible, la enfermedad ha tomado lo que le pertenece. Tiene el rostro amarillento, como de cera. La nariz se ha afilado, la expresión de la cara es seria. La barba es igual a la de los retratos, y las manos están extendidas como si estuviera vivo. Está vestido con un french[85] verde y tiene sobre el pecho la orden de la Bandera Roja».

Siempre la misma seguridad de la mirada rápida y exacta, la misma precisión en los términos. Y qué frescura de sentimiento en estas palabras que estallan en el medio de la descripción: «Uno querría dar su vida para salvarlo». Un poco más adelante, el texto es interrumpido por esta exclamación: «¡Ah! ¡Fue demasiado rápido, Ilich, demasiado rápido!» ¡Esto suena casi como un reproche, pero que parte del fondo del alma! La parte mejor, como observación, creo, es el final del fragmento:

«Todo el mundo baja y sale. Pero los rostros ya no son como eran cuando entraron: al llegar, las personas tenían un aire de espera e impaciencia; ahora, todos fijan sus ojos en el suelo —cada uno se esfuerza en recordar para siempre la cara de Vladimir Ilich».

¡Esto está tan bien dicho, tan bien observado que se llega a sospechar que lo haya escrito un adulto! Pero no, un adulto no escribiría así, al menos yo no he leído nada parecido.

«Estaba acostado en su féretro rojo —cuenta otro joven autor (más exactamente, “otra”, para hacer justicia con la “redactora”)—, sonaba la música y su barba era como cuando estaba vivo, en su retrato. Cuando vi esto, me puse a llorar».

Imposible no llorar cuando se descubre la barba tal como estaba en el retrato. La pequeña barba de Ilich, ocupa en general, un lugar importante en los recuerdos infantiles. Es en ella que los niños reconocen la madurez, la virilidad, el espíritu combativo; la de Ilich era muy pequeña, pero tenía una gran importancia porque era de él.

Por otro lado, era igual que en el retrato. Entonces, los retratos decían la verdad. Entonces, todo el resto también es verdad. Tal es el valor del testimonio de la barba de Lenin. Luego la pequeña escritora cuenta de una forma inimitable como se hizo, por sus propios medios, una insignia para llevar sobre el pecho. Pero la cita nos conduce demasiado lejos. Aquel que quisiera saber cómo se puede fabricar una insignia de Lenin, cuando no se tiene con qué comprar una, sólo debe leer el pequeño libro de los niños sobre Ilich. Encontraría allí todas las enseñanzas indispensables…

Aquí hay otro verso, de un tono patético, sobre la muerte del gran maestro:

Cuando te llevaban para enterrarte

Detrás de ti, marchaban millones de hombres,

Marchaban y llevaban banderas;

La gente sollozaba, los cañones tronaban,

En las usinas y fábricas sonaban las sirenas.

El mundo entero sabía que estás muerto.

Es así como enterramos a nuestro jefe. Las usinas y fábricas estaban sacudidas por un sonido ensordecedor, las banderas y los cañones proclamaban la grandeza del muerto, millones de hombres gemían detrás del féretro. «El mundo entero sabía que tú estás muerto». Es así como te hemos enterrado, Ilich, es así como te hemos dejado.

Pero lo más bello de todo, es quizás esta canción fúnebre que cantaba, en un «jardín de infantes», una niñita de cinco años:

¡Has muerto, Ilich!

Un pajarito vino, volando

Y el sol lo calentaba.

¡Has muerto, Ilich!

Y te han enterrado

Y tu ropa está muerta.

¡Has muerto, Ilich!

Y te has quedado completamente solo,

¡Pobre, pobre Ilich!

Tú eras bueno,

Yo te daría mi habitación.

Y yo te amo.

Tú regresarás siempre a la luz,

Y nosotros te tocaremos.

Las ideas se dispersan todavía un poco en la pequeña niña de cinco años; es tan difícil reunirlas y retenerlas. Es un pájaro que llega y un sol que lo calienta, pero la cosa es grave, es que Ilich ha muerto: se lo enterró y su ropa está muerta, porque la vestimenta vive y muere con el hombre. «Y te has quedado completamente solo, ¡Pobre, pobre Ilich!» Pero es tan cierto como esto: ¿quizás podría darte mi habitación, Ilich, y tú regresarás siempre a la luz, y nosotros podríamos tocarte? —¿La vida no consiste en tocar y ser tocado? Esto es lo que cantaba la niñita sobre Ilich. Hasta ahora, nadie cantó mejor que ella. Vendrán luego grandes poetas, que volverán a leer el librito de los niños, que reflexionarán profundamente sobre él y cantarán acerca de Ilich:

Vladimir Ilich Lenin

fue, en Rusia, único…

Kislovodsk, 30 de septiembre de 1924

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