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LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO SOCIALISTA » 26. Del comunismo de guerra a la nueva política económica

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26. Del comunismo de guerra a la nueva política económica

XXVII

DEL COMUNISMO

DE GUERRA

A LA NUEVA

POLITICA ECONOMICA

El nacimiento de la Internacional Comunista fue el único rayo de luz que iluminó el sombrío año de 1919, que había sido para Lenin de duras pruebas y de penosas decepciones. El asesinato de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht, en enero, había puesto fin a sus esperanzas de que la revolución socialista triunfara rápidamente en Alemania. En marzo, el almirante Koltchak lanzó la gran ofensiva que lo llevó casi a orillas del Volga. En mayo se pusieron en movimiento Denikin al Sur y Yudenitch al Norte. En agosto cayó la República comunista húngara tras cuatro meses de existencia. En octubre, la situación parece catastrófica: Yudenitch está a las puertas de Petrogrado. Denikin ocupa Orel y se dispone a marchar sobre Moscú. Lenin no se desanima. En ningún momento se siente que desfallezca su energía. Recuerda las jornadas críticas de finales de octubre de 1917. Como entonces, trata por todos los medios de electrizar a las masas. Agotadas por cinco años de guerra, en el límite de sus fuerzas, las masas responden lentamente a su llamada. Unicamente los obreros de Petrogrado siguen mostrándose llenos de ardor combativo y se declaran dispuestos no sólo a perecer hasta el último para defender su ciudad, sino a completar incluso las filas de los defensores de Moscú, cuya moral está bien baja. Lenin lo sabe y no se hace muchas ilusiones. Considera fríamente la perspectiva de abandonar la capital al enemigo y retirarse en alguna parte al fondo de los Urales, para esperar que cambie la suerte. El 14 de octubre, cuando Denikin aparece a orillas de Tula, última etapa de su marcha hacia Moscú, Lenin declara al comunista holandés Rutgers, que va a regresar a su país y cuyo tren debe partir dentro de unas horas: «Si se entera usted en el camino de que ha caído Tula, podrá usted anunciar a los camaradas del extranjero que quizá nos veamos obligados a instalarnos en los Urales.»

El 17 de octubre llegó a todo su apogeo el avance de Denikin. Un ataque fulminante de la caballería mandada por el ayudante Budenny, ascendido a general por el nuevo régimen, hundió el ala derecha del ejército blanco y cambió la situación de arriba abajo. A partir del 19, las tropas de Denikin, desmoralizadas, se baten en retirada. El ejército rojo recupera Orel. Dos días después, el 21, Yudenitch es aplastado al sur de Petrogrado. El 27 de diciembre, Koltchak es detenido por los guerrilleros y entregado al Soviet de Irkutsk.

El año 1920 comenzó bajo felices auspicios. El 3 de enero, el Ejército Rojo entra en Saritsin, el 15 se concierta un armisticio con los checoslovacos, y el 16 el Consejo Supremo de los Aliados ordena la supresión del bloqueo.

El mismo día en que Koltchak caía bajo las balas del pelotón de ejecución, Lenin escribía estas líneas destinadas a ser publicadas el día siguiente, 8 de febrero, en Pravda: «Terminamos victoriosamente la sangrienta guerra que nos impusieron los explotadores. En dos años hemos aprendido a vencer y hemos vencido. Ahora va a empezar otra guerra, no sangrienta, una guerra contra el hambre, contra el frío, la enfermedad, la miseria, la desorganización, el oscurantismo... Los obreros y campesinos han sabido crearse, sin capitalistas, un Ejército Rojo y vencer a los explotadores. También sabrán crear un ejército rojo del trabajo y conquistar una nueva felicidad restaurando la agricultura y la industria.»

El 10 de febrero, un decreto ordenaba la formación de los ejércitos del trabajo compuestos de unidades que acababan de luchar contra los blancos. Pero para lanzar la ofensiva en ese nuevo frente era necesario disponer de un personal de mando. Fue entonces cuando se planteó, con todo su rigor, el problema de los «especialistas».

Se había creado un precedente con el empleo de oficiales del antiguo ejército zarista en las filas del Ejército Rojo. Al principio, Lenin se había mostrado resueltamente hostil, pero pronto tuvo que cambiar de opinión al darse cuenta de que sin ellos era imposible que esas masas caóticas de hombres armados que llenaban los cuarteles se convirtieran en un ejército coherente y capaz de hacer frente al enemigo. El 8 de marzo, en la sesión plenaria del Soviet de Moscú, lo reconoció formalmente: «Sólo gracias a los antiguos oficiales zaristas pudo conseguir el Ejército Rojo las victorias que obtuvo.»

Después de haber comprobado lo anterior, Lenin declaró: «Ahora debemos utilizar igualmente a los antiguos poseedores, que fueron nuestros enemigos. Debemos movilizar a todos aquellos que son capaces de trabajar y obligarlos a trabajar con nosotros... Hay que utilizar a todos los especialistas burgueses que han sabido acumular una masa de conocimientos técnicos. Ahora deben pagar con su saber.»

Unos días más tarde, el 15 de mayo, en el Congreso de los trabajadores de los transportes marítimos, insistió, con más detalles, en esta cuestión. He aquí sus argumentos: «Se puede ser un revolucionario muy enérgico, un propagandista absolutamente notable y, al mismo tiempo, un administrador perfectamente nulo... El país está arruinado y hay tal miseria general que ya no se la puede soportar. Ningún heroísmo, ninguna devoción serán capaces de salvarnos si no damos de comer a los obreros. Por tanto, debéis contemplar la situación con realismo. Sacad las lecciones de vuestra propia experiencia. Pero aprended también de la burguesía. Ella sabía muy bien cómo había que hacer para mantener el dominio de clase. Ella tenía una experiencia de la que nosotros no podemos prescindir. Despreciarla sería hacer correr el mayor peligro a la revolución. «Las revoluciones anteriores fracasaban precisamente porque los obreros no habían comprendido que era imposible mantenerse en el poder sólo con la dictadura, únicamente por la violencia. Sólo puede mantenerse uno apropiándose de toda la experiencia técnica y cultural del capitalismo, poniendo a todas esas gentes a nuestro servicio... «Sabemos que las cosas no caen del cielo, sabemos que el comunismo nace del capitalismo, que sólo puede ser construido con los restos del capitalismo, restos muy malos, es cierto, pero que no tenemos más remedio que tomarlos como son.»

Se planteó otro problema no menos delicado: el de los sindicatos. Estos, que tenían más de cuatro millones de afiliados, seguían considerándose organizaciones «sin partido». Pero su órgano central, el Consejo Panruso de los Sindicatos, era comunista y recibía las orientaciones del Comité central bolchevique. Esto representaba, según Lenin, una situación sumamente ventajosa para el partido. «Así —escribe en su folleto El «izquierdismo», enfermedad infantil del comunismo, redactado en la primera quincena de mayo de 1920—, se ha constituido un aparato ancho y flexible al mismo tiempo que, sin llevar la etiqueta comunista, permite a nuestro partido estar estrechamente ligado a la clase obrera y ejercer efectivamente la dictadura de clase. Nos hubiera sido imposible gobernar el país, no sólo dos años, sino dos meses incluso, sin el apoyo ferviente y devoto de los sindicatos tanto en materia económica como militar.» Al hablar así, Lenin rendía vibrante homenaje a los sindicatos y se complacía en subrayar su importancia.

Trotski, que después de haber sido descartado de las operaciones militares (se le atribulan, con razón o sin ella —no es éste el lugar de discutirlo— las derrotas del Ejército Rojo en el frente de Denikin) había recibido la tarea de reorganizar los transportes, estimaba que el país no había dejado de vivir todavía en pie de guerra, y que, por lo tanto, el trabajo debía ser dirigido militarmente en todos los terrenos. Se haba creado la costumbre de usar el término comunismo de guerra en los años de 1918 a 1929 para cubrir ciertos abusos de poder de determinados dirigentes soviéticos en el ejercicio de sus funciones. Trotski era uno de ellos. Pero, en realidad, la situación catastrófica a que había que enfrentarse justificaba medidas de incautación, de represión, etc., que en otras circunstancias no hubieran dejado de parecer abusivas. Nada ha cambiado para Trotski. Frente a la misma inconsciencia y la misma insubordinación, no había, según él, más que seguir recurriendo a los mismos medios y dirigir con mano de hierro a los hombres y a las instituciones si se quería consolidar definitivamente el régimen soviético.

En cuanto entró en funciones se aplicaron reglas de disciplina militar a todos los servicios de transporte. El Sindicato de los ferroviarios protestó. Trotski lo tomó a mal y decidió hacer entrar en razón a ese sindicato, a todos los sindicatos en general. «Hay que sacudirlos —declaró—, reorganizarlos, reconstruir, reeducar.» En la sesión del Comité central del 9 de noviembre, presentó un proyecto de tesis concebido con ese espíritu. Lenin se pronunció contra el «sacudimiento». El proyecto de Trotski fue rechazado y la mayoría decidió que no convenía dar a la publicidad la discusión de ese asunto. Sin embargo, quince días después el Comité levantaba la prohibición. Trotski lo aprovechó para lanzar enseguida un folleto, La misión y las tareas de los sindicatos, que repite sus ataques, acentuándolos fuertemente. Los sindicatos, dice, pretenden que su misión esencial, su razón de ser, es defender los intereses de la clase obrera. ¿Pero contra quién quieren defenderla, puesto que ya no hay burguesía y el propio Estado se ha hecho «obrero»? Su tesis encontró partidarios, pero también, por contragolpe, adversarios que, por querer asumir la defensa de los sindicatos, tendían a inflar desmesuradamente su importancia y a ponerlos por encima del Estado en la dirección efectiva de la producción industrial. Así se formó el llamado grupo de la Oposición Obrera, bajo la dirección de Chliapnikov, comisario del pueblo para el Trabajo.

Toda esta agitación disgustaba soberanamente a Lenin. Se estaba preparando precisamente para abordar la tarea principal; la conquista, o más bien la asimilación de los campesinos, de la cual dependía la existencia del Estado soviético. Y he aquí que los despropósitos de Trotski, batallador infatigable, pero sin sentido de la oportunidad, pueden colocar en contra suya a la clase obrera, ¡su único apoyo por el momento!...

En la reunión de los delegados bolcheviques al VIII Congreso de los Soviets, que se celebró el 30 de diciembre, Lenin habló extensamente, después de la clausura de las sesiones, de lo que llamaba «el error del camarada Trotski». Lo que le reprocha no es el haber presentado «tesis erróneas» en una sesión del Comité central. Eso le ha sucedido a todos los miembros del Comité. Su culpa es haber hecho público el debate y haber provocado con ello el nacimiento de un nuevo movimiento fraccional que es sumamente perjudicial para el buen funcionamiento del organismo del partido. Evidentemente, desde un punto de vista formalista tenía derecho a hacerlo, puesto que se autorizó la discusión, pero frente a los intereses de la clase revolucionaria ha cometido un acto de división, sembrando la discordia en las filas del proletariado. «Decir que la clase obrera no necesita defensores porque somos un Estado obrero, es un error flagrante —declara Lenin—. Porque en realidad nuestro Estado no es obrero, sino obrero y campesino.

Esto crea una situación muy particular y hace que las relaciones de clase sean bastante complejas. Nuestro Estado —explica— presenta actualmente tal aspecto que todo el proletariado debe poder defenderse contra él por medio de sus organizaciones profesionales, y nosotros, como Estado, debemos utilizar esas organizaciones para obtener que los obreros, sin dejar de defenderse contra el Estado, trabajen por su defensa. Las dos acciones pueden ser coordinadas soldando nuestro trabajo con el de los sindicatos. En resumen: las tesis del camarada Trotski son algo políticamente nefasto. Estoy seguro de que el próximo Congreso de nuestro partido las condenará.» No podía ser de otra manera, puesto que Lenin lo había dicho. Pero mientras tanto, una discusión bizantina había acaparado durante cuatro meses la atención de los dirigentes del partido. Literalmente, se entretenían con minucias. Lenin observaba descorazonado esos ejercicios. En un artículo publicado por Pravda el 21 de enero de 1921, escribe: «Hay que tener valor para mirar cara a cara la triste verdad: el partido está enfermo. Una fiebre maligna lo consume. Falta saber si sólo los dirigentes, los de Moscú, sobre todo, están afectados, o si el mal se ha extendido al cuerpo entero y, en este último caso, por qué medios podríamos curarlo y evitar recaídas de esa enfermedad.»

Lenin no se anduvo por las ramas para hallar el remedio que garantizaba la curación completa del «paciente». Hizo adoptar por el Congreso una resolución que prohibía cualquier iniciativa fraccional en el interior del partido «dado que la existencia de fracciones en el seno del partido o de la clase obrera en general constituye una ayuda que se da a la contrarrevolución burguesa». Se declaró que todos los grupos y fracciones quedaban disueltos y que los miembros del partido que en el futuro fueran culpables de realizar un trabajo fracciona) debían ser expulsados.

Esta resolución está llamada a ser de una gran utilidad al partido cuando haya que sostener una lucha implacable contra las fracciones y las desviaciones en sus filas.

Acabo de decir que Lenin veía en la conquista del campesinado la tarea fundamental del momento. Esto requiere algunas explicaciones complementarias. Las esperanzas que había puesto en los campesinos pobres no se realizaron en absoluto. Lenin no había tenido en cuenta suficientemente el desplazamiento del centro de gravedad que se produjo en el interior del campesinado a raíz de la entrada en vigor del decreto del 26 de octubre de 1917 sobre la entrega de la tierra a los campesinos. Desde ese momento se forma una nueva mayoría: la de los campesinos medios, que crece considerablemente englobando a una parte de los campesinos pobres convertidos en pequeños propietarios. Por otra parte, si bien los grandes kulaks yacían aplastados, los «pequeños kulaks» (pues también este medio tenía sus subdivisiones) supieron pasar a la categoría de campesinos medios y adaptarse a la nueva situación. Los comités de los pobres, destinados a servir de punto de apoyo al régimen soviético en el campo, compuestos de indigentes económicamente inadaptables, no se habían mostrado en absoluto a la altura de su misión. Un dirigente del Soviet de Saratov que controlaba una de las más importantes regiones agrícolas de la República, Antonov Saratovski, que estuvo en Moscú unos meses después de la creación de esos comités y que los había visto actuar, celebró con Lenin a este respecto una conversación que merece ser reproducida:

LENIN.— ¿Qué piensa usted de los comités de los pobres?

ANTONOV.— En mi opinión, han desempeñado un papel de disgregadores políticos.

LENIN.— Sí, yo también lo creo. ¿Han hecho muchas tonterías entre ustedes? (Antonov cita algunos casos que él estima particularmente indignantes.)

LENIN.— ¿Así, pues, el «medio» está furioso?

ANTONOV.— Desde luego. Y sobre todo porque los comités de los pobres les han quitado todo a los kulaks y no les han dado nada.

LENIN.— Ya es hora de liquidarlos... Necesitamos al campesino medio. Para reconciliarnos con él hay que pasar por encima de los comités de los pobres que nos molestan.

Así se hizo. Por decreto del 23 de noviembre de 1918, los comités de los pobres fueron «absorbidos» por los consejos de cantón y de distrito elegidos por todos los habitantes de la aldea.

No era más que un primer paso en el camino de la «reconciliación» del campo con el Estado. Este, obligado a garantizar el abastecimiento de las ciudades, seguía saqueándolo implacablemente, pero a pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de todo el terror que hacía caer sobre los campesinos poseedores del trigo, no lograba arrancar cantidades suficientes. Finalmente, los campesinos, no queriendo trabajar con pérdida, abandonaron sus tierras, y todos los intentos hechos por el Gobierno para remediar su mala voluntad (creación de las explotaciones colectivas, de comunidades agrícolas, etc.) resultaron ineficaces.

Esto llevó a Lenin a renunciar a los «métodos de guerra» en la gran batalla por el pan que había emprendido, y no tuvo más remedio que tratar con el adversario, negociar una especie de compromiso con él. Este viraje táctico se convirtió en el punto de partida de la nueva política económica que adoptará el Gobierno de los soviets en el curso de los años venideros. Lenin expone las razones y hace comprender el espíritu de la misma en su discurso del 16 de marzo de 1921, en la penúltima sesión del X Congreso del partido bolchevique, la víspera del día que éste tomó la resolución que condenaba la agitación fraccional de Trotski y consortes.

Hay que empezar por rendirse ante la evidencia, estima Lenin: «Una revolución socialista en un país donde la inmensa mayoría de la población se compone de pequeños cultivadores— productores no es posible más que a través de la aplicación de toda una serie de medidas de transición que serían inútiles en países de capitalismo desarrollado, donde los obreros asalariados forman la mayoría de la población.» Otra comprobación: para que la revolución socialista triunfe en Rusia se necesitan dos condiciones: 1. una revolución socialista en un país avanzado; 2' un acuerdo entre el proletariado que ostenta el poder y la mayoría de la población del campo. «Sabemos —dice Stalin— que únicamente un acuerdo con los campesinos puede salvar la revolución socialista en Rusia, en espera de que estalle en otros países. No debemos ocultar que los campesinos no están contentos, que esperan que esto cambie. Ello es indudable. Manifiestan claramente su voluntad, la voluntad de una masa inmensa de la población trabajadora. No podemos ignorarla.» El problema debe ser analizado como «políticos socialistas». Lenin: «Si algún comunista ha soñado que en tres años se puede transformar la base económica de la pequeña agricultura, es un comunista lleno de fantasía. Entre nosotros —¿por qué no decirlo?— hay muchos. Y esto no es nada particularmente enojoso. ¿Cómo se hubiera podido iniciar sin ellos la revolución en un país como el nuestro.» ¿Qué hacer, entonces? Dar satisfacción a los campesinos descontentos. ¿Qué reclaman? Según Lenin, las reivindicaciones del pequeño cultivador se resumen esencialmente en dos puntos: 1.º quiere disponer de cierta libertad en sus operaciones; 2.º quiere poder procurarse las mercancías y los artículos que necesita. No hay que tener miedo a las palabras: «La libertad de operaciones significa libertad de comercio. Y quien dice libertad de comercio dice retorno al capitalismo.» Por tanto, he aquí la cuestión: ¿Es posible ello sin asestar un golpe mortal al régimen soviético? «Sí —responde Lenin—, es posible: todo consiste en saber conservar la medida. Hemos vivido hasta ahora en condiciones creadas por una guerra tan loca, tan inaudita, que no nos quedaba más solución que proceder militarmente en el terreno económico... Es indudable que fuimos arrastrados más lejos de lo que teórica y prácticamente era necesario. Podemos, por tanto, retroceder un poco sin destruir por ello la dictadura del proletariado, que más bien quedará consolidada de esa manera. La realización es cuestión de práctica. Mi misión es demostraros que desde el punto de vista teórico nada se opone a ello.»

El primer resultado de esta «retirada económica» fue la sustitución de la requisa obligatoria de las reservas de trigo que excedían la norma fijada por el Estado por una especie de impuesto en especie que, una vez cumplido, permitía al productor explotar libremente, como mejor conviniera a sus intereses, el producto de su trabajo.

El segundo fue la afluencia de los capitalistas extranjeros que obtuvieron del Gobierno soviético concesiones de minas, bosques y otras riquezas naturales de la República.

Si bien la primera medida había sido acogida muy favorablemente por los campesinos, que a partir de ese momento se adhirieron sin reservas, en su gran mayoría, al régimen soviético, la segunda provocó entre ellos un descontento bastante vivo. Llegaron al Kremlin declaraciones de protesta; todas decían poco más o menos lo mismo: «No vale la pena expulsar a nuestros propios capitalistas para llamar ahora a los del extranjero.» Lenin les dejaba hablar y seguía perseverando en el camino que se había trazado: atraer al capitalismo extranjero, el único que podía garantizar la recuperación económica del país. En Europa, sobre todo en Inglaterra, causó sensación este «viraje» de la política soviética. Lloyd George anunció triunfalmente que «Lenin había comprendido por fin que no se podían calentar las locomotoras con las doctrinas de Marx». La prensa se hizo eco. «La libertad de comercio —escribía el Observer— puede convertirse en la tumba del comunismo en Rusia; Lenin admite el regreso de los capitalistas y de los propietarios.» Y el Morning Post afirmaba: «El retorno de Lenin al capitalismo marcha a pasos agigantados.» Unicamente The Nation opinó en forma razonable: «El señor Lloyd George se equivoca si cree que Lenin es un oportunista como él —escribía su editorialista—. Lenin es capaz de ceder temporalmente, y está dispuesto a utilizar los medios que le parecen eficaces. Pero no renuncia un solo instante a su meta fundamental: la transformación de toda Rusia en una inmensa explotación colectiva.»

 

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