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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 11. El vencedor vencido

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11. El vencedor vencido

XI

EL VENCEDOR VENCIDO

Alquilaron un pequeño pabellón en los alrededores de Ginebra. Había una gran cocina en la planta baja y tres habitaciones en el primer piso. Pero no tenía muebles. Krupskaia había traído de Londres algunos utensilios caseros y un poco de vajilla. Evidentemente no eran suficientes, pero rápidamente encontró la manera de zanjar la dificultad. Acababan de llegar varias cajas, en las que Lenin había hecho transportar su biblioteca, que durante su estancia en Inglaterra había aumentado considerablemente. Sacaron los libros y una vez las cajas vacías las utilizaron como mesas y sillas en la cocina, que, al decir de Krupskaia, se había convertido en su salón. No faltaban, naturalmente, los visitantes. «La casa estaba siempre llena de gente —escribe ella—. Para poder conversar en privado había que ir al parque vecino o al borde del lago.» Volvieron a ver a Martov, que había llegado de París en compañía de su nuevo amigo, Trotski. Este, después de pasar unos meses lejos de su patrón, había cobrado aplomo. El gran éxito que obtenían sus conferencias, siempre brillantes, inspiradas, debió incitarlo a abandonar su condición subalterna. En París tuvo frecuentes ocasiones de verse con Martov. Comprendió inmediatamente que no era un Lenin. Pero «Julio» era más asequible, más «camarada»; se podía discutir con él más libremente y decir la última palabra, cosa difícil, si no imposible, cuando se entablaba una discusión con Lenin. En cuanto a Martov, había tomado gusto a la autoridad al verse lejos de Londres y estaba firmemente decidido a no dejarse llevar más a remolque de los demás y a volar con sus propias alas. El próximo Congreso le daría, al menos así lo esperaba, esa oportunidad. Los delegados empezaron a llegar desde principios de junio. Venían de todas las regiones de Rusia y todos, o casi todos, se encaminaban automáticamente, en cuanto llegaban, a casa de Lenin. Uno de ellos, el delegado de Saratov, Liadov, un joven abogado muy activo, cuenta en sus Recuerdos: «La carretera que conducía a su casa pasaba a orillas del lago de Ginebra. Lo encontré en el camino. No sé por qué, pero tuve enseguida el presentimiento de que era él. Le pregunté: «¿Cómo podría llegar a tal casa?» «¿Va usted a mi casa? —me dijo—. Yo soy Lenin.» Liadov se vio enseguida abrumado de preguntas: ¿Cómo marcha el trabajo en los comités? ¿Cuál es el estado de ánimo de los obreros? ¿Qué piensan los campesinos? «Sin que me diera cuenta —escribe Liadov— me había sometido a un verdadero interrogatorio, pero lo hacía tan cordialmente que le di con gusto todos los detalles.»

Hubo reuniones a más no poder. El café Landolt, que se había convertido en el cuartel general de los iskristas, no se vaciaba nunca. Y era Lenin, naturalmente, quien dirigía las operaciones. Plejanov no se tomaba ninguna molestia. Recibía en su casa. Tenía «sus días». Y lo hacía como en la mejor sociedad. La señora Plejanov recibía a los invitados. Sus hijas servían el té y las pastas. Trotski fue una vez: le quedó un recuerdo execrable. Estaba clavado en su silla y no sabía qué hacer con las manos y los pies. En la primera oportunidad se marchó.

En esas reuniones preparatorias se habló mucho y muy extensamente de la cuestión de los estatutos. El proyecto elaborado por el Comité de organización preveía dos centros que se repartirían la dirección del partido: el Comité central, encargado de su dirección efectiva, y el Órgano central, es decir, la redacción de su periódico oficial, que asumiría la dirección ideológica. El problema de las relaciones entre esos dos organismos se convirtió en objeto de vivas discusiones. Los iskristas llegados de Rusia estimaban que el Órgano central, cuya sede estaba en el extranjero, debía estar subordinado al Comité central establecido en el interior del Imperio. Trotski compartía ese punto de vista.

—No dará resultado así —le decía Lenin—. Veamos, ¿cómo se las arreglarían para dirigirnos desde allá? No, no daría resultado. Nosotros formamos aquí un centro estable, y somos nosotros quienes lo dirigimos. Alguien había opinado que el periódico del partido debía publicar, sin tener derecho a rechazarlos, todos los artículos que le enviaran los miembros del Comité central. —¿Incluso cuando estén dirigidos contra el periódico? —preguntó Lenin a Trotski, que sostenía también esa opinión. —Desde luego —contestó éste. —¿Para qué? —preguntó con asombro Lenin—. Eso no tiene sentido. Se puede pensar en una polémica entre los miembros del Comité central e incluso podría ser útil en ciertos casos. Pero no se podrían admitir ataques de los «rusos» del Comité central contra el periódico del partido. —Entonces, ¿es la dictadura completa del periódico? —exclamó Trotski. —¡Eh! Bueno, ¿y qué tiene de malo? —declaró tranquilamente su interlocutor—. Así hay que proceder en la coyuntura presente.

Para celebrar el Congreso escogieron Bruselas, a fin de no poner a prueba la paciencia de las autoridades suizas, que seguramente habrían visto de mala gana que se celebrara en su país una asamblea de revolucionarios rusos. A partir de mediados de julio, los delegados tomaron el camino de Bruselas en grupos. Un viejo militante del grupo Emancipación del Trabajo, que vivía en Bruselas desde hacía muchos años, Koltzov, había aceptado alojarlos en su casa. Se había comprometido un poco a la ligera. «Cuando su patrona vio llegar cuatro rusos —cuenta Krupskaia— anunció que era suficiente, que no admitiría uno más y que de lo contrario los echaría a todos.» La mujer de Koltzov se vio obligada, por tanto, a montar guardia en la esquina. Tan pronto como veía venir un delegado, lo paraba y lo desviaba hacia un hotel cercano cuyo dueño simpatizaba con los socialistas. En efecto, los congresistas fueron recibidos y se mostraron muy contentos. Cenaban todos juntos, y una vez terminada la cena, «después del coñac», especifica Krupskaia, el delegado de la región del Don, que poseía, según parece, una voz muy bonita se ponía a cantar romanas y trozos de ópera. La gente se agolpaba bajo las ventanas, escuchaba y aplaudía...

El Congreso se abrió el 30 de julio en un hangar vacío. Habían improvisado un estrado y una tribuna. El muro del fondo fue cubierto con una tela roja. De las 57 personas invitadas estaban presentes 48. Plejanov pronunció el discurso de apertura «con voz grave y vibrante de entusiasmo», dice Krupskaia, que asistía al Congreso con voto consultivo. Fue elegida presidenta por aclamación. La asamblea nombró a continuación dos vicepresidentes: Lenin y un «ruso», el delegado de Kiev, Krasikov, un iskrista convencido que había formado parte del Comité de organización y que se había movido mucho para activar los trabajos.

El orden del día redactado por el Comité de organización señalaba que, una vez constituido el Congreso, había que ocuparse en primer lugar del ingreso del Bund judío en el partido. La cosa tenía su importancia. Esa organización tenía entonces cerca de 30.000 miembros, es decir, tantos, si no más, que todo el partido socialdemócrata ruso de aquella época. Los dirigentes del Bund no querían ingresar pura y simplemente. Concebían sus futuras relaciones con los rusos bajo el aspecto de una federación en la que el Bund pudiera conservar una total libertad de acción. Justificaban esto diciendo que los intereses de los trabajadores judíos eran diferentes a los de los trabajadores rusos y que había que respetar el principio de las nacionalidades. Si se adoptaba su punto de vista, el futuro partido ruso socialdemócrata cobraría la forma de una federación de grupos nacionales autónomos: judíos, polacos, ucranianos, letones, georgianos, armenios, etc. Lenin se mostró claramente hostil. Eso no podía conducir, según él, más que al desmenuzamiento, a la impotencia de un partido que se presentaba como un bloque homogéneo cuya constitución interior se basaba en la más rigurosa centralización. Era necesario antes que nada, estimaba, zanjar esa cuestión. Los delegados del Bund estimaban, por el contrario, que el partido debía comenzar por organizarse definitivamente, darse un programa y unos estatutos. Después sería mucho más fácil tratar la cuestión del ingreso de su organización en su seno. El Congreso, por treinta votos contra diez, dio la razón a Lenin. Los debates duraron ocho sesiones. Los delegados judíos defendieron tenazmente su tesis de «federación», pero la asamblea se pronunció contra ella por 45 votos contra 5, que eran los de los representantes del Bund. Tras lo cual se pudo abordar, por fin, la cuestión de los estatutos. Pero las autoridades belgas, cediendo probablemente a las sugestiones del Gobierno zarista, hicieron saber a los congresistas que no tolerarían más sus asambleas. Había que partir, por tanto. Por consejo de Lenin probablemente, el Congreso se trasladó a Londres. Allí la policía no se mezcló, y éste pudo reunirse en paz.

Lenin había preparado un proyecto de estatutos mucho antes de la reunión del Congreso. Martov, por su parte, había redactado otro. Unas seis semanas antes de la apertura de las sesiones, se lo sometió a Lenin para recabar su opinión. Este encontró el proyecto de Martov demasiado detallado y se lo devolvió diciéndole que sólo le parecía bueno su artículo primero, en el cual se inspiraría, haciendo algunas modificaciones, para el suyo. El texto de Martov, que lo había sacado simplemente de los estatutos del partido socialdemócrata alemán votados en el Congreso de Erfurt, decía: «Se considera miembro del partido socialdemócrata ruso a aquel que, habiéndose adherido a su programa, trabaje activamente por la realización de éste bajo el control y la dirección de los órganos centrales del partido.» He aquí cómo lo modificó Lenin: «Se considera miembro del partido a quien se adhiera a su programa y apoye al partido efectivamente, participando con su trabajo personal en una de sus organizaciones.»

Es fácil ver la diferencia. Para Martov se podía ser miembro del partido sin inscribirse en una de sus organizaciones, limitándose a trabajar libremente, bajo la vigilancia de su Comité director. Lenin quería que los miembros del partido estuvieran enrolados. Cada uno de ellos debía pertenecer a una organización determinada, ocupar el puesto que le fuera asignado, cumplir la misión que le fuera confiada y respetar los reglamentos y la disciplina establecida. La fórmula de Martov, liberal y acogedora, dejaba la puerta abierta de par en par a numerosos simpatizantes que vacilaban en entrar al partido porque no se atrevían a contraer un compromiso total. La de Lenin desechaba todo diletantismo y no veía en los miembros del partido más que soldados disciplinados que obedecían estrictamente a sus jefes. En la reunión previa de la Comisión de Estatutos se confrontaron las dos versiones y ambas obtuvieron un número igual de votos. Por tanto, ambas fueron presentadas al Congreso.

Martov sometió el texto de Lenin a una crítica a fondo. «Cuanto más se extendiera el título de miembro del partido, más valdría —declaró—. No podríamos menos que regocijarnos si todo huelguista, todo manifestante llevado a comparecer ante la justicia se dijera miembro de nuestro partido.» Y terminó declarando que le «aterraría» la idea de que, ante un tribunal, un militante socialdemócrata no tuviera derecho a decirse miembro del partido socialdemócrata.

Axelrod le apoyó. Evocó el recuerdo de las grandes organizaciones revolucionarias de antaño. A su alrededor se agrupaban numerosos militantes que las ayudaban en la medida de sus posibilidades sin estar formalmente obligados a hacerlo, y que eran considerados, sin embargo; miembros del partido. «Si adoptamos la fórmula de Lenin —dijo—, habremos tirado por la borda a una cantidad de gente útil.»

Plejanov, que compartía en este punto la manera de ver de Lenin, se levantó para refutar a su viejo amigo: «Axelrod se equivoca al referirse a los años 1870-1880. Existía entonces un centro perfectamente disciplinado al cual se ligaban las organizaciones creadas por él. Todo lo que quedaba fuera de esas organizaciones no era más que caos y anarquía... No debemos imitar la anarquía de aquella época, sino evitarla.» En cambio, Trotski atacó, no sin vehemencia, el texto de su maestro. «El partido —declaró— no es una organización de conspiradores... Si todos los obreros detenidos declararan que no pertenecían al partido socialdemócrata, sería el nuestro un extraño partido.»

Lenin respondió a todos con una tranquila sonrisa ligeramente burlona. Reconoce que hay un desacuerdo entre las dos fórmulas, pero se niega a ver en ello una cuestión de vida o muerte para el partido. Empero, sigue firmemente convencido de que la de Martov podría, en ciertos casos, causarle un verdadero perjuicio. En cuanto a Trotski, quiere darle una buena lección: «Al hablar de los obreros, el camarada Trotski no se ha dado cuenta de lo esencial: ¿mi definición sirve para ampliar o para restringir la concepción que tenemos de la noción miembro del partido? Si se hubiera hecho esa pregunta habría visto que mi definición la restringe y la de Martov la hace más «elástica», para hablar en su propio lenguaje. Ahora bien, la «elasticidad», en una época como la nuestra, abre indudablemente las puertas a todos los elementos oportunistas, débiles y vacilantes. Para refutar ese razonamiento simple y evidente hubiera sido necesario demostrar que esos elementos no existen. El camarada Trotski no ha pensado en ello. Y, además, sería imposible, puesto que todo el mundo sabe que esos elementos existen entre los obreros... Fijaos adónde le conduce su razonamiento. Nos decía que hubiera sido extraño si millares de obreros detenidos declararan que no pertenecían al partido socialdemócrata. ¿No es más bien el razonamiento del camarada Trotski el que podría parecer extraño? Lo que él lamenta no habría sido regocijar a cualquier revolucionario, por poca experiencia que tenga. En efecto, si millares y millares de obreros detenidos contestan no cuando se les pregunta si son miembros del partido socialdemócrata, eso demostrará una sola cosa: que nuestra organización es buena y que cumple bien su tarea, que consiste en arrastrar al movimiento a las más amplias masas al mismo tiempo que permanecer rigurosamente en la clandestinidad.»

Después de haberle dicho sus cuatro verdades a Trotski, se vuelve contra Martov:

«Los que defienden la fórmula de Martov no sólo ignoran uno de los más crueles males de que sufre nuestro partido, sino que además quieren consagrarlo. Ese mal ha nacido de la dificultad, si no de la imposibilidad, dada la obligación en que nos encontramos de encerrar nuestro trabajo en los límites de entrevistas privadas y de reuniones íntimas, de hacer entre nosotros una diferenciación entre los charlatanes y los trabajadores. Y difícilmente se podría encontrar un país donde la fusión de esas dos categorías fuera tan estrecha y causara tantos perjuicios y molestias como en Rusia. La fórmula de Martov conduciría inevitablemente a convertir a todo el mundo en miembro del partido. El propio camarada Martov se ha visto obligado a reconocerlo. «Pues bien, sí, si ustedes quieren», dice: Pues bien, sí, eso es precisamente lo que nosotros no queremos. Es precisamente por esa razón por la que combatimos tan tenazmente la fórmula del camarada Martov. Vale más que diez trabajadores no se llamen miembros del partido (los verdaderos trabajadores no van en busca de títulos) a que un charlatán tenga el derecho y la posibilidad de serlo. Ese es el argumento que me parece irrefutable y que me obliga a luchar contra Martov... El camarada Martov se asusta ante la idea de que un militante que no forme parte de una organización no tenga derecho a proclamarse miembro del partido ante el tribunal. A mí esa perspectiva no me asusta. Al contrario, sería sumamente enojoso que un individuo que no forma parte de una organización se adjudicara ese título ante el tribunal y se condujera en forma comprometedora para el partido.»

No logró, sin embargo, convencer a los asistentes. El artículo primero fue adoptado con la redacción de Martov por 28 votos contra los 23 que se habían pronunciado en favor del texto de Lenin.

Ese fracaso le afectó vivamente, pero, lejos de desanimarse, no pensó más que en preparar su desquite. Era necesario, en primer lugar, determinar bien el alcance y la significación de esa votación. Los cinco bundistas que se habían unido a los partidarios de Martov eran evidentemente los que habían asegurado la victoria de éste. Esos partidarios eran: los dos unionistas y los delegados de Crimea, de Siberia, de Bakú, de Tiflis, de Nikolaiev y de la Unión de Trabajadores de las Forjas. En favor de Lenin se habían pronunciado los delegados de la Unión del norte, del Don, de San Petersburgo, de Tula, de Saratov, de Kiev y de Batum. En cuanto a los de las otras organizaciones (Moscú, Jarkov, Odesa, Ekaterinoslav y el grupo El Trabajador del Mediodía) cada uno de los cuales estaba representado por dos delegados, se dividieron: unos se pusieron al lado de Lenin y otros al lado de Martov. Trotski, que representaba a la Unión de Siberia, votó por Martov. Plejanov, que representaba a su grupo Emancipación del Trabajo, por Lenin.

A primera vista. la situación parecía clara. Dejando a un lado a los cinco bundistas, que por lo demás abandonaron inmediatamente después el Congreso al no llegar a un acuerdo con los rusos sobre las condiciones de ingreso en el partido, las fuerzas en presencia eran numéricamente iguales. Bastaba, por tanto, según parece, que uno o dos partidarios de Martov se pasaran al campo de Lenin para que éste se asegurara la mayoría... mientras Plejanov permaneciese a su lado. A este respecto no podía hacerse ilusiones: algunos de los «veintitrés» que votaron por él no habían hecho más que seguir al presidente del grupo Emancipación del Trabajo. En cuanto éste se separara de Lenin, se llevaría consigo esos votos. El bando contrario se dio cuenta de esto y se hicieron esfuerzos, sobre todo por parte de dos unionistas que parecían entenderse cada vez mejor con Martov, para separarlo de Lenin. A uno de ellos, que se esforzaba en demostrarle que ese «maridaje» era contrario a la lógica, le contestó Plejanov en tono festivo: «Napoleón tenía la manía de divorciar a sus mariscales de sus esposas, aunque las amaran. El camarada Akimov se parece en este aspecto a Napoleón. Quiere divorciarme de Lenin a toda costa. Pero yo mostraré más firmeza de carácter que los mariscales del emperador. No me divorciaré de Lenin y espero que él tampoco piense divorciarse de mí.»

Lenin no dijo nada. Se echó a reír, con su risita muda y maliciosa, moviendo negativamente la cabeza. El Congreso iba a abordar la cuestión de la composición de los organismos directores, cuestión capital de la que dependía el futuro del partido. Lo que más preocupaba a Lenin era la composición del Órgano central, o sea de la redacción de Iskra. El había elaborado un proyecto en Londres, en la época en que vigilaba y dirigía desde allí los trabajos preparatorios del Comité de organización en Rusia. Quería conseguir una mayoría estable que no podía garantizarle la redacción de Iskra tal como estaba compuesta en Londres, y para ello pensaba presentar al Congreso, en el que según sus previsiones debían dominar sus partidarios, una lista nominativa de los miembros de la futura redacción del periódico. Se ignora a quiénes incluyó en esa lista, pero cabe suponer que Lenin escogió amigos y no enemigos. En Ginebra, comunicó su proyecto a Martov, a quien consideraba entonces su más fiel aliado. «Julio» también había pensado en ello. Pero de una manera distinta.

El «Órgano central» no constaría más que de tres miembros, lo mismo que el Comité central. Ese «trío», una vez nombrado, cooptaría por los tres antiguos miembros de la redacción, más uno nuevo, lo que daría un total de siete miembros, cifra más cómoda y que facilitaría la votación en caso de empate.

Martov sometió su idea a la consideración de Lenin. Este la estimó buena, renunció a la suya y de acuerdo con Martov elaboró un nuevo plan de organización basado en ella. Potresov fue puesto al corriente y no puso inconveniente alguno. Los otros miembros de la redacción tampoco, salvo Axelrod, quien manifestó algún descontento en una conversación privada, pero sin pasar de ahí. En las reuniones preliminares de los delegados, Martov defendió vigorosamente ese plan, cuya idea central, en realidad, era suya. Trotski, que esperaba firmemente ser el séptimo miembro en la nueva combinación, lo apoyó calurosamente.

Lenin había dado una buena acogida a la sugestión de Martov, pero no pensaba en modo alguno crear la situación que esperaba aquél. Él pensaba que esa sugerencia debía permitirle, sobre todo, afianzar su propia influencia. He aquí lo que propuso la víspera de la apertura del Congreso, cuando los delegados habían abordado la discusión del orden del día proyectado: el Congreso elegiría tres miembros del Comité central y otros tantos del Órgano central, tras lo cual los seis completarían juntos, mediante cooptación, los dos comités.

Era muy hábil. Estaba seguro de que el Comité central quedaría formado por partidarios suyos. Eso le permitiría presentar a la cooptación una lista de personas de su gusto y que, evidentemente, no hubiera sido admitida si el «trío» del Órgano central conservara la facultad de cooptar él solo. Eso obligaba, desde luego, a crear un Comité desmesuradamente amplio. Pero Lenin lo había previsto. El «Gran Comité» elegía uno pequeño, integrado por tres miembros solamente y que sería el que tendría la dirección efectiva. Sólo se recurriría al «Gran Comité» en los casos en que se manifestaran divergencias entre los «triunviros». Lo cual, en última instancia, debía garantizar la victoria a Lenin.

Martov se dio cuenta, y de acuerdo con Trotski resolvió «torpedear» su propio proyecto, tan hábilmente arreglado por Lenin a su manera. Trotski se encargó de que el Congreso adoptara una moción que proponía la reelección pura y simple, in corpore, de la antigua redacción de Iskra, argumentando que puesto que durante dos años seguidos había sabido dirigir bien el periódico no había más que dejarla que continuara su trabajo, y simulando ignorar que desde ahora su misión debía desbordar con mucho los límites de la simple tarea de redacción. Su moción fue rechazada después de unos debates que alcanzaron un grado inaudito de violencia. Atronaban las injurias en la sala. Apenas se oía lo que decían los oradores. Los partidarios de Martov se mostraban particularmente encarnizados. Pero los «leninistas» resistían. Además, estaban seguros de poder triunfar: ya no estaban allí los bundistas ni los unionistas que se habían declarado solidarios de Martov.

Al pronunciarse contra la proposición de Trotski, el Congreso se declaraba en favor de la de Lenin. Cuando los miembros de la redacción de Iskra, que no habían participado en el escrutinio, regresaron a la sala, Martov hizo, «en nombre de la mayoría de la antigua redacción», la declaración siguiente:

«La vieja Iskra ya no existe y, en buena lógica, su nombre debería ser cambiado... Puesto que se ha decidido elegir un Comité de tres, declaro, en nombre de mis tres camaradas y en el mío propio, que ninguno de nosotros aceptaría formar parte de él. En lo que a mí se refiere, agrego que consideraría una injuria ser presentado como candidato a esa función, y que la simple suposición de que aceptaría trabajar la consideraría como una mancha a mi reputación política. Lo que acaba de ocurrir no constituye más que un último episodio de la lucha que se ha entablado en el curso de este Congreso. Para nadie es un misterio que no se trata de hacer más productivo el trabajo del órgano central, sino únicamente de mangonear en el Comité central del partido. La mayoría de la redacción de Iskra ha dicho que no desea que el Comité central sea transformado en un instrumento dócil en manos del órgano central... Creí, lo mismo que mis colegas de la redacción, que el Congreso pondría fin a ese estado de sitio que reina en el interior del partido y que éste volvería al estado normal.

No ha sido así: el estado de sitio, con leyes de excepción dirigidas contra ciertos grupos, no sólo es mantenido, sino reforzado.»

Martov había hablado en un estado de gran sobreexcitación y no hizo más que soliviantar todavía más a una asamblea ya suficientemente agitada. Se esperaba, para desatar una nueva tormenta, la réplica de Lenin. Y ésta se produjo. Pausadamente, con voz tranquila y medida, articuló: «Pido permiso al Congreso para contestar a Martov.» Naturalmente, nadie pensó en oponerse. Entonces, con la misma voz tranquila y medida, prosiguió: «El camarada Martov ha declarado que esa votación significa una mancha para su reputación política. Una votación no tiene nada que ver con una mancha a la reputación política.»

No le dejaron continuar. Hubo en el acto una explosión repentina de gritos y vociferaciones de toda clase. Sobresale del estruendo la voz sonora de Trotski y también la voz estridente de Vera Zasulitch, que ya sólo piensa en lo que va a decir «Jorge». Martov se desgañita gesticulando. Se oye por todas partes: ¡No es verdad! ¡Es mentira! Lenin, un poco desconcertado (es la primera vez que se enfrenta a una tormenta similar), trata de protestar. El presidente, Plejanov, viene en su ayuda y hace esfuerzos desesperados para restablecer la calma. Esfuerzo inútil. Es el propio Lenin quien restablecerá el orden. Se vuelve hacia la presidencia, donde están los secretarios, y les pide que mencionen en el acta de la sesión que los camaradas Zasulitch, Martov y Trotski le han interrumpido y las veces que lo han hecho. Estos se callan en el acto, como alumnos turbulentos que quieren evitar las sanciones, y Lenin puede hablar. Se pronuncia primero contra el argumento de Martov de que su ingreso en el nuevo Comité de dirección de Iskra, en el que ya no figuran sus tres antiguos camaradas, constituye una mancha a su reputación política. «Admitir ese punto de vista —estima— sería negar al Congreso el derecho de renovar los cargos dirigentes del partido.» A continuación, muy dueño de sí mismo, recuerda a Martov que la idea de los dos «tríos» fue suya y que había conocido y apoyado desde un principio su proyecto. Lo mismo que Trotski y lo mismo que varios otros camaradas.

Entonces..., Pero al llegar aquí cambia el tono, se hace cada vez más autoritario, demoledor e imperativo: «Estoy perfectamente de acuerdo con el camarada Martov en que la decisión que acaba de tomarse tiene un alcance político considerable. Pero ese alcance no es el que le atribuye el camarada Martov. Ha dicho que era un episodio de la lucha por la influencia en el Comité central. Yo llegaré más lejos diciendo que toda la acción de Iskra como grupo privado no fue hasta ahora más que una lucha por esa influencia. Ahora se trata de algo más importante: no se trata ya de luchar por esa influencia, sino de consolidarla organizándola. Puede verse hasta qué punto nos alejamos políticamente el uno del otro el camarada Martov y yo, si comprobamos que él me reprocha el crimen de aspirar a esa influencia mientras yo lo considero un mérito. Eso quiere decir que ya no hablamos el mismo lenguaje... Sí, el camarada Martov tiene perfecta razón: el paso dado es, indudablemente, un paso decisivo que dejará su huella en el futuro trabajo constructor de nuestro partido. Y no me impresiona en modo alguno la comparación con un «estado de sitio», con «leyes de excepción» para ciertos grupos y ciertas personas. No sólo podemos, sino que debemos declararnos en estado de sitio para protegernos de los elementos vacilantes y frívolos. Y todos nuestros estatutos, todo nuestro «centralismo» que acaba de aprobar el Congreso, no son más que un estado de sitio permanente contra las fuentes, tan numerosas, de la inestabilidad política. Y para luchar contra éstas no vacilaremos en recurrir a las leyes particulares o de excepción.»

Tal vez en ese discurso pensaba Plejanov cuando unos días más tarde, contestando a los reproches que le hacía su amigo Axelrod por haber apoyado a Lenin, le dijo: «¡Qué quiere usted! ¡De esa misma madera estaba hecho un Robespierre!» El escrutinio dio los resultados previstos. Fueron elegidos para el Órgano central Plejanov, Lenin y Martov; para el Comité central, Krjijanovski y Lengnik, dos amigos de Lenin, y un «neutral» inofensivo, Gliebov. Lenin tenía, pues, asegurada la mayoría. Martov anunció que no aceptaba formar parte del «trío» del Órgano central y éste quedó reducido a dos miembros solamente: Plejanov y Lenin.

El Congreso había terminado. Los «rusos» se disponían a regresar a su país. Uno de ellos abordó un día a Lenin y se puso a lamentar las querellas intestinas y las ásperas polémicas que habían azotado sus sesiones. «¡Qué triste atmósfera se respiraba!», se quejaba. «¡Qué cosa más bella ha sido nuestro Congreso! —le replicó Lenin—. Una lucha franca y libre. Se han expresado las opiniones. Se han delineado los contornos. Se han determinado los grupos. Se han tomado las decisiones. Hemos cruzado una etapa. ¡Adelante! ¡Yo lo comprendo, esto es la vida!»

Esas palabras optimistas no reflejaban exactamente el estado de ánimo de Lenin. Tras esa máscara alegre ocultaba una gran angustia y profundos tormentos. Resentía dolorosamente todas esas disputas. Bajo una apariencia seca y escéptica, Lenin ocultaba una sensibilidad aguda, casi enfermiza. Era difícil que concediera su amistad, pero una vez que la había dado a alguien no podía separarse sin que la ruptura lo hiciera sufrir cruelmente. Martov le inspiraba un sentimiento complejo de afecto burlón y de indulgente ternura. Se burlaba frecuentemente de él, lo consideraba insoportable y huía como de la peste de su charlatanería que le impedía trabajar, pero apreciaba su inteligencia y su devoción. Ahora lo veía alzarse contra él, y el fin de una amistad de diez años parecía inevitable: para Lenin, las divergencias políticas no podían dejar de tener su repercusión directa e inmediata en el terreno privado. Quien dejaba de compartir sus opiniones era borrado de la lista de sus amistades personales. Pero eso constituía para él una fuente de desgarramientos atroces. Ya en Bruselas se mostraba muy agitado. «Tenía tantas preocupaciones —escribe Krupskaia— que no pensaba en comer.» En Londres fue peor. También aquí conviene señalar el testimonio de su mujer, que lo observaba con inquietud solícita: «su nerviosismo se agravó. Pasaba las noches sin sueño, terriblemente agitado.» Pero sólo ella lo sabía. Ninguno de sus amigos y de sus enemigos, que lo veían siempre tranquilo y sonriente, sospechaban.

Volvieron a Ginebra. «Entonces —sigue hablando Krupskaia— empezaron los días malos.» En efecto, la situación se presentaba bastante sombría. En lugar de consolidar la unidad del partido, el Congreso no había hecho más que acentuar las divisiones que existían en los círculos de la socialdemocracia rusa. En lugar de una fusión con los bundistas y de un entendimiento con los unionistas, se había llegado a una ruptura con unos y con otros. Pero lo grave, sobre todo, era que en el seno mismo de las organizaciones iskristas se perfilaba una escisión que amenazaba con dividir al partido en dos sectores. Los «vencidos» acababan de declarar una guerra sin cuartel a los «vencedores». Aunque habían sido puestos en minoría en el Congreso, tenían a su lado a la gran mayoría de los emigrados. Lenin, a pesar del prestigio del nombre de Plejanov, que se había puesto a su lado, no pudo reunir más que un puñado mínimo de partidarios. O sea que los «mayoritarios» del Congreso no formaban en realidad más que una minoría ínfima, mientras que los «minoritarios» representaban efectivamente a la mayoría y tenían en sus filas a los personajes más representativos de la emigración rusa de aquella época. Hicieron todo lo posible para «darle» a Lenin y reducir a cero el alcance de su victoria en el Congreso. Para empezar: boicot total de «su» Iskra. Se dio la consigna de negarse a colaborar en él bajo ningún aspecto y de no entregar nada a la caja del periódico. Después: negarse a reconocer las decisiones tomadas por el Congreso y la autoridad del Comité central elegido. Por último: intervención apremiante ante las organizaciones del interior, donde los adeptos de Lenin eran mucho más numerosos que en el extranjero. Se escribe a los comités y se actúa entre los delegados que se han retrasado en Ginebra. Lenin es acusado de haber «tiranizado» al Congreso, de querer someter al partido a un régimen de cuartel, de jugar al dictador. En su informe a sus camaradas de Siberia que lo habían comisionado, Trotski decía:

«Creyó el Congreso que entre el oportunismo auténtico y el iskrismo pura sangre se había introducido un iskrismo blando o «girondino». Inmediatamente resonó el grito: «¡La patria está en peligro! ¡Las puertas del partido están abiertas de par en par!» Las dos terceras partes de la redacción fueron enseguida declaradas sospechosas. La Montaña ortodoxa se puso a devorarse a sí misma: «¡La patria está en peligro! ¡Caveant consules!...» El camarada Lenin ideó un Comité de Salud Pública en el que pensaba desempeñar el papel del incorruptible Robespierre. Todo lo que le cerraba el paso debía ser aniquilado y el camarada Lenin no vaciló en exterminar a la Montaña iskrista para poder instalar sin obstáculos su «república de la virtud y del terror».

Robespierre no pudo mantener su dictadura en el Comité de Salud Pública más que reclutando partidarios en el seno del propio Comité y colocando a sus criaturas en todas las funciones importantes del Estado... La primera condición se ha realizado en nuestra caricatura del robespierrismo con la supresión de la antigua redacción. La segunda, mediante la selección de los candidatos para el «trío» del Comité central y mediante el sistema de cooptación mutua que debe ser aplicado a continuación. Un régimen así no puede ser viable. El sistema de terror conduce a la reacción. El proletariado parisiense puso a Robespierre en un pedestal con la esperanza de que lo sacaría de la miseria. Pero el dictador le trajo demasiadas ejecuciones y muy poco pan. Robespierre cayó y arrastró en su caída a toda la Montaña y, con ella, a toda la causa de la democracia en general.

Y nosotros también, en estos momentos, nos hallamos frente a ese mismo peligro: el inevitable e inminente hundimiento del centralismo leninista va a comprometer, para muchos de nuestros camaradas rusos, la idea misma de la centralización. Las esperanzas nacidas del «gobierno» del partido han sido demasiado grandes, desmesuradamente grandes. Los Comités estaban convencidos de que les proporcionaría hombres y medios de acción. Pero un régimen que para poderse sostener mejor empieza por desterrar a todo un equipo de excelentes trabajadores no puede más que prometer demasiadas ejecuciones y poco pan. Está destinado infaliblemente a provocar una decepción que podría ser fatal no sólo para los Robespierres y para los islotes del centralismo, sino también para el principio de una organización unificada del partido. Y entonces se adueñarían de la situación los «termidorianos» del socialismo oportunista y las puertas del partido se abrirían de verdad de par en par.

¡Que no suceda así, camaradas! Viendo que había tropezado con una oposición en masa cuya amplitud superaba sus previsiones, Lenin trató de tantear el terreno con vistas a una reconciliación. Se dirigió a Martov. En el curso de una entrevista celebrada a iniciativa suya, propuso a su viejo amigo olvidar todo lo que acababa de ocurrir y entrar en el «trío» iskrista, haciéndole ver que como ambos tenían la misma opinión sobre la mayoría de las cuestiones, podrían entre los dos dominar a Plejanov. Martov no quiso saber nada, obstinándose en creer que los alegatos de Lenin lo habían deshonrado ante sus colegas. Poco después de esa conversación, Lenin escribía a un iskrista que formaba parte de la minoría: «Todo esto conducirá inevitablemente a una escisión en el partido. Y yo me pregunto: en resumen, ¿por qué razones vamos a separarnos? Repaso en mi memoria todos los acontecimientos del Congreso. Reconozco que a veces actué en un estado de terrible exasperación y que me conduje con rabia. Estoy dispuesto a reconocer ante quien sea esta falta mía, si es que hay que considerar como una falta las reacciones provocadas por la atmósfera general del Congreso, en la excitación de la lucha. Pero ahora, examinando con sangre fría los resultados adquiridos a costa de una lucha furiosa, no veo decididamente nada humillante ni ofensivo para la minoría. Es cierto que el hecho de quedar en minoría tenía que ser resentido como una humillación, pero protesto categóricamente contra la idea de que hubiéramos tenido la intención de humillar a nadie... Estuvimos en desacuerdo, Martov y yo, como lo hemos estado decenas de veces. Habiendo sido vencido en la cuestión del artículo primero de los estatutos, tenía que aspirar, con toda mi energía, al desquite... Indudablemente, la creación del «trío» permitía una línea de conducta política y de organización dirigida en cierto modo contra Martov. De acuerdo. ¿Pero es una razón para romper? ¿Romper el partido por eso...? Lo repito: lo mismo que la mayoría de los iskristas del Congreso tenía la profunda convicción de que Martov había emprendido el mal camino y que había que traerlo al bueno. Ofenderse, creerse humillado y «manchado» no es razonable. No queremos manchar ni apartar del trabajo común a nadie. Provocar una escisión porque se ha sido apartado de la dirección del periódico sería, en mi opinión, una simple locura.» La mano que tendía Lenin quedó suspendida en el aire.

El 6 de octubre envió a Trotski, a Martov y a los tres miembros separados de la redacción de Iskra una carta circular firmada por él y por Plejanov: «Querido camarada: la dirección del órgano central del partido estima que es su deber expresarle oficialmente su pesar al ver que se abstiene de colaborar en Iskra y en Zaria. A pesar de nuestras reiteradas invitaciones, no hemos recibido ningún escrito suyo. La dirección del órgano central del partido quiere dejar asentado que su negativa de colaboración no podrá serle imputada en ningún caso. Una rencilla personal no puede ser evidentemente un obstáculo para el trabajo en el órgano central del partido. Si su abstención es consecuencia de una divergencia entre usted y nosotros, estimamos que sería infinitamente deseable, en interés mismo del partido, que se le presentara, en las columnas de la publicación que dirigimos, una exposición detallada que aclarara el carácter y la amplitud de esa diferencia».

Todos, con excepción de Martov, se limitaron a responder brevemente que habían suspendido sus relaciones con Iskra desde el advenimiento de la nueva redacción. Martov hizo saber además que pensaba explicarse ante todo el partido, pero de una manera muy distinta a la propuesta por Plejanov y Lenin.

La Liga de los Socialdemócratas Rusos en el Extranjero, fundada por Plejanov después de su ruptura con los unionistas, disponía de dos mandatos en el Congreso. Habían sido confiados a Lenin y a Martov. La víspera de la apertura de las sesiones, se supo que el delegado de la organización central rusa de Iskra se hallaba en la imposibilidad de trasladarse al extranjero. Para no privarla de un representante en el Congreso, se decidió que uno de los dos delegados de la Liga recogería su mandato. ¿Pero cuál? Se zanjó la cuestión echándolo a suertes. Así fue como Martov se convirtió en delegado de la Iskra y Lenin siguió siendo el de la Liga. Era costumbre que, después de un Congreso, el delegado hiciera un informe a sus compañeros sobre la forma en que había cumplido su mandato. Martov, que tenía numerosos amigos entre los miembros de la Liga, consiguió que, al mismo tiempo que se invitaba a Lenin a presentar su informe, le autorizaran a él, en su calidad de segundo delegado, aunque no había ejercido efectivamente esa función, a presentar también el suyo. Eso era lo que, en su respuesta a Lenin, había calificado de «una explicación ante el partido».

Lenin no podía esquivar esa confrontación. Y fue hacia ella sabiendo que era un golpe montado por sus adversarios, quienes, seguros de su mayoría, saboreaban su triunfo por adelantado. «Poco antes de esa reunión —escribe Krupskaia— le había ocurrido un accidente a V. I. Se paseaba en bicicleta. Perdido en sus pensamientos, fue a chocar contra un tranvía y estuvo a punto de perder un ojo. Se presentó ante la asamblea de la Liga con la cara tumefacta y la cabeza vendada.» «Como un acusado ante sus jueces», ha dicho Plejanov, que asistía a la sesión.

Las cosas se anunciaban mal desde el principio. Comenzó, por tanto, por sostener que Martov había renunciado a su mandato y que él, Lenin, había sido el único delegado de la Liga. En consecuencia, Martov no debía ser admitido como segundo ponente. Eso estaba conforme, en efecto, con la lógica más elemental. La asamblea, sin embargo, no compartió esa opinión y autorizó a Martov a presentar su informe. Dijo a continuación que, para poder aclarar mejor la relación de los hechos, pensaba hablar de lo que había pasado no sólo en el Congreso, sino también en las conferencias privadas de la redacción de Iskra. Martov se opuso. Eso sería demasiado indiscreto. Además, no se habían levantado actas de esas entrevistas. Podrían surgir controversias por parte de los interesados. Más vale no tocar lo que ha pasado entre bastidores. Lenin protesta. ¿No hay actas? Eso no tiene importancia ninguna. También faltan por el momento las del Congreso, y eso no impide que se discutan sus sesiones.

«Además —agrega en tono amenazador—, si considero que las reuniones privadas de Iskra son susceptibles de aclarar el asunto, hablaré de ellas, e incluso ante un auditorio mayor. De todas maneras, el camarada Martov no logrará ocultarlas.»

Murmullos desaprobadores acogen esa declaración. Plejanov, deseoso de apoyar a Lenin, expresa su asombro por ver en el discurso de Martov «un extraño método para buscar la verdad que consiste en escamotear los medios de conocerla». Martov, vivamente picado, reaccionó nerviosamente: ¡Bueno, no importa! Las palabras del camarada Plejanov me dejan las manos libres. Declino toda responsabilidad por lo que pueda suceder y propongo que se hable de todo, absolutamente de todo». Martov sabía lo que decía. Lenin pareció comprenderlo y quiso batirse en retirada: él quiere hablar de las conferencias privadas de Iskra, pero también quiere señalar que durante el Congreso no hubo reuniones de la redacción. En cuanto a las conversaciones particulares, el repetirlas sería caer en comadreos de portera. No lo hará. Pero Martov insiste. Puesto que de aclarar se trata, de aclararlo todo, hablemos de todos y de todo. La asamblea le da la razón. Lenin cae en la trampa que él mismo se ha tendido.

La lectura de su informe no provocó incidentes. Sus partidarios aplaudieron.

Martov tiene ahora la palabra. Primero, un panorama general de las sesiones del Congreso. Tiene que cumplir bien sus deberes de ponente. Pero tiene prisa en abordar su propio caso. Desde hace dos meses —se queja— le persigue la calumnia, se le deshonra, y ya no aguanta más. Lenin se ha atrevido a afirmar que estaba de acuerdo con él para reducir la redacción de Iskra a tres miembros. Es mentira. ¡Traicionar él a sus camaradas! Sólo el pensar que hubiera sido capaz de hacerlo constituye para él una injuria mortal. Y no la tolerará. He aquí cómo sucedieron las cosas: en una conversación a la que asistió Potresov, Lenin propuso nombrar una redacción de tres miembros que completaría inmediatamente su equipo nombrando cuatro miembros con el sistema de cooptación. Era según él, afirma Martov, la única manera de evitar la discusión en el seno de la redacción si se planteaba la cuestión del nombramiento de un séptimo miembro. Él, Martov, había dado su consentimiento porque estaba convencido de que se trataba de volver a introducir a los tres antiguos miembros de la redacción.

Se oye gritar a Lenin: «¡No es verdad! ¡No es verdad!» Martov persiste en sostener que Lenin lo ha engañado al proponer al Congreso una solución diferente a la que había expuesto durante su conversación. «Le pregunto directamente a Lenin: ¿He mentido? Si Lenin contesta que he mentido, lo cito ante un jurado de honor que decidirá quién de los dos ha engañado al partido. Si el jurado considera que quien ha mentido he sido yo, sacaré la conclusión de que un hombre convicto de haber mentido al partido debe ser considerado indigno de ocupar un puesto responsable.»

Mientras hablaba Martov, Lenin escribía febrilmente sobre un pedazo de papel. Cuando el otro se calla, se levanta y lee la declaración siguiente, que él mismo depositará a continuación en la Mesa de la Asamblea: «Protesto con la mayor energía contra ese miserable medio de combate que consiste en preguntar: ¿quién ha mentido al relatar la entrevista privada que se celebró entre Martov, Potresov y yo?... Declaro que Martov lo ha contado de una manera totalmente inexacta. Declaro que acepto cualquier clase de jurado de honor, y yo también lo cito ante ese jurado si se cree autorizado para acusarme de haber cometido una acción incompatible con el desempeño de un cargo responsable en el partido. Declaro que el deber moral de Martov, que en lugar de una acusación precisa hace vagas insinuaciones, es formular su acusación abiertamente y con su firma. En mi calidad de miembro de la redacción del órgano central del partido, le propongo, en nombre de toda la redacción, que publique inmediatamente esa acusación en un folleto especial. Si no lo hace, demostrará que sólo ha buscado el escándalo y no el saneamiento moral del partido.»

Al terminar la sesión, Martov sintió algún remordimiento. «Debo señalar —dijo— que fue el propio Lenin quien, después de que le advertí el inconveniente de sacar a relucir las conversaciones privadas, las utilizó en su informe y me obligó a hacer lo mismo... No he dicho que Lenin hubiera mentido. He dicho que si sus declaraciones son exactas yo soy un mentiroso, y que no podré soportar tal responsabilidad. Lo mismo en cuanto a las intrigas. No he acusado a Lenin de haber intrigado, y él me presenta como un intrigante.» Tras lo cual se levantó la sesión.

Al comenzar la del día siguiente, Lenin anuncia que después de lo ocurrido la víspera estima inútil e imposible participar en los debates que van a comenzar. Dicho esto, se dirige hacia la salida, seguido por la mayoría de sus partidarios. La sesión continúa. Trotski hace votar una moción: «El Congreso de la Liga lamenta profundamente que el camarada Lenin, delegado suyo al segundo Congreso del partido socialdemócrata ruso, abandone la sala de sesiones sin haber terminado de dar cuenta de su mandato, so pretexto de que el camarada Martov le ha ofendido, y sustrayéndose así a sus deberes para con el partido.» Dan, otro antiguo compañero de lucha de Lenin, propone a la asamblea una resolución que especifica que «la posición adoptada por el camarada Lenin en las cuestiones de organización debatidas en el Congreso no corresponde en absoluto a los principios sobre los cuales se basa la actividad de la Liga». También es aprobada. Al hablar ante la asamblea de la Liga, Martov no había omitido mencionar el ofrecimiento que le hizo Lenin, después de la clausura del Congreso, de formar una alianza contra Plejanov en el seno de la nueva redacción de Iskra. Plejanov estaba presente. Por el momento no reaccionó. Pero es poco probable que esa revelación lo dejara indiferente. Por lo demás, no hacía sino confirmar lo que sus allegados le repetían sin cesar: «El maridaje con Lenin era antinatural.» Le aseguraban que todo el mundo decía de él: «Plejanov ya no existe; se ha convertido en un juguete de Lenin.» Todo esto acabó por producir el efecto deseado: Plejanov se dejó convencer de que había que «terminar». La ocasión no se hizo esperar.

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