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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 12. Remontando la cuesta

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12. Remontando la cuesta

XII

REMONTANDO LA CUESTA

Un mes de ese régimen fue suficiente para equilibrar los nervios de Lenin. Después de haber puesto fin a sus excursiones alpestres, se trasladó a una pequeña aldea de los alrededores de Lausana, donde debía llevarse a cabo su entrevista con Bogdanov, que había venido a Suiza para verle.

Lenin había conocido a través de sus libros, cuando todavía estaba en Siberia, a ese hombre que se había hecho célebre al publicar, a la edad de veintitrés años, un Compendio de ciencia económica. Lenin, que era muy exigente y muy difícil de complacer en esta materia, había hecho un comentario de lo más elogioso en una de las grandes revistas rusas de la época.

Luego estudió minuciosamente su segunda obra La función de la naturaleza en la historia y se sintió atraído por esta inteligencia tan precoz, pero infinitamente seductora. Era, en efecto, un personaje singularmente atractivo y decepcionante a la vez. Convertido en uno de los maestros de la ciencia económica rusa, a la edad en que otros continúan todavía sus estudios universitarios, este joven médico, que se ha especializado en psiquiatría, se dedica a la filosofía y escribe un libro cuyo éxito es no menos sonoro. Paralelamente, hace un trabajo clandestino muy activo en las organizaciones socialdemócratas de Moscú, lo cual no le impide llevar una vida mundana bastante agitada: las revistas se disputan su colaboración, tiene numerosas relaciones en los círculos literarios, Gorki es amigo suyo. ¿Qué quiere, pues, de Lenin?

Bogdanov observaba muy atentamente la evolución de la crisis que había puesto una frente a otra a las dos fracciones del partido socialdemócrata ruso en el extranjero. Lamentaba esas discordias, pero, sin pronunciarse aún definitivamente, se inclinaba más bien del lado de Lenin y consideraba a Martov y a sus amigos charlatanes estériles incapaces de organizar el partido. Pero, sobre todo, estimaba que las funciones de dirección debían corresponder a los rusos, es decir, a los militantes del interior, y no a los «extranjeros». Veía que el Imperio de los zares había llegado al umbral de graves acontecimientos que no dejarían de sacudir profundamente su edificio ya suficientemente cuarteado. Una explosión revolucionaria parecía inminente. Para prender la mecha había que estar en el campo de batalla. No se podría dirigir el combate con artículos periodísticos y volantes que llegaban a Rusia un mes después de su envío. Por tanto, hacía falta, en su opinión, que el partido tuviera a la cabeza un Comité director único, con sede en Rusia. Nada de Consejo supremo, esa creación híbrida, fuente de todas las divergencias. En cuanto al órgano central del partido, seguiría publicándose en el extranjero, evidentemente, y sostendría, como en el pasado, su combate ideológico, pero en lugar de estar en un plano de igualdad con el Comité central estaría sometido a éste. Bogdanov quería ponerse de acuerdo con Lenin para reorganizar el partido sobre esas nuevas bases. De acuerdo con su plan, Lenin dirigiría el periódico del partido en el extranjero, lucharía contra todos los mencheviques, conciliadores y demás oportunistas, y mientras tanto, en Rusia, un Comité central, en el cual, naturalmente, se reservaba el papel principal, mandaría, sin tener que dar cuentas a nadie, a las tropas revolucionarias que marchasen a la batalla. En resumen, aspiraba a convertirse en el jefe del partido socialdemócrata ruso y a tener a su lado un director de propaganda en la persona de Lenin. Pensaba realizar esa propaganda en un plano muy amplio. Se creía capacitado para atraer a la empresa importantes apoyos financieros que permitieran a la nueva publicación reducir a la nada al periódico menchevique.

Entre los futuros comanditarios previstos por Bogdanov figura Gorki en primera fila. El célebre escritor, que se hallaba entonces en el apogeo de su gloria, se apasionaba por la causa de la Revolución. Entregaba al partido socialdemócrata ruso el 70 por 100 de los derechos de autor que cobraba. Iskra le había gustado mucho desde su publicación, y a partir de octubre de 1902 se había comprometido a entregar todos los años 4.000 rublos a la caja del periódico. Ahora no había más que explicarle que la Iskra de 1904 no era ya la de 1902 y que su dinero iría a parar en el futuro a otra publicación que tendría a su frente al verdadero animador de la antigua Iskra, Lenin. Bogdanov venía, por tanto, a proponer a éste la organización de un nuevo periódico y a «rehacer el partido» a fin de sustraerlo a la influencia disolvente de los mencheviques.

Al llegar a Ginebra comunicó a Lenin que le complacería celebrar una entrevista con él, pero se le informó que Lenin se disponía a partir a pie a las montañas y que lo vería a su regreso, dentro de un mes. «No es la caminata, sino el reposo, lo que calma los nervios», observó sonriendo. Se instaló en una pequeña aldea de los alrededores de Lausana y esperó.

En efecto, a fin de mes llegó Lenin, reposado. La entrevista fue cordial. Bogdanov regaló a Lenin su nuevo libro. Lenin ofreció a Bogdanov el último folleto que había publicado contra los mencheviques. Luego se pusieron a hablar.

Lenin comprendió rápidamente el propósito de su interlocutor, pero simuló no darse cuenta y aceptó su proposición. Decidieron redactar una declaración en nombre de un grupo de bolcheviques. Esa declaración sería comunicada a los comités del interior, invitándoseles a adherirse. Cuando se haya recogido un número suficiente de adhesiones, los comités nombrarán una Directiva que exigirá en su nombre la convocatoria de un Congreso y encargará a Lenin que publique un periódico destinado a convertirse en su órgano oficial.

Lenin y Bogdanov prepararon, cada uno por su lado, un proyecto de declaración. El de Lenin estaba escrito en términos bastante agresivos y maltrataba rudamente a los mencheviques. El de Bogdanov tenía un aspecto más discreto. No daba tregua al adversario, pero evitaba dar a su texto las apariencias de una polémica. La conferencia se celebró en presencia de 22 personas. No se conocen los nombres de todos los que asistieron, pero parece que, aparte de los cuatro o cinco fieles colaboradores de Lenin que le seguían a todas partes, el resto estaba formado por oscuras comparsas con fuerte representación del elemento femenino.

Los dos proyectos fueron sometidos a la consideración de la conferencia. Lenin creyó que sería más hábil dejar el paso a Bogdanov, y el texto de éste fue adoptado definitivamente, con algunas ligeras correcciones de orden material sugeridas por él. Unos cuantos días después, Bogdanov salió de Suiza anunciando la próxima llegada de su cuñado Lunatcharski, que debía ayudar a Lenin en la redacción del periódico. Antes de partir reiteró sus promesas de ocuparse activamente de la empresa cuando hubiera regresado a Rusia, de conseguirle comanditarios y corresponsales. Cuando Lepechinski preguntó a Lenin qué pensaba de esta alianza con Bogdanov, le contestó que era puramente temporal y que no habría más remedio que separarse de él más adelante.

Lo primero que había que hacer era transmitir a los comités del interior la «declaración de los veintidós». ¿A quién confiar esa misión? Lenin no vaciló mucho tiempo: «la Paisa» se encargará. En el pequeño grupo de «duros» que había apretado filas a su alrededor, había una muchacha de apariencia endeble, delgada y lisa como una tabla. Se llamaba Rosalía Zalkind. El partido le puso el apodo de «la Paisa» y con él se quedó hasta el fin de sus días. Su devoción a la causa rayaba en el fanatismo. No vivía más que para el partido. Pero también tenía sus nervios, y su carácter difícil la hacía insoportable. Áspera y sumamente irascible, hacía una escena por cualquier cosa y disputaba con todo el mundo. Lenin era su dios. Pero no era la suya una devoción ciega, como la de Vera Zasulitch por Plejanov. A veces reprendía con bastante dureza a su divinidad y no le escatimaba las palabras fuertes. Acababa apenas de regresar de una gran gira a través de Rusia, muerta de fatiga, sin poderse tener de pie. Lenin le dijo: «¿Puede usted partir inmediatamente?» Le contestó: «Si hace falta, sí.» Al día siguiente tomaba el tren para Rusia.

Tenía que ir a Riga y entregar el valioso documento a Papá. ¿Papá?... Un hombrecillo rollizo, sonriente, de ojos vivos ocultos maliciosamente bajo unas cejas espesas: así era Máximo Litvinov, reputado ya en aquella época, a pesar de su corta edad, como uno de los mejores «técnicos» del partido. El apodo cuadraba muy bien con su aspecto paternal y bonachón que usaba para disimular una inteligencia muy fina, un espíritu astuto y práctico. Después de evadirse de la cárcel de Kiev en 1901 se había trasladado a Londres, donde conoció a Lenin, hizo amistad con él y poco después pasó a Suiza. Era miembro de la Liga, se destacó muy rápidamente por sus cualidades de organizador, por su asiduidad en el trabajo, y fue elegido casi inmediatamente, por cooptación, para el Consejo de administración de la Liga. Prácticamente fue él quien quedó encargado de preparar el Congreso durante el cual sufrió Lenin tan duras pruebas.

Personalmente se había puesto resueltamente a su lado, pero sus intervenciones, lo mismo que las de los demás partidarios de Lenin, no habían podido modificar en absoluto un resultado previsto por adelantado. Luego lo enviaron a Rusia, poniéndolo a la disposición del nuevo Comité central, quien lo nombró representante suyo en la región Noroeste, cargo que implicaba una gran responsabilidad y en el que le esperaban las tareas más delicadas. Era él quien tenía que organizar el paso clandestino de los militantes al extranjero, y viceversa; dirigir la fabricación de pasaportes falsos, recibir y distribuir la «literatura» que llegaba de Suiza. Tenía plena autoridad sobre el Comité de Riga y sobre las organizaciones de Vilna, Dvinsk, Reval, Derpt y Libau.

De acuerdo con el plan concebido por Lenin, Litvinov, al recibir la declaración, debía hacerla adoptar por el Comité de Riga, mandarla imprimir a continuación con el texto de la resolución en que éste se declaraba solidario con ella y ponerla en circulación inmediatamente. Así lo hizo.

Papá se mostró muy expedito. Provista de sus instrumentos y siguiendo un itinerario por él trazado, la Paisa se puso en camino. Iba de ciudad en ciudad, de Comité en Comité, amenazadora, exigente, obsesionante, camorrista, recibiendo portazos de unos, arrancando adhesiones a otros. Los resultados obtenidos fueron apreciables.

En septiembre, tres comités del Mediodía que se habían reunido en conferencia se pronunciaron en favor de la creación de una Directiva de los comités de la mayoría cuya lista de miembros, elaborada de antemano por Lenin, les fue sometida por la Paisa. Formaban parte de ella Bogdanov, Litvinov, los dos acólitos de Lenin, Liadov y Gusev, que por el momento seguían en Suiza, y la propia Paisa. En noviembre se celebró la conferencia de los cuatro comités del Cáucaso, que votaron una resolución análoga. En diciembre, seis comités del Norte se reunieron para pronunciarse en el mismo sentido. Con lo cual eran ya trece los comités que se habían declarado en favor de Lenin y que habían reconocido a la Directiva de los comités de la mayoría. En el último Congreso del partido habían estado representados veinte comités. Por tanto, Lenin hubiera tenido tras sí una fuerte mayoría si los dirigentes mencheviques, quizá para conjurar el peligro que presentían, no se hubieran apresurado a reconocer como comités a otras ocho organizaciones con cuya devoción podían contar plenamente. De esa manera, el número total de comités era de 28 a fin de año, lo que impedía a Lenin lograr en ese momento la mayoría exigida por los estatutos del partido.

Mientras Papá y la Paisa proseguían su tarea en Rusia, Lenin estaba totalmente absorbido en Suiza por la preparación de su nuevo periódico. Era muy difícil. Había que empezar desde abajo. No había papel ni imprenta. Y el dinero brillaba por su ausencia. Encontraron un impresor que aceptaba imprimir la hoja a crédito, a condición de que le entregaran algo a cuenta. Pero ni siquiera se podía reunir la suma necesaria. Liadov descubrió la manera de arreglar las cosas. Una joven camarada simpatizante había recibido cien rublos de sus padres para su viaje de vacaciones. Liadov, elocuente y buen mozo por añadidura, logró convencer a la muchacha de que le resultaría mejor renunciar al viaje y emplear ese dinero en la buena causa. Una vez en posesión de esa suma, se pudo tratar con el impresor. Pero no era suficiente. Bogdanov parecía haber olvidado completamente todas sus promesas en cuanto se fue. Ni dinero ni correspondencia. Contestaba las cartas con telegramas alentadores, pero de ahí no pasaba. El 21 de noviembre, Lenin perdió la paciencia y le escribió a Litvinov: «Querido amigo: Dígale, por favor, a Bogdanov que se está portando con nosotros como un verdadero cerdo. No se da cuenta hasta qué punto necesitamos aquí informaciones precisas y detalladas y no los telegramas que nos manda... No nos ha conseguido ningún enlace nuevo. Es monstruoso. Ni una sola corresponsalía. Es infecto... Se necesita por lo menos que una vez a la semana (no es mucho, Dios mío) se sacrifiquen dos o tres horas para escribir una carta de diez a quince páginas. De lo contrario, se van a romper todos los lazos. Bogdanov y sus ilimitados proyectos se transforman en sueños ilimitados, y mientras tanto la gente de aquí simplemente se desbanda, llegando a la conclusión, muy desolados, de que no hay ninguna «mayoría» y de que nunca la habrá.»

Lo más grave era que Bogdanov, que había asumido de hecho la dirección del Buró ratificado por los comités, estimaba que había que proceder «lealmente» frente al adversario y combatirlo abiertamente, sin rodeos. En consecuencia, había que empezar, según él, por dirigir una especie de ultimátum al Comité central, obligándose a convocar un Congreso. Si se negaba, la Directiva alegaría la mala voluntad de los dirigentes del partido y lanzaría su declaración. Lo mismo en lo que se refiere al periódico. También quería que éste siguiera «dentro de la legalidad» y que, conforme al reglamento en vigor en el partido, se solicitara previamente la autorización del Consejo o del Comité central para constituir un «grupo literario» encargado de publicar un órgano periódico. Eso equivalía a infligir a Lenin una suprema humillación. Le parecía el colmo del absurdo que le obligaran a pedir permiso a sus propios enemigos para publicar un periódico destinado a combatirlos. A todo esto, Liadov le informa (no se sabe dónde lo supo) que Bogdanov se ha puesto de acuerdo con sus comités para emprender, de acuerdo con el Comité central, la publicación de un periódico en Rusia. Inmediatamente escribe una carta fulminante a Bogdanov, a Litvinov y a la Paisa: «Nuevamente vuelven a no entenderse los bolcheviques rusos y los bolcheviques extranjeros. Todo va a la desbandada. Una experiencia de tres años no les ha enseñado nada... Retrasar la publicación del periódico de la mayoría en el extranjero (sólo nos falta dinero) es imperdonable. En la coyuntura actual, ese periódico lo es todo para nosotros. Sin él, vamos infaliblemente a una muerte segura y sin gloria. Por último, publicar algo en Rusia, hacer transacciones, las que sean, con esa infame canalla del Comité central, significa traicionar pura y simplemente. Está claro que el Comité quiere dividir y enemistar a los bolcheviques rusos y extranjeros. Únicamente los imbéciles más ingenuos podrían dejarse engañar... Si no se pone fin a la discordia que comienza en el seno de la mayoría, nosotros también abandonaremos aquí el trabajo y lo dejaremos todo.»

Al enviar a la Paisa a Rusia, Lenin, que quizá desde un principio no se había fiado enteramente de las promesas de Bogdanov, había encargado a su «misionera» que le consiguiera la mayor cantidad posible de dinero. A este respecto, los resultados por ella obtenidos fueron muy mediocres y no pudo reunir más que pequeñas sumas. Esto coincidió con que una joven bolchevique de reciente ingreso, que estaba a punto de regresar a San Petersburgo, donde decía tener múltiples relaciones en los medios acomodados, se había ofrecido como recolectora a Lenin, quien aceptó sus buenos oficios. Después de todo, debió decirse, si logra obtener algo siempre serán unos cuantos rublos que entrarán en la caja, en la que ya no hay casi nada. En cuanto a la Paisa, le mandó, días después de la carta citada, un «mensaje personal». «Todo está en desorden en Rusia —le escribía, entre otras cosas—. No hace usted nada. Se le ha mandado a Rusia para buscar dinero y sólo el diablo sabe de qué se ocupa usted.»

Al mismo tiempo que recibía esa carta, la Paisa se enteraba de la llegada de una joven que se decía enviada de Lenin, encargada por éste de solicitar fondos para su empresa y que ni siquiera se dignó venir a presentarse a ella. Eso llevó al colmo su desesperación, y he aquí lo que le contestó a su jefe: «Es difícil expresar la indignación que sentí al leer sus cartas del 3 y del 10 de diciembre... Comprendo que el tono empleado por usted es el resultado del estado de nerviosismo en que se encuentra ahora. Pero le pido que comprenda, de todos modos, que hemos llegado aquí al ultimo grado del agotamiento y que las cartas de ese género nos afectan demasiado penosamente. Le ruego, por tanto, que no me vuelva a hablar en ese tono... Escribe usted: Se le ha mandado a Rusia para buscar dinero y sólo el diablo sabe de qué se ocupa usted. ¿La conquista de quince comités significa ocuparse de «cosas que sólo el diablo sabe»? Me gustaría saber qué hubiera hecho usted si no los hubiera tenido de su lado... No conozco a mucha gente entre los ricos. Todo lo que me han dado se lo he mandado enseguida. En cuanto a su frase nosotros también abandonaremos aquí todo, me imagino que cuando la escribió se hallaba en un estado en que no se daba cuenta de lo que decía. Le han irritado y no ve usted más que a los bolcheviques extranjeros. Pues bien, en Rusia todavía no hemos llegado a ese punto... Subestima usted demasiado el punto de vista de los rusos. Hay que tomarlo en consideración, sobre todo actualmente. Siempre estaré a su lado, pero no le pido más que una cosa: tenga en cuenta mi conocimiento de los comités rusos. Sus últimas cartas demuestran lo poco que los conoce...

Considero que el enviar aquí una muchacha encargada de recoger fondos, sin advertirme previamente y sin ponerla en contacto conmigo, es totalmente improcedente. Si cree usted que yo y nuestros amigos trabajamos aquí contra sus intereses, le declaro que considero tal actitud suya sumamente nefasta para la causa y que abandono mi trabajo».

Lenin debió darse cuenta de que se le había ido la mano. Además, la noticia traída por Liadov resultó ser una fantasía. El caso es que su respuesta a la Paisa fue toda suave y conciliadora. «Hace usted mal en enfadarse —le escribía—. Si la reñí fue, Dios lo sabe, cariñosamente. Sin usted no podemos dar un solo paso. La muchacha de que habla usted prometió utilizar sus relaciones personales para conseguirnos dinero. Liadov había presentado la situación de una manera algo inexacta y le ruego que me excuse si me exalté y la ofendí. Créame que quiero tomar en consideración la opinión de los rusos, siempre y en cualquier circunstancia. Sólo le pido una cosa: por el amor de Cristo, infórmeme, se lo suplico, con la mayor frecuencia posible, de lo que piensan. Si me dejo influir por los bolcheviques extranjeros, soy culpable sin serlo, pues Rusia escribe endemoniadamente poco y muy rara vez... Trate de encontrar dinero y dígame que no está enfadada conmigo.»

Bogdanov reaccionó con una carta breve, pero precisa, que pretendía ser al mismo tiempo una aclaración. «No hay ningún desorden —anuncia a Lenin el 10 de diciembre—, sino que cada vez es más difícil encontrar dinero para el periódico porque los socios capitalistas ven en esto una empresa ilegal. Pero hay una esperanza de arreglar esto próximamente. Nadie ha pensado empezar la publicación de un periódico con el apoyo del Comité central. Fue un grupo de escritores quien tomó esa iniciativa, pero no hemos logrado atraerlos a nuestro partido.»

La verdad era que Gorki, a quien se le había sometido el proyecto, se mostraba indeciso. Sentía mucha admiración por Lenin, pero le afligían esas luchas fratricidas cuyos ecos tumultuosos percibía desde hacía un año y no quería que el nuevo periódico contribuyera a enconar todavía más la herida que sufría el partido. Pensaba, por otra parte, lo mismo que Bogdanov, que el centro de la organización debía estar en Rusia. Pero, según él, era Lenin quien debía tomar la dirección, regresando a la patria para ponerse resueltamente a la cabeza del movimiento revolucionario.

Finalmente, Gorki se dejó convencer... a medias. Entregó «mientras tanto» 3.000 rublos para el periódico, con el compromiso de dar «más y más si la publicación permanece ajena a las polémicas mezquinas», y 5.000 rublos para los gastos de organización del Congreso. Cuando la Paisa fue a cobrar la suma, le pidió que dijera a Lenin, de su parte, que le rogaba con apremio que viniera a instalarse a Rusia y que él se encargaba personalmente de arreglar las cosas. Al transmitir a Krupskaia la demanda de Gorki, la Paisa agregaba: «Sería muy importante que el Viejo (Lenin) conteste con una carta personal. Es necesario que el Viejo entable con él una correspondencia personal. Me dijo (Gorki) que sólo a él considera como un jefe político.» Lenin no parece haber recogido esa sugestión.

No tuvo paciencia para esperar el fin de las conversaciones y se lanzó a la aventura con la cabeza agachada. El 8 de enero Krupskaia escribía a Litvinov: «Hay que confesarlo, la situación es archidifícil. No hay dinero todavía y es terriblemente duro no tener dinero. Los mencheviques se han metido en todas partes, maniobran por todos los lados, mientras los nuestros van unos por un lado y otros por otro... Hemos empezado el periódico a crédito, pero no nos desesperamos.»

En efecto, el primer número acababa de salir el 4 de enero. El nuevo periódico se llamaba Vpered (Adelante). Su publicación fue muy laboriosa. Tenía que ser impreso en un papel muy fino, papel biblia, y sólo el impresor de la Iskra lo tenía. Pero no podía disponer de él sin autorización de la dirección del periódico menchevique, y verdaderamente no era fácil imaginar que Lenin fuera a hacer una demanda semejante a Martov o a Axelrod. Salvó la situación un tipógrafo a quien Lenin había interesado en el asunto desde el primer momento. Ese obrero conocía al dueño de la imprenta donde se imprimía la hoja enemiga. Se ignora qué argumentos esgrimió, pero el caso es que el ciudadano Zelner aceptó tirar el primer número del periódico bolchevique con papel perteneciente al periódico menchevique.

El acontecimiento se celebró con un gran regocijo. «Toda la banda se trasladó al café —escribe Liadov—. Bebimos cerveza y cantamos.» Ese mismo día, Ginebra celebraba su fiesta nacional: aniversario de la liberación del yugo saboyano. Una multitud alegre llenaba las calles, había máscaras y disfraces. Lenin propuso dar un paseo por la ciudad. Se agarran de las manos, Lenin se pone a la cabeza ¡y en marcha! Escuchemos a Liadov: «Tan pronto como veíamos una pareja de disfraces formábamos un círculo a su alrededor y no los soltábamos hasta haberlos obligado a besarse. Estuvimos fuera toda la noche. Parecíamos niños. ¡Y cómo se reía Lenin! ¡Qué alegría contagiosa sonaba en su risa!»

Después de unas cuantas horas de descanso, Lenin queda de nuevo frente a las preocupaciones que lo abruman, frente a una serie de preocupaciones que parece alargarse hasta lo infinito. Los rusos le reprochan subestimarlos, sacrificar los intereses del «interior» a las disputas entre «extranjeros». Pero no se molestan en facilitarle el contacto con el país. Todavía en diciembre le escribía a un militante de Moscú: «Sólo publicaremos nuestro periódico a condición de que sea el órgano del movimiento ruso y no el de los cenáculos del extranjero. Por eso necesitamos, antes que nada, la más activa ayuda literaria de Rusia.» Al anunciar a Bogdanov la publicación del primer número, subraya la importancia que ha atribuido a la colaboración del interior. El éxito de la empresa depende de ello. Desgraciadamente, una larga experiencia le ha enseñado, dice Lenin, que los rusos son a este respecto «increíble e imperdonablemente difíciles de mover».

Por eso recomienda a su corresponsal que «no se conforme con promesas y que no suelte la presa hasta no obtener el artículo... Simplemente hay que imponer a esa gente una entrega regular de material, semanal o bimensual, y decirles: «de lo contrario, no le consideramos un hombre horado y rompemos todas las relaciones con usted».

Todo esto no le hacía olvidar que allí mismo, al alcance de la mano, tenía un temible enemigo que combatir: el «menchevismo». Gorki dice que nada de luchas fratricidas ni de «polémicas mezquinas». Es un santo, un idealista que planea por las esferas celestes, mientras que él, Lenin, vive en la realidad, en la dura e implacable realidad de la lucha diaria sin cuartel. Por lo tanto, hay que sostener en toda la línea el combate contra «la canalla neoiskrista». Sin cuartel, sin tregua. Que no haya un solo número del Vpered en que la maza bolchevique no caiga sobre «la bestia menchevique». Desde el primer número, en un artículo titulado Hay que acabar, Lenin declara: «Ha llegado el momento de anunciar abiertamente, y de confirmarlo con actos, que el partido rompe todas las relaciones con esos señores.» Para él, el partido es él y sus partidarios. Sus adversarios no son más que un grupo de disidentes que se agitan tramando complots e impiden que el partido trabaje. Su deber consiste, por tanto, en desenmascarar todas sus intrigas y en colocarlos en una situación en la que ya no puedan seguir perjudicando.

Un círculo bolchevique de Zurich le preguntó cuál era su actitud y la de su grupo frente al Comité central y al órgano central del partido; si consideraba que esas dos instituciones existían legalmente, pero habían actuado ilegalmente, o si no las reconocía en absoluto como centros dirigentes del partido. Lenin contestó: «El Comité central, el órgano central y el Consejo han roto con el partido. Lo han engañado de la manera más cínica y han usurpado sus lugares a la manera bonapartista. ¿Cómo es posible, en esas condiciones, hablar de su existencia legal? Un estafador que cobra un dinero con un cheque falso, ¿lo posee legalmente...? Repito: los centros dirigentes se han colocado fuera del partido. No hay término medio: se está con ellos o con el partido. Ya es hora de delimitar nuestras posiciones y, a diferencia de los mencheviques, que minan al partido taimadamente, de aceptar su reto con la cabeza en alto. Ruptura, sí, puesto que vosotros habéis querido que sea total. Ruptura, sí, puesto que hemos agotado todos los medios para zanjar la diferencia en el interior del partido. Ruptura, sí, porque siempre y en todas partes el acercarse vergonzosamente a los desorganizadores sólo sirve para perjudicar a la causa.»

No se puede hablar con más claridad: la guerra contra los mencheviques se convertía en el primero de todos los objetivos que perseguía Lenin, y debía hacerse incansable e implacablemente. Martov y sus amigos reaccionaron en forma análoga. Se entabló una polémica muy áspera que amenazaba ser interminable. «Neo-iskristas» y «vperedistas» mostraron igual encarnizamiento. Lenin había conseguido un valioso recluta en la persona del cuñado de Bogdanov. Lunatcharski, poseedor de una cultura que a falta de profundidad tenía la ventaja de ser extraordinariamente variada, era no sólo un periodista muy hábil, sino también un orador notable. Tenía el don de gustar al público. Era, decían en los círculos bolcheviques, «un encantador». Los mencheviques lo calificaban de charlatán. Lenin no dejó de explotar útilmente esa cualidad de su colaborador. La casi totalidad de los estudiantes rusos de las universidades suizas simpatizaban con los mencheviques. Lunatcharski recibió la misión de «seducir» a toda esa juventud. Se organizaron conferencias del camarada Voinov (su nombre de militante). Los mencheviques trataron de oponerse. Una noche invadieron la sala y quisieron impedir que hablara el orador. En las Memorias de Lepechinski puede leerse cómo logró poner en fuga a Martov y a sus trescientos «jenízaros» al simular que iba a hacer una caricatura de aquél.

El 23 de enero, por la mañana, Lenin, acompañado de su mujer, iba como de costumbre a la biblioteca de la Sociedad ginebrina de lectura, que era su preferida porque estaba generalmente desierta, no era frecuentada por los emigrados rusos y en la que, por tanto, podía trabajar sin ser molestado. Allí era donde al leer los periódicos (recibían no sólo los periódicos suizos, sino también los principales diarios extranjeros) entraba en contacto con los acontecimientos políticos del día. «Vimos venir hacia nosotros —cuenta Krupskaia en sus Recuerdos—a los Lunatcharski. Me parece estar viendo todavía a la mujer de Lunatcharski. No podía ni hablar y su emoción la hacía agitar frenéticamente su pañuelo.» El titular del número de La Suisse que traía en la mano anunciaba en letras enormes: REVOLUCIÓN EN RUSIA. Lenin se arrojó febrilmente sobre el diario. Leyó: Inmensas masas obreras se dirigieron hacia el Palacio Imperial; la tropa disparó contra el pueblo y dispersó a los manifestantes. Las víctimas se cuentan por millares. Por todas partes han estallado huelgas.

Se trasladaron inmediatamente al restaurante de Lepechinski. Este, que supo la gran noticia al ir al mercado, se halla también en un estado de gran excitación. A su mujer, apenas levantada, aun a medio vestir, le sucede lo mismo. Quieren decir algo. Pero las palabras no salen. Entonces se ponen a cantar. El canto fúnebre a la gloria de las víctimas caídas en la lucha.

Lenin regresa a su casa totalmente trastornado. La cabeza le da vueltas. ¡Así, pues, ha sucedido! No se atreve a creerlo. La información dada por el periódico es demasiado vaga, demasiado escueta. Pero algo ha debido suceder. Eso es seguro. Y la mano se tiende instintivamente hacia la pluma. El número 3 del Vpered que debe salir al día siguiente está en prensa. Tendrá tiempo para agregar unas cuantas líneas. Y escribe apresuradamente: La clase obrera, que durante largo tiempo parecía mantenerse al margen del movimiento de la burguesía dirigido contra el Gobierno, acaba de hacer escuchar su voz. Las grandes masas trabajadoras han alcanzado con una rapidez fulminante el nivel de sus camaradas socialdemócratas conscientes. El movimiento obrero de San Petersburgo ha marchado en estos días a pasos de gigante. Las reivindicaciones económicas han cedido el lugar a las reivindicaciones políticas. La huelga es general y desemboca en una manifestación colosal cuya amplitud supera todo lo imaginable. El prestigio del zar está destruido para siempre. Comienza la insurrección. Fuerza contra fuerza. Atruena la batalla callejera, se alzan las barricadas, crepita el tiroteo y truena el cañón. Corren ríos de sangre, se enciende la guerra civil por la libertad. Moscú y el Mediodía, el Cáucaso y Polonia están dispuestos a unirse al proletariado de San Petersburgo. La libertad o la muerte, tal es desde ahora la divisa de los obreros. Las jornadas de hoy y de mañana van a ser decisivas La situación evoluciona hora tras hora. El telégrafo trae noticias que cortan la respiración y todas las palabras parecen huecas en comparación con los acontecimientos que se están viviendo. Cada uno debe estar dispuesto a cumplir su deber de revolucionario y de socialdemócrata. ¡Viva la Revolución! ¡Viva el proletariado insurrecto! Durante una semana vivieron en una especie de vértigo, esperando ansiosamente noticias, acechando ávidamente el menor eco llegado de «allá». Hubo emigrados ingenuos y consecuentes que pensaban que no les quedaba más que hacer las maletas y tomar el primer tren que saliera para Rusia, a fin de subir a las barricadas al lado de sus hermanos los obreros. Los hubo también que lamentaban que en un momento tan solemne la emigración rusa siguiera desgarrándose entre ella. ¿No había llegado el momento de olvidar todas esas lamentables disputas, de tenderse fraternalmente la mano y de ponerse a trabajar en común, a mayor gloria de la Revolución?

Incluso entre los allegados a Lenin se oían palabras en ese sentido. Un día, un grupo de sus más allegados colaboradores, encabezados por Lepechinski, se presenta en su casa. Vienen a pedir consejo. Los mencheviques proponen organizar un mitin conjunto en el que tomarían parte todos los revolucionarios rusos sin distinción de grupo o de matiz. ¿Hay que aceptar?

El «Viejo», con visible embarazo, se refugia en una cita latina, eco de un viejo recuerdo del colegio: Timeo Danaos... Alguien se permite hacer una objeción: «¡Pero, hombre, Europa entera tiene los ojos puestos en nosotros, los rusos, ¿y ni siquiera ante las barricadas vamos a ser capaces de darnos la mano los unos a los otros?»

Entonces Lenin, recobrando todo su aplomo, replica pausadamente: «En primer lugar, vuestra proposición concreta consiste en reunirse con los mencheviques en una sala de reunión, en Ginebra, y no en las barricadas de San Petersburgo. En segundo lugar, se tiene la impresión de que allí no se ha llegado todavía a las barricadas. En tercer lugar, ¿de dónde os viene la certeza, mis buenos amigos, de que los mencheviques no os dominarán, como ya os han dominado decenas de veces y como lo volverán a hacer otras tantas en el futuro?»

Lepechinski, que se había comprometido ante sus camaradas a convencer a Lenin, hizo acopio de valor y declaró solemnemente: «El momento es único. De ambos lados se tienden manos fraternas en un impulso espontáneo. La inmensa masa de los militantes medios exige la paz. Si nos mostramos irreductibles se apartará de nosotros.» Lenin acabó por ceder. Pero puso sus condiciones: 1) La presidencia del mitin debía confiarse a una persona conocida por su imparcialidad; 2) Cada organización, bolcheviques, mencheviques, bundistas, polacos, letones, etc., estaría representada por un solo y único orador; 3) Los oradores se comprometían a evitar en sus discursos cualquier polémica de fracción; 4) Los ingresos se repartirían entre todas las organizaciones que hubieran participado en el mitin, sobre la base de la más estricta igualdad.

Los mencheviques aceptan. Las conversaciones empiezan. Primer punto de fricción: la presidencia. Los mencheviques proponen a Vera Zasulitch, «la decano de la democracia rusa», cuyo nombre «es venerado por todos los revolucionarios del mundo». La delegación bolchevique emite sus dudas sobre su imparcialidad, pero, ansiosa de llegar a un acuerdo, no se opone.

Lunatcharski fue designado como orador de los bolcheviques. Media hora antes de abrirse la sesión, Lenin se encerró con él y lo catequizó largamente. Tomó la palabra detrás de Martov, que habló mediocremente, y obtuvo un gran éxito. Mientras los aplausos entusiásticos saludaban a Lunatcharski, se vio al menchevique Dan acercarse a la presidenta y hablarle al oído. Inmediatamente después ésta anuncia: «El camarada Dan tiene la palabra.» ¿Era para atenuar el efecto producido por el brillante discurso del orador bolchevique? Quizá. En todo caso, era contrario al acuerdo concertado. Lenin, que se había instalado con 'sus colaboradores en las últimas filas, se levantó entonces y dijo fríamente: «Camaradas, vámonos. Ya no tenemos nada que hacer aquí.» Y el pequeño grupo abandonó el salón. Los promotores del acuerdo con los mencheviques marchaban cabizbajos, completamente avergonzados. «Vamos al café de Landolt», decidió Lenin.

En el fondo, había triunfado. Una vez más era él quien tenía razón. Al llegar al café pidió un vaso de cerveza, luego otro y otro más. Probablemente tenía mucha sed. El bueno de Lepechinski lo entendió de otra manera. «Por primera vez en mi vida —anotó en sus Recuerdos—ví a ese hombre dotado de una voluntad de acero recurrir al alcohol para calmar sus nervios.» En cuanto a los ingresos, los mencheviques, aprovechando la ausencia de sus adversarios, cobraron la parte que correspondía a todo el partido socialdemócrata y la ingresaron en la caja del partido, cuyas llaves poseían. Lo que permitió a los bolcheviques acusarles de haber «robado el dinero que les pertenecía».

A todo esto llegó a Ginebra el héroe del «domingo sangriento», el animador de la manifestación del 9 de enero, Jorge Gapón. Era un personaje muy extraño este sacerdote de ojos ardientes, cara pálida y demacrada de apóstol. Hijo de un campesino acomodado, hizo sus estudios primero en el seminario y luego en la Academia eclesiástica. Cuando ingresó en el sacerdocio fue enviado a un barrio obrero. Le sorprendió la miseria de sus feligreses y quiso ayudarlos en la medida de sus posibilidades. Al hablarles, condenaba la iniquidad, el egoísmo de los ricos y de los poderosos de la tierra. Pero no tocaba al zar. Estimaba que éste ignoraba los abusos que cometían sus servidores. Era fácil de palabra y sabía utilizarla admirablemente. La gente sencilla le escuchaba y le seguía cada vez más.

El departamento de la policía no tardó en darse cuenta. Dirigía entonces la «sección especial», encargada de descubrir y de luchar contra las actividades subterráneas de los revolucionarios, un hombre también muy curioso. Su nombre, Zubatov, se había hecho tristemente célebre. Fue expulsado del Liceo por «actividades antigubernamentales» y, no habiendo podido introducirse en ninguna organización revolucionaria, dio otro empleo a sus facultades haciéndose policía, profesión en la que hizo rápidamente una brillante carrera. A los veinticinco años era jefe de la Dirección de Seguridad de Moscú y cuando se creó la «sección especial» le confiaron la dirección de ésta. «Revolucionó» los métodos de acción caducos y rudimentarios de la vieja policía zarista. Fue él quien introdujo el empleo sistemático y en gran escala de agentes provocadores en las organizaciones revolucionarias, y pudo alabarse de los resultados obtenidos. Pero quería llegar más lejos y hacer algo más grande. Abrigaba la ambición de separar completamente a los obreros de los revolucionarios utilizando, para suplantarlos, la misma táctica que éstos empleaban para atraer a los trabajadores a su causa.

El éxito obtenido por la propaganda de los «economistas» fue sin duda el que le sugirió esa idea. Debió pensar que los obreros podían ser desviados de las reivindicaciones políticas satisfaciendo sus reivindicaciones económicas, concediéndoles la jornada de ocho horas y dándoles salarios más elevados. Por iniciativa suya se crearon en las fábricas grupos de obreros que se reunían para examinar, bajo la dirección de sus agentes, la manera de mejorar su situación.

Esos grupos cobraron importancia y empezaron incluso a discutir con los patronos. Los pretextos sobraban. Y a veces sucedía que, al no haber acuerdo, decretaban la huelga. Entonces se presenciaba este curioso espectáculo: un enviado del departamento de la policía se presentaba en la dirección de la fábrica y exigía que se diera satisfacción a los huelguistas. O bien, cuando el patrono de una fábrica en huelga se dirigía a la policía para que le enviara agentes que hicieran entrar en razón a sus obreros, se le negaban. Los industriales, descontentos, se quejaban al servicio de inspección del trabajo colocado bajo las órdenes del ministro de Hacienda, quien intervenía entonces ante su colega del Interior para moderar el ardor de los «zubatovistas». Pero éstos, validos de la protección de su jefe, volvían a las andadas con más ganas.

Zubatov enfiló, pues, su mira sobre Gapón. Quería ponerlo en contacto con sus agentes, que se proponían crear en San Petersburgo una organización zubatovista similar a las que había creado en Moscú. Gapón prefirió actuar por su propia cuenta y reunió en la primavera de 1903 un pequeño grupo de obreros. Poco después Zubatov, que no se había entendido con el nuevo ministro del Interior, Plehve, tuvo que dimitir. Sin embargo, Gapón siguió en buenas relaciones con el departamento de la policía. Su grupo se desarrolló rápidamente y recibió numerosas adhesiones de antiguos «zubatovistas». Sus estatutos fueron legalmente reconocidos por la autoridad pública. Tomó el nombre de Asociación de los obreros rusos de las fábricas de San Petersburgo. Gapón era considerado como su «representante». Junto a él funcionaba un comité de «responsables» que compartían con él la dirección de la asociación. En noviembre de 1904 la Asociación tenía ya once secciones que agrupaban a 9.000 obreros. El departamento de la policía proporcionaba los fondos.

Desde principios de diciembre se hizo tormentosa la atmósfera en el interior de la Asociación, como repercusión del estado de agitación general en que vivía el país. Las administraciones regionales y algunas corporaciones burguesas habían presentado peticiones al Gobierno, insistiendo en la necesidad de hacer algunas concesiones a la opinión pública. En los círculos «gaponistas» se alzaron entonces voces que decían que había que usar el mismo procedimiento para llamar la atención de los gobernantes sobre la penosa situación en que se hallaba la clase obrera. Se habían infiltrado en la Asociación militantes socialdemócratas y socialistas-revolucionarios que trataban de introducir en sus reivindicaciones artículos de alcance político. Los socialistas-revolucionarios fueron más expeditos y emprendedores para convencer a Gapón. Este se opuso en un principio al proyecto de petición, pero luego, a finales de diciembre, dio su consentimiento.

La Asociación acababa de entrar precisamente en conflicto con la dirección de la fábrica Putilov, que había despedido a cuatro militantes gaponistas. Las negociaciones, en las cuales participaron el Gobierno de la capital y el inspector general del Trabajo, no dieron resultados, y el 3 de enero de 1905 (viejo calendario ruso) los obreros de la fábrica se declararon en huelga. El 4 otras fábricas siguieron su ejemplo. El 5 cesó el trabajo en la gran fábrica Semiannikov. El 6 era día de fiesta. El 7, la huelga de las fábricas era casi general. Al día siguiente, 8, no se publicaron los periódicos. Un corresponsal de Lenin le escribía ese mismo día desde San Petersburgo: «Estamos contemplando aquí un cuadro que nunca se había visto, y la angustia oprime el corazón ante la incógnita: ¿podrá la organización socialdemócrata tomar en sus manos la dirección del movimiento? La situación es extraordinariamente seria. Todos estos días se celebran reuniones en todos los sectores de la Asociación de los obreros rusos. Las calles están llenas de gentes desde la mañana hasta por la noche. De vez en cuando aparecen socialdemócratas que pronuncian discursos y distribuyen volantes. Se les escucha, en general, con simpatía, pero en cuanto tocan al zarismo los zubatovistas empiezan a gritar: «¡Eso no nos importa! ¡El zarismo no nos molesta!» Y, sin embargo, en sus propios discursos figuran todas las reivindicaciones de los socialdemócratas, incluida la jornada de ocho horas y la reunión de una Asamblea Constituyente mediante sufragio directo y universal».

En esas reuniones se toma la siguiente decisión: el domingo, 9 de enero, los obreros deben ir en masa a la plaza del Palacio de Invierno y entregar al zar, por mediación de Gapón, una petición que enumere sus dolencias y que termine con estas palabras: «Concédenos esto o moriremos todos.» Esta decisión es acogida en todas partes con un entusiasmo delirante. En la mañana del 8, la petición circula en las secciones gaponistas, donde los obreros la firman jurando que marcharán al día siguiente acompañados de sus mujeres y de sus hijos. A las dos de la tarde los reúne un mitin grandioso en la Casa del Pueblo. La policía no interviene. Pero en los círculos de la corte se estima que Gapón ha desbordado los límites que le han sido asignados y se acuerda que la proyectada manifestación no será tolerada. El gran duque Vladimir, tío del zar, toma la dirección de las operaciones. Las tropas ocupan las plazas y todas las grandes vías que corren de los suburbios al Palacio de Invierno. Las columnas de obreros que se habían puesto en marcha en la mañana del 9 chocan con barreras militares y son dispersadas por los cosacos.

Gapón marchaba, con una gran cruz en la mano, a la cabeza de la columna formada por los obreros de la fábrica Putilov en el suburbio de Narva. Elevaban delante iconos y un retrato de Nicolás II. Por todas partes ondeaban las banderas. La multitud entonaba cánticos mientras marchaba. En la puerta de Narva la tropa disparó contra ella. Todo el mundo huyó. Gapón estuvo a punto de ser aplastado en el tumulto. Un socialista-revolucionario, Rutenberg, que está a su lado, logra sacarlo de allí y conducirlo, medio desvanecido, fuera de peligro.

Al reponerse, Gapón dirige un llamamiento al pueblo: «Camaradas, obreros rusos, ya no tenemos zar. Un río de sangre lo separa desde ahora del pueblo ruso. Ha llegado la hora de empezar sin él el combate por la libertad del pueblo. Hoy os doy mi bendición. Mañana estaré con vosotros.» Y parte para el extranjero. Los dirigentes del partido socialista-revolucionario le facilitaron el viaje y lo pusieron en contacto con sus camaradas de Ginebra. Pero Gapón no quiso adherirse a su partido. Manifestó el deseo de conocer a los jefes de la socialdemocracia rusa. Plejanov lo recibió muy secamente; no se fía de él y creía que se trataba de un simple agente provocador de la policía zarista. Lenin se mostró más acogedor. Y eso que acababa de recibir una carta de su colaborador Gusev, a quien había enviado recientemente a San Petersburgo, quien le ponía en guardia contra Gapón, «un zubatovista de primera clase, sin duda alguna», según él. «Aunque no hay pruebas formales —decía—, el solo hecho de que no lo hayan detenido ni expulsado de la capital a pesar de sus discursos incendiarios, lo demuestra mejor que todas las pruebas.»

Para Lenin, el caso de Gapón no se presentaba en forma tan sencilla. Policía o no, Gapón había resultado ser un conductor de masas incomparable. Hombres así son infinitamente valiosos en tiempos de revolución. No se les puede rechazar por simples razones pudibundas que resultan fuera de lugar en las circunstancias por que se atraviesa. Al contrario, hay que tratar de obtener las mayores ventajas posibles para la causa revolucionaria y, si es posible, tratar de ponerlos en el buen camino y hacerlos abjurar de los amos a quienes han servido. Es lo que quiso intentar con Gapón. Se entrevistó, pues, con él. La entrevista se celebró en un café. De creer a Lenin, Gapón producía en él «la impresión de un hombre indudablemente devoto de la revolución, inteligente y lleno de iniciativa, pero, desgraciadamente, sin ideología revolucionaria bien definida».

Después de la entrevista le confió a su mujer: «Necesita que le guíen. Le he dicho: “Padre, desconfíe de los aduladores, déjese guiar; si no, mire dónde acabará”; le señalé debajo de la mesa.» Por tanto, Lenin se ofreció como guía a Gapón. Empezó por prestarle una cantidad de libros sobre la doctrina marxista. Interesaron mediocremente al sacerdote, tanto más cuanto que, en una buena parte, eran obras de Plejanov, de ese mismo Plejanov que acababa de tratarlo con tan poca consideración. Además, no había venido a Ginebra para leer libros, sino para preparar, de acuerdo con las organizaciones revolucionarias del extranjero, una insurrección armada en Rusia. En lugar de sumirse en la literatura marxista puesta a su disposición por Lenin, se pasaba el tiempo ejercitándose en el disparo de pistola o montando a caballo.

Al mismo tiempo, Gapón había empezado a preparar una especie de amplio frente único de la Revolución que debía englobar a todas las organizaciones socialistas sin distinción de matices, incluidos los representantes de las minorías nacionales del Imperio ruso. Dirigió a todos ellos una «carta abierta» exhortándolos a «concertar inmediatamente un acuerdo» y a dedicarse a la organización de la lucha armada contra el zarismo. «Los partidos deben movilizar todas sus fuerzas —escribía—. Bombas y dinamita, terrorismo individual o colectivo, todo lo que pueda contribuir a la caída del zarismo debe ser empleado. Finalidades inmediatas: abolición de la monarquía, gobierno revolucionario provisional que proclame inmediatamente la amnistía general y convoque una Asamblea Constituyente sobre la base del sufragio universal y directo.»

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