Lenin

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LA LUCHA POR EL PARTIDO » 12. Remontando la cuesta

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Lenin dispensó una buena acogida a esa carta. La publicó en su periódico, acompañada de un comentario bastante elogioso y que no formulaba más que algunas reservas de detalle. No le disgustaba mostrar a sus adversarios que no era en modo alguno el sectario ciego que ellos decían, que no se apartaba de todos los que no compartían sus puntos de vista y que no era hostil al menor compromiso. Decía: «Estimamos posible, útil y necesario ese acuerdo. Felicitamos a G. Gapón por haber hablado precisamente de un acuerdo, ya que sólo el mantenimiento de la independencia completa de cada partido, en materia de doctrina y de organización, puede garantizar a esta tentativa de alianza militar posibilidades de éxito... Estaremos obligados, inevitablemente, a marchar separadamente (getrennt marschieren, escribe Lenin en alemán), pero ahora podemos, y aun podremos todavía más de una vez, en el futuro, golpear juntos (vereint schlagen)».

Evidentemente, la finalidad inmediata proclamada por Gapón no tiene nada en común con la meta final que se propone alcanzar la revolución socialista. Pero tal como se presenta es justa y, por el momento, todo el mundo debe adoptarla como el objetivo más inmediato de la lucha. Lo enojoso es la posición vacilante que ocupa Gapón fuera de los partidos. Lenin trata, sin embargo, de hallarle una excusa: «Es natural —observa— que por haber cambiado tan rápidamente de fe, Gapón no haya podido formarse en el acto una clara concepción posible.» Eso es lo que le desea Lenin muy cordialmente en la parte final de su artículo.

Unos días después, Gapón le envía una invitación para la conferencia, así como, la lista de las organizaciones que deben participar en ella. Ignorando las divisiones políticas y dejándose influir por los socialistas-revolucionarios, con los cuales se entendía mejor (éstos, por lo menos, no le imponían dosis masivas de sabias lecturas), había incluido sobre todo en esa lista grupos en los que dominaba la tendencia socialista-revolucionaria y no se había preocupado por sopesar la verdadera importancia de cada uno de ellos. Plejanov se negó a asistir. Lenin fue.

Nada más empezar surgió un incidente. El partido socialdemócrata letón protestó contra la presencia del delegado de la «Unión socialdemócrata letona» afirmando categóricamente que esa organización no existía más que en el papel y que el personaje admitido en la conferencia no representaba más que a sí mismo. Las organizaciones socialistas-revolucionarias salieron en defensa del letón. No habiendo podido obtener una satisfacción, el partido socialdemócrata letón abandonó el salón de sesiones. Lenin, los bundistas y los armenios, que se habían solidarizado con él, siguieron su ejemplo. La conferencia siguió reunida, votó una resolución que exigía la aplicación del principio federalista en las relaciones de las minorías nacionales con el Imperio, la socialización de la tierra conforme al programa del partido socialista-revolucionario y la convocación de un Asamblea Constituyente. Y se separó sin lograr ningún resultado positivo.

Desilusionado, Gapón decidió regresar a Rusia y llamar a los obreros al combate en su nombre personal. Pero necesitaba armas. Pudo conseguir fondos (su nombre gozaba entonces de un gran prestigio en el extranjero), compró en Inglaterra una cantidad bastante considerable y fletó un barco para transportarlas a Rusia. Al llegar a la desembocadura del Neva, el navío inglés encalló en la arena y la carga tuvo que ser abandonada. Completamente desalentado, Gapón anduvo algún tiempo de acá para allá, haciendo una vida clandestina, acabó por reanudar sus contactos con el departamento de la policía y se convirtió en un vulgar agente provocador a sueldo. Un año más tarde fue muerto por el mismo socialista-revolucionario, Rutenberg, que le había salvado la vida la mañana del 9 de enero de 1905.

La marcha de los acontecimientos incitaba a Lenin a apresurar en lo posible la convocatoria de su Congreso, que debía, según él, poner fin al desorden que reinaba en el partido. Desgraciadamente, la Directiva rusa encargada de preparar la convocatoria parecía olvidar la misión que le había sido confiada. Bogdanov, que era el alma y el cerebro, no daba señales de vida. El 29 de enero Lenin escribe a Litvinov: «Querido amigo: Tengo un gran favor que pedirle. Regañe, por favor, a Bogdanov, pero regáñele bien... Ya no se oye hablar de él. Ni una línea para el periódico. Ni una palabra sobre los asuntos, sobre los proyectos. Es algo increíble.»

Litvinov debió cumplir muy bien el encargo que le hizo Lenin, porque unos cuantos días después se reunió la Directiva y empezó a discutir el proyecto de declaración destinado a ser dirigido al partido. Bogdanov, que conducía el debate, logró imponer su tesis: creación de un centro de dirección única en Rusia con plena autoridad sobre el órgano central del partido, lo cual implicaba cambios importantes en los estatutos votados en el segundo Congreso. Gusev, ese «empleado de Lenin», como le llamaban en broma sus camaradas por el celo que ponía en servir los intereses de su patrón, había tratado de protestar. Bogdanov le objetó que la organización tripartita de la dirección había provocado ya una escisión en el seno del partido. Lo mismo les sucedería a los bolcheviques si la mantenían. Gusev tuvo que inclinarse ante ese argumento. También triunfó el punto de vista de Bogdanov sobre la composición del futuro Congreso: los ocho nuevos comités creados por los mencheviques serían oficialmente invitados a participar con voz deliberativa. También se enviarían invitaciones al Consejo del partido, al Comité central, al órgano central, es decir, a la Iskra de Plejanov y Martov, y a la Liga. El pretexto era que había que seguir «en la legalidad», actuar «legalmente» con el adversario, tratar de convencer a los mencheviques «con la dulzura». Finalmente, en lugar de reunirse en Ginebra, como lo deseaba Lenin, se decidió que el Congreso se reuniría en Londres.

Como había muy buenas razones para creer que todo eso no le gustaría mucho a Lenin, se decidió preguntarle su parecer, pero en una forma en que quedaba colocado, por decirlo así, frente al hecho consumado. Litvinov asumió esa delicada misión. «Telegrafía si está de acuerdo o no», le decía en su carta. Lenin contestó: «Sí.» Al día siguiente escribía a Bogdanov: «Ayer le envié el telegrama anunciando que aceptaba sus cambios, aunque no estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero estoy tan asqueado de ver cómo se prolongan las cosas y he comprendido tanto que se burlaban de mí, que he cedido. Con tal de que se haga algo, con tal que se publique una declaración relativa a la convocatoria del Congreso, cualquier declaración, pero que se publique por fin y que no nos limitemos a dejar las palabras en el aire. Quizá le sorprenda que yo diga que se burlan de mí. Pero fíjese solamente en esto: hace dos meses comuniqué mi proyecto a todos los miembros de la Directiva. Nadie se ha interesado ni ha juzgado necesario proceder a un cambio de impresiones. Y ahora: ¡telegrafíe!... ¡Pobres de nosotros! Disertamos sobre la organización, sobre el centralismo y, en realidad, hay tal barullo entre nosotros, incluso cuando se trata de los camaradas más allegados, tal amateurismo, que dan ganas de mandarlo todo al c... Nuestra única fuerza radica en la unión, en la energía del ataque. ¡Y se predica la «lealtad»! Pues bien, señores, yo apuesto que si ustedes persisten en actuar así nunca tendrán un Congreso y estarán siempre bajo la bota de los bonapartistas del Comité central y del órgano central. Convocar un Congreso en nombre de una Directiva revolucionaria y reconocer a los nuevos bonapartistas, a la Liga y a las criaturas bonapartistas (los nuevos comités) el derecho de participar, es hacer el ridículo... Se podía y se debía invitar a los centros directores, pero concederles voz en las deliberaciones es, lo repito, una locura. Naturalmente, no vendrán de todos modos; pero ¿para qué darles la oportunidad de escupirnos en la cara una vez más...? En realidad, a veces creo que las nueve décimas partes de los bolcheviques no son, en realidad, más que miserables formalistas absolutamente incapaces de hacer la guerra. Hubiera sido mejor que se los pasara todos a Martov... ¿Cómo no comprende esa gente que antes de la Directiva, antes del Vpered, hemos hecho todo lo necesario para salvaguardar la lealtad y para tratar de solucionar la diferencia por medios formalistas? Si no queremos ofrecer al mundo el asqueroso espectáculo de una solterona anémica y seca, orgullosa de su virginidad estéril, debemos comprender que necesitamos la guerra y una organización de guerra. Sólo después de una larga guerra, y a condición de poseer una impecable organización militar, podrá transformarse nuestra fuerza moral en fuerza material. Nos falta dinero. El proyecto de reunir el Congreso en Londres es archiidiota, porque va a costar doblemente caro. No daremos un kopek para nuestros gastos de viaje. No podemos interrumpir el periódico y una larga ausencia va a detenerlo. El Congreso debe ser simple, como en la guerra; corto, como en la guerra; reducido, como en la guerra. Es un Congreso para la organización de la guerra. De esto se desprende que usted se hace todavía ilusiones al respecto...»

Un acontecimiento imprevisto transformó la situación radicalmente. El 12 de febrero, todo el Comité central, que se había reunido en casa del escritor Andreev, fue detenido. Únicamente escapó Krassin, quien llegó con una media hora de retraso y al ver un grupo de agentes ante la casa ordenó al cochero de su vehículo que siguiera de frente. También quedaron en libertad otros dos miembros que se habían quedado en Smolensk, donde dirigían la oficina técnica del Comité central. Pero, en San Petersburgo fue Krassin quien desde ese momento representaba, él solo, a todo el Comité. Liberado de los seis «bonapartistas», se mostró dispuesto a entenderse con la Directiva. Personalmente le parecía buena la idea de celebrar un Congreso, y de su propia iniciativa, que en este caso pasaba por ser del Comité central en su conjunto, lanzó un llamamiento a los comités locales invitándoles a pronunciarse todos en favor de esa convocatoria. Dos días después, tras haberse puesto de acuerdo con sus dos colegas de Smolensk, se dirigió a la Directiva de la «mayoría» para tratar de llegar a un acuerdo. La entrevista se celebró el 12 de marzo. Después de una discusión que dura seis horas se firma el acuerdo. Se conviene, para respetar «las formas», pedir al Consejo, es decir, a Plejanov, Axelrod y Martov, que convoquen el Congreso. Si se niega, cosa que era posible, se pasaría por encima de él y el Congreso se reuniría de todos modos. Pero se habrían guardado las apariencias sin necesidad de violar la «legalidad». Una vez más no protestó. Quería terminar a toda costa. «Cualquier Congreso, pero un Congreso, y lo más rápidamente posible», decía en una de sus cartas a Gusev. Este había sido designado por la Directiva para entenderse con Krassin. El 4 de abril le escribía: «En cuanto al acuerdo del 12 de marzo, no digo nada. De nada serviría lanzar juramentos. Probablemente no se podía hacer de otra manera... Pero en lo tocante al dinero, no se entusiasme (la Directiva había logrado reunir 11.000 rublos para los gastos del Congreso). No gaste mucho. Lo necesitaremos más después del Congreso.»

Veintinueve comités, o sea la totalidad de los comités rusos, enviaron delegados. Se formaron dos grupos. Los delegados de veinte comités se trasladaron a Inglaterra y los nueve restantes a Suiza, donde los mencheviques, después de haber intentado en vano impedir la convocatoria del Congreso, resolvieron organizar una «conferencia panrusa de socialdemócratas». Así fue como hacia el 25 de abril se encontraron reunidos en Londres 38 delegados, de los cuales 24 tenían voz deliberativa y 14 voz consultiva.

El Congreso se reunió en una cervecería. Lenin fue elegido presidente. Las cuatro primeras sesiones fueron dedicadas a la verificación de los poderes de los delegados. En la quinta, Lenin anunció que «el tercer Congreso del partido socialdemócrata obrero ruso se hallaba constituido», tras lo cual dio la palabra a Lunatcharski para que presentara su informe sobre la insurrección armada, informe del que Lenin había preparado el esquema y redactado la resolución.

Lenin no apareció personalmente como ponente sino hasta la undécima sesión. Tenía que tratar la cuestión de la participación de los socialdemócratas en el futuro gobierno provisional que nacería de la revolución victoriosa. Lenin admitía esa participación «a fin de poder sostener una lucha implacable contra todas las tentativas contrarrevolucionarias y defender los intereses de la clase obrera». Al mismo tiempo que formaran parte de ese gobierno, que sería necesariamente un gobierno de coalición, los socialdemócratas debían arrastrar al proletariado a ejercer una presión constante sobre él «a fin de conservar, consolidar y ampliar las conquistas de la revolución».

Su informe ocupó toda la sesión de la mañana. Por la tarde se discutió. Pero no fue más que un cambio de impresiones muy ameno y la resolución propuesta por Lenin fue aprobada por unanimidad. Al día siguiente tenía que presentar otro informe: «Del apoyo al movimiento campesino.» Pero al empezar la sesión diecisiete delegados presentaron en la presidencia una declaración que insistía en la necesidad de terminar lo más rápidamente posible los trabajos del Congreso «dado el estado de extrema fatiga en que se hallaban todos los delegados» Lenin comprendió de qué se trataba y al subir a la tribuna prometió ser muy breve. Cumplió su palabra. Desgraciadamente, uno de los firmantes de la declaración, el viejo georgiano Zakhaia, no pudo resistir la tentación de echar su cuarto a espadas sobre ese tema y se enfrascó en un interminable discurso. Hasta la decimoquinta sesión no pudo la Asamblea abordar el problema capital, que había motivado la reunión del Congreso: el de la reorganización interior del partido y de la conducta a seguir frente a los «disidentes» mencheviques. Pero primero se discutió extensa y ásperamente la cuestión de las relaciones entre obreros e intelectuales en el seno de los comités. Bogdanov, de acuerdo con Lenin, había presentado un proyecto de resolución que recomendaba a los dirigentes de las organizaciones locales introducir en los comités el mayor número posible de obreros. Lenin lo apoyó calurosamente. «La tarea de la futura dirección del partido —dijo— será precisamente la de reorganizar en ese sentido la mayoría de nuestros comités.» A los asistentes, que eran casi exclusivamente intelectuales (no figuraba entre ellos más que un obrero), no les agradaron mucho esas palabras. El delegado de Moscú, un muchacho muy joven, Rykov, se puso a silbar. Esta impertinencia parece haber molestado un poco a Lenin. Llamó al orden, en un tono bastante agrio, al precoz comitard, pero la mayoría de la asamblea dio la razón a éste y adoptó su moción, que rechazaba la propuesta por Bogdanov.

Por fin se pudo pasar a la discusión de los estatutos. Estos sufrieron una transformación radical sin provocar grandes debates. El famoso artículo primero introducido por Martov fue reemplazado por aquel de Lenin que había rechazado el Congreso anterior. Se suprimió el Consejo del partido. Un Comité central, compuesto de cinco miembros, asumiría él solo la dirección del partido. Escogería entre sus miembros al director responsable del órgano central. La Iskra cesaba de ser el periódico oficial del partido. La reemplazaba el Vpered, que de ahora en adelante se llamaría Proletary (El Proletario).

Las elecciones para el Comité central no satisficieron a Lenin. Quería meter, junto a Bogdanov y Krassin, a un viejo amigo suyo, el estadístico Rumiantzev, a quien había conocido en los principios de su carrera de militante. Este, que se había convertido desde entonces en un personaje bastante representativo en los círculos intelectuales, parecía poco apto para un trabajo de revolucionario activo. Desagradaba a la mayoría de los delegados por sus maneras «burguesas». y por su lenguaje distinguido. «Cuando le preguntamos a Lenin —cuenta uno de ellos— por qué quería meter a Rumiantzev en el Comité central, nos respondió bromeando: ¿Y dónde quieren ustedes que lo metamos? Esta chanza fue fatal para el infortunado candidato. Los comitards, informados de que Lenin quería encajar a Rumiantzev en el Comité central «porque no servía para nada», votaron por Rykov, que se había distinguido en el Congreso por su importancia (también había sido él el promotor de la declaración de los diecisiete cuyas consecuencias sufrió el segundo informe de Lenin) y que se había granjeado numerosas simpatías a pesar o quizá a causa de sus actitudes de golfillo, de su aspecto de niño turbulento.

Pero era difícil obligar a Lenin a renunciar a un proyecto que le interesaba. Inmediatamente después de terminado el Congreso, en la primera sesión del Comité central que se celebró el mismo día de la clausura, hizo designar tres «suplentes», uno de los cuales era Rumiantzev, quienes deberían estar listos para reemplazar a aquellos miembros que cayeran en manos dé la policía. Rykov fue detenido nada más regresar a Rusia, y Rumiantzev ocupó inmediatamente su lugar en el Comité.

 

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