Lenin

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LA CONQUISTA DEL PODER » 14. Años sombríos de París

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El motivo es que en noviembre (seguiremos en 1909) Lenin había resuelto emprender un gran trabajo que exigía una abundante documentación. Generalmente iba a la Biblioteca por la tarde, después de haber pasado la mañana en la imprenta de su periódico, que aparecía semanalmente. Pero desde el 16 de octubre, la Biblioteca Nacional, que estaba privada todavía de alumbrado eléctrico, se hallaba sometida al «régimen de invierno»: es decir, cerraba a las cuatro y las entregas de libros terminaban a las tres. Lenin tuvo que adaptarse a ese horario, y ello causó una total perturbación en su forma de vida. Estaba acostumbrado a acostarse muy tarde y, además, como sufría frecuentes insomnios, madrugaba poco y no se levantaba generalmente antes de las diez. Pero un buen día le anuncia a su mujer que iba a levantarse a las ocho de la mañana para poder llegar a la Biblioteca a las nueve, a la hora de abrir, y que pensaba hacerlo todos los días. Krupskaia se mostró un poco escéptica. Pero Lenin cumplió su palabra. A partir de ese día se le vio todas las mañanas subir a su bicicleta e ir al trabajo como el más puntual de los funcionarios. En diciembre, su mujer escribía a la señora Ulianov: «Ya hace dos semanas que Volodia se levanta a las ocho de la mañana y se va a la Biblioteca, de la que vuelve a las dos. Los primeros días le resultó difícil levantarse tan temprano, pero ahora está muy contento y también se acuesta muy temprano. Sería muy bueno que pudiera acostumbrarse a ese régimen.» También encontramos en la misma carta algunos detalles de orden doméstico que es útil recoger: «Nuestra vivienda es muy caliente —escribe Krupskaia—, y Volodia pasa mucho tiempo en casa... Salimos muy poco, generalmente el domingo.» Cuando hace buen tiempo toman sus bicicletas y se van a pasar el día en el campo, a Fontainebleau, a Meudon. A veces van al teatro de Montrouge, que está cerca de su casa, donde representan sombríos dramas que arrancan las lágrimas de los espectadores sensibles de los barrios de Alésia y del Pare Montsouris. El año termina alegremente. «Nos hemos divertido mucho durante todas estas fiestas —escribe Lenin a su hermana María el 2 de enero de 1910—. Fuimos a los museos y al teatro y visitamos el Museo Grévin, que me gustó mucho. Hoy mismo pienso ir a un alegre centro nocturno, una goguette révolutionnaire (sic, en francés), en la que hay cantantes.» El 31 de diciembre pasaron la noche en un café cerca de la Puerta de Orleáns. El gerente de la imprenta, Alin, que figuraba entre los invitados, cuenta en su pequeño libro de recuerdos: «...A eso de las cuatro de la mañana nos fuimos todos al bulevar desierto. La mujer de N. A. Semachko e Ilya Zafir empezaron un baile ruso. Pero varios agentes ciclistas nos pidieron cortésmente que dejáramos de hacer ruido. Se interrumpió el baile. Lenin reía a carcajadas: «¿Qué, habéis tenido miedo? Es terrible, un agente.» Personalmente, Lenin se interesaba mucho por la aviación, que acababa de nacer. Asistía asiduamente a las reuniones de Vincennes y a los ensayos de vuelo en Juvisy y en Issy les Moulineaux. Iba, naturalmente, en bicicleta. Un día, al regresar de Juvisy, estuvo a punto de ser aplastado por un auto. Lenin tuvo tiempo apenas para saltar a tierra, pero su bicicleta quedó destrozada. Al contar ese accidente en una carta a su hermana, agregaba: «La gente me ayudó a apuntar el número del coche y algunas personas aceptaron ser testigos.

He podido identificar al propietario del auto —es un vizconde, mal rayo lo parta-y ahora le he abierto un proceso.»

Lenin ganó su proceso y pudo comprarse una bella bicicleta totalmente nueva. Y otra vez se le vio correr por los campos de aviación. Y volvió a ser víctima de un accidente.

Un día, yendo a Issy, había oído sobre su cabeza el ruido de un motor. Levantó los ojos y se puso a seguir las evoluciones del avión con tanto interés que no supo cómo había llegado al fondo de un barranco con otro ciclista que venía detrás de él y que había chocado con su bicicleta al mismo tiempo que rodaba también por tierra. Se entabló una discusión. El ciclista afirmaba que era culpa de Lenin. Lenin sostenía, por el contrario, que él iba delante y que no podía ver lo que ocurría a su espalda. Se aglomeró la gente e intervino en el debate, pronunciándose en favor de uno o de otro. La querella duró hasta la llegada de un agente, que condujo a los dos adversarios a la Comisaría. Se levantó un acta, pero parece que el asunto no tuvo mayores consecuencias. Alin, que cuenta ese incidente en su libro, escribe: «Al día siguiente encontré a Lenin en la puerta de su casa, ante su bicicleta desmontada. Enderezaba algo con unas pinzas, apretaba y aflojaba tuercas. Estaba muy disgustado por el incidente, pero se consolaba diciendo: «La bicicleta de mi adversario no parece haber quedado en mejor estado.» Pero él no iba a disfrutar mucho tiempo la suya. En aquella época la Biblioteca Nacional no disponía todavía de garaje para las bicicletas de sus lectores. Lenin se había puesto de acuerdo con la portera de una casa vecina, la cual, por dos perras chicas diarias, le autorizaba a guardar su bicicleta en la entrada de la casa, cerca de la portería. Un día, al salir a buscarla saliendo de la Biblioteca, vio que había desaparecido. Por toda explicación la portera le dijo que sólo le había permitido dejar su bicicleta en la escalera, pero que no se había comprometido en modo alguno a vigilarla.

El año de 1910 empezaba bien. El Comité central, reunido en sesión plenaria, consiguió la unión de las fracciones. Lenin se mostró dispuesto a hacer las mayores concesiones en materia de organización. Aceptó suspender la publicación de su periódico. De ahora en adelante el Comité Directivo del órgano central, el Socialdemócrata, estaría compuesto por dos bolcheviques: Lenin y Zinoviev, y dos mencheviques, Martov y Dan. Kamenev fue a representarlo en Viena ante Trotski, que publicaba desde octubre de 1908 un periódico titulado Pravda (La Verdad), un nombre que tendrá éxito en el mundo bolchevique. Para que los miembros del partido pudieran dar a conocer sus opiniones personales sobre los problemas del momento se creó una Hoja de discusiones, especie de tribuna libre que se publicaba como suplemento del órgano central.

Ya no habría más que una caja común. Pero en lugar de entregar las sumas, bastante considerables, que tenían los bolcheviques, Lenin las dio en depósito a un trío de socialdemócratas alemanes: Kautsky, Mehring y Clara Zetkin, quienes se comprometían a devolver el dinero a los bolcheviques en caso de nueva escisión.

Las cosas parecían arreglarse con los mencheviques, pero en cambio las relaciones de Lenin con Bogdanov y sus amigos eran cada vez más tensas. Estos últimos se mostraban ahora muy activos. Habían fundado su propio periódico, con el título de Vpered, presentándose así como fieles continuadores del periódico bolchevique creado antaño por Lenin después de su ruptura con la Iskra. Su grupo tomó desde ese momento el nombre de vperedistas. Lunatcharski, que había venido a instalarse en París, hacía una activa propaganda en favor suyo. Se alojó en la calle Roli, muy cerca de Lenin, y empezó a dar «cursos de cultura proletaria» que le permitieron aumentar considerablemente el número de sus adeptos. Estos se mostraban muy agresivos y disputaban la primacía a los partidarios de Lenin, no sin vehemencia. Alin ha conservado el recuerdo de una irrupción de los vperedistas en un café en el que los leninistas estaban celebrando consejo. Estaban dispuestos a llegar a las manos. Krupskaia, que quiso calmar las pasiones, fue injuriada. Hubo que levantar la sesión. «Observé en ese momento a Lenin —escribe Alin—. Nunca lo vi tan agitado. Estaba pálido. Cogió su sombrero y salió rápidamente de la sala. Todo el mundo partió. Unos cuantos fuimos a un café cercano para comentar el incidente. Lenin no estaba allí.» Más tarde, por la noche, a la una y media de la madrugada, lo encontró cerca de la avenida de Orleáns, caminando precipitadamente, bajo la lluvia, con el sombrero en una mano. Alin lo acompañó hasta la casa con otros camaradas. Repetía sin cesar: «¡Es una infamia! ¡Ser capaces de semejante escándalo! ¡Es el colmo!» Más tarde se supo que había caminado durante más de dos horas por las calles antes de poder calmarse.

Todo iba mal. Su trabajo en la Biblioteca no adelantaba. Privado de su bicicleta, obligado a sufrir durante media hora un tranvía que avanzaba con una lentitud exasperante a través de las calles embotelladas y en las cuales todavía se desconocía la circulación en sentido único, llegaba ya regularmente irritado. La espera de los volúmenes y las explicaciones con el personal de la sala de trabajo no hacían más que aumentar su irritación. Regresaba a casa (otra media hora de tranvía) cansado y deprimido, y aun tenía que soportar, al pasar ante la portería, alguna observación agria por alguna visita recibida la víspera a una hora indebida o por alguna mancha descubierta en la alfombra de la escalera frente a su puerta. Lo mismo que en la calle Beaunier, su pobre mobiliario inspiraba en la calle Marie-Rose un desprecio apenas disimulado y las inquietudes del propietario, que, temeroso de que Lenin se fuera sin pagar la renta, quería deshacerse de él.

Un día se quejó de todas esas molestias domésticas al obrero de la imprenta del Comité, Vladimirov, que había venido a verle. Era un muchacho muy despierto que se había sabido «parisinear» rápidamente. «Yo me encargo», le dijo a Lenin. Baja la escalera. Precisamente ante la portería se encuentra con el propietario. Vladimirov lo aborda cortésmente, con la gorra en la mano, y entabla una conversación. El otro le comunica sus quejas: «Es un inquilino muy raro. No tiene ni con qué amueblar su vivienda. Ya estoy harto. Que se vaya.» «No hay que juzgar por las apariencias —observa suavemente Vladimirov—. El señor Ulianov es un gran propietario y tiene cuenta en el Banco. Infórmese usted en el Crédit Lyonnais.» El buen tipógrafo sabía lo que decía. En efecto, todo el dinero de la fracción bolchevique estaba depositado a nombre de Lenin. El Banco, a donde el propietario no dejó de acudir, debió darle los mejores informes sobre su solvencia, puesto que días después, al encontrárselo en la escalera, Lenin vio que lo saludaba con un obsequioso sombrerazo acompañado de un sonoro: «¡Buenos días, señor Ulianov!» Lo cual no le impedía escribir a su hermana: «París es un cochino lugar, y en muchos aspectos.»

Tampoco su mujer lograba adaptarse al ambiente parisiense. Ella, que solía ser tranquila y tener un humor siempre igual, se había vuelto nerviosa, hipocondríaca. Las humildes pero abrumadoras preocupaciones domésticas habían venido a reemplazar las emocionantes peripecias de la lucha revolucionaria subterránea. No conseguía, a pesar de todos sus esfuerzos, familiarizarse con la lengua francesa, y chocaba con incesantes dificultades en los pequeños comercios del barrio (difícilmente se aventuraba más allá de la avenida de Orleáns); ello provocaba a veces un cruce de réplicas poco amenas. Y la vida era cada vez más cara. Después de vivir un año en París, los recursos personales de Lenin habían disminuido considerablemente. En Rusia le dejaron sumas importantes sus artículos y sus folletos, así como la antología de sus escritos publicada bajo el título de En doce años. Ahora no disponía más que del sueldo que le pagaba el partido: cincuenta francos por semana. Con eso tenía que vivir Lenin y mantener a su mujer y a su suegra.

El buen tiempo le trajo alguna tranquilidad. Recibió una carta de Gorki que le invitaba a pasar unos días en Capri. Lenin aceptó; convinieron que no se hablaría de política en las conversaciones. Fue allí a principios de agosto, y Krupskaia fue a instalarse con su madre en Pornic, donde el partido socialista francés había creado una colonia de vacaciones para sus miembros, Gorki cumplió su palabra e hizo todo lo posible por evitar a su huésped discusiones sobre temas espinosos. Los interlocutores de Lenin fueron sobre todo pescadores de la isla que no sabían una palabra de ruso, y como él ignoraba totalmente el italiano estaban obligados a explicarse por medio de gestos acompañados por una mímica apropiada, de lo cual se declaró encantado. Después se reunió con los suyos en Bretaña y a fin de mes partió para Copenhague, donde debía celebrarse el Congreso de la Segunda Internacional.

Cerca de un millar de delegados, 887 exactamente, habían venido a asistir al Congreso, entre ellos 188 alemanes y 48 franceses. La delegación rusa comprendía veinte miembros: diez socialdemócratas (entre ellos Plejanov, Lenin, Zinoviev, Kamenev, Martov, Dan, Trotski y Lunatcharski), siete socialistas-revolucionarios y tres sindicalistas. Lo mismo que en Stuttgart, o más tal vez que en Stuttgart, Lenin se sentía perdido en medio de esa multitud ruidosa y heteróclita. Pasó completamente inadvertido, a pesar de que ocupaba un lugar en la tribuna en su calidad de miembro del Buró Socialista Internacional. El corresponsal de L'Humanité, al dar cuenta de la sesión inaugural, cita a un sólo ruso, Rubanovitch, al nombrar a los «militantes más conocidos». Es cierto que éste colaboraba entonces en el periódico de Jaurés. Lenin no tomó la palabra en ninguna sesión plenaria. Tal vez no le interesaba mucho: la Internacional le parecía cada vez más dominada por los socialdemócratas alemanes, que se deslizaban cada vez más hacia la derecha. Se le ocurrió, lo mismo que en Stuttgart, intentar una «agrupación de izquierdas» en el seno del Congreso y quiso reunir en una conferencia particular a los delegados que se consideraban marxistas revolucionarios. Dos mujeres, Rosa Luxemburgo y la holandesa Roland-Holst, hicieron una campaña para conseguirle adhesiones. «No logramos atraer —escribía más tarde Zinoviev— más que una decena de personas cuando mucho, y la mitad de ellas no se atrevieron a ir a las sesiones.» Cobró su desquite en las reuniones de la delegación rusa. Allí surgían discusiones tumultuosas en las que Lenin parece haber sufrido duros asaltos. La mujer de Krjijanovski, que asistía al Congreso como simple espectadora, cuenta en sus Recuerdos: «Se oía decir durante las sesiones de la sección rusa: «Uno contra todos, ¡es insensato! ¡Pierde al partido! ¡Qué felicidad sería que desapareciera, que se muriera!» «Cuando le dijo a uno de los que hablaban así, a Dan sobre todo: ¿Cómo es posible que un solo hombre pueda perder a todo el partido y que todos vosotros seáis tan impotentes frente a él hasta el punto de veros obligados a llamar en auxilio a la muerte?, me contestó, irritado y huraño: «Pues porque no hay un solo hombre en el mundo como él que se ocupe de la revolución durante las veinticuatro horas del día, que no tenga más pensamientos que los relativos a la revolución y que, hasta cuando duerme, no vea más que la revolución en sus sueños. ¡Trate de vencer a un hombre así!».

Tuvo la satisfacción, por lo menos, de que sus compatriotas adoptaran la idea de un nuevo periódico socialdemócrata destinado especialmente a los obreros. Cabría preguntarse, sin embargo, si para tomar esta decisión era absolutamente necesario ir a Copenhague...

El Congreso terminó el 3 de septiembre y Lenin se embarcó para Estocolmo, donde debía encontrarse con su madre. La señora Ulianov iba camino ya de los setenta y dos años. Su rostro totalmente arrugado de anciana encorvada bajo el peso de las múltiples pruebas a que la había sometido la vida, conservaba unos ojos límpidos, luminosos y asombrosamente jóvenes. El destino no quería permitirle que terminara en paz sus últimos años. Estaba separada de su hijo mayor, y en cuanto a su otro hijo y a sus dos hijas, tan pronto eran detenidos como sufrían algún accidente. En las cartas que le escribía, Lenin trataba de ocultar las dificultades y las preocupaciones que lo abrumaban, pero ella sabía leer entre líneas y sufría cruelmente. Estuvo una semana en Estocolmo y se fue con un soberbio abrigo de invierno que le regaló la señora Ulianov, madre previsora. Ya no había de volverlo a ver.

La paz entre las fracciones, concertada en el pleno de enero de 1910, no había durado mucho tiempo. Además, los mencheviques estaban sufriendo en su propio grupo divisiones internas análogas a las que diezmaban a la fracción bolchevique. Se formó entre ellos, a partir de 1908, un llamado movimiento de «legalistas», que estimaban que en la nueva situación creada por el aplastamiento de la revolución, el partido socialdemócrata debía salir de la clandestinidad y llevar una existencia legal, como en los demás países de Europa donde funcionaba un régimen parlamentario. Había diputados socialdemócratas en la Duma que hacían oír su voz en la tribuna, los socialdemócratas podían escribir en periódicos y revistas, aunque a condición de plegarse a las exigencias del momento, porque si bien había sido abolida la censura, un artículo demasiado imprudente causaba inmediatamente la prohibición del periódico. Los oradores socialdemócratas también podían tomar la palabra en reuniones públicas, por su cuenta y riesgo naturalmente. Esa era, estimaban los «legalistas», una buena escuela en la que la clase obrera iba a prepararse para someterse a la próxima prueba de una república burguesa, puesto que estaba previsto que antes de que el proletariado tomara el poder había que pasar por ahí. Pero, puesto que se trataba de crear una organización legal del partido, la existencia del aparato ilegal ya no tenía razón de ser. El Comité central, el órgano central, el Buró extranjero, que por lo demás no gozaban ya más que de una autoridad sensiblemente reducida, eran superfluos y estaban llamados a desaparecer. No quedaba más que liquidarlos. De ahí el apodo de «liquidadores» que pusieron a los partidarios de esa tendencia sus adversarios, los cuales insistían en la absoluta necesidad de mantener íntegramente la organización ilegal existente. Plejanov se pronunció abiertamente contra los «liquidadores», quienes tenían en Potresov, que se había quedado en Rusia, a uno de sus principales animadores del interior. La mayoría de los dirigentes mencheviques en el extranjero, Martov, Dan y Axelrod entre otros, se pronunciaron en favor de pasar a la legalidad en el periódico de fracción que habían conservado. Lenin, que tras la supresión del suyo se había dedicado enteramente a su trabajo de codirector del órgano central, arrastró desde un principio a los «liquidadores» hacia las gemonias. Lo cual volvió a acercarlo a Plejanov.

El combate abierto se entabló, o para usar su lenguaje, «la bomba estalló» en marzo, a raíz de un pequeño incidente ocurrido en la redacción. Lenin había publicado en la Hoja de discusiones, y no en el periódico, el artículo de Martov en el que éste declaraba que como el pleno había admitido la paridad de votos en el interior de la redacción del Socialdemócrata, ese principio debía ser aplicado también a los «legalistas». Inmediatamente, Martov atacó con vehemencia en el periódico de los mencheviques legalistas. «Mi artículo —escribía— no se pronunciaba en modo alguno contra las decisiones del pleno; no hacía más que exigir una aplicación equitativa de esas decisiones.» No se conformó con eso. En una Carta abierta a las camaradas, publicada con su firma y con las de Axelrod, Dan y Martynov, se dirigió a todo el partido y denunció el despotismo de algunos miembros de la dirección del órgano central. Un grupo de dieciséis miembros del interior, entre ellos tres miembros del Buró ruso del Comité central, se solidarizó con la Carta. En el número del 5 de abril, Lenin censuró el gesto de esos «Eróstratos» y llamó a las armas a todos los verdaderos socialdemócratas sin distinción de tendencias. «La conspiración contra el partido ha sido descubierta —exclama—. Que se alcen en defensa suya todos aquellos que quieran su existencia.» En Copenhague se abordaron como enemigos. De regreso a París, la hostilidad entre los dos bandos llegó a su apogeo.

La situación de Lenin era lamentable. No podía escribir más que en el órgano central, donde, teniendo en cuenta su cargo oficial, se imponía cierta reserva. Los mencheviques habían conservado su periódico. Plejanov tenía el suyo. Trotski lo mismo. Sólo él, por querer sin duda predicar con el ejemplo, había cometido la imprudencia de suspender el Proletary. Seguramente le hubiera gustado reanudar su publicación ahora, pero ya no disponía de los fondos necesarios. El dinero bolchevique seguía «bloqueado» con los depositarios alemanes. La gaceta obrera empezaba mal. Después de un primer número, publicado el 13 de noviembre, el segundo no salió hasta el 13 de diciembre siguiente. Trotski, que la consideraba como una competidora de su Pravda, había emprendido una fuerte campaña contra ella, pretendiendo que, lejos de servir a los intereses del partido, esa publicación no serviría más intereses que los de los bolcheviques-leninistas. Lenin le atacó a su vez en un artículo del Socialdemócrata del 21 de diciembre de 1910. «Una discusión de principios con Trotski es imposible —decía— por la sencilla razón de que no los tiene. Se puede y se debe discutir con liquidadores y con convencidos “retiradistas”, pero no se discute con un hombre que se las ingenia en escamotear las faltas de unos y otros; se le desenmascara como un “diplomático” de la más baja ralea.» Y pidió a Kamenev que regresara de Viena.

Paralelamente lo asaltan preocupaciones de orden material. No encuentra editor para su libro. Su carta a Gorki, en la que le ruega que le ayude, es un verdadero grito de desesperación. Los periódicos y las revistas rusas ponen dificultades para aceptar sus artículos por estimar sin duda que su colaboración es ahora demasiado comprometedora. Afortunadamente, los socialdemócratas del interior, resueltos a explotar las posibilidades legales que se les ofrecen, crean en diciembre una hoja semanal, Zvezda, considerada como el órgano parlamentario de su partido, y una revista mensual en la que varios periodistas bolcheviques, cuidadosamente camuflados, son invitados a escribir. Lenin aceptó colaborar en esa empresa «legalista» y dio algunos artículos firmados unas veces con su seudónimo de antaño, Mine, y otras sin firma alguna. Mientras tanto, lograba sostenerse penosamente. En una de sus cartas a su madre se le habían escapado algunas alusiones a sus dificultades materiales. La señora Ulianov se conmovió y le mandó algunos centenares de rublos, sacados de su modesta pensión de viuda que desde hacía mucho tiempo no correspondía ya al costo de la vida. Lenin queda desconsolado. «Por favor, no me envíes dinero —le escribe—. Por el momento mi situación no es peor que antes: no estoy en la miseria. Y te suplico, querida madrecita, que no me envíes nada de tu pensión y que no pases estrecheces por mí.» La anciana madre ya no reincide. Pero a través de sus hijas manda a París paquetes en los que Krupskaia, boquiabierta, descubre jamón, pescado ahumado, tocino, dulces e incluso mostaza, para que Volodia por lo menos pueda comer hasta hartarse.

Todas esas complicaciones materiales repercuten en su estado general. Se vuelve sombrío, distraído, y sufre a veces olvidos que sorprenden a quienes le rodean.

Una vez —escribe Alin— Lenin vuelve a casa y le pregunta a Nadejda Konstantinovna:

—¿Hay alguna respuesta de Nueva York?

—¿De Nueva York? ¿Qué respuesta? ¿A qué carta?

—¡Pues a la última!

—Pero si apenas la mandaste hoy.

—¿Sí? ¿Hoy?

—Ve usted —me dice Nadejda Konstantinovna con reproche—, está completamente agotado.

Olvida echar al correo las cartas que le confía su mujer. Estas las encuentra días después en los bolsillos de su abrigo. Finalmente decide prescindir de sus buenos oficios. Las noches no le son clementes. Padece insomnios. Le acometen continuos dolores de cabeza. La mujer de Krjijanovski, que ha venido a pasar unos días en París después de la reunión de Copenhague, queda sorprendida por su mal aspecto.

Así es Lenin cuando conoce a Elisabeth Armand, «Inés» para los revolucionarios, cuya imagen, dice Alin, «no se borrará nunca del recuerdo de los que la conocieron». Era francesa, parisiense, hija del actor Pécheux d'Herbenville, apodado Stephen. Fue recogida por una tía suya, que trabajaba de ama de llaves en casa de un rico industrial de Moscú, y llevada a Rusia. Su estancia en la familia Armand terminó con su matrimonio con el hijo de la casa. En 1905 abandona su vida confortable de joven burguesa acomodada y se arroja ciegamente a la vorágine revolucionaria. Deportada a Arcángel en 1907, emigra en 1909, dejando en Rusia a su marido y a sus tres hijos, y después de una breve estancia en Bruselas se traslada a París en 191013.

El nombre de Inés Armand no era desconocido probablemente para Lenin. En todo caso la recibió enseguida en su intimidad y la convirtió en una de sus colaboradoras más allegadas. Sabía utilizar el trabajo de las mujeres. Sin hablar de Krupskaia, estrechamente asociada a toda su obra, y de sus dos hermanas, sobre todo la mayor, cuya ayuda le fue tan valiosa en tantas ocasiones, todas las «misioneras» que empleaba para las necesidades de la Causa le servían con una devoción absoluta. Pero el caso de Inés Armand era diferente. Hasta entonces no había tratado más que con militantes que no conocían ni querían conocer nada que no fueran sus deberes para con el partido y la revolución. Ahora se hallaba frente a una mujer. Militante, Inés lo era, y por lo menos tanto como las demás. Pero tenía también una cultura general muy amplia y un encanto personal de que carecían completamente las otras. «Se desprendía de ella una inmensa alegría de vivir», ha dicho Krupskaia, explicando a su manera esa especie de fulgor interior que emanaba de todo su ser. Tenía entonces treinta años, pero nadie le daba más de veinte, inmensos ojos negros y unos cabellos rebeldes a todo freno que daban a su cabeza el aspecto de una Medusa. Parecía ir por la vida radiante, respirando felicidad, y, sin embargo, su salud era frágil y estaba desahuciada por los médicos. Parecía tener prisa por disfrutar en su existencia terrestre el máximo de gozos susceptibles de tentarla. Se apasionaba por la revolución, pero también por la música (tocaba admirablemente el piano), y Beethoven era su Dios.

Para empezar, Lenin hizo entrar a Inés en el presidium del grupo bolchevique del extranjero formado por tres miembros, y en el seno del cual eclipsó rápidamente a sus colegas: el Dr. Semachko, conocido sobre todo como revolucionario en los círculos médicos y como médico en los círculos revolucionarios, e Ilya Safarov, militante consciente, pero de mediana envergadura.

En los comienzos de la primavera de 1911, Lenin, que había recogido la experiencia de Bogdanov, ideó a su vez crear en los alrededores de París, en Longjumeau, una escuela de formación marxista; Inés se dedicó en cuerpo y alma a esa tarea. Lo mismo que en Capri, trajeron de Rusia unos doce obreros jóvenes; igual que en Capri, había un policía entre ellos. Impartían los cursos el propio Lenin (economía política, problema agrario, teoría y práctica del socialismo científico), Zinoviev y Kamenev (historia del partido socialdemócrata). Inés fue encargada de dirigir los trabajos prácticos de los alumnos. Alquiló por su propia cuenta toda una casa en la aldea y organizó una cantina para los alumnos así como alojamientos para algunos de ellos. Lenin y su mujer se habían instalado muy modestamente en casa de un obrero curtidor y comían en la cantina escolar. Después de las clases, todos —maestros y alumnos— se iban al campo a respirar la dulzura del anochecer. Se tumbaban cerca de una hacina de trigo y se dejaban arrastrar por los sueños y por el silencio. A veces se oía una voz lánguida que llevaba a lo lejos palabras nostálgicas y tiernas. Era el policía, que cantaba.

La lucha contra los liquidadores y los trotskistas se reanudó y llegó a su punto culminante tan pronto como Lenin regresó a París.

Estimaba que había llegado ya el momento de hacerles correr a todos la misma suerte que a los vperedistas. Era más difícil, sin embargo, puesto que no se trataba de un asunto entre fracciones que pudiera ser liquidado «en familia». Esta vez estaba obligado a recurrir a todo el partido.

Cuando Kamenev regresó de Viena, Lenin le hizo firmar una memoria que llevaba ya su propia firma y la de Zinoviev, y que señalaba al Buró extranjero del Comité central la necesidad absoluta de reunir urgentemente, en alguna parte del extranjero, el pleno del Comité. La respuesta tardó en llegar más de un mes. Fue negativa. Cabía preverlo: dicho Buró era menchevique en su mayoría. No habiendo podido obtener satisfacción, Lenin retiró al único bolchevique que formaba parte de él; tras ello invitó a «los miembros del Comité central que se hallan en el extranjero» a reunirse en conferencia. Tres fueron los que respondieron a esa invitación: el propio Lenin, Zinoviev y Rykov. Para dar mayor peso a esa reunión se permitió que asistieran seis personas más con voz consultiva. Se reunieron en junio, precisamente la víspera de la salida para Longjumeau. Se decidió, lo mismo que antaño en víspera del tercer Congreso, que se crearía en Rusia una comisión de organización encargada de preparar la próxima conferencia general del partido. Rykov y un militante georgiano recientemente llegado de Teherán, donde se ocupaba del transporte de las publicaciones clandestinas, Sergio Ordjonikidze, recibieron la misión de trasladarse a Rusia para organizar esa comisión. Rykov partió y fue detenido nada más llegar. Ordjonikidze, que previamente había sido autorizado, a título de «alumno libre», a seguir los cursos de la escuela de Longjumeau, tuvo más suerte. Pudo llegar a Bakú, entró en contacto con Spandarian, un militante local muy activo, y estableció el enlace con Stalin, quien se había evadido una vez más de Siberia y estaba escondido en la región. Una vez juntos, lograron convocar una especie de reunión constituyente a la que asistieron los representantes de los cinco grupos socialdemócratas y en la cual nació la comisión de organización prevista por Lenin. Esta acabó por poner en pie la famosa Conferencia de Praga, que estaba destinada a convertirse en la cuna del partido bolchevique. El mérito corresponde sobre todo a los tres caucasianos: Ordjonikidze, Spandarian y Stalin. Este último, detenido a finales de 1911, no pudo asistir.

La Conferencia comenzó el 19 de enero de 1912. Se habían dirigido invitaciones a todas las organizaciones. Naturalmente, los liquidadores, los trotskistas y los vperedistas no participaron en esta empresa debida a la iniciativa de Lenin. Plejanov, que en aquella época podía ser considerado como un aliado suyo en la lucha contra los liquidadores, tampoco vino y se limitó a contestar a los organizadores: «Los miembros de la Conferencia se parecen tanto los unos a los otros que creo que es mejor, en interés de la unidad del partido, que yo no participe.» Sin embargo, algunos de sus partidarios enviaron representantes. Pero, cosa grave, las «nacionalidades» estaban ausentes. En cuanto al Bund, era de esperar. Los polacos y los letones se desolidarizan a su vez de Lenin y desaprueban su campaña «antiliquidadora» que, según ellos, conduce al partido a la ruina y a la disgregación total. Lenin prescindirá de ellos. Además, estima, ya es hora de acabar con esa situación paradójica que se ha creado a causa de la superioridad numérica de los grupos «nacionales», cuyos votos han impedido en varias ocasiones la adopción de iniciativas útiles y necesarias para la buena marcha de las organizaciones rusas.

La Conferencia estuvo reunida durante doce días, y votó una larga e importante resolución redactada por el propio Lenin.

«Considerando —decía el art. II— que las persecuciones del gobierno zarista y la expansión de las ideas contrarrevolucionarias, en ausencia del centro de acción militante, habían creado durante los años 1908-1911 una situación sumamente difícil en el interior del partido socialdemócrata ruso;

»Que actualmente se observa en todas partes, junto con el recrudecimiento del movimiento obrero, la tendencia, entre los trabajadores avanzados, a reconstituir las organizaciones ilegales del partido;

»Que las finalidades prácticas inmediatas del movimiento obrero y de la lucha revolucionaria contra el zarismo (reivindicaciones económicas, agitación política, campaña electoral) imponen las medidas más energías para el restablecimiento de un centro director activo ligado estrechamente a las organizaciones locales;

»Que tras una interrupción de más de tres años se ha logrado por fin reunir a más de veinte organizaciones rusas alrededor de la comisión de organización;

»Que todas las organizaciones del partido que funcionan en Rusia están representadas en la Conferencia;

»Que varios militantes del movimiento obrero legal que han sido invitados han enviado mensajes de adhesión,

»La Asamblea se ha constituido en Conferencia general del partido, con calidad y autoridad de un órgano supremo.»

El art. V llamaba particularmente la atención de los camaradas sobre la necesidad de intensificar la reconstrucción de las organizaciones ilegales y de reforzar la agitación política.

El art. VI declaraba que era necesario participar en las elecciones para la cuarta Duma, al margen de cualquier entendimiento con los partidos no proletarios, aunque concertando algunos acuerdos en caso de empate en el escrutinio para no dejar pasar al candidato de la reacción, y daba las tres consignas que debían ser utilizadas durante la campaña electoral: 1.º República democrática; 2.º Jornada de ocho horas; 3.º Confiscación de las tierras de los grandes terratenientes en provecho de los campesinos.

El art. XII condenaba a los liquidadores y exhortaba a todos los miembros del partido «sin distinción de matiz y de tendencia» a luchar contra el «liquidacionismo», a denunciar el mal que causaba a la obra de la liberación de la clase obrera y a concentrar todos los esfuerzos en el restablecimiento y la consolidación del partido ilegal.

El art. XIV reconocía a la Rabotchaia Gazeta como órgano oficial del Comité central, y el art. XV anulaba el acuerdo concertado en enero de 1910 con la redacción del periódico de Trotski, lo que privaba a éste de la subvención que estaba recibiendo.

El art. XVII anunciaba que el dinero confiado a los alemanes pertenecía sin ninguna clase de dudas al Comité central elegido por la Conferencia, y que éste quedaba encargado de emprender todas las gestiones necesarias para entrar inmediatamente en posesión de ese dinero.

El art. XIX prohibía la utilización del nombre de «Partido socialdemócrata ruso» a todos los grupos extranjeros que no se sometieran al Comité central nuevamente elegido y que trataran directamente con el interior sin pasar por él. Eso equivalía, evidentemente, a dejar fuera del partido a los trotskistas y a los vperedistas.

Formaron parte del nuevo Comité central, integrado por siete miembros, Lenin, Zinoviev, que cada vez estaba más unido a él, y los dos caucasianos Ordjonikidze y Spandarian, que tan bien había trabajado para él. En cuanto al tercero, Stalin, que seguía deportado, Lenin no quiso poner a prueba la complacencia de los delegados haciéndoles votar por un candidato ausente y cuyo nombre todavía no les decía gran cosa. Pero tan pronto como se clausuró la Conferencia se apresuró a introducirlo en el seno del Comité valiéndose del art. XVI de la resolución que enmendaba el II párrafo de los Estatutos y que restituía al Comité central el derecho de cooptación que había caído en desuso durante los años 1905-1906. Juzgó conveniente conceder un puesto a un bolchevique-conciliador, lo mismo que a un menchevique—«partista»14 y también hizo entrar al delegado de la organización de Moscú, un antiguo menchevique convertido que en las sesiones de la Conferencia bolchevique reveló tal ardor y tal convencimiento que Lenin lo comprometió a presentar su candidatura en las próximas elecciones legislativas. Se llamaba Roman Malinovski y estaba inscrito en la lista de los colaboradores del departamento de la policía bajo el nombre de «Sastre».

Trotski se enfureció grandemente al conocer las decisiones tomadas en Praga. En Vorwaerts, órgano central del partido socialdemócrata alemán, publicó a guisa de editorial, o sea sin firma, un virulento artículo que calificaba de «usurpadores» a Lenin y a sus amigos. Se trasladó a París y, desarrollando una actividad febril, logró poner a todo el mundo contra ellos. El 3 de abril, Krupskaia escribía a un corresponsal cuyo nombre se desconoce: «Todos los elementos extranjeros abruman a la Conferencia: mencheviques-legalistas, bundistas, letones, conciliadores, vperedistas, plejanovistas.» Por iniciativa de Trotski y bajo su presidencia se celebró una reunión de esos grupos. Votó una protesta solemne y declaró que la Conferencia de Praga no era más que un conciliábulo de la «banda de Lenin» y que sus decisiones no tenían valor alguno. Se eligió una comisión y se le encargó organizar para el próximo mes de agosto una conferencia en la que estuvieran representadas efectivamente todas las organizaciones socialdemócratas.

Frente a este reto en masa, Lenin no quiso contestar más que con un silencio despreciativo y desdeñoso. Se encerró en su casa, en su pequeño y caliente departamento de la calle Marie-Rose. La reunión de Trotski se celebró el 12 de marzo. Doce días después, el 24, Lenin escribía a Ana: «Todos estos días me he quedado en casa traduciendo, y no sé gran cosa de lo que ocurre en París. Además, en nuestro medio se riñe y se cubre la gente de lodo hasta tal punto que es difícil imaginarse que las cosas puedan pasar así.»

Pero en su fuero interno sufría cruelmente. Las cosas se anunciaban mal. Desde Praga, Lenin se había trasladado a Berlín para entrar en posesión de los fondos de que se había constituido depositaria Clara Zetkin. Esta sentía personalmente mucha simpatía por él, pero no se atrevió a entregárselos sin consultar previamente al «codepositario», Kautsky, quien se opuso categóricamente. La campaña hecha por Trotski en la prensa socialdemócrata alemana había dado sus frutos, y además Kautsky estaba resentido con Lenin, quien en Copenhague lo había calificado de «oportunista».

Esa negativa colocaba al nuevo Comité central en una situación crítica. En los precisos momentos en que, por fin, tras haberse librado de la «canalla liquidadora» —tal como le escribía Lenin a Gorki una vez clausurada la Conferencia— el partido socialdemócrata ruso bolchevique (tal es la denominación que adoptará de ahora en adelante) se disponía a ponerse en marcha, teniendo que hacer para ello considerables gastos, se le escapaba el dinero con que contaba. Además, y sobre todo, los rusos parecen olvidarlo. Al salir de Praga los delegados le habían hecho muchas promesas, y, luego, nada. Stalin, que según el plan trazado por Lenin debía organizar en San Petersburgo la publicación de un gran diario bolchevique y dirigir la campaña electoral, y a cuya búsqueda había enviado a Ordjonikidze para arreglar su evasión, no da señales de vida.

El 28, Lenin escribe a los miembros rusos del Comité central una carta que refleja, a más no poder, el estado de ansiedad en que se hallaba entonces:

«Queridos amigos: Estoy desolado y terriblemente inquieto por el estado de completa desorganización en que se hallan nuestras relaciones. Verdaderamente es para desesperarse. En lugar de escribir cartas os comunicáis conmigo por medio de un lenguaje telegráfico en el que no se comprende nada. No sé nada de Stalin. ¿Qué hace? ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él? Ninguno de los delegados ha hecho un enlace. ¡Ninguno! ¡Ninguno! ¡Es la desbandada completa! Ni una sola información que diga en forma clara y precisa que las organizaciones locales han tomado conocimiento de las resoluciones de Praga y las han aprobado. ¿No es esto una desbandada? ¿No es una burla? Resolución para reclamar el dinero: ni una sola, de ninguna parte. Es simplemente una vergüenza. Ni una sola palabra de Tiflis, de Bakú, centros terriblemente importantes. ¿Dónde están las resoluciones? ¡Un escándalo! ¡Una vergüenza! En cuanto al dinero, las cosas marchan mal. Enviad una resolución facultándonos para actuar ante la justicia. Los alemanes se niegan. Sin acción judicial de nuestra parte, estaremos en quiebra completa dentro de tres o cuatro meses. Si no tenéis otros recursos, hay que revisar el presupuesto de arriba abajo. Hemos pasado todos los límites y caminamos hacia la quiebra... La Conferencia es atacada por todas partes y Rusia se calla. Inútil vanagloriarse y hacer el fanfarrón. Todo el mundo conoce el artículo de Vorwaerts y la protesta, y nadie se mueve. Total: desbandada y desorganización. Hacen falta enlaces, correspondencia regular, informaciones. De lo contrario, todo esto no es más que un bluff».

¡Y he aquí que el propietario le anuncia que el alquiler va a ser aumentado! Por fin se harta de París. Decide ir a vivir a los suburbios, a Fontenay-aux-Roses. «Será mejor para la salud y además estaremos tranquilos», escribe a su madre el 7 de abril.

Mientras tanto, Stalin no había perdido el tiempo. Ayudado por Ordjonikidze, desapareció de Vologda, su sitio de deportación, y apareció sano y salvo en San Petersburgo hacia mediados de marzo. Pero era sobre todo un hombre de acción y no le gustaba mucho escribir. No es que la pluma le fuera rebelde; poseía una buena cultura marxista, profundizada en sus frecuentes deportaciones, y había acabado por conocer casi de memoria los principales textos de Lenin. De vez en cuando le daba por enviar alguna corresponsalía o un artículo para el órgano central. Siempre estaban correcta e inteligentemente redactados, pero se notaba que no ponía en ello el corazón. No vivía en realidad más que para la lucha revolucionaria directa, y hacerle malas pasadas a la policía se había convertido para él en una especie de voluptuosidad. Y en esto se entendía perfectamente con Ordjonikidze, su compatriota y amigo.

Organizar en la capital del Imperio la publicación de un gran diario no es en realidad una cosa muy sencilla, sobre todo cuando el que asume esa tarea está obligado a vivir clandestinamente. Stalin no se arredró y encontró una solución de las más expeditas, aunque bastante rudimentaria, para el problema. Se limitó a reunir el equipo ya existente de la redacción del semanario Zvezda y la transformó en la redacción de un diario que fue bautizado con el nombre de Pravda, nombre del antiguo periódico de Trotski, quien por falta de recursos había tenido que suspender su publicación. El diputado Poletaev fue el «editor», mientras Olminski y Baturin se repartieron las funciones de redactor-jefe. Se convino, naturalmente, que seguirían escrupulosamente las directivas de Lenin, a cuyo cargo quedaría la dirección ideológica del periódico. El primer número apareció el 22 de abril (calendario ruso). Al día siguiente fue detenido Stalin y emprendió de nuevo el camino de la deportación.

Cuando Lenin supo, en París, la aparición de Pravda, se volvió loco de alegría. Abandonó inmediatamente el proyecto de ir a vivir a Fontenay. Ahora irán a instalarse a cualquier punto de la Polonia austríaca, lo más cerca posible de la frontera rusa, a fin de poder establecer el contacto más estrecho y más rápido con el periódico. Lenin se decidió por Cracovia, vieja ciudad polaca a unos 15 kilómetros de la frontera. Lenin tenía tanta prisa por librarse de lo que él llamaba «el fango parisiense», que partieron casi precipitadamente. Más tarde, recordando los años de su estancia en París, le decía a su mujer en más de una ocasión: «No comprendo qué diablo nos arrastró hasta allá.»

 

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