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LA CONQUISTA DEL PODER » 15. Relámpagos en la noche

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15. Relámpagos en la noche

XV

RELÁMPAGOS EN LA NOCHE

La primera impresión fue excelente. Lenin se mostraba muy alegre y rejuvenecido. Aspiraba con delicia el aire de los campos que nacían a unos cuantos metros de la casa en que se había hospedado y que conducía hacia la frontera rusa. La vida se organizaba de acuerdo con sus gustos y sus costumbres. La policía local, compuesta en su mayoría por polacos que detestaban a sus colegas rusos, le dejaba tranquilo y pudo establecer a sus anchas el contacto con los militantes del interior. Era fácil pasar de un país a otro en esa región que pertenecía a la zona fronteriza. Se creó un relevo a Lublin, ciudad de la Polonia rusa cerca de la frontera, que se convirtió en un centro de enlace muy activo. El jefe de ese centro, el estudiante Krylenko, pasará luego a desempeñar funciones de un carácter muy diferente.

Zinoviev —inútil decirlo— ha seguido a Lenin a Cracovia. Kamenev también. Uno y otro se pusieron a escribir, inspirándose en las directivas de su jefe, artículos para Pravda. Lenin se dedica ya enteramente a su labor de director ideológico de la nueva publicación. No quiere ser un simple consejero cuyos consejos son escuchados, pero no aplicados luego. Quiere dirigir efectivamente el periódico, controlar todo lo que publica, vigilar la marcha comercial de la empresa, la difusión, la propaganda, etc. Y en ese terreno fue donde surgieron, muy rápidamente, graves dificultades. Pravda «no marchaba bien». Los números que recibía, con mucho retraso y más bien irregularmente, le causaban una decepción a la cual se mezclaba la más viva inquietud. Los artículos que leía hablaban un lenguaje tímido, vacilante. Los suyos eran podados y a veces sólo se publicaban cuando ya no respondían a la actualidad o no se publicaban en absoluto. Se veía enseguida que el periódico estaba hecho por hombres que carecían de autoridad y de experiencia. En efecto, Stalin no había tenido buena mano. La redacción por él escogida había quedado abandonada a sus propios medios al ser detenido él, es decir, al día siguiente de la publicación del primer número, e iba a la deriva. Baturin, el redactor jefe, y Olminski, el editorialista, eran, sobre todo el segundo, buenos periodistas, pero no tenían la competencia necesaria para dirigir un gran diario de cuatro páginas. Estaban abrumados por el peso de la tarea que les incumbía y no sabían por dónde empezar. Habían reclutado desordenadamente una cantidad de colaboradores algunos de los cuales no valían nada. Otros, más capacitados, se negaban a plegarse a cualquier disciplina. El primer secretario de redacción, chapucero y torpe, fue reemplazado al cabo de quince días por el joven estudiante Molotov, que estaba lleno de buena voluntad y hacía todo lo que podía. El es quien se encarga generalmente de la correspondencia con Lenin. A veces careció de tacto en esa delicada tarea. Por ejemplo, cuando aquél se ve obligado a reclamar los números que han omitido enviarle. Molotov, sin dejar de garantizarle que se hará lo necesario a ese respecto, cree necesario agregar: «Por el momento debo decirle que estamos necesitados de artículos. Esperamos que nos los enviará usted y sin retraso. Esperamos sus artículos.» Al leer esa carta Lenin debió levantar los brazos al cielo. ¡Así, pues, era él quien estaba en retraso! ¡A él le reclamaban material! ¡A él, que se pasaba todas las tardes escribiendo para Pravda y que velaba minuciosamente y personalmente por que sus envíos partieran el mismo día! Que lo entienda quien pueda...

La situación se enredó todavía más al acercarse la campaña electoral. Lenin no había dejado de recomendar, con particular insistencia, que Pravda sostuviera un ataque vigoroso, en toda la línea, contra los «liquidadores» a fin de separar a éstos de los elementos obreros que todavía seguían bajo su influencia. Pero al leer los artículos que dedica el periódico a las futuras elecciones, se da cuenta de que se evita ostensiblemente el ataque a los mencheviques, hasta el punto de que incluso la palabra liquidadores no aparece por ningún lado. Para sincerarse, escribe a Pravda: «¿Por qué el periódico elimina sistemática y obstinadamente de mis artículos y de los otros colaboradores cualquier alusión a los liquidadores?» La redacción le contesta que se evita a propósito ese término para no agriar inútilmente los espíritus y no dar a los lectores la impresión de que, incluso en vísperas de las elecciones, se sigue agitando las querellas intestinas. Lenin replica: «Es imposible, nocivo, pernicioso y ridículo ocultar nuestros desacuerdos a los obreros.» Días después nueva carta de Lenin: esa táctica le parece «profundamente errónea y sencillamente inadmisible» ; ahogar esas discusiones es ir a un suicidio. En San Petersburgo leen sus cartas, le ordenan a Molotov que escriba respuestas diferentes, y continúan actuando contra su opinión. Lenin siente venir el peligro: se está tramando a sus espaldas un entendimiento con los mencheviques. Se trata, en el ánimo de los «conciliadores», de no dejar que se desperdiguen los votos obreros (la ley electoral rusa concedía a los obreros el derecho de elegir sus propios diputados) y de retenerlos en el seno de la socialdemocracia. En opinión de Lenin, esa táctica de alianza con los mencheviques es absurda puesto que es seguro, al menos tal es su profunda convicción, que la mayoría aplastante de los obreros darán sus votos a los candidatos bolcheviques. Entrar en acuerdo con los mencheviques es privarse voluntariamente de un cierto número de puestos en los colegios electorales (para los obreros, las elecciones eran en tercer grado) y aumentar así, a sabiendas, la influencia y el prestigio de los liquidadores.

No fiándose de ninguno de sus corresponsales de San Petersburgo, Lenin recurre a Inés Armand, que se ha quedado en París. ¡Que vaya allí y arregle las cosas! Inés llega enseguida. Durante dos días enteros Lenin le atiborra la cabeza con instrucciones y recomendaciones. Tras lo cual pasa la frontera con un nombre falso, con ayuda del camarada Krylenko.

Lenin no se equivocaba al enviar a Inés a San Petersburgo. Hizo un buen trabajo. Gracias a ella los obreros fueron informados de las resoluciones tomadas en la Conferencia de Praga, cosa que no se habían preocupado de hacer los dirigentes de la organización socialdemócrata de la capital; gracias a ella fue reconstruido el Comité de San Petersburgo y formada una oficina regional que emprendió una enérgica lucha contra los liquidadores. Después de trabajar durante cuatro semanas con febril ardor, Inés fue detenida dos días antes de que empezaran las elecciones, el 14 de septiembre. Pero lo esencial estaba ya hecho. Además, desde días antes, el 12 de septiembre, Stalin, que había logrado evadirse de nuevo, se hallaba en San Petersburgo. La misionera de Lenin le había despejado el terreno. La batalla electoral continuó desde ese momento bajo su impulso y terminó con la elección del candidato bolchevique, el metalúrgico Badaev.

En Moscú triunfó Malinovski. Después de haber recibido en Praga la investidura de Lenin, quiso tener también la de su patrón, el director del departamento de la policía, Bieletski. Este alto funcionario, que había hecho suyos, perfeccionándolos, los métodos de Zubatov, no era enemigo de los experimentos audaces y nuevos en su terreno, pero lo que le proponía el «Sastre» lo dejó al principio un poco perplejo. ¡Un policía, diputado bolchevique a la Duma del Imperio! El caso era verdaderamente demasiado delicado y podía provocar, si el asunto por casualidad llegara a trascender, un escándalo enorme que tendría la mayor repercusión en toda Europa y que cubriría de vergüenza al régimen zarista. Pero Malinovski supo convencerlo demostrándole todas las ventajas que podría obtener de su condición de diputado para su trabajo de policía.

Es conveniente interrumpir unos instantes esta exposición para que el lector pueda tener un mayor conocimiento de este personaje singular, el mayor agente provocador que haya conocido la revolución rusa después de Azev.

Era un polaco rusificado, de origen muy humilde, hijo, al parecer, de un campesino. A la edad de veinte años, cuando era aprendiz de sastre, tiene ya en su activo dos condenas de derecho común, una de ellas por «abuso de menor». En 1898, un asunto de robo en el que se vio mezclado y que le valió tres años de cárcel, le permitió eludir el servicio militar. Después vegeta oscuramente hasta 1905. La Revolución le permite destacarse. Se adhiere al partido socialdemócrata, aparece en reuniones públicas, y como sabe hablar con elocuencia ardiente y bélica, pronto adquiere popularidad. Ya no maneja las tijeras y la aguja porque ha conseguido trabajo, no se sabe cómo, en una fábrica de la capital, en calidad de obrero metalúrgico. Pero se le ve menos en el taller que en los mítines populares y se ocupa más de la propaganda política que de su trabajo. En 1906 logra fundar el sindicato de la metalurgia de San Petersburgo. Al año siguiente es nombrado secretario general del mismo. Su actividad atrae enseguida la atención del departamento de la policía y se le hacen algunas ofertas. Pero el orador fogoso es también un táctico prudente y, para empezar, Malinovski prefiere trabajar «a destajo», proporcionando de vez en cuando a la policía informaciones que le permitan echar el guante sobre militantes refugiados en la clandestinidad. Para evitar las sospechas lo detienen a veces junto con sus camaradas, pero lo sueltan al cabo de varios días mientras los otros siguen en la cárcel o son deportados. Finalmente ese juego empieza a intrigar a los círculos revolucionarios y circulan algunos rumores bajo capa. Entonces, para atajar las nacientes sospechas, Malinovski se hace detener de verdad y permanece dos meses en la cárcel. Al ser puesto en libertad, en enero de 1910, le prohíben la estancia en la capital, lo que le proporciona uno de los más honorables pretextos para trasladar su actividad a Moscú. Una vez allí, entra, a partir de marzo de 1910, al servicio de la Dirección de Seguridad de esa ciudad, con un salario fijo de cincuenta rublos por mes, más los gastos, con la misión de operar en las organizaciones locales dominadas entonces por los mencheviques. Ya hemos visto cómo, tras dar la voltereta, fue a Praga en calidad de delegado bolchevique.

Para ser elector y elegible, el obrero ruso debía poseer un expediente judicial virgen y justificar una permanencia de por lo menos seis meses en una misma empresa. El diputado Badaev ha contado cómo se las arregló su colega para reunir esas dos condiciones: Malinovski tiene varias condenas por derecho común. Por lo tanto, no puede ser elegido. Se traslada a Polonia y, sobornando a un funcionario, consigue un certificado en el que se asegura que nunca ha sido condenado. Otra dificultad: permanencia de seis meses en una misma empresa. Malinovski trabaja en una fábrica poco importante de los alrededores de Moscú desde hace casi seis meses. Pero unas semanas antes de las elecciones riñe con un contramaestre que amenaza con despedirlo. Interviene la Dirección de Seguridad, manda detener al contramaestre y lo tiene en la cárcel todo el tiempo necesario para no impedir la elección de Malinovski. Este es despedido de todos modos. Entonces soborna a un empleado de la administración de la fábrica, quien le proporciona un certificado diciendo que ha obtenido un «permiso de vacaciones».

Las elecciones dieron trece diputados al partido socialdemócrata: siete mencheviques y seis bolcheviques. Juntos formaron el grupo parlamentario socialdemócrata. El menchevique Cheidze (un abogado georgiano) fue nombrado presidente, y el bolchevique Malinovski, vicepresidente. Este último fue encargado por sus colegas de leer en la tribuna parlamentaria la declaración colectiva en nombre del grupo. Esa declaración, comunicada previamente a la policía por el propio Malinovski, fue depurada por Bieletski, quien indicó a su colaborador los párrafos cuya lectura debía omitir.

En cuanto a Lenin, está encantado con el triunfo obtenido por Malinovski. Poco después de su llegada a Cracovia había conocido a un militante de Moscú, Nicolás Bujarin, que había sido detenido en 1910 y más tarde deportado, y que pudo evadirse finalmente y llegar a Viena. Al enterarse de la elección de Malinovski, Bujarin recuerda que su detención se produjo precisamente al día siguiente de su encuentro con él y que en aquella época sospechaba que esa detención era obra suya. Comunicó sus sospechas a Lenin, quien le contestó con una carta indignada. Si Bujarin se permite denigrar y calumniar a ese excelente bolchevique, Lenin lo denunciará a todo el partido como traidor y disgregador. El otro se calló. A principios de diciembre, Lenin escribía a uno de sus corresponsales de Suiza: «Por primera vez tenemos en la Duma un notable líder obrero. Será él quien lea la declaración. No es un Alexinski cualquiera. Y los resultados —quizá no de inmediato— serán enormes.» Las palabras notable y enormes estaban subrayadas.

La Duma debía abrirse el 20 de noviembre. Días antes Lenin había comunicado a Stalin que hubiera sido conveniente reunir en Cracovia una conferencia del Comité central con los diputados bolcheviques para trazar el plan de acción que debía seguirse en la Duma. Stalin informó a los «seis». Al día siguiente Bieletski recibía una nota: «Lenin ha invitado a su casa, en el extranjero, a los diputados socialdemócratas de la Cuarta Duma. Finalidad: darles directivas para su trabajo parlamentario.»

Pero ya era muy tarde y se decidió aplazar la conferencia para las vacaciones de fin de año.

Malinovski llegó a Cracovia antes que los demás. enseguida desagradó profundamente a Krupskaia, que lo veía entonces por primera vez. «Sus ojos me resultaban muy desagradables —escribe en sus Recuerdos—, y el aire desenvuelto que afectaba me inspiraba aversión» Después llegaron sus colegas, Stalin y unos cuantos militantes locales. Once personas en total.

Estuvieron reunidos durante cinco días: del 28 de diciembre al 1 de enero. La conferencia tomó importantes decisiones sugeridas todas ellas por Lenin. Se trataba ante todo de trazar una línea de demarcación entre los «seis» y los «siete». Así, pues, sin dejar de afirmar su deseo de lograr la unidad en el partido, la conferencia declaró que ésta sólo era posible si se reconocía definitiva y generalmente la existencia de las organizaciones ilegales, lo que significaba. la capitulación total de los liquidadores, es decir, de los mencheviques. Era bien sabido que éstos, que tenían la mayoría en el seno del grupo parlamentario, no lo aceptarían. Pero, en opinión de Lenin, convenía señalarlo. «Esta resolución de la conferencia —escribe Badaev— confirma una vez más que los bolcheviques se separan claramente de los mencheviques liquidadores.» También correspondía al plan de acción trazado entonces por el departamento de la policía. «Actuaba de acuerdo con el principio de divide et impera», dirá más tarde Bieletski al ser llamado a declarar ante la Comisión investigadora creada por el Gobierno provisional en 1917.

El artículo 3 de la resolución decía: «Reconociendo como única tradición justa en nuestro partido aquella según la cual el grupo socialdemócrata en la Duma constituye un órgano subordinado al partido, personificado por el Comité central, la Conferencia estima que, en interés de la educación política de la clase obrera y a fin de que la actividad del grupo sea útil y justa, el partido debe observar atentamente todos sus actos y ejercer así su control sobre él.»

También se trató la cuestión de Pravda. Se decidió una reorganización radical de la redacción. Stalin, que probablemente estaba harto, renunció a sus funciones de supervisor general. Creyeron encontrar el hombre providencial en la persona de Sverdlov, un revolucionario enérgico y capaz que a la edad de veintisiete años (había nacido en 1885) llevaba ya doce años de actividad ilegal. En 1909 Lenin lo había utilizado para someter a un severo control a la organización bolchevique de Moscú. Es posible que sus investigaciones no fueran apreciadas en igual medida por todos los miembros de esa organización; el caso es que Sverdlov fue detenido en una reunión del Comité ejecutivo de la misma, de la que sólo habían sido informados unos cuantos adictos, y deportado a una región particularmente inhospitalaria de la Siberia occidental. Trató de escaparse, fue capturado, empezó de nuevo, volvió a fracasar, y por fin acabó por evadirse y reapareció en San Petersburgo en diciembre de 1912. Al enterarse de su evasión, Lenin lo metió en el Comité central, por coopción, y a propuesta suya se le confiaron las funciones de redactor-jefe de Pravda. Pero como estaba obligado a hacer una vida rigurosamente clandestina, el diputado Badaev, protegido por su inmunidad parlamentaria, fue encargado de velar de una manera general por los destinos del periódico. En cuanto a Stalin, libre ya de esa carga, no regresó enseguida a Rusia. Lenin encontró una ocupación para él. Lo envió a Viena a reunir documentación para su estudio sobre la cuestión de las nacionalidades vista a la luz del marxismo. La idea agradó a Stalin, que estaba en buena posición, por sus orígenes, para apreciar la importancia de la cuestión, y se puso a trabajar con mucho entusiasmo.

Las esperanzas de poner orden por fin en los asuntos de Pravda no se realizaron. Sverdlov, obligado a vivir escondido, no pudo ocuparse del periódico más que de una manera intermitente. Quedaba Badaev. Era un obrero muy bueno, probo y consciente, pero el periodismo no le era precisamente un terreno familiar. Además le desagradaba la misión depuratoria, con todas las complicaciones que implicaba. No se atreva a despedir de la noche a la mañana a toda esa gente y a trastocar de arriba abajo todo el organismo de la redacción. Confió su vacilación a los diputados, sus colegas. Malinovski se declaró partidario de medidas draconianas, pero los otros predicaron prudencia y moderación. Badaev se sumó a ese último punto de vista y dejó las cosas en el mismo estado en que se encontraban. Resultado: aquello iba de mal en peor. Molotov no era ya secretario de la redacción desde noviembre, pero no por eso marchaba mejor la correspondencia con Cracovia. Después de la conferencia, Lenin, que había escrito a Pravda una carta en la que probablemente formulaba algunas críticas, recibió una respuesta que juzgó tan «estúpida e insolente» que ni siquiera se dignó contestar. Esperó diez días. Ningún cambio. Los hombres de Pravda seguían siendo los mismos. La situación financiera empeora. El dinero ha sido malgastado. La propaganda en las fábricas, en favor de la suscripción al periódico, ha sido descuidada. La venta, que durante los meses del verano había sufrido una caída vertical, se reanima con excesiva lentitud a pesar de que las elecciones y la apertura de la Duma debieron darle un fuerte impulso. Los escasos ingresos que se conseguían bastaban apenas para pagar las multas que ponía el Gobierno con el menor pretexto. Finalmente se vieron obligados incluso a suspender «provisionalmente» el pago del sueldo que cobraba Lenin, lo cual colocó a éste, como se quejaba en una carta a Gorki, en una situación «archidifícil».

«Estamos muy preocupados —se queja Lenin a Sverdlov al darle cuenta de la carta «estúpida e insolente» de la redacción de Pravda por no recibir ninguna noticia sobre la reorganización del periódico. ¿Qué se ha hecho? Es absolutamente necesaria una reorganización, o mejor aún, una expulsión radical de todos los miembros de la actual redacción. El periódico está dirigido de una manera absurda... ¿Qué se ha hecho para el control de la caja? ¿Quién ha recibido las sumas procedentes de los abonos? ¿En manos de quién están? ¿A cuánto ascienden?»

Sverdlov contestó con una carta tranquilizadora dirigida a Krupskaia. Según él, no había que tomar las cosas a lo trágico. Los diputados estimaban que no había que violentar la cuestión del despido de la redacción. Además, Lenin se equivoca al atribuir tanta importancia a los asuntos de Pravda. Después de todo, no es más que un periódico como cualquier otro, etc. El 9 de febrero, Krupskaia, sin duda bajo el dictado de su marido, le contestó:

«Querido amigo: Me ha resultado penoso oír decir que Vassily (léase Lenin) sobreestima, en su opinión, la importancia de Pravda. En realidad, es en Pravda y en su buena dirección donde se halla la clave de la situación. Si no logramos transformar su organización interior y hacerla funcionar con regularidad, iremos a una quiebra material y política... Si los asuntos marchan mal en San Petersburgo es porque Pravda es malo y porque nosotros, o el Comité de redacción de allí, no sabemos utilizarlo... Resulta triste, si es cierto, que los diputados estimen que hay que ser prudentes en cuanto a la reforma del periódico, es decir, si estiman que hay que aplazar la expulsión de la actual redacción. Le repito, eso huele a quiebra. Hay que ponerse de acuerdo seriamente y emprender la reforma de Pravda: 1.º Es necesario que se rindan cuentas hasta el último kopek. 2.º Es necesario que se haga usted cargo de la caja (ingreso y abono). 3.º Hay que instalar una nueva redacción y expulsar a la actual. Actualmente el periódico está horriblemente mal dirigido. ¿Son hombres esos redactores? No son hombres, sino unos miserables chapuceros que llevan la empresa a la ruina. Hay que acabar con esa pretendida «autonomía» de esos lamentables redactores. Es necesario que se ocupe usted del asunto. Que tome en sus manos la redacción. Que consiga colaboradores. Usted y nuestro trabajo aquí: con eso podremos poner las cosas en marcha perfectamente.»

Sverdlov puso manos a la obra. Su intervención debió ser fructífera, puesto que el 21 de febrero siguiente Lenin escribe a la redacción de Pravda: «¡Queridos colegas! Permitidme que os felicite ante todo por la enorme mejoría que se ha dejado sentir en estos últimos días en la dirección del periódico. Os felicito y os deseo que perseveréis en ese camino.»

Cuando escribía esa carta no sabía aún que Sverdlov, delatado por Malinovski, acababa de ser detenido nuevamente. Quince días después le llegó su turno a Stalin, que apenas acababa de regresar del extranjero y que había cometido la imprudencia, inconcebible en un conspirador veterano como él, de acudir a una función benéfica organizada en provecho de Pravda en los grandes salones de la Bolsa. Lo volvieron a mandar, lo mismo que a Sverdlov, a Siberia. Esta vez uno y otro estarán bajo buena guardia hasta la revolución de 1917.

La detención de Sverdlov hacía más difícil todavía la situación del periódico. Pero el propio emperador Nicolás II permitió a Lenin dar por fin con la solución de este angustioso problema, al decretar la amnistía con motivo del tricentenario de su dinastía. La amnistía beneficiaba a los escritores condenados por «escritos sediciosos». Tal era precisamente el caso de Kamenev, quien, por tanto, podía volver a Rusia legalmente. Así a él lo envió Lenin a San Petersburgo con la misión de hacer de Pravda un periódico bolchevique tal como él lo concebía. Y, en efecto, Kamenev logró darle plena satisfacción, mostrando mucho tacto y evitando estridencias innecesarias. Después de observar su trabajo durante seis meses, con mirada vigilante, Lenin le escribía: «Aquí todo el mundo está contento con el periódico y con su redactor-jefe. En todo este tiempo no he oído una sola crítica, con excepción de que «trabaja como un negro». Todos están contentos, y yo sobre todo, puesto que he sido buen profeta.»15

Hay poco que señalar en la vida tranquila y monótona. El 5 de marzo su mujer le escribe a la señora Ulianov: «Por aquí la vida marcha como un mecanismo bien ajustado, y verdaderamente no tenemos nada que contar. Vivimos como en Chucha: en espera del correo. Matamos el tiempo como podemos hasta las once horas, en que pasa el cartero por primera vez. Después no nos queda más que esperar su segunda pasada, a las seis.» Pero el estado de ánimo deja que desear. «En este último tiempo —agrega— las cartas recibidas no han sido alegres. Creo que nuestro humor se ha resentido. Vivimos, por decirlo así, la vida que reflejan.»

No decía que había caído enferma y que los médicos le habían recomendado que fuera a respirar el aire de las montañas.

Lenin resolvió, por tanto, pasar el verano en Poronin, pequeña aldea de la región montañosa de Tatra, próxima a la estación termal de Zakopane, muy reputada entonces en Austria. Alquiló una casa de campo, «una casa enorme —escribía a su hermana María, días después de llegar allí—, demasiado grande para nosotros». Le agradó la región, sintió que le renacía el gusto por el alpinismo y proyectó toda una serie de ascensiones en compañía de Zinoviev, que le seguía como una sombra. Pero las preocupaciones de la mudanza, el viaje (seis horas en ferrocarril) y probablemente también el cambio de aire, tuvieron una repercusión desfavorable sobre la salud de Krupskaia. Lenin, que no se fiaba de los médicos locales, decidió llevarla a Suiza para consultar al profesor Kocher, el gran especialista de la enfermedad de Basedow que padecía su mujer. Después de instalarla en una clínica de Berna, se trasladó a Zurich, a Ginebra y a Lausana, dando en todas partes conferencias sobre la cuestión de las nacionalidades. El problema era de actualidad y, además, eso le permitía, en cierta medida, recuperar los gastos del viaje.

La operación salió bien. Krupskaia se proponía pasar quince días en los alrededores de Berna para terminar, de acuerdo con las recomendaciones de Kocher, su convalecencia, pero un telegrama de Zinoviev llamó urgentemente a Lenin a Poronin, y regresaron apresuradamente. La cosa no era tan grave. El Gobierno acababa de prohibir la Pravda. Esta reapareció inmediatamente camuflando apenas su nombre y sin cambiar nada de su presentación. Había algo más, pero esto ya lo había previsto Lenin antes de partir. Había llegado el momento, estimaba, de zanjar definitivamente la cuestión de las relaciones de los diputados bolcheviques con sus colegas mencheviques de la Duma. Seguían formando con ellos un grupo común, y como seguían siendo seis contra siete estaban invariablemente en minoría durante las deliberaciones del grupo, viéndose obligados a apoyar iniciativas de los mencheviques y a votar con ellos. Esta situación era inadmisible para Lenin. Era absolutamente necesario ponerle fin y, lo mismo que había sabido «delimitar» en Praga la fracción bolchevique, garantizar de ahora en adelante a ésta su propia representación parlamentaria.

Se convocó una Conferencia en Poronin para el 23 de septiembre (calendario ruso). Acudieron, además de los diputados bolcheviques y de los miembros del Comité central, los representantes de las principales organizaciones locales. Algunos socialdemócratas polacos fueron invitados a participar en los debates.

Antes de abrirse la Conferencia, los diputados celebraron una entrevista particular con Lenin. Uno de ellos, Badaev, le dijo: «Evidentemente, nos manifestamos cuando los ministros y los Negros suben a la tribuna. Pero eso no basta. Los obreros nos preguntan: ¿Cuál es vuestro trabajo práctico en la Duma? ¿Dónde están vuestros proyectos de ley?»

Lenin se echó a reír y contestó: «La Duma reaccionaria no aprobará jamás una ley que mejore la vida de los obreros. La tarea del diputado obrero consiste en recordar todos los días desde la tribuna, a los Negros, que la clase obrera es fuerte, poderosa, y que no está lejano el día en que la revolución creciente barrerá de un solo golpe a los reaccionarios, a sus ministros y a su gobierno. Naturalmente, eso no impide intervenir con enmiendas e incluso con proyectos de ley. Pero todas esas intervenciones no deben tener más que una sola finalidad: condenar el régimen zarista, subrayar todo el horror del despotismo gubernamental, denunciar la feroz explotación de la clase obrera. Eso es lo que los obreros deben esperar de sus diputados.» Comenzaron por escuchar los informes de los delegados de las organizaciones locales. Comprobaron unánimemente la creciente agitación que se manifestaba en el seno de la clase obrera y la intensificación del movimiento huelguístico. Lenin, tomando la palabra en nombre del Comité central, declaró que todo esto confirmaba el acierto de las decisiones tomadas en Praga y era exactamente el resultado del trabajo del partido dirigido por el Comité central bolchevique. «Podemos decir con la conciencia tranquila —terminó diciendo— que hemos cumplido enteramente las tareas fijadas.» Ahora se trata de abordar las que siguen. En primer lugar, la creación de una fracción parlamentaria bolchevique independiente. La resolución propuesta por él es adoptada por la conferencia, la cual comprueba al mismo tiempo que la actitud de los siete diputados mencheviques «que gozan fortuitamente de un voto de mayoría y violan los derechos más elementales de los seis otros, que representan a la aplastante mayoría de los obreros rusos», amenaza a la unidad del grupo parlamentario socialdemócrata, y pide que dicha unidad sea garantizada «sobre la base de derechos iguales para las dos fracciones que lo constituyen».

A continuación decidieron convocar un Congreso destinado a sancionar las decisiones tomadas y a consolidar así la estructura nueva del organismo del partido, unido, homogéneo, libre por fin de los elementos hostiles y divisionistas. «Hasta ahora —observó Lenin a este respecto —el partido socialdemócrata estaba representado en sus congresos casi exclusivamente por intelectuales. Actualmente hay que hacer todo lo necesario para que los delegados sean auténticos obreros. Hay que obtener que cada sindicato, cada cooperativa, cada escuela o club obrero, cada organización local, envíe sus representantes.» Y, naturalmente, todos los diputados bolcheviques deben asistir al Congreso, «en primer lugar porque todos son obreros y, en segundo término, porque son verdaderos representantes de la clase obrera rusa».

La conferencia terminó el 1 de octubre (calendario ruso). Los diputados bolcheviques regresaron a San Petersburgo con un proyecto de declaración, redactado por Lenin, que debían dirigir a sus colegas mencheviques en la primera ocasión que se presentara.

En medio de la conferencia vieron llegar con sorpresa a Poronin a Inés Armand. Había salido de la cárcel con síntomas muy pronunciados de tuberculosis, pero conservando todo su entusiasmo, toda su alegría de vivir y de actuar, y vaciando su cigarrera siempre al mismo ritmo; era una fumadora empedernida y lo seguía siendo.

Desde Poronin, Inés siguió a Lenin a Cracovia y alquiló una habitación en la casa de la familia polaca donde se alojaba la mujer de Kamenev y su hijo, que se habían quedado en Cracovia. Se pasaba los días en casa de Lenin. Cuando éste trabajaba, se quedaba con Krupskaia, diez años mayor que ella y que le había tomado gran afecto, o se ponía a charlar con la vieja «abuela», que también sentía una pasión inmoderada por el tabaco. Cuando hacía buen tiempo daba grandes paseos con Lenin por los alrededores. Krupskaia, que se había vuelto más sedentaria desde su reciente enfermedad, hubiera preferido, quizá, el cine, a donde la atraían invariablemente los Zinoviev, pero al final se dejaba ganar por el partido de los «paseantes», como llamaban a Inés y a Lenin, con gran desesperación de los «cineantes», puestos en minoría por esa defección.

A veces, en las noches de invierno, Inés reunía en su casa a los dos matrimonios. Había un piano en su habitación. Se ponía a tocar. Una vez tocó la Appassionata. Lenin quedó asombrado. En materia de música sus gustos eran más bien rudimentarios, pero los acordes tumultuosos y desgarradores de la sonata de Beethoven le trastornaron el alma. Desde entonces, le pidió varias veces a Inés que la volviera a tocar, y cuando la joven le anunció la próxima llegada a Cracovia de un cuarteto vienés que había ido a interpretar obras de Beethoven, exigió que cotizaran para comprar un abono a toda la serie de conciertos. Pero en esta ocasión, Lenin sufrió un desengaño. No comprendió nada y se aburrió mortalmente en el primer concierto. Su mujer, lo mismo. Únicamente Inés parecía maravillada y totalmente extasiada. La vida tranquila y somnolienta de la pequeña ciudad provincial se le hacía pesada. No resistió mucho tiempo. Un día le dijo a Lenin que había decidido dar una serie de conferencias en las principales ciudades de Europa: donde había grupos bolcheviques y radicar luego en París para asumir la dirección del Buró central de los bolcheviques del extranjero. Lenin la dejó partir: contaba por adelantado con los valiosos servicios que Inés Armand podía prestarle en ese cargo.

La reanudación de los trabajos de la Duma, después de las vacaciones de verano, se llevó a cabo el 15 de octubre. Al día siguiente, en la reunión del grupo parlamentario socialdemócrata, antes incluso de pasar a examinar el orden del día, los diputados bolcheviques reclamaron la igualdad de derechos en las deliberaciones. «Nuestra reivindicación está presentada en forma de ultimátum —escribe Badaev—. Exigimos una respuesta inmediata. En caso de negativa, los seis abandonaremos el grupo.» Los siete tratan de ganar tiempo. Piden a sus colegas que presenten una declaración por escrito. Se les contestará en el curso de la semana. Mientras tanto, nada impide continuar al trabajo común.

Lenin parece haberlo previsto al proveer a los seis con un texto de declaración redactado por anticipado. Esta fue leída a los mencheviques al día siguiente. Les decía: «Durante un año de trabajo común en la Duma se han producido numerosas fricciones y conflictos entre vosotros y nosotros... Sabéis que siempre hemos actuado y que seguimos actuando con el espíritu del marxismo consecuente y que seguimos ideológicamente todas sus prescripciones. Sabéis muy bien que existen hechos que demuestran que no exageramos cuando decimos que nuestra actividad está totalmente de acuerdo con el pensamiento y la voluntad de la inmensa mayoría de los obreros marxistas avanzados de Rusia... En cuanto a vosotros, procedéis con toda indiferencia e incluso contra esa voluntad. Tenéis la audacia de tomar decisiones que van en contra de la mayoría de los obreros conscientes rusos...

»Es evidente que, en tales condiciones, cualquier socialista de cualquier país, cualquier obrero consciente considera monstruoso el hecho de que os esforcéis por ahogarnos gracias a un voto de mayoría, por privarnos de un lugar de cada dos en las comisiones de la Duma o en otras instituciones parlamentarias, por suprimirnos de la lista de oradores, etc., y de arrastrarnos a una política y a una táctica que han sido condenadas por la mayoría de los obreros avanzados de Rusia.

»Reconocemos, no tenemos más remedio que reconocer que nuestros desacuerdos son absolutos y no solamente en materia parlamentaria. Nos vemos obligados a considerar vuestros esfuerzos por ahogarnos como actos de escisión que imposibilitan cualquier trabajo en común. Pero dado el gran deseo que tienen los obreros de preservar la unidad del grupo socialdemócrata, aunque sólo sea en apariencia, aunque sólo sea en la Duma, teniendo en cuenta que un año de experiencia ha demostrado la posibilidad de realizar esa unidad mediante acuerdos en las intervenciones parlamentarias, os proponemos reconocer, de una buena vez, que es inadmisible aplastar por siete votos a los seis diputados elegidos en las elecciones obreras. La unidad del grupo socialdemócrata en la IV Duma sólo será posible a condición de reconocer a los «siete» y a los «seis» derechos iguales y de adoptar el principio de que las cuestiones del trabajo parlamentario deben ser decididas de común acuerdo entre ellos.»

Hasta el 25 de octubre no dieron su respuesta los mencheviques. Fue negativa. La escisión era un hecho consumado. Había nacido la fracción parlamentaria bolchevique. Nombró presidente a Malinovski. El «Bebel ruso» no parecía del todo feliz a pesar de haber sido elevado al pináculo. Sombríos presentimientos le agitaban desde hacía algún tiempo. El cambio que se había operado en él había sorprendido ya en Poronin a sus camaradas. Ya se sabía que era irascible y que, como no toleraba la menor contradicción, era presa de crisis de histeria cuando las cosas no salían como él quería. Pero ahora su estado superaba con mucho los límites habituales. «Se emborrachaba por las noches —escribe Krupskaia—, lloraba y se quejaba de la desconfianza de sus camaradas.»

La verdad es que cada vez sentía más miedo. Temía que se descubriera su juego sutil y temblaba en espera de la denuncia que lo confundiera. Por otra parte, corrían rumores de que el departamento de la policía iba a ser reorganizado próximamente, y el prestigio de su jefe Bieletski parecía declinar. Pero, sobre todo, tenía miedo a Burtzev. Ese hombre temible, que había adquirido un renombre mundial al revelar la actividad de dos caras del jefe de la organización de combate socialista-revolucionaria, Azev, se había convertido en el terror de los provocadores que pululaban en los círculos revolucionarios rusos. Sus informes, que procedían siempre de fuente segura (contaba con devotos informadores en los servicios más secretos del departamento de la policía), eran irrefutables, y aquel a quien señalaba como provocador era un hombre acabado. A finales de 1911, mientras Lenin se hallaba todavía en París, Burtzev le había advertido que el doctor Jitomirski, que seguía participando activamente en las actividades del grupo bolchevique parisiense, estaba a sueldo de la policía. Lenin, que se hallaba entonces en plena guerra contra los liquidadores, no prestó gran atención. Luego se fue. Pero Burtzev no soltó su presa y denunció al doctor ante el Buró del grupo. Este envió a Lenin un telegrama pidiendo instrucciones. Lenin, muy circunspecto, contestó: «Esperad pruebas concretas y sed prudentes.» Burtzev, que había recibido mientras tanto la confirmación de sus informes, anunció entonces que «haría un escándalo público si no se daba curso a ese asunto». Esto ocurría poco después de la conferencia de Poronin. Lenin, que pensaba precisamente trasladarse al Congreso del partido socialdemócrata letón que debía celebrarse en Bruselas a principios de enero de 1914 (se trataba de separar a los letones de la coalición antibolchevique formada por Trotski en agosto de 1912), le comunicó que se detendría a su paso por París, y que entonces hablarían.

Malinovski, que tenía sus razones para temer un encuentro de Lenin con Burtzev, quiso participar en el viaje. Le explicó que su presencia en el Congreso letón sería sumamente útil y se ofreció a acompañarle. Lenin, que no se malició nada, aceptó.

Mientras tanto, Malinovski le había participado el siguiente proyecto: la provocación sigue haciendo estragos en los medios socialdemócratas. Los agentes de la policía se cuelan en todas partes. Hay que emprender una lucha implacable contra ellos y sostenerla con más energía que nunca. Burtzev, solo en París, aislado de Rusia, a merced de informaciones esporádicas, no puede con toda la tarea. Hay que ayudarle. Él, Malinovski, está dispuesto a trabajar con él, bajo la alta dirección de Lenin, naturalmente. Sería bueno, por tanto, crear una especie de triunvirato: Lenin, Burtzev y Malinovski, que se convertiría en un centro de contraespionaje que operaría simultáneamente en Rusia y en el extranjero. A Lenin le gustó la idea y resolvió tan pronto como llegó a París poner a Malinovski en contacto con Burtzev, con quien no simpatizaba (éste, aunque afirmaba mantenerse independiente de todos los partidos que luchaban contra el zarismo, se inclinaba más bien por los socialistas-revolucionarios), pero cuya competencia reconocía en materia de lucha contra la provocación.

Para empezar, Malinovski quiso conquistarse las buenas voluntades de la colonia bolchevique de París. Dio ante ella una conferencia sobre la actividad de la fracción parlamentaria desde la apertura de la Duma. Un emigrado socialdemócrata cuenta así la impresión que le produjo Malinovski: «Cayó sobre nosotros como un águila. Alerta, inteligente, conquistó desde el primer momento todas las simpatías. Rara vez suscitaba una conferencia, entre los miembros de nuestro grupo, un interés comparable a la de Malinovski.» Lenin se mostró encantado. Cuando alguien le hizo observar que Malinovski carecía de agilidad política, Lenin objetó: «Eso no importa. Se va a pulir. Ya verá qué águila sale de él.» Al mismo tiempo recibía una nota de Burtzev que decía: «Hay un agente provocador entre sus allegados» y le invitaba a ir a verle a este respecto. Lenin envió a Malinovski. Burtzev, que ignoraba entonces sus relaciones con la policía, no desconfió del enviado de Lenin y lo puso al corriente del asunto. Había escrito a Lenin basándose en la carta de un funcionario de la Dirección de Seguridad de Moscú, el cual, sin citar nombres ni dar precisiones, declaraba estar dispuesto a revelar la identidad del personaje a un hombre de confianza designado por Burtzev. Que Malinovski vaya, pues, a verlo y que se informe de quién se trata. Este se declaró dispuesto a cumplir la misión que le ofrecían y se retiró después de haber esbozado ante su interlocutor los lineamientos generales de un plan de lucha contra el espionaje. Al regresar a Rusia, se cuidó mucho de ir a ver al policía que había escrito a Burtzev y que lo conocía perfectamente. Pero contó el asunto a Bieletski, quien inmediatamente mandó destituir al hombre y lo envió a un rincón perdido de la Siberia. Malinovski estaba salvado. Pero el respiro que le concedía el destino fue de corta duración.

Poco después, un nuevo ayudante del ministro del Interior centralizó en sus manos la dirección general de la policía y de la gendarmería. Bieletski se vio obligado a jubilarse. Esto hizo quedar a Malinovski en una situación muy comprometida. Antes de ser ayudante del ministro, el general Djunkovski había sido gobernador de Moscú y estaba perfectamente al corriente del papel desempeñado por él. Pero no compartía el orgullo que manifestaba Bieletski por esa táctica del doble juego. Trató de hacer un balance de «pérdidas y ganancias» y llegó a la conclusión de que la actividad de Malinovski, si bien había permitido, en efecto, la detención de cierto número de militantes notorios y la destrucción de varias organizaciones socialdemócratas, también había favorecido en una gran medida su propaganda; y los discursos incendiarios que estaba obligado a pronunciar en la Duma para inspirar confianza a sus camaradas perjudicaban seriamente a la causa monárquica al contribuir a excitar el espíritu revolucionario de las masas. Por eso fue por lo que, en resumidas cuentas, estimó preferible renunciar a sus servicios. Malinovski recibió la orden de entregar al presidente de la Duma su dimisión como diputado y de desaparecer. Se le pagaría una indemnización de 6.000 rublos en los momentos en que recibiera su pasaporte para el extranjero. Malinovski obedeció.

La noticia de que Malinovski acaba de renunciar a su mandato corre enseguida por los pasillos del Parlamento. Nadie entiende nada. Los diputados bolcheviques menos que los demás. Envían a casa de Malinovski a uno de los suyos, conminándole a presentarse en el acto ante la fracción. Se niega so pretexto de que se siente «demasiado emocionado para dar explicaciones», y promete enviar, tan pronto como se reponga de la emoción, una carta que aclarará todo. El grupo alerta a Kamenev y a toda la redacción de Pravda. Parte una nueva conminación que alcanza a Malinovski en la estación, en los momentos en que sube al tren que sale para Austria.

Se presenta en casa de Lenin enloquecido, con la mirada perdida; apenas si se tiene en pie. Lenin lo escucha totalmente consternado. Apenas si puede captar de qué se trata a través de sus palabras incoherentes. Una cosa es cierta: Malinovski ha abandonado su puesto de diputado. ¿La razón? De creerle, ha llegado al convencimiento de que seguir en esa Duma ultra-reaccionaria sería una verdadera traición a la clase obrera. El sitio de un verdadero bolchevique no está en esa cueva de Negros; no es el momento de las palabras vanas, sino de la acción, etc. Lenin le deja hablar. Comprende que el infeliz ha perdido completamente la cabeza. ¿Es una hábil comedia? ¿Ha sufrido verdaderamente un choque nervioso que ha terminado por dislocar enteramente sus ideas? No se puede decir. Por el momento se limita a mandarlo a dormir. Al día siguiente llegan informaciones inquietantes. Se han descubierto las huellas de las relaciones de Malinovski con la policía. Extrañas e inquietantes coincidencias acuden a la memoria. Las cartas que siguen traen nuevas sospechas. La prensa burguesa se regocija. Los mencheviques hacen coro: esos son los incorruptibles, los perfectos rigoristas que pretenden dar lecciones a los demás; pretenden sanear y depurar al partido y ni siquiera son capaces de distinguir la mentira y la traición en su propio seno. Tanto y tan bien se regocijan que Lenin acaba por imaginarse que todo este asunto ha sido montado por los mencheviques. Pero lo cierto es que ha tenido demasiada repercusión y que es imposible ahogarlo. Se decide formar una comisión investigadora bajo la presidencia de un «neutral»: el socialdemócrata polaco Ganetzki. Miembros: Lenin y Zinoviev. Se envía un telegrama a Burtzev: «Rumores penosos, acusación terrible. Haga todo lo necesario por aclarar.» Burtzev queda asombrado: no se lo esperaba. Hace varias verificaciones apresuradamente. Pero no logra obtener informaciones claras. Como su respuesta tarda en llegar, parte un nuevo telegrama: «Apresúrese a aclarar.» Bujarin, que fue el primero en llamar la atención de Lenin sobre el caso de Malinovski, es llamado urgentemente. «Es necesario que, dejándolo todo, venga a declarar ante la comisión. Mientras tanto, el asunto absorbe a Lenin por completo. Sin embargo, sigue convencido de que, si bien Malinovski ha cometido un acto de deserción que merece la más severa sanción, no es un traidor.» «Empero —informa Krupskaia— una vez le asaltó la duda. Un día que volvíamos a casa después de haber estado con los Zinoviev y que hablábamos de Malinovski, Vladimir Ilich se detuvo bruscamente en mitad de una pasarela y me dijo: «¿Y si fuera verdad?» Sus facciones revelaban inquietud y angustia. «¡Cómo crees!», le repliqué. Vladimir Ilich se calmó enseguida y se puso a fulminar a los mencheviques, que no desperdiciaban medio alguno para luchar contra los bolcheviques. Desde ese día dejó de mostrarse inclinado a dar fe a los rumores que corrían sobre Malinovski.»

A todo esto llegó la respuesta de Burtzev: consideraba a Malinovski como un individuo sucio, pero no poseía dato alguno que le permitiera afirmar que fuera un agente provocador. Luego llegó Bujarin. Sostuvo sus alegatos ante la comisión investigadora. La sentencia fue aplazada para el día siguiente. Lenin pasó la noche en blanco. Bujarin, a quien había ofrecido hospitalidad, contaba después: «Le oí claramente bajar la escalera. Salió a la terraza, preparó el té y se puso a caminar de arriba abajo. Caminaba, se detenía, volvía a caminar, se detenía de nuevo. Así pasó la noche... Al día siguiente bajé. Lenin estaba pulcramente vestido. Estaba ojeroso y su rostro era el de un hombre enfermo. Pero se reía con animación y conservaba su aplomo acostumbrado. «¡Buenos días! ¡Qué tal! ¿Ha dormido bien? Ah, ah, muy bien. ¿Quiere té? ¿Pan? ¿Vamos a dar una vuelta?» ¡Como si no hubiera pasado nada, como si no acabara de vivir una noche de tortura, de angustia y de duda!»

La comisión, basándose en la opinión evasiva de Burtzev, llegó a la conclusión de que era imposible probar la traición de Malinovski y Lenin le recomendó que se fuera a alguna parte a hacerse olvidar. Corría el mes de junio de 1914.

 

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