Lenin

Lenin


LA CONQUISTA DEL PODER » 16. Mientras los pueblos se matan...

Página 25 de 43

Mientras Radek leía su texto, Ledebour pataleaba de rabia. Terminada la lectura, dio rienda suelta a su indignación: eso es demagogia, anarquismo y bakuninismo. Naturalmente que los socialdemócratas admiten el principio de la guerra civil y de la huelga política general, pero es inútil gritarlo a los cuatro vientos. No se pronuncian discursos, se actúa. Se marcha delante, no se hace marchar a los demás. «Nosotros los socialdemócratas —concluyó— no brillamos por la valentía de Radek (éste, que había sido movilizado, no se movía de Suiza), pero también actuamos», y volviéndose hacia Lenin el viejo luchador le espeta en tono sarcástico: «Es muy cómodo lanzar llamamientos revolucionarios a las masas después de haberse refugiado en el extranjero.» A continuación, el italiano Serrati reprochó a Lenin querer cambiar todo el programa de la Internacional, e invocó un texto de Engels que reprobaba la violencia.

Bourderon opinó en el mismo sentido, exclamando: «¡Lenin! Usted quiere formar una nueva Internacional. ¡No hemos venido aquí para eso!», y Merrheim agregó: «El obrero francés, corrompido y saturado con la frase herveísta y anarquista, no cree ya en nada.»

Lenin se defendió muy vigorosamente. Primero protestó enérgicamente contra las apasiones hirientes de Ledebour: «Han transcurrido veintinueve años —le dijo— desde que fui detenido por primera vez en Rusia. En esos veintinueve años no he cesado de lanzar a las masas llamamientos revolucionarios. Lo he hecho desde mi prisión, en Siberia, y después en el extranjero. Y a veces he encontrado en la prensa revolucionaria «alusiones» análogas, lo mismo que entre los representantes de la justicia zarista, que me acusaban de falta de honradez por dirigir llamamientos revolucionarios al pueblo ruso desde el extranjero. Viniendo de un procurador del Imperio, esas «alusiones» no me asombraban. Pero confieso que de Ledebour esperaba encontrar otros argumentos. Ha olvidado probablemente que Marx y Engels, cuando escribían en 1847 su célebre Manifiesto comunista, lanzaban, también desde el extranjero, llamamientos revolucionarios a los obreros alemanes.» Demostró luego a Serrati que había interpretado mal un párrafo de La lucha de clases en Francia y contestó en tono mesurado, casi cordial, a Merrheim, cuya intervención escéptica le permitió descubrir el punto débil del movimiento obrero en Francia. Sin negar el hecho señalado por aquél, Lenin observó: «Eso quiere decir solamente que los socialistas franceses llegarían quizá más lentamente a las acciones revolucionarias del proletariado europeo, pero llegarían de todos modos. Lo cual no significa en modo alguno que esas acciones sean superfluas. No se puede plantear a la Conferencia la cuestión de saber por qué camino y en qué formas especiales puede el proletariado de los diferentes países pasar a la acción revolucionaria. Faltan datos todavía. Nuestra tarea consiste, por el momento, en hacer juntos la propaganda de una táctica apropiada a la situación... Si el proletariado francés está desmoralizado por la frase anarquista, no lo está menos por el millerandismo. Lo que nos conviene es no aumentar su desmoralización».

No logró, sin embargo, convencer a la asamblea. Ni siquiera pudo obtener que el proyecto de su grupo fuera entregado a una comisión, para su examen. Por 19 votos contra 12 se decidió pura y simplemente no tomarlo en cuenta.

El combate se reanudó al día siguiente en torno al manifiesto que la Conferencia pensaba dirigir al proletariado internacional. Hubo tres proyectos; cada grupo presentó el suyo. Se nombró una comisión para que sacara de ellos los elementos que permitieran redactar un texto único que fuera susceptible de lograr la unanimidad de los sufragios. De los siete miembros que la componían, tres eran de la derecha (Ledebour, Merrheim y el italiano Modigliani), y tres trotskistas (el propio Trotski, Grimm y el rumano Rakovski). Lenin era el séptimo. Se tomó como base el texto «mediador» de Trotski.

Los «siete» se reunían aparte, en el jardín del hotel. Las discusiones llegaron pronto a un grado inaudito de violencia. En un momento dado se creyó que no quedaba más que separarse y clausurar la Conferencia. Luchando solo contra todos, Lenin sometió los proyectos presentados a una crítica despiadada. Sus acerbas observaciones acabaron por exasperar de tal modo a Rakovski que éste, arremangándose la camisa, se precipitó sobre Lenin con la evidente intención de asestarle algunos puñetazos a guisa de objeciones. Lograron contener al fogoso rumano. Lenin no se inmutó, se levantó y fue a sentarse junto a un par de perros que jugaban allí junto en la arena, dando la impresión de estar sumamente interesado en hostigarlos y en seguir sus juegos. «Parecía un chiquillo —escribe Trotski, que presenció la escena—; su risa sonaba clara, una auténtica risa de niño. Lo contemplamos con cierto asombro. Lenin hizo nuevas zalamerías a los perros, pero con más tranquilidad; luego volvió a la mesa y declaró que no firmaría tal manifiesto. Y la disputa se reanudó con nueva violencia.»

Lenin reprochaba al texto adoptado por la comisión su timidez, su tendencia a respetar demasiadas susceptibilidades, su temor a llamar a las cosas por su verdadero nombre y a sacar las conclusiones que se imponían por la lógica de los hechos. Por ejemplo, el manifiesto reconoce que «1os capitalistas de todos los países mienten al declarar que esta guerra sirve para defender la patria», pero omite decir que esa mentira es apoyada y repetida por la mayoría de los dirigentes socialistas. A continuación comprueba perfectamente que los partidos socialistas de los países beligerantes han ignorado las decisiones de los últimos congresos de la Internacional y que el Buró Socialista Internacional ha faltado a su deber al tolerar la votación de los créditos militares y la participación en los ministerios burgueses, etc.; pero no se atreve a anunciar a las masas que esa falla del Buró Socialista y ese incumplimiento de sus deberes por parte de los partidos enteros es el resultado del desarrollo del oportunismo en los círculos del socialismo europeo. Es más: la Conferencia declara que se asigna la tarea de «despertar el espíritu revolucionario en los proletarios de todas las naciones», pero evita enumerar los medios de acción que permiten llegar a ese resultado.

A pesar de todo, acabó firmando. «¿Era conveniente firmar un manifiesto salpicado de timidez y de inconsecuencia? Creemos que sí», escribía en su periódico, una vez terminada la Conferencia, agregando: «Es un hecho que ese manifiesto señala un paso hacia adelante en el camino de la lucha contra el oportunismo, de la ruptura efectiva con éste... Hubiera sido una mala táctica de guerra negarnos a marchar con el movimiento de protesta internacional, en constante aumento, contra el chovinismo, so pretexto de que se desarrolla lentamente.» Pero publicó al mismo tiempo una «declaración de las izquierdas» destinada a precisar la actitud de su grupo e inspirada en los principios enunciados en los proyectos presentados por éste y rechazados por la Conferencia, y que hizo las veces de manifiesto.

Al separarse, la Conferencia había anunciado el nacimiento de la Unión zimmerwaldiana. Para asegurar el enlace entre los miembros de esa Unión, diseminados a través de Europa entera, creó un organismo permanente: la Comisión Socialista Internacional compuesta de cuatro miembros (tres representantes de la derecha y uno del centro). Lenin, a quien se había dejado fuera de la Comisión, replicó reuniendo su grupo, el que nombró un «Buró permanente de la izquierda zimmerwaldiana» compuesto de tres miembros: Lenin, Zinoviev y Radek. Se convino que ese nuevo Buró formaría parte de la Unión zimmerwaldiana, pero haría su propio trabajo en el plano internacional. Los proyectos de manifiesto y de resolución rechazados formarían la base de ese trabajo.

Las palabras de Merrheim habían llamado mucho la atención de Lenin. Llegó a la conclusión, a pesar de su pronóstico pesimista, de que en Francia había un buen terreno para la propaganda de sus ideas. Apenas terminada la Conferencia, Lenin hizo saber a Zinoviev que sería bueno utilizar a Inés para la traducción de su folleto El socialismo y la guerra16, en francés. Inés puso manos a la obra. En diciembre lo envió a París, donde un grupo de sindicalistas, partidarios de la tendencia Merrheim-Bourderon, acababan de crear un «Comité internacional de acción».

Esta joven mujer era una maniobrera política muy hábil. No le fue difícil introducirse en el Comité y desempeñar el papel de consejera técnica; Pero no logró desviarlo del camino circunspecto y moderado que se empeñaban en seguir sus animadores. «Mis primeras impresiones me llevan a la conclusión —escribía a Lenin— de que por arriba, es decir, por el Comité Merrheim, es poco probable que se pueda hacer algo... Hay que buscar otros caminos, hay que tratar de actuar por abajo.»

Inés se dirigió, pues, «abajo». Era joven y sabía hablar a los jóvenes. Le resultó fácil conquistarse a la oposición de la Juventud Socialista del Sena. El resultado de ello fue que esa oposición votó una moción de simpatía en favor de la izquierda zimmerwaldiana. Al ser informado de ese triunfo, Lenin envía un comunicado a Avanti, órgano central del partido socialista italiano, anunciando que un grupo de jóvenes franceses acaba de unirse a las izquierdas de Zimmerwald. Inés obtiene el mismo resultado en una sección del Sindicato de mecánicos, que incluso llegó a adquirir el compromiso de hacer activa propaganda en favor de la izquierda zimmerwaldiana. Luego siguió con los sastres, los desmontistas, los chóferes y los metalúrgicos. Buscaba por todas partes elementos de la oposición, reanimaba su voluntad de resistencia, los alentaba a seguir su marcha «contra la corriente», los familiarizaba con las enseñanzas de Lenin. Los hilos de su acción se extendían hasta las trincheras. Al desarrollarse cada vez más esa acción, se creó, a iniciativa suya, una comisión especial de propaganda entre los franceses. Al comunicárselo a Lenin le escribe: «Esta Comisión trabajará bajo la dirección del Comité central o de la izquierda de Zimmerwald, como usted quiera. Le ruego que nos dirija más intensamente.» Para empezar se pusieron a traducir al francés artículos de Lenin. Camaradas franceses los estereotipaban y los difundían entre los obreros. Mientras tanto, su antiguo compañero de viaje, Safarov, que por obra y gracia de la guerra imperialista se vio convertido en estibador de Saint-Nazaire, atraía al seno de la izquierda zimmerwaldiana a un grupo de sus nuevos colegas. Desgraciadamente, a las autoridades locales no les agradó esa iniciativa y finalmente Safarov recibió la orden de salir de Francia.

Al enterarse de su expulsión, Lenin le envía un mensaje de aliento y le asigna la tarea que queda por realizar. Se trata de un manifiesto, uno más, pero siempre el mismo, que la oposición francesa, o sea los «zimmerwaldianos de izquierda» reclutados por Inés y Safarov, deben dirigir al proletariado mundial. Lenin esboza de una vez los lineamientos generales. Es necesario que los franceses declaren de cara a toda la humanidad: «Nos solidarizamos con la oposición alemana, con todos los que han roto con los social-chovinistas y con sus defensores. Por nuestra parte, no tememos romper con los «patriotas» franceses y exhortamos a los socialistas y sindicalistas de todos los países a hacer otro tanto... Proclamamos la gran alianza internacional de aquellos socialistas del mundo entero que durante esta guerra han rechazado las frases engañosas sobre la defensa de la patria, y trabajan para preparar la revolución proletaria mundial.»

Ese llamamiento, lanzado «abierta y valientemente», tendría «una importancia enorme». Llegaría seguramente al corazón de los obreros franceses. Lenin está absolutamente convencido. «Lo que necesitan ahora —le explica a Safarov—, lo mismo que los obreros de todas las demás naciones, no son frases anárquicas sobre la revolución, sino un trabajo serio, lento, obstinado, perseverante y sistemático de propaganda y de agitación clandestina, destinado a preparar un levantamiento en masa contra sus gobernantes». ¿Quién ha dicho que los franceses no son capaces de hacer un trabajo ilegal y metódico? «No es cierto —estima Lenin—. Han aprendido muy bien a ocultarse en las trincheras; con la misma rapidez aprenderán las nuevas condiciones de la lucha clandestina y los procedimientos para preparar sistemáticamente un movimiento revolucionario de masas. Tengo confianza en el proletariado revolucionario francés. Sabrá impulsar a la oposición de su país.»

En una posdata, Lenin recomendaba que se tradujera su carta íntegramente al francés y que se publicara a continuación en forma de volante. Safarov tuvo tiempo de ocuparse de ello antes de salir.

Mediante uno de esos prodigiosos esfuerzos de voluntad que acostumbraba, Lenin había logrado dominar sus nervios a todo lo largo de la Conferencia, parecer alegre, cáustico y lleno de aplomo. Se le ha visto juguetear con perros en medio de graves discusiones y pasar por debajo de la mesa, mientras escuchaba a algún orador somnífero, notitas irreverentes. Todo esto formaba parte del arsenal que le procuraba sus armas de combate. Era absolutamente necesario que sus adversarios no pudieran notar en él el menor síntoma de un desfallecimiento físico o moral. Pero una vez terminada la prueba, los resultados de esa tensión sobrehumana se dejaban sentir infaliblemente. Después de Zimmerwald, Lenin necesitó varios días de un reposo total para recuperarse y turnar nuevas fuerzas. De regreso a Berna, el matrimonio reanudó su existencia cotidiana. Para Lenin eso significaba leer los periódicos, mantener la correspondencia con los escasos agentes que le quedaban y tomar notas en la biblioteca. Ahora escribe poco. En octubre no sale de su pluma un solo artículo, en noviembre dos, en diciembre uno. En cambio, para Krupskaia la cosa es más complicada. Había que hacer frente a las múltiples preocupaciones domésticas. Y ya casi no quedaba dinero. Intentó encontrar trabajo: lecciones, traducciones o simplemente hacer copias, cualquier cosa... No recogía más que promesas por todas partes. «Nuestros medios de existencia se van a agotar pronto —leemos en su carta a María Ulianov, escrita a principios de diciembre— y la cuestión de ganarse el pan se plantea bastante crudamente. Es bastante difícil encontrar algo aquí... No quisiera que esta carga recayera enteramente sobre Volodia. Ya trabaja bastante sin eso. Sin embargo, esta cuestión le preocupa mucho.»

En efecto, Lenin se daba cuenta perfectamente de la situación. Hubiera querido hacer algo, ¿pero qué? Zinoviev supo hallar la solución del problema convirtiéndose en ayudante preparador en el laboratorio de química montado por Chklovski. Lenin no había llegado a ese extremo. Concibió la idea de escribir una obra sobre la cuestión, muy actual y bien meditada por él en el curso de esos meses de guerra, del imperialismo, última etapa del capitalismo. Ese libro, destinado a ser editado «legalmente» en Rusia, debía hablar en un lenguaje esotérico y ocultar, bajo una apariencia neutral e inofensiva, opiniones que la censura militar y cualquier otra no habría dejado de considerar «subversivas».

No pudiendo conseguir en Berna todos los libros que necesitaba, Lenin se trasladó con su mujer a Zurich, para trabajar en la biblioteca, donde sabía que encontraría todo lo que le faltaba. «Fuimos con el ánimo de quedarnos quince días —escribe Krupskaia—, pero luego aplazamos en varias ocasiones nuestro regreso a Berna y finalmente nos quedamos en Zurich, donde la vida era mucho más animada.» Así explica su instalación en Zurich. Quizá también influyeron en la decisión de Lenin las mayores facilidades que se ofrecían en Zurich para mantener el contacto con los círculos internacionales. Sus relaciones con Grimm, radicado en Berna, se habían hecho muy tirantes, sobre todo después de Zimmerwald. En cambio, en Zurich se hallaba el secretario del partido socialdemócrata suizo, Fritz Platten, un muchacho muy enérgico, lleno de entusiasmo, que se había adherido sin reservas a la izquierda zimmerwaldiana. Estaba también allí Willy Münzenberg, el animador de la Internacional, Juvenil, que desde un principio se había declarado adversario resuelto de la guerra imperialista. Y, además, su mujer logró encontrar un empleo. Existía en Zurich una caja de socorros para los emigrados rusos sin distinción de partido. Krupskaia fue nombrada secretaria de ese organismo, con honorarios más que modestos. Pero eso le permitió aliviar un poco la carga de su presupuesto doméstico. Observando la más estricta economía, privándose de muchas cosas, el matrimonio lograba llevar «una vida modesta que transcurría suavemente», según cuenta Krupskaia. Mientras su marido trabajaba en la biblioteca, ella se pasaba el tiempo en la oficina, en la que, a decir verdad, no había gran cosa que hacer, ya que la «caja de socorros» disponía de muy escasos recursos. Pero pronto se dio una ocupación suplementaria, a título puramente benévolo por lo demás, que le parecía digna de la mayor atención. La Caja estaba en relaciones con el Comité de ayuda intelectual a los prisioneros de guerra, fundado en Berna en la primavera de 1915 por iniciativa de un grupo de emigrados. Ese Comité se encargaba de mandar, a los innumerables soldados rusos que poblaban entonces los campos de prisioneros en Alemania, libros, periódicos, revistas, etc. Krupskaia participó activamente en ese trabajo, suponiendo todas las ventajas que su marido podría obtener con esos envíos. Abría con apasionada atención el voluminoso correo que llegaba de los campos, tratando de descubrir entre los corresponsales a aquellos que pudieran ser utilizados con fines de propaganda revolucionaria. Un día leyó al pie de la carta de un prisionero la firma de Roman Malinovski. Era el ex diputado-policía que al regresar a Rusia en los comienzos de la guerra había sido movilizado, enviado al frente y capturado por los alemanes. Krupskaia se apiadó del «águila» caída y le envió un poco de ropa y víveres. El otro contestó con desbordante gratitud diciendo que se ofrecía para «trabajar» a los prisioneros y difundir entre ellos todos los volantes, periódicos, folletos, etc., que le enviaran. Lenin, que seguía creyéndolo inocente y lo consideraba como un pobre perturbado, no tuvo inconveniente. Parece incluso que le mandó unas líneas de aliento. Malinovski se mostró lleno de celo y puso tanta energía en la realización de su tarea que hacia finales de 1916 El Socialdemócrata publicaba un suelto anunciando que el camarada Malinovski había expiado, con su útil acción entre los prisioneros, la grave falta cometida al renunciar a su mandato de diputado.

Después del estancamiento de los meses de invierno, las operaciones militares se habían reanudado con renovada violencia. La humanidad parecía haber llegado a un callejón sin salida. El manifiesto de la Conferencia de Zimmerwald era letra muerta. La Comisión por ella creada resolvió convocar otra Conferencia, que se abrió en Kienthal el 24 de abril. Hubo 43 delegados, cinco más que en Zimmerwald. Esta vez los alemanes fueron menos numerosos: siete en lugar de diez. Pero los rusos fueron ocho en lugar de siete y los franceses cuatro en lugar de dos. La presencia de tres diputados socialistas entre estos últimos pareció significativa, lo mismo que el hecho de que la mayoría de los delegados suizos (tres de los cinco) se solidarizaran con la izquierda zimmerwaldiana. De una manera general, ese grupo, que no comprendía más que ocho miembros en Zimmerwald, tenía ahora doce, y además algunos delegados que no formaban parte de él votaron en favor suyo en ciertos casos.

El orden del día comprendía las siguientes cuestiones: 1.º Acción a desarrollar para conseguir la terminación de la guerra; 2.º Actitud del proletariado frente a la paz; 3.º Agitación y propaganda en las masas y en el Parlamento; 4.º Convocatoria del Buró Socialista Internacional.

Esta última cuestión era la que había de provocar más discusiones y ataques por parte de Lenin. Se trataba, en otras palabras, de decidir si la Segunda Internacional habría de revivir o si una escisión definitiva le asestaría un golpe mortal. Para preparar el proyecto de resolución se nombró una comisión de siete miembros: dos rusos (el bolchevique Lenin y el menchevique Axelrod), dos alemanes, un polaco, un suizo y un italiano. Por cuatro votos contra tres (los de Lenin, el polaco y un alemán) se decidió que el Buró sería convocado, pero que se le daría un voto de censura «por haber demostrado ser incapaz de defender y de aplicar durante la guerra los principios de la Internacional». Su Comité ejecutivo debía ser reemplazado por otro y los socialistas que hubieran entrado en los gobiernos de los países beligerantes expulsados de sus respectivos partidos. Las organizaciones de todos los países quedaban invitadas a vigilar con la mayor atención la actividad del Comité ejecutivo del Buró. En cuanto al problema de la paz se declara: «Es imposible fincar una paz sólida en una sociedad capitalista. El socialismo es el que va a crear las condiciones necesarias para su establecimiento... En consecuencia, la lucha por la paz duradera tiene que ser una lucha por la realización del socialismo. Si los obreros renuncian a la lucha de clases, impedirán la creación de las condiciones necesarias para llegar a una paz estable. La consigna: cese inmediato de las hostilidades y comienzo de las conversaciones de paz, es una cuestión de vida o muerte para el proletariado. Mientras el socialismo no haya sido realizado, el proletariado debe luchar constantemente contra la opresión de las naciones más débiles, defender a las minorías nacionales y exigir para éstas el derecho de autodeterminación. La lucha contra la guerra y contra el imperialismo será sostenida desde ahora con un vigor siempre creciente.»

Era, desde luego, un lenguaje más enérgico que el de Zimmerwald. Sin embargo, no satisfizo a Lenin. Esta declaración le parecía demasiado vaga, demasiado tímida. La suya, presentada en nombre de la izquierda zimmerwaldiana, decía: «La lucha revolucionaria de las masas en pro del socialismo tendrá como meta: la supresión de todas las cargas con que el imperialismo abruma a los pueblos, particularmente de las deudas del Estado; la ayuda a los parados, el advenimiento de la República Democrática, la renunciación a las anexiones, la liberación de los pueblos coloniales, la supresión de las fronteras, la igualdad de derechos de las minorías nacionales... El único programa posible para la socialdemocracia es convocar al proletariado a esa lucha y organizarlo con vistas al asalto decisivo del capitalismo. Bajad las armas, dirigidlas contra el enemigo común: los gobiernos capitalistas —tal es el programa de paz adoptado por la Internacional». La Conferencia rechazó ese texto, que, sin embargo, recogió, además de los dieciocho votos de la izquierda zimmerwaldiana, cinco nuevos votos. Esto le pareció a Lenin un buen augurio. «En conjunto —escribía a Chliapnikov después de la Conferencia—, el manifiesto adoptado representa un paso hacia adelante, ya que los tres diputados franceses, entre ellos el semi-chovinista Brizon, han votado a favor», y agregaba: «La izquierda ha sido más fuerte en esta ocasión, habiéndola reforzado el servio, tres suizos y un francés, no diputado, que vino por su propia iniciativa y por su cuenta.»

Ese francés «venido por su cuenta» era el periodista Henri Guilbeaux, radicado en Ginebra, quien se presentó en la Conferencia como sindicalista sin haber recibido mandato de ninguna organización sindical oficial, lo cual no le impidió ser admitido con voz y voto. Allí vio por primera vez a Lenin. «Oí hablar varias veces de él —dice en el libro que dedicó a Lenin—, pero más o menos confusamente. No conocía todavía a ningún leninista.» En Kienthal, Guilbeaux observó con incansable curiosidad «a ese hombrecillo regordete, de ojos preñados de sutileza y de malicia, nariz irónica y batallador». He aquí a Lenin tal como él lo vio:

»Permaneció sentado durante toda la Conferencia, leyendo, trabajando, redactando tesis y mociones, y sólo levantaba la cabeza para observar a veces al orador. Hablaba poco, pero lo escuchaba todo con gran atención. Su rostro satisfecho expresaba su total aprobación de los discursos de Radek, de Zinoviev, de Bronski, de Frohlich y de Münzenberg. Por el contrario, sus rasgos, visiblemente burlones y despreciativos, reflejaban su viva oposición a los pensamientos y puntos de vista que expresaban su compatriota Martov, el italiano Modigliani y el francés Pierre Brizon.» Las intervenciones oratorias de este último eran sobre todo las que, al decir de Guilbeaux, provocaban la más franca hilaridad en Lenin.

Zinoviev regresó a Berna encantado de los resultados de la Conferencia. Krupskaia, que no asistió, pero que podía darse una idea de los resultados por lo que debió informarle su marido, no compartía su entusiasmo y escribía entonces al «representante en Estocolmo», Chliapnikov: «Grigory (Zinoviev) se hace ilusiones sobre Kienthal. Es cierto que yo no puedo juzgar más que por lo que me han dicho, pero hubo allí demasiada verborrea y no se ve unidad interior.» Su estado de salud se había agravado nuevamente, y Lenin, que se sentía a su vez bastante fatigado, fue a instalarse con ella en las montañas, en una pensión familiar muy barata, especie de casa de reposo para gente modesta. Pasaron allí seis semanas, la segunda quincena de julio y todo el mes de agosto. De creer a Krupskaia, ambos disfrutaban de vacaciones completas. «Vivíamos completamente al margen de todos los asuntos y pasábamos jornadas enteras haciendo excursiones por las montañas.» Lenin había abandonado todo el trabajo. Sin embargo, tenía que pensar en conseguir dinero. El 27 de julio le había escrito ya a la señora Kollontai: «¿No tiene usted relaciones entre los editores? Yo no cuento con ninguna. Me gustaría hacer traducciones para ganar dinero o encontrar algún trabajo de literatura pedagógica para Nadia, ya que su enfermedad exige una larga estancia en las montañas, y esto cuesta caro.»

Al regresar de las vacaciones, esta cuestión del dinero parece ser angustiosa.

Lenin terminó su obra sobre el imperialismo y envió el manuscrito a su hermana María (Ana acababa de ser detenida una vez más), quien recibió el encargo de colocárselo a algún editor y de conseguirle al mismo tiempo algún trabajo de traducción. A Gorki, que había regresado a Rusia después de la amnistía de 1913 y que dirigía una revista a la que estaba ligada una editorial, le envió dos de sus folletos. Ese envío debió costarle sin duda mucho, pues desde el asunto de la escuela de Capri sus relaciones con el gran escritor no habían cesado de empeorar. Mandó otro folleto a su antiguo acólito de Ginebra, Bontch-Bruevitch, convertido también en editor en San Petersburgo. Escribió al secretario del Diccionario enciclopédico en Granat, que antes de la guerra le había pedido un artículo sobre Carlos Marx, ofreciéndole trabajos de ese género. Nadie contestaba, nadie daba señales de vida. Después de una larga serie de recomendaciones hechas por Lenin en septiembre de 1916 a Chliapnikov, que se disponía a hacer un viaje a San Petersburgo, leemos lo siguiente: «En cuanto a mí personalmente, le diré que necesito ganar dinero, o de lo contrario reventaré, palabra. La vida es terriblemente cara y no tengo con qué vivir. Hay que arrancar el dinero por la fuerza al editor a quien han sido enviados dos folletos míos (Gorki), que pague en el acto y lo más que pueda. Lo mismo en cuanto a Bontch. Igual en lo que se refiere a las traducciones. Si no se arregla esto no podré aguantar más, se lo juro. Es completamente en serio, completamente, completamente.»

El período a que corresponde este grito de desesperación no había durado mucho tiempo, apenas unas cuantas semanas, pero había contribuido grandemente a excitar los nervios ya de por sí suficientemente irritados de Lenin. Hacia el 20 de octubre recibió una carta de su hermana anunciándole que había logrado colocar su Imperialismo y obtener del editor un anticipo de quinientos rublos. Además, ese mismo editor había aceptado reeditar su trabajo sobre la cuestión agraria. Al saberlo, Lenin respira por fin tranquilo. Pero el resultado obtenido no le basta. Quiere «ampliarlo». «Me dices que el editor quisiera publicar La cuestión agraria en libro y no en folleto —respondió a María—; ¡yo considero que el editor me ha pedido la continuación! Recuérdaselo cuando tengas ocasión.» Tres meses después recibió quinientos francos más y, días más tarde, el Banco le pagó de nuevo 808 francos. Desgraciadamente, la carta que indicaba la procedencia de esas sumas se ha perdido en el camino y Lenin contempla perplejo todos esos billetes de Banco que se extienden ante él. ¿De dónde viene ese dinero? ¿Quién lo envía? ¿Es para él?... Krupskaia, con el rostro iluminado por una sonrisa afectuosamente irónica, le explica: «¡Muy sencillo! Acabas de empezar a cobrar tu jubilación.»

 

Ir a la siguiente página

Report Page