Lenin

Lenin


El «testamento» de Lenin » El «testamento» de Lenin

Página 41 de 49

EL «TESTAMENTO» DE LENIN[1]

PRINKIPO, 31 DE DICIEMBRE DE 1932

La época de postguerra trajo consigo una gran difusión de la biografía psicológica. A menudo los maestros de este arte arrancan de cuajo las raíces que unen a su personaje con su ambiente social. La fuerza motriz fundamental de la historia es atribuida a una abstracción: la personalidad. El comportamiento del animal político —como brillantemente definió Aristóteles al hombre— es reducido a pasiones e instintos personales.

La afirmación de que la personalidad es algo abstracto puede parecer absurda. ¿Lo realmente abstracto no son las fuerzas extra-personales de la historia? ¿Y puede haber algo más concreto que un hombre viviente? No obstante, insistimos en nuestra afirmación. Si se despoja a una personalidad, incluso la más dotada, del aporte del medio, la nación, la época, la clase, el grupo, la familia, sólo quedará un autómata vacío, un robot psico-fisiológico, un objeto digno para las ciencias naturales, pero no para las ciencias sociales o «humanas».

Las causas que explican este descuido de la historia y la sociedad deben buscarse, como siempre, en la historia y en la sociedad mismas. Dos décadas de guerra, revoluciones y crisis han dado rudos golpes a la soberanía de la personalidad humana. Para pesar a escala de la historia contemporánea debido a su amplitud, todo debe ser medido en millones. Por la personalidad ofendida busca una revancha. Incapaz de luchar en igualdad de condiciones con la sociedad, le vuelve sus espaldas. Incapaz de explicarse a sí misma partiendo del proceso histórico, intenta explicar la historia tomándose a sí misma como punto de partida. Es así como los filósofos hindúes construyeron sistemas universales a partir de la contemplación de su ombligo.

LA ESCUELA DE LA PSICOLOGÍA PURA

La influencia de Freud sobre la nueva escuela biográfica es innegable, pero superficial. Por naturaleza, estos psicólogos de salón se dejan llevar por habladurías irresponsables. Más que el método, emplean la terminología de Freud, y no tanto para un análisis sino como para el ornamento literario.

El representante más popular de este género, Emil Ludwig[2], en sus más recientes obras innovó en este camino trillado: reemplazó el estudio de la vida y de los grandes acontecimientos de su héroe por el diálogo. Detrás de las respuestas del hombre de Estado a las preguntas que se le formulan, detrás de sus entonaciones y sus gestos, el escritor descubre sus verdaderos móviles. La conversación se convierte casi en una confesión. En su técnica, la nueva forma de acercamiento de Ludwig al héroe recuerda a la empleada por Freud para acercarse a su paciente: es cuestión de sacar a luz la personalidad con la propia colaboración de ésta Pero a pesar de toda esta semejanza externa, ¡cuán diferentes son estos métodos en su esencia! La eficacia de la tarea de Freud se logra al precio de una heroica ruptura con toda clase de convenciones. El gran psicoanalista es despiadado. Cuando se pone manos a la obra, es como un cirujano, casi como un carnicero con las mangas arremangadas. Podrá decirse lo que se quiera, pero en su técnica no hay el menor rastro de diplomacia. Lo que menos le preocupa es el prestigio de su paciente, consideraciones de forma o cualquier otra discordancia o adornos. Por esta razón sólo puede realizar su diálogo frente a frente, sin secretario ni estenógrafa, tras puertas cerradas.

Ludwig no obra del mismo modo. Inicia una conversación con Mussolini o Stalin, con el propósito de ofrecer al mundo un auténtico retrato de sus almas. Y aún así toda la conversación se desarrolla con arreglo a un plan previamente trazado. Cada palabra es tomada por una estenógrafa. El ilustre paciente sabe muy bien lo que puede ser útil o perjudicial en este proceso. El escritor es suficientemente experimentado para distinguir las argucias retóricas y lo bastante cortés para no advertirlas. El diálogo que se desarrolla en semejantes condiciones, si se asemeja a una confesión, se parece a la realizada ante un grabador de sonidos.

Emil Ludwig tiene razón al declarar: «No comprendo nada de política». Con esto pretende significar: «Yo estoy por sobre la política». En realidad, es una mera fórmula de neutralidad personal o, para usar el lenguaje de Freud, es la censura interna que facilita al psicólogo su función política. De idéntica manera los diplomáticos no intervienen en la vida interna del país ante cuyo gobierno están acreditados, lo cual no les impide, en ciertas ocasiones, apoyar conspiraciones y financiar actos de terrorismo.

La misma persona, en diferentes condiciones, desarrolla distintos aspectos de su política. ¿Cuántos Aristóteles hay que cuidan cerdos y cuántos cuidadores de cerdos lucen una corona sobre su cabeza? Pero Ludwig puede resolver fácilmente, inclusive la contradicción entre bolchevismo y fascismo reduciéndola a una simple cuestión de psicología individual. Ni aun el más penetrante psicólogo podría adoptar impunemente una «neutralidad» tan tendenciosa. Dejando de lado las condiciones sociales de la conciencia humana, Ludwig se interna en el reino del mero capricho subjetivo. El «alma» no tiene tres dimensiones y por eso es incapaz de la resistencia propia de todos los otros materiales. El escritor pierde el gusto por el estudio de hechos y documentos. ¿Para qué usar estas evidencias incoloras cuando pueden ser reemplazadas por brillantes conjeturas?

En su libro sobre Stalin, así como en el dedicado a Mussolini, Ludwig permanece «ajeno a la política». Pero esto no impide, de ninguna manera, que sus trabajos se conviertan en un arma política. ¿Un arma política para quién? En un caso, para Mussolini, en el otro, para Stalin y su grupo. La naturaleza tiene horror al vacío. Si Ludwig no se ocupa de política, ello no quiere decir que la política no se ocupe de Ludwig.

Al publicarse mi autobiografía [Mi Vida, NdE], hará unos tres años, el historiador oficial soviético Pokrovsky[3], ahora fallecido, escribió: «Debemos responder inmediatamente a este libro, encomendando a nuestros jóvenes instruidos la tarea de refutar todo cuanto pueda refutarse, etc.». Pero es chocante que nadie, absolutamente nadie respondiera. Nada fue analizado, nada fue refutado. No había nada que refutar y no hubo nadie capaz de escribir un libro susceptible de encontrar lectores.

Como un ataque frontal se había revelado imposible, hubo que recurrir a dar un rodeo. Por supuesto, Ludwig no es un historiador de la escuela stalinista. Es un psicólogo, un retratista independiente. Pero un escritor ajeno a toda política puede ser el medio más conveniente para poner en circulación ideas que no podrían sobrevivir sin el apoyo de un nombre conocido. Veamos cómo esto se presenta en los hechos reales.

«SEIS PALABRAS»

Citando un testimonio de Karl Radek, Emil Ludwig relata, según aquél, el siguiente episodio: «Después de la muerte de Lenin nos hallábamos reunidos diecinueve miembros del Comité Central, esperando ansiosamente lo que nuestro desaparecido jefe iba a decirnos desde su tumba. La viuda de Lenin nos entregó una carta. Stalin la leyó. Nadie se movió durante la lectura. Cuando se llegó al pasaje relativo a Trotsky que decían: “Su pasado no-bolchevique no es accidental”, Trotsky interrumpió la lectura y preguntó: “¿Qué dice allí?” La frase fue repetida. Éstas fueron las únicas palabras pronunciadas en ese solemne momento».

Y entonces, en su condición de analista y no de narrador, Ludwig hace por su propia cuenta el siguiente comentario: «Un terrible momento en el que el corazón de Trotsky debe haber dejado de latir; esta frase de seis palabras ha determinado el curso de su vida». ¡De qué simple forma parece encontrar la llave de los enigmas de la historia! Estas líneas de Ludwig, llenas de piedad, sin duda me habrían revelado el secreto de mi destino si… esta historia de Radek-Ludwig no fuera falsa de la A a la Z, falsa en las grandes y pequeñas cosas, en lo importante y en lo intrascendente.

Por empezar, el testamento fue escrito por Lenin no dos años antes de su muerte, como afirma el autor, sino con un año de anticipación. Fue fechado el 4 de enero de 1923; Lenin falleció el 21 de enero de 1924. Su vida política cesó completamente en marzo de 1923. Ludwig habla como si el testamento nunca hubiera sido publicado completamente. Sin embargo, ha sido impreso docenas de veces, en todos los idiomas de la prensa mundial. La primera lectura oficial del testamento tuvo lugar en el Kremlin, no en una sesión del Comité Central, como Ludwig escribe, sino en el Consejo de «notables» del XIII congreso del partido, el 22 de mayo de 1924. No fue Stalin quien leyó el testamento, sino Kamenev, en su entonces permanente posición de presidente de las instituciones centrales del partido. Y finalmente —y lo que es más importante— yo no interrumpí la lectura con una exclamación inquietante ya que no tenía ninguna razón para hacerlo.

Las palabras que Ludwig ha escrito al dictado de Radek no se hallan en el texto del testamento. Son pura invención. Por difícil que resulte creerlo, éstos son los hechos.

Si Ludwig no hubiera sido tan poco cuidadoso en cuanto a los fundamentos reales de sus representaciones psicológicas, habría podido sin dificultad, obtener un ejemplar del texto exacto del testamento, estableciendo los hechos y fechas necesarias, evitando de este modo estos miserables errores de los que desgraciadamente está lleno su trabajo acerca del Kremlin y los bolcheviques.

El llamado testamento de Lenin, fue escrito en momentos diferentes, separados por un intervalo de diez días: el 25 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923. Al principio sólo dos personas conocían su existencia: la estenógrafa, M. Volodicheva, que lo escribió al dictado y la esposa de Lenin, N. Krupskaia. Durante mucho tiempo que permaneció una luz de esperanza en cuanto al mejoramiento de la salud de Lenin, Krupskaia mantuvo el documento bajo llave. Después de la muerte de Lenin, no mucho antes del XIII congreso, aquélla entregó el testamento al Secretariado del Comité Central para que, por intermedio del Congreso, fuera dado a conocer al partido, al cual estaba destinado.

Ya entonces el aparato del partido se hallaba de manera semioflcial en manos de la «troika» [trío] Zinoviev-Kamenev-Stalin, de hecho, en manos de Stalin. La «troika» se manifestó decididamente contra la lectura del testamento en el congreso, por motivos no muy difíciles de comprender. La Krupskaia insistió. En esta etapa, la discusión se daba entre bastidores. La cuestión fue diferida para una reunión de «notables» del congreso, es decir, los dirigentes de las delegaciones provinciales. Fue allí cuando los miembros oposicionistas del Comité Central por primera vez se informaron de la existencia del testamento, yo entre ellos. Después de haber adoptado la resolución de que nadie tomara notas, Kamenev comenzó a leer el texto en voz alta. Entre los oyentes la tensión era extrema Pero en la medida en que puedo restablecer la escena de memoria, debo decir que quienes ya conocían el contenido del documento eran, de lejos, los más ansiosos.

La «troika» hizo presentar a través de uno de sus hombres, una resolución previamente acordada con los dirigentes provinciales: el documento sería leído separadamente a cada delegación en una sesión ejecutiva; nadie podría tomar notas; en la sesión plenaria del Congreso, el testamento no sería mencionado. Con la cortés insistencia que le era característica, la Krupskaia sostuvo que ésta era una violación directa de la voluntad de Lenin, a quien nadie podía negar el derecho de exponer sus últimas advertencias al partido. Pero los miembros del Consejo de «notables», ligados por una disciplina fraccional, se obstinaron: la resolución de la «troika» fue adoptada por una gran mayoría.

Para comprender la significación de estas míticas y místicas «seis palabras» que se supone han decidido mi destino, es preciso recordar ciertas circunstancias pasadas y presentes. Ya en el período de agudas disputas acerca de la Revolución de Octubre, algunos «viejos bolcheviques» del ala derecha, más de una vez hicieron notar con disgusto que Trotsky, después de todo, era bolchevique desde hacía poco tiempo. Lenin se levantó siempre contra estas voces. Trotsky comprendió hace mucho que la unión con los mencheviques era imposible —dijo, por ejemplo, el 14 de noviembre de 1917— «y desde entonces no ha habido mejor bolchevique que él». En labios de Lenin estas palabras tienen un significado. Dos años más tarde, explicando en una carta a los comunistas extranjeros las condiciones bajo las cuales se había desarrollado el bolchevismo, los desacuerdos y escisiones, Lenin destacaba que en el momento decisivo de la conquista del poder y la creación de la República Soviética el bolchevismo se mostró unido y atrajo todo lo que había de mejor entre las corrientes del pensamiento socialista más afines a él. No había ninguna corriente más afín al bolchevismo, ni en Rusia ni en Occidente, que la que representé hasta 1917. Mi unión con Lenin había sido predeterminada por la lógica de las ideas y de los acontecimientos. En el momento decisivo, el bolchevismo reunió en sus filas «a los mejores elementos ‘dentro de las tendencias’ más afines a él». Tal fue la apreciación del problema hecha por Lenin. No tengo ninguna razón para disentir con él.

Durante los dos meses de discusión sobre la cuestión de los sindicatos (invierno de 1920-21)[4], Stalin y Zinoviev intentaron nuevamente hacer correr rumores sobre el pasado no-bolchevique de Trotsky. En respuesta, los dirigentes más impetuosos del campo opuesto, recordaron a Zinoviev su conducta durante la insurrección de Octubre. Repensando todo esto en su lecho de muerte, y preguntándose acerca de si se cristalizarían las relaciones sin él en el partido, Lenin no podía dejar de prever que Stalin y Zinoviev procurarían utilizar mi pasado no-bolchevique para movilizar a los viejos bolcheviques contra mí. El testamento se esfuerza, entre otras cosas, también por prevenir este peligro. He aquí lo que dice inmediatamente después de su caracterización de Stalin y Trotsky: «No caracterizaré a los demás miembros del Comité Central por lo que respecta a sus cualidades personales. Únicamente recordaré que el episodio de Octubre de Zinoviev y Kamenev no fue, en modo alguno casual pero que, al igual que el no-bolchevismo de Trotsky, no debe utilizarse como un reproche personal». Esta advertencia de que el episodio de Octubre no fue casual persigue un propósito claramente definido: advertir al partido que en circunstancias críticas Zinoviev y Kamenev podían demostrar de nuevo carencia de firmeza. Esta advertencia no se relaciona, sin embargo, con la observación acerca de Trotsky. En cuanto a mí, sencillamente recomienda no usar mi pasado no-bolchevique como un argumento ad hominem. Por ello es que yo no tenía motivos para formular la pregunta que Radek me atribuye. La hipótesis de Ludwig según la cual mi corazón «detuvo sus latidos» también se desploma por falta de base. El testamento, escrito para guiar el trabajo partidario, no me creaba la menor dificultad.

Como veremos más adelante, perseguía un propósito exactamente opuesto.

LAS RELACIONES MUTUAS ENTRE STALIN Y TROTSKY

El tema central del testamento, que ocupa dos páginas escritas a máquina, está dedicado a la caracterización de las relaciones mutuas entre Stalin y Trotsky, «los dos dirigentes más capacitados del presente Comité Central». Habiendo subrayado las «excepcionales capacidades» de Trotsky («el hombre más capaz del actual Comité Central»), Lenin señala inmediatamente sus rasgos adversos: «excesiva confianza en sí mismo» y «propensión a dar un lugar excesivo al aspecto administrativo de las cosas». Por serias que en sí mismas puedan ser las faltas señaladas —subrayo al pasar— no tienen relación alguna con la «subestimación de los campesinos» o la «carencia de confianza en las fuerzas internas de la revolución», o cualquiera otra invención de los epígonos en los últimos años.

Por otra parte, Lenin escribió: «Al convertirse en secretario general el camarada Stalin ha concentrado en sus manos un poder enorme y no estoy convencido que sepa emplearlo siempre con la suficiente prudencia».

No se trata aquí de la influencia política de Stalin, que en ese período era insignificante, sino del poder administrativo que había concentrado en sus manos «al convertirse en secretario general». Es ésta una fórmula muy exacta y sabiamente examinada: volveremos a referirnos a ella.

El testamento insiste sobre la necesidad de aumentar a cincuenta el número de miembros del Comité Central, o incluso a cien, para que esta creciente presión pudiera contrarrestar las tendencias centrífugas del Buró Político. Esta propuesta organizativa aún tiene la apariencia de una garantía neutral contra los conflictos personales. Pero apenas diez días más tarde le pareció a Lenin inadecuado y agregó una propuesta suplementaria que dio también a todo el documento su fisonomía final: «… Propongo a los camaradas que reflexionen sobre el medio de desplazar a Stalin de este cargo y nombren en su lugar a otro hombre que lo supere en todos los aspectos, que se distinga del camarada Stalin por su superioridad, es decir, que sea más paciente, más leal, más afable y más atento con los compañeros, menos caprichoso, etc.».

Durante los días en que el testamento fue dictado, Lenin aún trataba de dar a su apreciación crítica de Stalin una expresión menos exacerbada. En las semanas siguientes el tono ascendió cada vez más, hasta su última hora en que su voz cesó para siempre. Pero incluso en el testamento dice bastante sobre esto como para motivar la exigencia de un reemplazo del secretario general: Stalin no sólo es acusado de caprichoso y descortés, sino también de falta de lealtad. A esta altura la caracterización se convierte en una grave acusación.

Como se verá más tarde, el testamento no pudo ser una sorpresa para Stalin. Pero esto no amortiguó el golpe. En su primer conocimiento del documento, en el secretariado, ante el círculo de sus más estrechos asociados, Stalin dejó escapar una frase que dejaba correr libremente sus verdaderos sentimientos hacia el autor del testamento. Las condiciones en que esta frase se difundió en los más amplios círculos y, sobre todo, la calidad inimitable de la reacción en sí misma, son para mí una absoluta garantía de la autenticidad del episodio. Desgraciadamente, esta frase etérea no podría ser impresa.

La conclusión del testamento demuestra sin error posible dónde, según la opinión de Lenin, estaba el peligro. Reemplazar a Stalin —sólo a él y a nadie más que a él— significaba amputarle del aparato, impedirle la posibilidad de presionar la larga manga de la palanca, privarle de todo el poder que había concentrado en sus manos desde su cargo. ¿Quién sería designado entonces secretario general? Alguien que, teniendo las condiciones positivas de Stalin, fuera más paciente, más leal, menos caprichoso. Ésta fue la frase que golpeó más duramente a Stalin. Era evidente que Lenin, no le consideraba irremplazable desde que proponía que buscáramos una persona más adecuada para su cargo. Presentando su renuncia formal, el secretario general caprichosamente seguía repitiendo: «Bien, soy rudo; Ilich sugiere que ustedes busquen otro que se diferencie de mí sólo en su mayor amabilidad. ¡Bien! ¡Sólo tienen que encontrarlo!».

«No te hagas problema —respondió la voz de uno de sus amigos de entonces—. No tememos a la rudeza. Todo nuestro partido es rudo, proletario». Se atribuía así a Lenin, indirectamente, una concepción de salón de la delicadeza. En cuanto a la acusación de deslealtad, ni Stalin ni sus amigos tenían una palabra que decir. No carece de interés saber que la voz de apoyo partió de A. P. Smirnov, el comisario del pueblo de Agricultura, ahora excomulgado por oposicionista de derecha. ¡Decididamente, la política es muy ingrata!

Radek, que era todavía miembro del Comité Central, estaba sentado a mi lado durante la lectura del testamento. Cediendo fácilmente a los impulsos del momento y falto de un control de sí mismo, se enardeció inmediatamente cuando escuchó el testamento e inclinándose hacia mí, me dijo: «Ellos no se aventurarán por ahora a atacarlo a usted». Le respondí: «Por el contrario, irán hasta límites extremos y, por otro lado, lo más rápidamente como les sea posible». Los días inmediatamente posteriores al XIII congreso demostraron que mi juicio era el más sensato. La «troika» se veía obligada a prever las posibles repercusiones del testamento colocando al partido cuanto antes frente a un hecho consumado. La misma lectura del documento a las delegaciones locales, sin la admisión de «extraños», fue convertida en una lucha abierta contra mí. Los dirigentes de las delegaciones cuando leyeron, escamotearon algunas palabras, subrayaron otras, y hacían comentarios tendientes a dar la sensación de que la carta había sido escrita por un hombre seriamente enfermo y bajo la influencia de intrigas y maniobras. El aparato estaba ya completamente bajo control. El simple hecho de que la «troika» fuera capaz de transgredir la voluntad de Lenin, negándose a leer su carta al Congreso, caracteriza suficientemente la composición de este último y su atmósfera. El testamento no debilita ni detiene la lucha interior sino que, por el contrario, le imprime un ritmo catastrófico.

LA ACTITUD DE LENIN HACIA STALIN

La política es obstinada. Obliga incluso a ponerse a su servicio a aquellos que ostensiblemente le vuelven la espalda. Ludwig escribió: «Stalin siguió fervientemente a Lenin hasta su muerte». Si esta frase quiere simplemente expresar la poderosa influencia de Lenin sobre sus discípulos, inclusive Stalin, no habría ningún problema. Pero Ludwig quiere decir algo más. Quiere sugerir que una afinidad de pensamiento particular existía entre el maestro y su discípulo. Como un testimonio de valor excepcional, Ludwig cita al respecto las palabras del propio Stalin: «Sólo soy un discípulo de Lenin y mi objetivo es ser digno de mi maestro». Es verdaderamente lamentable que un psicólogo profesional emplee, sin espíritu crítico, una frase banal, cuya modestia puramente convencional no contiene un átomo de verdad. Ludwig se convierte aquí en un simple transmisor de la leyenda oficial creada durante los últimos años. Dudo que tenga la más remota idea de las contradicciones a que lo ha llevado su indiferencia hacia a los hechos. Si Stalin había seguido verdaderamente a Lenin hasta su muerte, ¿cómo explicar entonces que el último documento dictado por éste, en vísperas de su segundo ataque, fuera una breve carta dirigida al primero, en total unas pocas líneas, rompiendo toda relación personal de camaradería? Este hecho, único en su género en la vida de Lenin —de ruptura definitiva con uno de sus colaboradores más próximos—, debe haber tenido causas psicológicas muy serias y sería, por lo menos, incomprensible en las relaciones con un discípulo que habría seguido «con fervor» a su maestro hasta el final. Y no obstante, Ludwig no dice una palabra acerca de esto.

Cuando la carta de Lenin de ruptura con Stalin se difundió ampliamente entre los dirigentes del partido, en la época en que la «troika» se dislocó, Stalin y sus más íntimos amigos, no tuvieron otra salida que resucitar la vieja historia sobre la gravedad de la enfermedad de Lenin. De hecho, el testamento, así como la carta de ruptura, fueron escritos durante estos mismos meses (de diciembre de 1922 a comienzos de marzo de 1923) en los que Lenin, en una serie de artículos programáticos, dio al partido los más maduros frutos de su pensamiento. La ruptura con Stalin no cayó del cielo. Era el resultado de una larga serie de conflictos precedentes, tanto sobre cuestiones de principios como prácticas e ilumina con una luz trágica toda la acritud de estos conflictos.

Sin duda alguna, Lenin apreciaba mucho algunos rasgos de Stalin: su firmeza de carácter, tenacidad, obstinación, aun su crueldad y astucia, condiciones necesarias en una guerra y, por tanto, en un Estado Mayor. Pero Lenin estaba lejos de pensar que estas características, incluso en una escala extraordinaria, fueran suficientes para dirigir el partido y del Estado. Lenin veía en Stalin un revolucionario, pero no un hombre de Estado de gran envergadura. La teoría tenía para Lenin una alta importancia en la lucha política. Nadie consideraba a Stalin un teórico y él mismo, hasta 1924, nunca manifestó ninguna pretensión de este tipo. Por el contrario, la debilidad de su formación teórica sólo era conocida en un círculo restringido.

Stalin no conocía Occidente; no hablaba ningún idioma extranjero. Jamás participó en la discusión de los problemas del movimiento obrero internacional. Y finalmente —aunque sea lo menos importante pero no carente de un cierto significado— no era, en el sentido estricto del término, escritor ni orador. Sus artículos, a pesar de la cautela del autor, no sólo están llenos de ingenuidades y torpezas teóricas, sino también de errores groseros contra la lengua rusa. El valor de Stalin a los ojos de Lenin residía en su rol en la esfera administrativa y en el manejo del aparato del partido. Pero inclusive en esto Lenin tenía importantes reservas, y éstas aumentaron durante el último período.

Lenin despreciaba a los moralistas idealistas. Pero esto no le impedía ser muy riguroso en cuanto a la moral revolucionaria, es decir, con las reglas de conducta que consideraba necesarias para el éxito de la revolución y la creación de la nueva sociedad. En la rigurosidad de Lenin, que fluía libre y naturalmente de su carácter, no había una gota de pedantería, santurronería o intolerancia. Conocía muy bien a los hombres y los tomaba tal cual eran. Combinaba los defectos de unos con las virtudes de otros, y algunas veces incluso con sus defectos, sin dejar nunca de estudiar atentamente lo que resultaba de ello. También sabía que las cosas cambian, y nosotros con ellas. El partido había dado un salto fenomenal de la ilegalidad a las alturas del poder. Esto creaba para todos los viejos revolucionarios un cambio extremadamente brusco tanto en su situación personal como en las relaciones con los demás. Lo que Lenin descubrió en Stalin bajo estas nuevas condiciones lo dijo cuidadosa pero de manera completamente clara en su testamento: una falta de lealtad y una inclinación al abuso del poder. Ludwig no presta atención a estas alusiones. Y, sin embargo, es en ellas donde puede hallarse la clave de las relaciones entre Lenin y Stalin en el último período.

Lenin no era solamente un teórico y un técnico de la dictadura revolucionaria, sino también un atento guardián de sus fundamentos morales. Toda alusión referente al empleo del poder en beneficio de intereses personales encendía amenazadoramente sus ojos. «¿Cómo eso puede pretender ser mejor que el parlamentarismo burgués?», preguntaba, expresando de una forma más concreta su indignación. Y frecuentemente añadía con respecto al parlamentarismo una de sus sorprendentes definiciones. Mientras tanto, Stalin empleaba cada vez más amplia y arbitrariamente las posibilidades de la dictadura revolucionaria para reclutar gentes personalmente devotas y con obligaciones hacia él. En su condición de secretario general se convirtió en el distribuidor de los favores y la fortuna. Ésa era la base de un conflicto inevitable. Lenin perdió, poco a poco, su confianza moral en Stalin. Si se tiene en cuenta este hecho fundamental, entonces todos los episodios particulares del último período se ubican ajustadamente en su lugar y se tiene una apreciación real y no falsa de la actitud de Lenin hacia Stalin.

SVERDLOV Y STALIN COMO TIPOS DE ORGANIZADOR

Para dar al testamento su verdadero lugar en el desarrollo del partido, es preciso hacer aquí una digresión. Hasta la primavera de 1919, el principal organizador del partido había sido Sverdlov. No gozaba de la denominación de secretario general, nombre que hasta entonces no se había inventado, pero en realidad ejercía esa función. Sverdlov murió a los 34 años de edad en marzo de 1919, de una enfermedad llamada entonces gripe española. Con la prolongación de la guerra civil y la epidemia, que se cobraban sus víctimas, el partido apenas advirtió la gravedad de esta pérdida.

En dos discursos pronunciados con ocasión de su muerte, Lenin hizo un elogio de Sverdlov, elogio que también arroja luz sobre sus últimas relaciones con Stalin. «En el curso de nuestra revolución, en sus victorias —decía— ha correspondido a Sverdlov expresar más plena e integralmente que cualquier otro la esencia mis ma de la revolución proletaria». Sverdlov fue «ante todo y sobre todo un organizador». Este modesto obrero, que trabajó en la ilegalidad, que no era ni un teórico ni un escritor, se convirtió en poco tiempo en un organizador que adquirió una autoridad indiscutible: un organizador de todo el poder soviético en Rusia y del trabajo del partido, y comprendió ese trabajo mejor que nadie. A Lenin no le gustaban las exageraciones en las celebraciones o las oraciones fúnebres. Su elogio a Sverdlov fue al mismo tiempo una caracterización de las tareas del organizador: «Sólo gracias a que hemos contado con un organizador tal como Sverdlov fuimos capaces de trabajar en tiempos de guerra, como si no hubiéramos tenido un solo conflicto digno de mención».

Y así fue, en efecto. En conversaciones sostenidas por entonces con Lenin subrayamos más de una vez, con creciente satisfacción, una de las principales condiciones de nuestro éxito: la unidad y solidaridad del grupo dirigente. No obstante la terrible presión de las dificultades y acontecimientos, lo nuevo de los problemas y los agudos desacuerdos que estallaban en el momento, el trabajo se proseguía sin interrupciones, en un clima de extraordinaria armonía y camaradería. En pocas palabras recordábamos algunos episodios de las viejas revoluciones: «No, entre nosotros las cosas marchan mejor». «Ésta es la única garantía de nuestra victoria». La solidez de la dirección había sido preparada por toda la historia del bolchevismo, y era sostenida por la autoridad indiscutible de los jefes y, sobre todo, de Lenin. Pero el mecanismo interno de esta unanimidad sin precedentes había tenido como principal técnico a Sverdlov. El secreto de su arte era simple: se guiaba por los intereses de la causa y sólo por ellos. Ningún obrero del partido temía que desde el Estado Mayor se deslizaran intrigas. La base de la autoridad de Sverdlov era su lealtad.

Habiendo pasado en revista las cualidades de todos los dirigentes del partido, Lenin en su discurso sacó la siguiente conclusión: «Jamás podremos reemplazar a un hombre como éste, si por reemplazo entendemos hallar un camarada que reúna tan grandes cualidades… Las tareas que cumplía él solo, únicamente podrán ser cumplidas ahora por todo un grupo de camaradas que seguirán su ejemplo y continuarán su obra». Estas palabras no eran una mera fórmula retórica, sino estrictamente una propuesta práctica. Y la propuesta fue aceptada. En lugar de un solo secretario, se designó un secretariado integrado por tres camaradas.

Estas palabras de Lenin muestran, evidentemente, incluso a los no que no conocen la historia del bolchevismo, que durante la vida de Sverdlov, Stalin no desempeñó un papel dirigente en el aparato del partido ni durante la Revolución de Octubre ni en el período en que se echaron los fundamentos del Estado soviético. Stalin tampoco fue incluido en el primer secretariado que reemplazó a Sverdlov.

En el X Congreso, dos años después de la muerte de Sverdlov, Zinoviev y otros, no sin una secreta reticencia teniendo en cuenta la lucha contra mí, apoyaron la candidatura de Stalin para secretario general —esto es, lo colocaron «de jure» en la posición que Sverdlov había ocupado «de facto». Lenin habló en un pequeño círculo contra este proyecto, expresando su temor de que «este cocinero sólo nos prepare platos picantes». Esta sola apreciación, comparada con el carácter de Sverdlov, nos revela todas las diferencias entre los dos tipos de organizadores: el uno, infatigable en limar conflictos, facilitando el trabajo del comité y, el otro, un especialista en platos picantes sin temor a sazonarlos en su momento con veneno real. Si Lenin no llevó en marzo de 1921 su oposición al extremo —esto es, no apeló abiertamente al congreso contra la candidatura de Stalin—, fue porque el puesto de secretario, inclusive «general», en las condiciones entonces predominantes, cuando el poder y la influencia estaban concentrados en el Buró Político, tenía una capacidad muy limitada. Quizá también Lenin, como muchos otros, no advirtió a tiempo toda la importancia del peligro.

Hacia fines de 1921 la salud de Lenin se empeoró mucho. El 7 de diciembre, al abandonar su trabajo, por insistencia de su médico, aunque poco inclinado a quejarse, escribió a los miembros del Buró Político: «Partiré hoy. No obstante mi reducida cuota de trabajo y la aumentada cuota de descanso, en estos últimos días el insomnio ha tomado proporciones espantosas. Temo que no pueda hablar en el Congreso del partido ni en el de los soviets». Durante cinco meses Lenin se vio arrastrado, separado en parte de su trabajo por los médicos y amigos, por continua inquietud acerca de los problemas del partido, en constante lucha con su prolongada enfermedad. En mayo tuvo el primer ataque. Durante dos meses se vio imposibilitado de hablar, escribir o moverse. En julio comenzó lentamente a mejorar. Siempre desde su permanencia en el campo inició, gradualmente, una activa correspondencia. En octubre volvió al Kremlin y oficialmente reanudó su tarea.

«Para todo hay compensación —escribe en el borrador de un futuro discurso—. He permanecido tranquilo por espacio de medio año mirando las cosas ‘desde afuera’». Lenin quería decir: «anteriormente he permanecido excesivamente sujeto a mi puesto y se me han escapado muchas cosas; esta larga interrupción me ha permitido ahora ver muchos hechos con nuevos ojos». Lo que más le intranquilizaba, indudablemente, era el monstruoso crecimiento del poder burocrático, cuyo foco había llegado a ser el Buró de Organización del Comité Central.

La necesidad de desplazar al cocinero que se especializaba en la preparación de platos picantes se hizo clara para Lenin inmediatamente después de su retorno al trabajo. Pero esta cuestión personal se había complicado notablemente. Lenin no podía dejar de ver cuán ampliamente su ausencia había sido utilizada por Stalin para una elección unilateral de miembros del aparato, a menudo en detrimento total de los intereses de la causa.

El secretario general era ahora apoyado por una potente fracción ligada por relaciones que no por no ser ideológicas eran menos sólidas. Un cambio en la dirección del aparato del partido ya se había hecho imposible sin la preparación de un serio ataque político. Fue en este momento que tuvo lugar la conversación «conspirativa» entre Lenin y yo con el objetivo de una lucha combinada contra el burocratismo del partido y de los soviets, y su propuesta de un «bloque» contra el Buró de Organización, bastión principal de Stalin en ese tiempo. El hecho mismo de esta conversación, así como su contenido, pronto se reflejó en documentos y constituye un episodio innegable en la historia del partido, no puesto en duda por nadie.

Sin embargo, apenas unas semanas después la salud de Lenin declinó nuevamente. No solamente el trabajo continuo, sino también las conversaciones importantes con los camaradas le fueron otra vez prohibidas por sus médicos. Tenía que reflexionar sobre nuevos medios de lucha, solo y entre cuatro paredes. Para controlar los entretelones de las actividades del Secretariado, Lenin preparaba algunas medidas generales de carácter organizativo. De este modo surgió el proyecto de crear un centro del partido que gozase de la máxima autoridad, bajo la forma de una Comisión de Control, compuesta por miembros del partido experimentados y dignos de confianza. Aquellos que, completamente independientes desde el punto de vista jerárquico, es decir, ni administradores ni empleados, tuvieran la calidad para intervenir si la legalidad y la democracia en el partido y en los soviets eran violadas, y si se producían atentados contra la moralidad revolucionaria. Podrían actuar contra todo funcionario sin excepción, no sólo los del partido, incluidos los miembros del Comité Central, sino que también, a través de la Inspección Obrera y Campesina, contra los altos funcionarios del Estado.

El 23 de enero, por intermedio de N. Krupskaia, Lenin envió a la Pravda un artículo acerca de su propuesta de reorganización de las instituciones centrales. Temiendo un traicionero y repentino ataque de su enfermedad y una respuesta no menos traidora del Secretariado, Lenin exigió que el artículo fuera publicado inmediatamente: esto implicaba una apelación directa al partido. Stalin se negó a acceder a este requerimiento de la Krupskaia alegando la necesidad de discutir el asunto en el Buró Político. Formalmente, esto significaba nada más que postergar la cuestión por un día. Pero el procedimiento mismo de someterlo al Buró Político no presagiaba nada bueno. Por indicación de Lenin la Krupskaia se dirigió a mí en busca de colaboración. Exigí una reunión inmediata del Buró Político. El temor de Lenin se vio completamente confirmado: todos los miembros titulares y suplentes presentes en la reunión: Stalin, Molotov, Kuibishev, Rikov, Kalinin y Bujarin[5] no solamente se pronunciaron contra la reforma propuesta por Lenin, sino también contra la publicación de su artículo. Para consolar al enfermo, a quien cualquier aguda excitación nerviosa amenazaba con un desastre, Kuibishev, el futuro dirigente de la Comisión Central de Control, propuso que se imprimiera un número especial de la Pravda con el artículo de Lenin, pero un solo ejemplar. Éste era el «fervor» que esta gente demostraba por su maestro. Rechacé con indignación la propuesta de engañar a Lenin, hablando principalmente en favor de la reforma propuesta por este último y exigiendo la inmediata publicación del artículo. Fui apoyado por Kamenev, que llegó una hora más tarde. La mayoría, finalmente renunció a su posición, impresionada por el siguiente argumento: Lenin de todas formas haría circular su artículo, sería impreso y leído con mayor interés y así apuntaría más directamente contra el Buró Político.

El artículo apareció en la Pravda de la mañana siguiente, el 25 de enero. Este incidente también ha dejado huellas, oportunamente en su momento en los documentos oficiales, sobre la base de los cuales hemos escrito lo que he relatado.

En general, considero necesario subrayar que, como no pertenezco a la escuela de la psicología pura y puesto que estoy acostumbrado a confiar en los hechos firmemente establecidos antes que en su reflejo emocional en la memoria, toda la presente exposición, con excepción de los hechos especialmente indicados, ha sido realizada basándome en los documentos que tengo archivados y con una cuidadosa verificación de fechas, testimonios y circunstancias en su conjunto.

LOS DESACUERDOS ENTRE LENIN Y STALIN

La lucha de Lenin contra Stalin no fue llevada adelante sólo en el plano organizativo. El pleno de noviembre del Comité Central (1922), que sesionó sin la presencia de Lenin ni la mía, introdujo inesperadamente un cambio radical en el sistema del comercio exterior, minando las mismas bases del monopolio del Estado. En una conversación con Krassin, entonces comisario del pueblo del Comercio Exterior, me referí a esa resolución del Comité Central aproximadamente en estos términos: «No solamente han desfondado el barril, sino que le han hecho varios agujeros». Lenin se enteró de esto. El 19 de diciembre me escribió: «Le pido a usted encarecidamente asuma en el próximo pleno la defensa de nuestro común punto de vista respecto de la incondicional necesidad de preservar y reforzar el monopolio… El pleno anterior adoptó en este asunto una resolución totalmente en contradicción con el monopolio del comercio exterior». Negándose a hacer concesión alguna en esta cuestión, Lenin insistió en que yo apelara al Comité Central y al Congreso. El golpe iba dirigido fundamentalmente contra Stalin, responsable como secretario general de los problemas presentados en los plenos del Comité Central. En ese momento sin embargo, las cosas no llegaron hasta el punto de una lucha decidida. Sintiendo el peligro, Stalin se retiró sin ofrecer batalla y sus amigos, con él. En el pleno de diciembre la resolución tomada en noviembre fue derogada. «Parece que hemos tomado la posición sin disparar un tiro, simplemente por medio de maniobras», me escribió Lenin bromeando, el 21 de diciembre.

Los desacuerdos en la esfera de la cuestión nacional fueron aún más agudos. En el otoño de 1922, preparábamos la transformación del Estado soviético en una Unión Federativa de Repúblicas nacionales. Lenin creía necesario ir lo más lejos que fuera posible para satisfacer las reivindicaciones y exigencias de las nacionalidades que, habiendo vivido durante largos años bajo la opresión, aún no habían sido satisfechas. Stalin, por otra parte, que en su condición de comisario del pueblo de las Nacionalidades dirigía el trabajo preparatorio, llevaba a este nivel una política de centralismo burocrático. Lenin, convaleciente en una aldea cercana a Moscú, mantenía una polémica con este último en cartas dirigidas al Buró Político. En sus primeros comentarios sobre el proyecto de Stalin para una unión federativa, Lenin fue extremadamente conciliador y moderado. Todavía esperaba —a fines de septiembre de 1922— resolver la cuestión mediante el Buró Político y sin necesidad de un conflicto abierto. Las respuestas de Stalin, por su parte, revelaban una evidente irritación. Le reprochaba a Lenin «su impaciencia» y también lo acusaba de «liberalismo» nacional, es decir, de indulgencia hacia los nacionalistas. Esta correspondencia, aunque en extremo interesante políticamente, aún se le oculta al partido.

La política nacional burocrática ya por entonces había provocado una fuerte oposición en Georgia uniendo contra Stalin y su «mano derecha», Orjonikidze[6], a la flor del bolchevismo georgiano. Por intermedio de la Krupskaia, Lenin se puso en comunicación con los dirigentes de la oposición georgiana (Mdivani, Majaradze, etc.) contra la fracción de Stalin, Orjonikidze y Dzerjinsky[7]. La lucha en los territorios alejados era muy aguda y Stalin se hallaba demasiado ligado a determinados grupos para retirarse en silencio, como lo había hecho en la cuestión del monopolio del comercio exterior. En el transcurso de las semanas siguientes, Lenin comenzó a convencerse que era necesario recurrir al partido. A fines de diciembre dictó una larga carta sobre la cuestión nacional destinada a reemplazar su discurso ante el Congreso del partido, si su enfermedad le impedía participar del mismo.

Lenin acusaba a Stalin de improvisación administrativa y resentimiento contra un pretendido nacionalismo. «En política —escribía en términos moderados— el resentimiento generalmente desempeña el papel más nefasto». Lenin calificaba la lucha contra las justas reivindicaciones —por más exageradas que éstas pudieran ser— de las nacionalidades anteriormente oprimidas como una manifestación de burocratismo «gran ruso». Por primera vez llamaba a sus adversarios por su nombre: «Por supuesto, es necesario contener a Stalin y Dzerjinsky, políticamente responsables de toda esta campaña debida pura y simplemente al nacionalismo gran ruso». Que el gran ruso Lenin, acuse a los georgianos Djugashvili [Stalin] y al polaco Dzerjinsky de nacionalismo gran ruso puede parecer paradójico: pero no se trata aquí de sentimientos y parcialidades nacionales sino de dos sistemas políticos cuyas diferencias se revelan en todas las esferas, incluso la cuestión nacional. Condenando implacablemente los métodos de la fracción stalinista, Rakovsky[8] escribiría algunos años después: «En la cuestión nacional, como en todas las demás, la burocracia parte del punto de vista de la conveniencia y de los reglamentos administrativos». No podría decirse nada mejor.

Las concesiones verbales de Stalin no tranquilizaron a Lenin en lo más mínimo sino que, por el contrario, agudizaron sus sospechas. «Stalin aceptará un compromiso corrupto —me advertía por intermedio de su secretaria— y después nos mentirá». Y éste era, precisamente, el juego de Stalin. Estaba dispuesto a aceptar en el próximo congreso cualquier formulación teórica de la política nacional a condición de que ello no debilitara las bases de su fracción en el centro y en provincias. Seguramente, tenía muchas razones para temer que Lenin advirtiera clara y totalmente sus planes. Pero, por otra parte, el estado de salud de este último empeoraba constantemente. Stalin incluía fríamente en sus cálculos este factor no sin importancia. A medida que la salud de Lenin empeoraba, la práctica política del secretariado general se hacía más decidida. Stalin trataba de aislar a este crítico molesto, privándolo de toda información susceptible de proporcionarle un arma contra el secretario y sus aliados. Esta política de bloqueo, naturalmente, fue dirigida contra las personas más cercanas a Lenin. Krupskaia hacía todo lo posible por proteger al enfermo contra con las maquinaciones hostiles del secretariado. Pero Lenin sabía cómo deducir toda una situación de síntomas accidentales. Conocía muy bien las actividades de Stalin, sus motivos y sus cálculos. No es difícil imaginar qué reacciones provocarían en su pensamiento. Debemos recordar que en ese momento ya se hallaban sobre el escritorio de Lenin, al lado del testamento que reclamaba con insistencia la separación de Stalin, estos documentos referentes a la cuestión nacional que las secretarias de Lenin, compañeras Fotieva y Gliasser, reflejando el estado de ánimo de su jefe, describieron como «una bomba contra Stalin».

SEIS MESES DE LUCHA

Lenin desarrolló su idea sobre el rol de la Comisión de Control: la consideraba la guardiana de los estatutos y de la unidad del partido y ligaba su actividad con el problema de la reorganización de la Inspección Obrera y Campesina (Rabkrin), cuyo dirigente durante varios años había sido Stalin[9]. El 4 de marzo, la Pravda publicaba un artículo famoso en la historia del partido, titulado: «Más vale menos pero mejor[10]». Lenin había retomado varias veces este trabajo. No le gustaba ni podía dictar. Tuvo muchas dificultades para escribir este artículo. Por fin el 2 de marzo lo terminó con satisfacción: «¡Al fin me parece bien!» Este artículo planteaba la reforma de las instituciones dirigentes del partido en relación con una amplia perspectiva política tanto nacional como internacional. Pero no podemos aquí detenernos en este aspecto de la cuestión. Mucho más importante para nuestro tema es sin embargo, la apreciación verbal formulada por Lenin sobre la Inspección Obrera y Campesina: «Hablemos francamente. El Comisariado del Pueblo de la Inspección Obrera y Campesina no goza en la actualidad ni de una sombra de autoridad. Todo el mundo sabe que no existe una institución peor organizada que la Inspección Obrera y Campesina y que en las actuales condiciones nada puede requerirse a este Comisariado». Esta alusión extremadamente ácida del jefe de gobierno a una de las más importantes instituciones del Estado, era un golpe directo e implacable contra Stalin como organizador y dirigente de esta Inspección. La razón de este ataque ahora era clara. La Inspección estaba destinada a servir principalmente como un antídoto a las desviaciones burocráticas de la dictadura revolucionaria. Función de tanta responsabilidad podía cumplirse con éxito a condición de una completa lealtad en su dirección pero precisamente esta lealtad era la que a Stalin le faltaba. Había reducido tanto a la Inspección como al Secretariado del Partido, a un instrumento de las intrigas del aparato, de protección para «sus hombres» y de persecución a sus opositores.

En el artículo «Más vale menos pero mejor» Lenin señalaba claramente que la reforma de la Inspección que proponía —en cuya dirección se había designado no hacía mucho tiempo aTsiupura[11]—, debía inevitablemente chocar con la resistencia tanto de la burocracia, como la de los soviets y la del partido. «Entre paréntesis debe subrayarse —agregaba significativamente— que tenemos una burocracia no sólo en las instituciones de los soviets, sino también en las del partido». Éste era un golpe perfectamente deliberado contra Stalin, como secretario general.

Ir a la siguiente página

Report Page