Lenin

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Apéndice » Trotsky y Breton

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TROTSKY Y BRETON[1]

MARGUERITE BONNET[2]

El libro de Trotsky sobre Lenin, que las Imprentas Universitarias de Francia publican hoy, apareció por primera vez en Francia editado por la Librería del Trabajo en la primavera de 1925[3]. Libro inacabado, según su propio autor, quien no quería ver en él más que materiales para una futura obra, en la que parece haber pensado desde esta fecha[4] y que el crimen de México impidió su realización total[5], no deja de ser por ello, aún hoy, «uno de los retratos más vivos, más cautivantes, más verdaderos que tengamos de Lenin», como escribía desde Rusia Victor Serge luego de su publicación en París[6]. Por otro lado, el destino singular que esta pequeña obra conoció en Francia merece un llamado de atención: es a través de ella que, efectivamente, se realiza la primera conjunción de los dos nombres que, algunos años más tarde, la historia acercará más estrechamente aún, los de André Breton y León Trotsky. Entre los poetas, entre los revolucionarios, dos de los más grandes; conjunción única, sin duda, y que podría dar para pensar, para soñar largamente, para nuestro mejor consuelo, sobre las atracciones inevitables y lo que hay de necesario en ciertos encuentros… Sin embargo, nos contentaremos aquí con trazar las circunstancias en que Breton descubrió a través de este libro a Trotsky y Lenin; pues, él no los separa nunca, en el artículo que publicó sobre esta obra de Trotsky, el 15 de octubre de 1925, en el N.º 5 de La Révolution surréaliste[7]. Estas pocas páginas jugarán en todo el grupo surrealista un rol considerable. Se las encontrará luego de esta nota[8].

Hasta el verano de 1925, Breton y sus amigos habían prestado sólo una relativa atención a los problemas políticos de su época, sus fuerzas vitales estaban absorbidas por la revolución poética que habían emprendido. La Revolución Rusa, que para los intelectuales reunidos alrededor de la revista Clarté[9] ya se manifestaba como el acontecimiento más importante, aún no los había sacudido:

«¡Era necesario —escribe Breton en 1952— que la policía intelectual en Francia haya sido vigilante para que estas ideas hayan tardado tanto (casi ocho años) en llegar a nosotros! Hasta 1925, sorprende que la palabra Revolución, en lo que puede tener de exaltante para nosotros, sólo evoque en el pasado a la Convención y a la Comuna[10]. Por la manera en que hablábamos entonces, uno se da cuenta que éramos más sensibles a los tonos que tomó en la boca de Saint Just o de Robespierre que a su contenido doctrinario. Esto no quiere decir que no hiciéramos enteramente nuestra la causa de los revolucionarios del ‘93 o del ‘71. La necesidad, la urgencia de un cambio económico y social que ponga fin a un cierto número de desigualdades desagradables nunca fue absorbida hasta disolverse en la reivindicación surrealista, por absoluta que sea ésta en sus inicios. Pero, en ese momento, habíamos puesto nuestra atención muy débilmente en los medios a través de los que tal transformación puede darse[11]».

Antes de 1925, la Revolución Rusa casi no aparecía en los escritos de los surrealistas salvo bajo la pluma de Aragon[12], para quien ésta era una ocasión para realizar escritos provocativos y despreciativos. Ya, en 1923, se había lamentado a propósito del bolchevismo: «Respetable aunque un poco breve[13]». Un poco más tarde, de manera fulminante contra Anatole France[14] en el panfleto colectivo Un cadáver, lanzó sus dardos contra «Moscú, la tonta», en donde Francia gozaba de un prestigio a sus ojos injustificable[15]. El insulto lleva a una viva polémica entre él y los redactores principales de Clarté, Marcel Fourrier y Jean Bernier. Bernier, amigo personal de Aragon, destaca la expresión en su informe del «Cadáver» (Clarté, 15 de noviembre de 1924), como una «imprudencia verdaderamente más cómica que odiosa». Aragon le replica con una carta del 25 de noviembre, que Clarté publicará en su número de diciembre, acompañada con una fuerte reprimenda de Fourrier —para quien Aragon, a pesar de su oposición verbal a la cultura burguesa, pertenece al campo de los «bien pensantes»— y una explicación de Bernier, amigable y en tono moderado, aunque Aragon haya agravado su ocurrencia al escribir:

«Ante la revolución rusa, ustedes no impedirán que levante los hombros. A nivel de las ideas, como mucho, es una vaga crisis ministerial. (…) tengo que repetir incluso en Clarté que los problemas planteados por la existencia humana no mejoran por la miserable pequeña actividad revolucionaria que se ha producido en nuestro oriente en el curso de los últimos años».

La reacción de los miembros de Clarté empuja a Aragon a relanzar el altercado en el segundo número de La Révolution surréaliste (15 de enero de 1925); cita su carta del 25 de noviembre y explica los comentarios que provocó. Esta vez, Fourrier es acusado de querer reducir «a las proporciones de una simple crisis legal la enorme causa de la revolución».

Sería falso darle una gran importancia al incidente y ver en él, como algunos intentaron hacerlo, la prefiguración del drama que se representará posteriormente entre comunismo y surrealismo; a decir verdad, estas exageraciones no revelan ni una reflexión seria sobre los hechos, ni una preocupación muy profunda; esto se siente en el carácter vago y forzado de las fórmulas. Por otro lado, éstas están lejos de conquistar la adhesión de otros surrealistas, cuyo sentimiento general definió Breton en las Entretiens:

«Aragon… a muchos de nosotros nos dio la impresión que se embarullaba. (…) Entre nosotros, incluso los espíritus más ajenos a la política veían allí un ‘brillante relato’ indefendible».

Pero en enero, Breton se conforma con guardar silencio; va a volver de otra manera unos meses más tarde, cuando un nuevo duelo se desarrolla entre Aragon y, esta vez, Drieu La Rochelle[16]. Es que acontecimientos importantes intervinieron entre los surrealistas desde principios de 1925 y el verano: la guerra de Marruecos[17], que ya dura varios meses, provocó profundas turbulencias en el ambiente intelectual y artístico durante la primavera. En junio, Clarté saca una «Carta abierta a los intelectuales pacifistas, viejos combatientes sublevados» para preguntarles: «¿Qué piensan de la guerra de Marruecos?» y el 15 de julio, la revista aparece bajo el título general: «Contra la guerra de Marruecos. Contra el imperialismo francés»; fuera de este texto, es publicado un llamado de Henri Barbusse «a los trabajadores intelectuales. Sí o no, ¿condenan Uds. la guerra?». Este llamado es refrendado por numerosos intelectuales, escritores y artistas, y por la redacción completa de La Révolution surréaliste, de Clarté, de Philosopies. Apreciando un poco más tarde esta toma de posición, Breton escribe:

«La actividad surrealista frente a este hecho brutal, indignante, impensable (la guerra de Marruecos) va a llevar a preguntarse sobre la naturaleza de sus recursos, a determinar sus límites; ella va a forzar a adoptar una actitud precisa, externa a sí misma, seguir enfrentando a lo que excede estos límites[18]».

A partir de esto, se entabla un acercamiento entre los comunistas de Clarté y los surrealistas; su expresión es el célebre manifiesto La révolution d’abord et toujours. Elaborado a fines de julio de 1925, con una tirada en agosto de 4000 ejemplares, fue ampliamente difundido. Esta declaración que más tarde Breton juzgará con razón como «bastante confusa ideológicamente[19]», yuxtapone, efectivamente, preocupaciones de diverso orden que darán lugar a rigurosas discusiones y reflejan la variedad de orientaciones de sus firmantes. Ésta no es de carácter estrechamente político o social. Afirmando la necesidad de una revolución total, situada más allá del terreno político o social, se rebela contra toda la civilización occidental, exalta la necesidad «de una libertad calcada sobre (las) necesidades espirituales más profundas, sobre las exigencias más estrictas y más humanas (de) la carne». Sin embargo, «el amor a la revolución» fuerza a poner todas las miradas, francamente esta vez, en Rusia, como lo destaca el primero de los cinco puntos que precisan el acuerdo al que llegan los diversos grupos:

«No creemos que vuestra Francia sea capaz de seguir el magnífico ejemplo de un desarme inmediato, íntegro y sin compensaciones que fue dado al mundo por Lenin en 1917 en Brest-Litovsk, desarme cuyo valor revolucionario es infinito».

Ciertamente, La Révolution d’abord, et toujours no significa aún una adhesión del surrealismo al comunismo. «Es necesario que sigamos siendo surrealistas y que no se nos pueda incluir ente los comunistas», escribe Éluard a Breton en julio[20]. Pero se da un paso decisivo, se produce una sensibilización, se despierta un interés profundo por lo que pasa allá, en el Este. En agosto Breton, de vacaciones en el sur de Francia, lee el pequeño libro de Trotsky sobre Lenin y recibe una verdadera revelación:

«Es innegable que, si me había dejado llevar por la lectura de esta obra, era sobre todo porque me había atrapado su lado sensible. De cierta relación entre lo humano —el mismo Lenin tal como lo había conocido íntimamente el autor— con lo sobrehumano (la tarea que había llevado adelante) se desprendía algo muy convincente que, al mismo tiempo, confería a las ideas que habían sido suyas el mayor poder atractivo…»[21].

Tampoco puede aceptar el argumento de Aragon en la discusión que opone este último a Drieu La Rochelle a propósito de Lenin y, más en general, de La Révolution d’abordet toujours.

En el número de agosto de La Nouvelle Revue française, Drieu había publicado un largo artículo «El verdadero error de los surrealistas», en el que les reprochaba en particular, tanto haber tomado posición sobre un problema político, la guerra del Rif, denigrándose así frente a sus ojos, como haber «vociferado»: «¡Viva Lenin!». La respuesta de Aragon apareció en septiembre en la misma revista; allí se lee: «no quiero responderte que no he gritado: ¡Viva Lenin! Lo vociferaría mañana, ya que se me prohibió este grito, que después de todo saluda el genio y el sacrificio de una vida[22]».

La frase tan en alerta a Breton, que rechaza que la actitud surrealista en este punto pueda ser llevada a una simple provocación, por lo que la objeta y se desolidariza de ella en su artículo sobre el libro de Trotsky.

Afectados por el acento firme y resuelto de estas páginas, sus amigos leen también el Lenin y son conquistados de conjunto: «Este libro es uno de los más grandes que jamás haya leído», escribe Eluard[23]. De ahora en adelante, se atraviesa una etapa decisiva; no se trata de tomar distancia frente al comunismo, sino por el contrario, de aproximarse a él; la colaboración con el equipo de Clarté se hace más estrecha, al punto que, hacia fines de 1925, los dos grupos apuntan a la publicación de una revista común, con un título deliberadamente agresivo, La guerre civile. El fracaso de este proyecto no contraría para nada el movimiento iniciado y no impide que se continúe. Pero es un camino arduo, jalonado en 1927 por una adhesión al Partido Comunista —para varios de breve duración— de Aragon, Breton, Éluard, Péret y Unik, y definitivamente cerrado en 1935 por una ruptura total[24], a la que son conducidos los surrealistas. La historia de sus discusiones con el partido es larga, complicada por la diversidad de los caminos y las actitudes individuales; éste no es lugar para relatarlas. Sólo recordaremos que Breton se negó siempre a sacrificar la exigencia surrealista al dogmatismo y la estrechez de miras de la dirección comunista, que jamás renunció a mantener estrechamente unidas sus aspiraciones poéticas y su voluntad de cambio social: «Transformar el mundo», dijo Marx; «cambiar la vida», dijo Rimbaud: estas dos consignas para nosotros no son más que una[25].

***

Si bien es conveniente subrayar el rol de acontecimiento-motor que el presente libro [Lenin] ha tenido en esta evolución general, cuya marcha está lejos de detenerse, aún hoy, y en la continuidad en que se inscriben los diversos momentos de una reflexión y de una acción siempre actuales, también se debe señalar que la relación Breton-Trotsky no se reduce a esto. En 1929, año en que Trotsky es exiliado, Breton se preocupa por la suerte que le es reservada y, en el Segundo Manifiesto, plantea su acuerdo con las posiciones defendidas por el autor de Literatura y Revolución sobre los problemas de la cultura y el arte proletarios. Un folleto del grupo surrealista, La planète sans visa, que toma como título el último capítulo de la autobiografía de Trotsky, Mi vida, se levanta en 1934 contra su expulsión del territorio francés y declara:

«Nosotros que, aquí, estamos lejos de compartir todas sus concepciones actuales, sólo nos sentimos por ello más libres para asociarnos a todas las protestas que ya ha recibido la medida de la que él es objeto. (…) Saludamos, en esta nueva etapa de su difícil camino, al viejo compañero de Lenin, al firmante de la paz de Brest-Litovsk, acto ejemplar de ciencia e intuición revolucionarias, al organizador del Ejército Rojo que permitió que el proletariado conservara el poder a pesar de que el mundo capitalista se alió contra él, al autor entre tantos otros no menos lúcidos, no menos nobles y menos brillantes, de esta fórmula que para nosotros es una razón permanente para vivir y actuar: El socialismo significará un salto del reino de la necesidad al reino de la libertad, también en ese sentido que el hombre de hoy, lleno de contradicciones y sin paz, atravesará el camino hacia una nueva raza más feliz».

En la lucha en los dos frentes que, hasta el final, Breton nunca dejó de llevar adelante, contra el mundo capitalista y contra la monstruosa caricatura de socialismo ofrecida por la URSS y el comunismo oficial, su camino se cruza varias veces con el de Trotsky. Durante los Juicios de Moscú, en 1936 y 1937, es uno de los primeros en criticar con la más intransigente firmeza y el más alto vigor lo que él tiene «por una abyecta empresa de policía[26]», la más formidable injusticia de todos los tiempos[27], para denunciar en Stalin «al gran negador y principal enemigo de la revolución proletaria (…), el principal falsario de hoy (…) y (…) el más inexcusable de los asesinos[28]». Si bien los Juicios le llevan a tener todo tipo de reservas sobre el sostenimiento de la consigna de Trotsky: «Defensa de la URSS», no por ello sus amigos y él mismo rinden un homenaje menos vibrante a «la personalidad, desde ya por encima de toda sospecha, de León Trotsky (…)».

«Saludamos a este hombre que ha sido para nosotros, haciendo abstracción de las opiniones ocasionales no infalibles que fue llevado a formular, una guía intelectual y moral de primer orden y cuya vida, desde que está amenazada, nos es tan preciada como la nuestra[29]».

La vida va a permitir a Breton que vuelva a encontrar a este hombre en el curso de un viaje que hace a Mexico en 1938[30]. De la confrontación de sus ideas sobre los problemas del arte y la revolución, sale el muy bello y conciso «Manifiesto por un arte independiente», fruto de su colaboración, aunque haya aparecido, por cuestiones circunstanciales, firmado por Breton y el pintor Diego Rivera[31]; este manifiesto llama a los artistas a constituir la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), frente a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios (AEAR) de obediencia stalinista, instrumento dócil de propagación del dogma del realismo socialista. El manifiesto afirma el rechazo irreductible a someter la creación intelectual a toda finalidad ajena a sí misma, rechazo que proviene de la legítima conciencia de las leyes que la rigen y de una idea muy elevada, a la vez, de la revolución y del arte; no se puede regentear desde afuera el laboratorio interior en que la obra de arte toma imperceptiblemente nacimiento, pero toda obra digna de ese nombre lleva en su corazón, el eje invisible[32], una controversia con lo real tal como nos es dado, toda obra digna de este nombre es liberadora:

«La necesidad de emancipación del espíritu sólo tiene que seguir su curso natural para ser conducida a fundirse y a volver a tomar impulso en esta necesidad primordial: la necesidad de la emancipación del hombre».

Desde su retorno a Francia, Breton pone en pie la sección francesa del FIARI con su boletín Clé. Pero la guerra vino a cortar rápidamente a este emprendimiento.

Aun cuando, en los años siguientes, Breton es inducido a realizarse cuestionamientos sobre el marxismo y alejarse de él, en ciertos planos —el problema es muy complejo para abordarlo aquí—, su admiración y veneración por la figura de Trotsky permanecieron intactas. Entre otros testimonios[33], será suficiente aquí referirse al carácter inmediato con el que aceptó, cuando muere Natalia Sedova, nuestro pedido de tomar la palabra en su entierro, aunque él naturalmente no se inclinaba a este tipo de discursos; pero, al saludar a la admirable compañera de León Trotsky, al mismo tiempo, se trataba de rendir el homenaje al gran revolucionario caído en México bajo los golpes de Stalin, que las circunstancias de 1940 había hecho imposible realizar en Europa. El de Breton estuvo a la altura de esta intención, tanto con relación a la poesía como a la revolución:

«La muerte de aquellos que, con una palabra singularmente tramposa, se dicen materialistas mientras que sólo han vivido por el espíritu y el corazón, esta muerte es aun la más conspiradora de todas. Entre estos dos imperios, el de la vida y el otro, hemos visto sobre un no mans land[34] en el que germinan las ideas, las emociones y las conductas que rindieron el mayor honor a la condición humana. Sin que para esto se necesite ninguna plegaria, la unión de las cenizas de Natalia Sedova con las de León Trotsky, (…) al mismo tiempo bajo el ángulo de la revolución y del amor, asegura un nuevo despliegue del ave Fénix. (…) Por lo que nos une a ella, es tranquilizador, es casi una satisfacción a pesar de todo, que ella haya vivido bastante como para ver denunciar, por aquellos mismos que lo han heredado, al bandidaje stalinista, que ha usado contra ella los peores refinamientos de crueldad. Ella habrá sabido que, finalmente, el proceso evolutivo imponía una revisión radical de la historia revolucionaria de estos últimos cuarenta años, historia cínicamente deformada y que al término del proceso irreversible, no solamente le rendirá toda justicia a Trotsky, sino que incluso las ideas por las que dio su vida serán llamadas a tomar completa firmeza y amplitud[35]».

Seguramente que en 1925, cuando fue su primer encuentro con el comunismo y con Lenin y Trotsky, Breton sólo entrevé estas ideas, estos ideales, de manera imperfecta. La que lo orienta entonces hacia la Revolución Rusa y hacia estos hombres es una corriente de simpatía esencialmente afectiva.

«¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? —destaca él mismo[36]. Entonces, yo avanzaba casi a ciegas; sólo podía pedir la reconsideración sobre el problema, si quería hacerme escuchar por mi entorno, apoyándome con argumentos sentimentales y además ninguno de nosotros había experimentado aún la necesidad de superar los rudimentos del marxismo».

Breton en este momento ignora las verdaderas condiciones de Rusia en 1925, los problemas que se plantean allí, los cambios y la degradación que ya se introdujeron en el Partido Bolchevique y en la Internacional, instaurando en todas partes como ley el monolitismo y la estrechez de pensamiento. Su apreciación —y es a lo que él da todo su valor— es la consecuencia de un choque puramente subjetivo. No está informado sobre las circunstancias, que hablan por sí solas, en las que Trotsky escribió este libro.

Ya es, efectivamente, un libro del exilio, al menos, de un exilio interior. Desde las primeras semanas de 1923, las divergencias, los conflictos que, ya sea en los momentos cruciales de la lucha por el poder, o en los años terribles que seguirán a su conquista, el triunvirato Zinoviev, Stalin, Kamenev se opuso a Trotsky, cristalizándose en ataques concertados contra él en el seno del Buró Político; la enfermedad que aparta a Lenin y una grave recaída, en marzo, lo corta definitivamente de toda actividad. Sin embargo, Trotsky, quien persiste en esperar su restablecimiento, demasiado seguro quizás de sus medios y su popularidad, se niega a usar contra Stalin, en el XII Congreso del Partido (abril de 1923), las armas que tiene a mano (en particular, notas de Lenin criticando severamente la política de Stalin en Georgia) y se dedica ante todo a intervenir en las cuestiones de política económica que le parecen capitales para el futuro de la URSS. En este terreno, se niega a embellecer con luminosos colores de un optimismo artificial a una situación que juzga muy oscura, ya que considera un deber decir la verdad, por más dura que sea, tanto al Partido como a las masas; pero este mismo rigor, que levanta muchas inquietudes, hiere muchas susceptibilidades y provoca muchos descontentos, facilita la campaña de denigración que, desde este momento, se lleva adelante contra él. Al no hacer nada para separar a Stalin de su puesto de secretario general, deja a este último todas las ventajas que, en el curso de 1923, le van a permitir convertirse poco a poco en el dueño omnipotente del aparato. Si en su carta del 8 de octubre de 1923 al Comité Central, reclama una flexibilización de la disciplina militar impuesta por la guerra civil, con el fin de favorecer el retorno a una verdadera vida de las ideas y hacer más sana la situación en el partido, desde el mes de noviembre la enfermedad le impide intervenir directamente en las discusiones que, sobre este problema, se desencadenaron entonces con una violencia extrema y que el triunvirato intenta reprimir a su vez con sanciones disciplinarias y retomando a su favor, a través de una denuncia completamente verbal del burocratismo, las críticas y reivindicaciones de los opositores.

Trotsky pone al Partido en guardia contra este engaño y estas reticencias, primero de manera un poco disimulada en artículos del Pravda donde denuncia los vicios del burocratismo: respeto paralizante por la tradición, elevación de la obediencia al rango de virtud suprema, miedo a todo espíritu de independencia, repetición mecánica de fórmulas convencionales, gusto por la mentira edificante:

«La tradición, afirma, no es una regla inmutable o un manual oficial; no puede ser ni aprendida por el corazón ni ser aceptada como un evangelio; no se puede creer todo lo que dijo la vieja generación por su simple palabra de honor. Por el contrario, la tradición, por así decirlo, debe ser reconquistada a través de un trabajo interior, debe ser estudiada y profundizada en un espíritu crítico y, de esta forma, asimilada. De otra manera, todo el edificio estaría construido sobre arena.

(…) Que la autoridad de los mayores no borre la personalidad de los jóvenes y (…) no los aterrorice. Todo hombre formado solamente para responder si no vale nada.

(…) El heroísmo supremo, en el arte militar como en la revolución, está hecho de amor a la verdad y el sentido de la responsabilidad».

El 8 de diciembre, precisa su posición en una carta abierta a las asambleas del Partido, que concluye con este llamado:

«Basta de obediencia pasiva, basta de nivelación mecánica de parte de las autoridades, basta de aplastamiento de la personalidad, basta de servilismo y arribismo. Un bolchevique no es sólo un hombre disciplinado: es un hombre que, en cada caso y sobre cada problema, se forja a sí mismo su propia opinión, la defiende con valentía y con toda independencia, no sólo contra sus enemigos, sino también al interior de su propio Partido».

Rápidamente, el triunvirato contraataca con un granizo de acusaciones: Trotsky es culpable de deslealtad, cuando califica de burocratismo al régimen del Partido, es por odio al aparato, por desprecio por la «Vieja Guardia», que impulsado por un individualismo y una ambición sin freno, reclama derechos para la base; quiere destruir la unidad del Partido, en el que permaneció como un extraño; en realidad, no tiene nada de bolchevique.

Este desenfreno venenoso y grosero[37] ocurre en un momento en el que, físicamente abatido, Trotsky, el 18 de enero de 1924, por orden médica, debe abandonar Moscú y su invierno riguroso para recuperarse en las orillas del mar Negro. En el curso de este viaje, luego de un detenimiento en la estación de Tiflis, se entera de la muerte de Lenin[38]. La noticia «cae sobre [su] conciencia de manera terrible como una roca gigante en el mar». Redacta un breve mensaje en el que el dolor y la ansiedad estallan a cada línea, tanto en los interrogantes sobre los que reflexiona como en el llamado a una mayor vigilancia lanzado a cada uno, como en la afirmación de una confianza absoluta en el futuro del partido, con el que parece querer conjurar, así como ya lo hacía en el discurso del 5 de abril de 1923, la escalada de peligros que conoce demasiado bien:

«¿Cómo continuaremos a partir de ahora? Con la antorcha del leninismo en nuestras manos. ¿Encontraremos el camino? ¡Con el pensamiento colectivo, con la voluntad colectiva del partido, lo encontraremos!»

Engañado por Stalin sobre la fecha de su entierro, no asiste a él y esta ausencia, alimentando los rumores que sus enemigos se dedican a expandir, sirve de la mejor forma a las intenciones del secretario general. Mientras que, ayudado por Zinoviev y Kamenev, este último prepara la ofensiva decisiva que va a llevar adelante contra Trotsky en el XIII Congreso en mayo, este último, en su retiro de Sujum en el Cáucaso, se recupera lentamente y consagra este reposo forzoso a escribir la parte esencial de este libro. Agrupa sus recuerdos sobre Lenin alrededor de dos momentos esenciales: su primer encuentro en Londres, en el otoño de 1902 («Lenin y la antigua Iskra») fechado el 5 de marzo de 1924), su combate común a la cabeza de la revolución («Acerca de Octubre»). Esta segunda parte, de una mayor amplitud, comprende ocho capítulos: seis son consagrados a las luchas de 1917-18, un séptimo hace revivir a «Lenin en la tribuna»; el octavo, «El filisteo y el revolucionario», refuta el retrato que Wells en 1920 trazó de Lenin, no porque este testimonio de incomprensión y vanidad tenga en sí mismo mucha importancia, sino porque devela claramente, estima Trotsky, «el alma secreta», el espíritu limitado de los dirigentes del partido obrero inglés. Este segundo conjunto se termina el 6 de abril; el 21, Trotsky redacta su prólogo. Agrega a su libro cuatro textos anteriores consagrados a Lenin, dos discursos de 1918 y 1923 («Lenin herido», «Lenin enfermo»), un artículo de 1920 («Lenin como tipo nacional»), finalmente el mensaje de Tiflis. El libro se enriquece el otoño con dos nuevos capítulo. «Verdades y mentiras sobre Lenin» (28 de septiembre), apreciación crítica del retrato que Gorki hizo de Lenin, y «Los pequeños y el grande» (30 de septiembre), consagrado a escritos infantiles sobre el dirigente revolucionario desaparecido.

Cuando aparece en Francia la traducción de la obra, «la antorcha del leninismo», ahogada bajo la antorcha burocrática, sólo brilla entonces más débilmente sobre la URSS. Pero los intelectuales que con todo su ímpetu llegan al comunismo con Breton, gracias al libro de Trotsky, no lo saben. Aún no están informados de la lucha furiosa que se llevó adelante y se lleva en Rusia y de la que nadie habría podido prever la ferocidad para abatir a un pensamiento y un hombre en quien la revolución había encontrado tan manifiestamente su rostro, que el odio de la burguesía lo eligió, de la misma forma que a Lenin, para encarnar todo lo que la hace temblar de miedo, para convencerse de esto sólo se necesita echar un vistazo a la prensa de la época. Ellos no pueden entonces percibir la inquietud sorda de estas páginas, ni el sentido mismo de la intención que ellas representan: restablecer una verdad que, a una escala gigantesca, han trabajado obstinadamente para falsificar y también, sin ninguna duda, luchar, con los recuerdos de las luchas llevadas adelante junto a Lenin, hasta la victoria, la más segura de las barreras interiores contra la marea amenazante que roe los fundamentos del edificio revolucionario. Los planos de fondo, sombríos y angustiantes, de este pequeño libro tan claro de apariencia se les escapan. Ironía cruel de la historia que, lejos de degradarse en farsa, como pensaba Hegel, es repetida como una inmensa tragedia: cuando Breton mira hacia Lenin y Trotsky, la sombra de Stalin, el termidoriano se perfila ya, aplastante, detrás de ellos.

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