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La juventud de Lenin » Capítulo II. La familia

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CAPÍTULO II

LA FAMILIA

Los miembros de la familia y otras personas, incluidos quienes más tarde se convirtieron en enemigos encarnizados, hablan casi en los mismos términos de la unión y del carácter laborioso de la familia Ulianov, de la pureza, de la radiante transparencia de las relaciones en su interior, de la animación y del buen humor reinantes en el comedor cuando se reunían todos para sentarse a la mesa. Ni la penuria que humilla, ni la opulencia que debilita, el continuo y viviente ejemplo del trabajo y del deber en la persona del padre, la vigilancia activa y tierna de la madre, un interés común por la literatura y la música: todas estas condiciones en su conjunto eran extremadamente propicias para la formación, en los niños, de caracteres sanos y vigorosos.

Ilya Nikolaievich Ulianov, jefe de la familia, era oriundo de la pequeñoburguesía de Astrakán. En la casta de los pequeñoburgueses se encarnaba toda la miseria de la cultura urbana de la vieja Rusia. Los elementos activos y capaces de la casta se apresuraban a transformarse en comerciantes o bien se aliaban, pasando por la escuela, a la burocracia y de grado en grado se elevaban hasta la nobleza. Exclusión hecha de los obreros industriales que, de acuerdo a sus pasaportes, continuaban contándose como campesinos o pequeñoburgueses, sin ser lo uno ni lo otro, quedaba en la pequeñoburguesía todo un mundo abigarrado de gentes humildes, fragmentos de la sociedad, míseros artesanos, comerciantes en el límite de la pobreza, horticultores, taberneros improvisados, individuos sin profesión determinada, que vivían en la zona y obtenían algunas migajas de los señores nobles, funcionarios y comerciantes. Cuáles eran las ocupaciones del pequeñoburgués Nicolás Ulianov, el abuelo de Lenin, no lo sabemos; en cualquier caso, no dejó a su familia recurso alguno. Pero se trataba, evidentemente, de una familia pequeñoburguesa que se salía de lo común: se distinguió especialmente por su amor al estudio. Sólo la muerte prematura del padre, que cargó al hijo mayor con los cuidados de la familia, lo obligó a emplearse en casa de particulares. Él traspasó su sueño de estudiar a su hermano Ilya, que tenía siete años. Al precio de un trabajo encarnizado y de privaciones, el mayor dio al menor la posibilidad de terminar sus estudios en el gimnasio de Astrakán y a continuación lo sostuvo en la Universidad hasta el momento en que el joven se encontró en estado de subvencionar sus propias necesidades. Ilya conservó durante toda su vida un sentimiento de gratitud ferviente hacia su hermano, que se había sacrificado tanto por él. La fidelidad, el sentido del deber, la perseverancia para llegar al fin propuesto son cualidades que no por casualidad se encuentran en las primeras páginas, tan escasas, concernientes a los antepasados de Lenin.

Ilya estudiaba obstinadamente y con éxito. Admitido en 1850 en la Universidad de Kazán, en la facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, concluyó sus estudios «con la mención bien para todas las materias y con la mención excelente para las materias especiales»; unos exámenes complementarios le otorgaron el título de «profesor calificado de matemáticas y física en los gimnasios». El destino del joven se perfilaba. Apenas finalizados los estudios universitarios, obtuvo el puesto de maestro en el Instituto de la Nobleza de Penza que deja en 1863 por el gimnasio de Nijni-Novgorod. Hallándose todavía en Penza, en el hogar de un colega, Veretennikov, Ilya Nikolaievich conoció a su futura mujer, María Alexandrovna Blank, hermana menor de la dueña de casa. La boda, celebrada en el curso del verano de 1863, creó una familia sólida y feliz.

Los años de estudio de Ilya Nikolaievich transcurrieron durante el fin del reinado de Nicolás I, cuando, para un régimen odiado, sobrevenía el tiempo de la expiación. Hasta los liberales moderados se regocijaban de las derrotas militares y, tanto más, la intelligentsia radical. La fisura en la vida interior del país constituyó una gran escuela de civismo para la joven generación. Nadie podía, por esos días, dejar de lado en su pensamiento a la clase campesina Por vez primera, se debatía abiertamente el programa de las transformaciones sociales. Se comparaban los destinos de Rusia con los de Europa Occidental y de América Se creía que el progreso tendría en lo sucesivo un carácter constante, que el pueblo despierto llegaría rápidamente a su liberación, saliendo de las tinieblas y de la miseria; que la intelligentsia cumpliría honorablemente su misión de guía del pueblo. Es con pensamientos de esta clase o análogos —ideas generosas y confusas— que el joven pedagogo inicia su carrera

Por sus raíces sociales y por la época de su despertar a la vida espiritual, Ilya Nikolaievich era el típico razrwchinez de los años ‘60. Sin embargo, las tendencias políticas de esta amplia capa variada estaban lejos de ser homogéneas. Era únicamente la minoría la que se esforzaba efectivamente por concretar sus ideas sobre los destinos del pueblo ruso en un sistema acabado; solamente el ala izquierda de esa minoría tomaba por el camino de la acción revolucionaria La abrumadora mayoría de los desclasados se contentaba en su juventud con ideas generales de consagración al pueblo, para olvidarlas por completo en el curso de su carrera De no ser así ¿de dónde habría reclutado el gobierno sus jefes de oficina y sus procuradores; en dónde habría encontrado la burguesía ascendente a sus abogados e ingenieros? Es por eso que hay sagacidad en el aforismo lanzado por alguien: Le Russe est radical jusqu’à trente ans et apres: canaille[26]. Ilya Nikolaievich no pertenecía al ala revolucionaria; no hay ninguna razón para suponer que hubiera elaborado por sí mismo un sistema aunque sea semiacabado de consideraciones sociales; pero en cambio, la idea elemental del deber a cumplir con el pueblo, que respondía a la naturaleza misma de su origen y a la formación de su carácter, fue adoptada por él seria y firmemente, para toda la vida.

Dos o tres de sus alumnos, que adquirieron posteriormente notoriedad, mencionaron con estima en la prensa al joven profesor de matemáticas y física, tan profundamente consagrado a su trabajo. Si era exigente con sus alumnos, aún más lo era consigo mismo. Reunía los domingos a los alumnos más atrasados del gimnasio y gratuitamente los adelantaba un poco, sacrificando su día de descanso. En el modesto trabajo de un profesor de provincia, ponía mucha pasión y una perseverancia desinteresada en la que había un elemento de heroísmo.

Casi trece años transcurrieron en este trabajo, seis de ellos de vida familiar. Ana[27], la hija, tenía cinco años y el hijo, Alejandro [apodado Sacha], tres y medio, cuando en la vida de la familia se produjo un cambio que se relacionaba con una transformación en los destinos del país. Las reformas realizadas por el nuevo soberano se extendieron también al dominio de la instrucción pública. Se creó una red de escuelas populares, en parte por el Ministerio, pero principalmente por los zemstvos. Las escuelas necesitaban de la vigilancia y de la dirección del gobierno. Se ofreció a Ilya Nikolaievich el puesto de inspector de escuelas primarias en la gobernación de Simbirsk, cuya población era más o menos de un millón de almas. Aceptar este nombramiento significaba decir adiós a las ciencias físico-matemáticas que tanto amaba, renunciar a sus costumbres y a sus relaciones personales. Se anunciaba en esta nueva carrera un trabajo no tanto pedagógico como administrativo, en un ambiente desconocido y en difíciles condiciones; en cambio, la esfera del trabajo se ampliaba, extendiéndose ya no solamente a niños privilegiados como los del gimnasio sino también a los verdaderos hijos del pueblo, es decir, de la clase campesina. Es posible asimismo que el sueldo prometido haya sido superior al de un simple profesor. Ilya Nikolaievich aceptó sin vacilar el nombramiento. En septiembre de 1869, la familia bajó por el Volga desde Nijni-Novgorod hasta Simbirsk. Allí debía establecerse casi por veinte años. El zemstvo instituido cinco años antes en la gobernación de Simbirsk, se había convertido, más que en otros lugares, en el terreno de las camarillas de la nobleza. El trabajo escolar, que no prometía mayores ventajas, era comúnmente adjudicado a algún liberal. En esta gobernación pobre y sin carreteras, a la que se incorporaban poblaciones asiáticas bastante numerosas, no era fácil, aun con buena voluntad, poner en marcha la telega[28] de la instrucción pública. El novísimo inspector de escuelas primarias no encontró más que desierto en el que sería su dominio. La prensa radical de la época citaba como ejemplo un distrito de Rusia donde para 180 000 habitantes se contaban 16 escuelas y 300 tabernas. La estadística cultural de la mayoría de los otros distritos no era mucho mejor. No injustamente el joven publicista Chelgunov, en el alba de la época de las reformas, escribía a su mujer desde el fondo de una provincia perdida: «¡Qué rincón salvaje, salvaje y salvaje, qué marasmo y qué ineptitud! ¡Dios mío, esto da miedo!»

Los campesinos habían aprendido a temer todo lo que venía del Estado: prisiones, hospitales y escuelas. Los «letrados» eran necesarios a las autoridades para oprimir al pueblo. Algunos maestros se hacían de recursos suplementarios con la condición de no apartar a los alumnos del trabajo familiar.

La primera preocupación del inspector fue denunciar la mentira oficial y poner en evidencia lo que era.

Para comenzar, era menester partir de cero: construir nuevas escuelas, reformar las escasas que ya existían, seleccionar, formar maestros o bien reeducar a los otros. No había ni ferrocarriles ni rutas pavimentadas en la provincia. No obstante, era preciso viajar a menudo y casi continuamente, en telega o en trineo, por pequeños caminos, cruzando bosques y estepas, ya sea atascándose tanto en el barro como bajo tormentas de nieve. Había que hablar infatigablemente con los funcionarios de los zemstvos, con los maestros de escuela, con las comunidades campesinas, con los funcionarios del Estado, acalorarse, convencer, frecuentemente replegarse, a veces amenazar. En diecisiete años de este trabajo se construyeron más o menos 450 escuelas en la provincia de Simbirsk y el número de alumnos se duplicó. Resultados en suma muy modestos, pero obtenidos gracias a la incomparable habilidad que tenía Ilya Nikolaievich para alternar con personas de diversas condiciones y diferentes niveles culturales. Esta facultad, desarrollada hasta proporciones imprevistas, la transmitió a su hijo.

Los recuerdos sobre la familia Ulianov que han sido escritos durante los años del régimen soviético deben ser examinados con cierta circunspección: hasta autores de buena fe, como se verá más adelante, se muestran inclinados a descubrir en los padres rasgos de carácter que corresponden a los del hijo. Por suerte, poseemos testimonios muy convincentes, publicados en las épocas en que Lenin era todavía un niño, un adolescente o bien un revolucionario perseguido. Un propietario noble de la provincia de Simbirsk, llamado Nazariev, miembro de un zemstvo y colaborador de publicaciones liberales, de carácter entusiasta, ha hablado en la prensa, a propósito del inspector Ulianov, como de un «fenómeno raro, excepcional» y ha descrito con tono muy animado sus infatigables recorridas a través de la provincia, pese a la intemperie y a la indiferencia de la gente: «Resistencia y vigor tales no pueden provenir sino de una dedicación rayana con la abnegación» (Vestnik Evropy. El Mensajero de Europa, 1876). El mismo ministerio reconocía en un texto oficial que la energía del inspector de Simbirsk «merecía una especial atención». Un estudio sobre la historia de la instrucción pública, editado en 1906, hace notar que, entre los dirigentes de la instrucción pública en la provincia de Simbirsk, «el primer lugar pertenece, según la opinión unánime de los contemporáneos, a Ilya Nikolaievich Ulianov». Tales son los testimonios desinteresados, que no pueden despertar duda alguna.

La carga explosiva de idealismo social que la época de su juventud había dado a Ilya Nikolaievich encontró un empleo pacífico, bien intencionado, recomendable. Su equilibrio moral estaba garantizado. No tenía que renunciar a nada. Al contrario, aun entonces, particularmente en verano, durante los ocios campestres, gustaba Ilya Nikolaievich de canturrear la canción de sus años estudiantiles, cuya letra era del decembrista Ryleev, a quien Nicolás I había hecho ahorcar: un juramento de odio para «las plagas del país natal». La primera plaga era la servidumbre: fue abolida. El segundo flagelo era la ignorancia del pueblo: Ilya Nikolai vich la combatía ahora con todas sus fuerzas. A propósito de la tercera plaga, la autocracia, el inspector de escuelas primarias prefería no hablar y probablemente tampoco pensar. Funcionario de espíritu progresista, no era un revolucionario.

Por su carácter, hábitos y maneras, Ilya Nikolaievich no se parecía en nada al tipo del funcionario seco y taciturno. Por el contrario, era muy humano: sociable, observador, jovial. En sus giras interminables, le gustaba, haciendo alto en la residencia de algún liberal del zemstvo, adoptar su franco lenguaje sobre la vida provincial y particularmente sobre los asuntos escolares. Regresaba a su casa enriquecido con nuevas anécdotas pedagógicas, de las que la vida no carecía. Las contaba animadamente en la mesa familiar, gangoseando suavemente la erre como era su costumbre; reía mucho y de buena gana, echándose hacia atrás con todo su cuerpo, risueño, lagrimeándole los ojitos castaños, achinados como los de los kalmuks[29]. Quien haya visto a Lenin y escuchado sus ocurrencias y risas, tendrá la representación viviente, al menos en sus rasgos más sorprendentes, de la figura del padre: talla pequeña y corpulenta, vivacidad y elasticidad en los movimientos, pómulos salientes, frente elevada, cutis moreno y una calvicie precoz. Era sólo por su estructura que el hijo era visiblemente más sólido y vigoroso que el padre.

En 1874, se nombró a Ilya Nikolaievich director de escuelas primarias. Tenía ya bajo sus órdenes a varios inspectores. Se había convertido ahora en un personaje importante de la provincia. El grado de «consejero de Estado titular» daba al antiguo pequeñoburgués un título de nobleza hereditaria. Hasta 1917, en innumerables informaciones policiales, sus hijos e hijas debieron inscribir, en rúbricas ad hoc, sus títulos nobiliarios. Pero tanto en su físico como en el de los miembros de su familia, nada había de aristocrático: narices achatadas, pómulos salientes y dedos cortos denotaban claramente los orígenes plebeyos. Ilya Nikolaievich no se asemejaba, sin embargo, de ningún modo, al tipo del «burgués gentilhombre»: su naturaleza visceralmente democrática, su repulsión respecto a toda fanfarronería, su sencillez en las relaciones con las personas, eran sus mejores cualidades. Las transmitió íntegramente a sus hijos.

Su influencia sobre éstos fue en general profunda y fecunda. A decir verdad, el padre se encontraba frecuentemente en gira y no se le veía durante semanas en la familia, pero sus mismas ausencias adquirían un sentido particular, como si inculcasen en los niños esta idea: ¡el deber ante todo! Una pasión jamás entibiada por el trabajo, por lo esencial del trabajo y no por la forma, la franqueza y la amenidad, borraban de la imagen del padre todos los rasgos de burocratismo que los niños conocían demasiado bien por el gimnasio. Los relatos que hacía en la mesa familiar sobre el modo de superar los obstáculos para la instrucción del pueblo eran ávidamente recogidos por las conciencias infantiles. El padre parecía ser la encarnación de un principio superior que dominaba los estrechos intereses del círculo familiar. «Su autoridad en la familia —escribe la hija mayor— y el cariño que los niños le tenían eran muy grandes».

María Alexandrovna provenía de una familia más acomodada y más culta que la de su marido. Su padre, médico y propietario de una finca en la gobernación de Kazán, profesaba, según lo que cuenta su nieta, opiniones bastante avanzadas para la época. Su apellido no era del todo ruso: se llamaba Blank[30] —carecemos desdichadamente de indicaciones sobre su nacionalidad—, y estaba casado con una alemana que educó a los niños de acuerdo a las tradiciones germánicas. La familia residía al parecer en el campo; el padre se ocupaba atentamente de la educación física de los niños. Su hija María conoció una infancia sana y una adolescencia apacible, exenta de perturbaciones; amaba a su comarca natal, Kokuchkino. Con respecto a la instrucción, todo no iba tan bien. Consideraciones pedagógicas y probablemente también ciertos prejuicios no permitían a los padres enviar a sus hijas, desde la aldea, a los internados. Para los mayores, se recurría a maestros particulares. Pero, en la época en que María comenzó a hacerse grande, la situación económica de la familia se quebrantó, faltaron los recursos para pagar a los maestros y la hija menor tuvo lo que se llama una educación familiar, común a muchas otras jovencitas provincianas de esa época: aprendió idiomas y música, bajo la dirección de una tía alemana, y para el resto, fue abandonada a sí misma. Posteriormente, observando las ocupaciones y los éxitos de sus propios hijos se afligió más de una vez por no haberse podido instruir a su debido tiempo.

María Alexandrovna se casó a los veintiocho años; su marido tenía cuatro más que ella. Ilya Nikolaievich tenía una posición social modesta pero estable. La dote de María no aportaba más que un quinto del modesto haber de su padre. En la base del matrimonio había, muy probablemente, una inclinación mutua, si bien no un sentimiento más ardiente. Los años ‘60, situados bajo el signo de la emancipación femenina, asestaron un golpe serio a la intervención arbitraria de los padres en los asuntos sentimentales de sus hijos. Además, Ilya Nikolaievich era independiente y el padre de María Alexandrovna se inclinaba hacia las ideas progresistas.

Los primeros años de vida familiar en Nijni transcurrieron de un modo sumamente agradable: el alojamiento en el gimnasio se distinguía, en la medida de lo posible para una vieja provincia rusa, por un confort satisfactorio. A su lado vivían otras familias de pedagogos y la joven señora encontró amigas con las que podía leer, hacer música o bien recrearse charlando. Se recibían las revistas nuevas de Petersburgo, en las cuales latía el pulso del movimiento emancipador de entonces. Ilya Nikolaievich pasaba sus horas de ocio en familia. A veces, leía en voz alta durante la velada: justamente en esta época se imprimía por fascículos la epopeya de Tolstoi[31]: La guerra y la paz.

Cuando pasaron a Simbirsk, adonde María Alexandrovna arribó llevando en su seno al futuro Vladimir, las condiciones de existencia se modificaron brutalmente. La ciudad era mucho más atrasada que Nijni-Novgorod, que, sin embargo, no brillaba por su cultura; era menester alojarse en el límite mismo del Venetz, aparte de la sociedad, sin amigos, sin tener «su círculo propio». Un inspector salido de la pequeñoburguesía y que tenía por esposa una semialemana no podía, naturalmente, ser recibido en la sociedad aristocrática como un hombre de ese «ambiente». Pero con el pequeño mundo de la burocracia, que se adaptaba de mala gana a las consecuencias de la época de las reformas, tampoco se establecieron relaciones. El ambiente pedagógico de Simbirsk era probablemente el más enmohecido y podrido de la burocracia local. Ya el hecho de que Ulianov se consagrara celosamente a crear nuevas escuelas, lo tornaba extraño al círculo de los corruptos y alcahuetes. Por la afabilidad y la sencillez de sus maneras, era apodado en la ciudad «el liberal»: se combinaba en este apodo la malevolencia y la ironía. El ambiente comercial era demasiado grosero y no menos cerrado que el de la nobleza. Por otra parte, tampoco podía un funcionario del gobierno, padre de familia y ciudadano leal buscar sus relaciones entre los círculos dudosos de la intelligentsia radical.

El aislamiento de la familia constituyó un golpe tanto más duro para María Alexandrovna cuanto que la nueva función de su marido lo alejaba frecuentemente de la casa. Languideció la joven mujer en el spleen [melancolía, NdT] hasta el momento en que se consagró enteramente a sus niños y al gobierno de la casa. La familia crecía. Su único recurso eran los modestos honorarios del marido. No había verdadera indigencia, pero era preciso contar hasta el último copec. Los principios de economía inculcados por la madre alemana fueron de los más apropiados. Ilya Nikolaievich repitió más de una vez, posteriormente, a sus hijos mayores, que sólo gracias al sentido del ahorro maternal la familia había logrado equilibrar sus gastos.

La madre enseñó a los niños mayores los rudimentos de la lectura. Pero muchas otras preocupaciones interrumpieron forzosamente esos estudios. En 1873, cuando nació el quinto niño, se les tomó un maestro, un tal Kalachnikov, que ejercía en una escuela parroquial y que sobrevivió mucho tiempo a sus principales alumnos, Alejandro y Vladimir, sobre quienes publicó después vivos recuerdos. Ilya Nikolaievich, que en las cuestiones de instrucción tenía la palabra decisiva, estimaba indispensable inscribir a los niños, lo más pronto posible, en el gimnasio: como funcionario de instrucción pública no tenía que pagar en las escuelas del Estado y además temía la influencia debilitante de la familia, prefiriendo una dirección masculina, una marcha regular de los estudios y una disciplina escolar.

En los recuerdos de Ana, plenos de amor filial, se aprecia que el padre no estaba siempre lo suficientemente atento a las particularidades individuales de los niños y probablemente cometía errores, exigiéndoles demasiado, particularmente a su hijo mayor, que ya era demasiado exigente consigo mismo. Al carácter autoritario del padre se le agregaba el peso de la religión. Ilya Nikolaievich, matemático y físico que había escrito una tesis universitaria sobre la determinación de la órbita del cometa de Klinkerfum de acuerdo al procedimiento de Olbers, conservaba intacta la fe ortodoxa de los pequeñoburgueses de Astrakán, iba a las vísperas, ayunaba y comulgaba, no simplemente por obligación de funcionario del Estado sino por convicción íntima.

Fue indudablemente la madre quien ejerció mayor influencia sobre los niños. En catorce años, engendró siete niños. Uno de ellos murió poco después del parto, los otros sobrevivieron, reclamando cada uno cuidados y atención. La madre tenía consigo, al parecer, una fuente inextinguible de fuerzas vitales. Embarazada, luego del parto, mientras amamantaba y criaba a sus niños y llevando aún una carga nueva, siempre trabajando, siempre de humor constante, alegre y acogedora, era la imagen misma de la madre, continuadora y conservadora de la especie. Los dos mayores no tuvieron otra nodriza. Pero a todos los otros también los amamantó; fue la camarada de sus juegos, siempre presente en el momento deseado, la dispensadora de todos los bienes, la fuente de todas las alegrías, la que velaba por la justicia en la habitación de los niños. La profundidad de su influencia estaba determinada, sin embargo, no sólo por su constante dedicación a los niños, sino también por la riqueza singular de su carácter.

Lo poco que sabemos de ambos, nos permite pensar que la madre era de una formación espiritual más elevada que el padre. Provenían de ella los rayos invisibles que entibian los corazones infantiles y les proporcionan una reserva de calor para toda la existencia. No acariciaba a los niños con arrebatos, no los agobiaba a besos, pero no los repelía, no se arrojaba sobre ellos para castigarlos. Los rodeó desde los primeros días con un cariño ilimitado, sin mimarlos demasiado, pero también sin castigarlos bruscamente. Muchas décadas más tarde, la hija, ya anciana, recuerda con profunda ternura la música de su madre y los viajes que hacían juntas sobre sillas, transformadas por su imaginación en trineos que se deslizaban sobre una pista de nieve, a través de pinos y abetos.

La uniformidad de carácter de la madre se basaba no en un repliegue egoísta sobre sí misma como a veces sucede sino, al contrario, sobre una ferviente abnegación. Mujer de una profunda sensibilidad, sentía intensamente las raras alegrías y las penas frecuentes e incluso los pequeños disgustos cotidianos. Pero una particular austeridad de su carácter tornaba imposible para ella las vivas demostraciones de sus sentimientos. La afectaban las crueldades de la vida, no sólo por sí misma, sino también por los otros, por su marido, por sus hijos y esto le impedía irritarse, perder la cabeza, hacer escenas, es decir, intentar descargar sobre los otros, sobre los allegados, una parte de sus sufrimientos. Una fuente inagotable de fuerza moral la ayudaba, después de cada nuevo revés de la suerte —y los reveses no faltaban—, a rehacer su equilibrio interior y a sostener a quienes tenían necesidad de ser sostenidos.

Tal fuerza moral, cuando no está acompañada por otras cualidades, no se aprecia desde lejos, sólo se nota a corta distancia. Pero si no existiesen en el mundo estas generosas naturalezas femeninas, la vida no valdría la pena ser vivida. María Alexandrovna no halló expresión a sus fuerzas más íntimas sino a través de sus hijos. Esta mujer falleció justamente poco más de un año antes de la victoria histórica de su hijo.

Nacida y educada en una familia no ortodoxa, María Alexandrovna, aunque completamente rusificada, carecía, a diferencia de su marido, de sólidas tradiciones religiosas, a excepción del árbol de navidad alemán y no se distinguía por su devoción: según su hija «frecuentaba tan poco la iglesia rusa como el templo alemán». Tampoco se ha aclarado si siguió siendo luterana o si se convirtió, al casarse, a la religion ortodoxa. Pero, no obstante, María Alexandrovna jamás rompió con la religión y, en los instantes más duros, recurría a ella con todo el ardor secreto de su naturaleza. Cuando la vida de su hijo, peligrosamente enfermo a la edad de cuatro años, pendía sólo de un hilo, la madre, devorada por la tristeza, enloquecida, susurró a su hija de seis años: «¡Ruega por Sacha!», y cayó de rodillas, desesperada, frente al icono. Pasó el peligro por esta vez. Sacha se salvó y la madre, ya serenada, enseñó nuevamente a caminar al niño convaleciente. Diecisiete años más tarde —¡cuántas angustias, penas y esperanzas!—, la madre, a través de la reja de la prisión de Petersburgo, conjuraba a su hija de la misma manera: «¡Ruega por Sacha!». Pero esta vez no podía referirse más que a la salvación de su alma, pues ya la cuerda del zar había estrangulado al bienamado hijo mayor, orgullo y esperanza de la familia.

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