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La juventud de Lenin » Capítulo VIII. Una familia golpeada por la tragedia

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CAPÍTULO VIII

UNA FAMILIA GOLPEADA POR LA TRAGEDIA

«Todas las familias felices se parecen —dice Tolstoi—, cada familia, desgraciadamente, es desdichada a su manera». La familia Ulianov, durante casi veintitrés años, conoció una vida dichosa y se pareció a otras familias donde reinaban la armonía y la prosperidad. En 1886 recibió el primer golpe: la muerte del padre. Pero una desgracia nunca viene sola. Pronto, a la primera, siguieron otras: la ejecución de Alejandro y el arresto de Ana Y muchas más sucederían. Desde entonces, parientes y extraños comenzaron a considerar que la familia Ulianov era una familia desdichada Y, efectivamente, fue desgraciada, aunque sólo a su manera…

Cuando Ilya Nikolaievich alcanzó los veinticinco años de servicio, el ministerio le acordó tan sólo uno de servicio suplementario, y no cinco como se otorgaban a la mayoría de los altos funcionarios. Ilya Nikolaievich vio, con amargura, cómo se desconocían sus méritos. Al emitir la hipótesis de que el padre habría sido «humillado» por el empeño excesivo con que se dedicaba a la instrucción pública, Elisarova se adelanta demasiado: el ministro que se negó a retener a Ulianov por cinco años todavía, era Saburov, «el liberal» que representó, en 1880, «la dictadura del corazón» en el dominio de la instrucción pública. Es asimismo posible que Saburov, deseando renovar el personal, haya comenzado por eliminar a los rutinarios eméritos y que Ilya Nikolaievich, por una inadvertencia ministerial, haya sido comprendido en esta categoría. No obstante, Saburov mismo fue pronto destituido, lo mismo que su jefe Loris-Melikov, y el sucesor de Saburov, que examinó el asunto, mantuvo a Ulianov en servicio por cinco años más. Es indudable, en cualquier caso, que Ilya Nikolaievich soportó penosamente estas inesperadas tribulaciones. Su jubilación prematura amenazaba no sólo arrancarle de su trabajo habitual, sino también causar dificultades materiales a la familia.

El cambio de la orientación del gobierno en materia de enseñanza se produjo en realidad después de haberse jubilado Ulianov. El zemstvo cayó en desgracia y junto con él cayeron también todas las escuelas de los zemstvos. A la vez que, en 1884, se dictaban nuevos estatutos universitarios, se promulgaron decretos sobre las escuelas parroquiales. Ilya Nikolaievich no abrigaba simpatía por esta reforma: no por hostilidad a la Iglesia, naturalmente —al contrario, extremaba su afán por conseguir que el catecismo fuese enseñado con regularidad en las escuelas de los zemstvos—, sino por el amor que tenía por su tarea de educador. A medida que arreciaba el viento de la reacción, el director de las escuelas primarias de Simbirsk, por la misma preocupación que tenía por la instrucción pública, llegaba involuntariamente a oponerse a la nueva corriente. Aquello que antes constituía para él un mérito, parecía ahora serle reprochado. Se vio forzado a retroceder y a adaptarse. Todo el trabajo de su vida se derrumbaba con este golpe. Cuando se presentaba la ocasión, Ilya Nikolaievich no dejaba de recalcar ante sus hijos mayores las funestas consecuencias de la lucha revolucionaria, que engendró la reacción en vez del progreso. Tal era el estado de ánimo de la mayoría de los pacíficos trabajadores culturales de la época. Un propietario noble, Nazarev, en su correspondencia habitual al redactor en jefe de la revista liberal Vestnik Evropy (El Mensajero de Europa), añadía confidencialmente, a propósito de Ulianov: «No goza de los favores del ministerio y está lejos de prosperar». Ilya Nikolaievich soportaba penosamente, aunque con resignación, las «humillaciones» que el gobierno infligía a las escuelas populares. La alegría de antaño desapareció, los últimos años de su vida fueron envenenados por la incertidumbre y la ansiedad. En enero de 1886 cayó enfermo repentinamente, en momentos en que redactaba su informe anual. Alejandro estaba en Petersburgo, entregado por entero a preparar una disertación sobre zoología. Vladimir, a quien sólo faltaban dieciocho meses para abandonar el gimnasio, ya debía estar soñando con la Universidad. Ana había llegado a casa para pasar allí sus vacaciones de navidad. Nadie en la familia —y tampoco el médico—, consideraba seria la enfermedad de Ilya Nikolaievich. Proseguía trabajando en su informe; la hija le leía los papeles, cuando de repente notó que el padre comenzaba a delirar. A la mañana siguiente, el 12, el enfermo no entró al comedor; se contentó con acercarse a la puerta y echar desde allí una mirada. «Como si hubiera venido a decirnos adiós», escribió más tarde en sus recuerdos María Alexandrovna. Hacia las cinco de la tarde, la madre inquieta llamó a Vladimir y a Ana. Ilya Nikolaievich estaba postrado en el diván que le servía de lecho, ya agonizante. Los niños vieron al padre estremecerse varias veces y luego calmarse para siempre. Aún no tenía cincuenta y cinco años. El médico determinó como causa del fallecimiento «hipotéticamente, aunque lo más probable», una hemorragia cerebral. De este modo, la familia Ulianov fue cruelmente golpeada por primera vez.

«Las exequias del padre revelaron —cuenta Elisarova—, cuánta popularidad gozaba en Simbirsk». Los comentarios necrológicos enumeraron, como de costumbre, los méritos de Ulianov en el dominio de la educación. Los recuerdos más cálidos eran los de los maestros de escuela de Simbirsk. El director había sido exigente hacia ellos, a veces también riguroso, pero no había ahorrado esfuerzos por mejorar su situación material. «No habrá otro Ilya Nikolaievich», decían los maestros al dispersarse después del funeral.

Ana se quedó algún tiempo en Simbirsk para hacer compañía a su madre. Durante este período invernal se produce el acercamiento que ya conocemos entre Vladimir y su hermana mayor, los paseos en común y las conversaciones prolongadas, en donde el hermano se descubrió ante ella como un contestatario, como un espíritu negativo, por el momento sólo respecto «de los dirigentes y de la enseñanza del gimnasio, como también de la religión». Durante las vacaciones del último verano, ese estado de ánimo aún no existía.

La muerte del padre quebró bruscamente la apacible vida familiar, cuyo bienestar parecía no tener fin. ¿Cómo no suponer que fue precisamente este golpe el que dio una nueva dirección crítica a los pensamientos de Vladimir? Las respuestas del catecismo a las cuestiones de la vida y de la muerte debieron parecerle miserables y envilecedoras frente a la rigurosa verdad de la naturaleza. Que haya efectivamente tirado su crucecita a la basura o lo que, es más probable, que la memoria de Krjijanowski haya transformado una metáfora en un gesto físico, una cosa está fuera de dudas: Vladimir debió romper con la religión brutalmente, sin largas vacilaciones, sin tentativas para conciliar eclécticamente la verdad y la mentira, con una audacia juvenil que, por vez primera, le dio alas.

Alejandro pasaba sus noches trabajando, cuando le llegó la noticia inesperada de la muerte del padre. «Durante varios días lo dejó todo —cuenta uno de sus compañeros de la Universidad—, iba y venía de una esquina a otra de su pieza, como un desesperado». Pero enteramente de acuerdo con el espíritu de esta familia, en que la disciplina refrenaba los sentimientos más fuertes, Alejandro no abandonó la Universidad para precipitarse a Simbirsk; recobró su dominio de sí y volvió a sus estudios. Algunas semanas después, la madre recibió una carta suya, breve como siempre: «Por mi estudio zoológico sobre los gusanos anillados, he obtenido la medalla de oro». María Alexandrovna lloraba, uniendo en su llanto la alegría que su hijo le proporcionaba con la aflicción por la pérdida de su marido. En adelanta, había que vivir de la pensión de la madre y quizás de algunos pequeños ahorros que había dejado el padre. Fue necesario amontonarse en la casa, para alquilar parte de ella. Pero la organización de la vida siguió siendo la misma. María Alexandrovna velaba por sus hijos más jóvenes y esperaba a que el mayor concluyese sus estudios universitarios. Todo el mundo trabajaba. Vladimir proporcionaba alegrías por sus éxitos e inquietudes por sus desmesuras. Así transcurrió el año de luto. La vida ya se deslizaba por una nueva senda, más angosta, cuando cayó sobre la familia un golpe absolutamente inesperado y doblemente anonadador: el hijo y la hija se encontraron inculpados en el proceso de una conspiración zaricida. Era espantoso pronunciar tan sólo palabras parecidas.

Ana fue arrestada el 1.o de marzo en la pieza de su hermano, en donde se había presentado justo en el momento del allanamiento. Poseída de una terrible incertidumbre, la joven fue llevada presa por un asunto en el que no había tomado parte alguna. ¡Así que de esto se ocupaba Alejandro! Ellos habían crecido codo a codo; cuando aprendían a escribir se divertían haciendo palotes en el escritorio del padre; los dos amaban la música y a menudo se adormecían escuchando a su madre tocar el piano; juntos estudiaban en Petersburgo: ¡y ella lo conocía tan poco! Cuanto más avanzaba en edad, Alejandro más se apartaba de su hermana. Con amargura cuenta Ana cómo Alejandro, cuando ella lo visitaba, dejaba su libro con visible pesar. Él no le hacía confidencias sobre sus pensamientos. A cada nueva información sobre los actos infames de las autoridades zaristas se ensombrecía y ensimismaba todavía más. «Un observador perspicaz habría podido, ya entonces, predecir su camino…». Pero Ana no era una observadora perspicaz. En el último año, Alejandro se negó a vivir con ella, explicando a un camarada que no quería comprometer a su hermana, que no manifestaba ninguna disposición para la acción social. Durante el invierno, Ana vio por casualidad a Alejandro mientras éste llevaba en sus manos objetos extraños. ¡Cuán lejos estaba ella de pensar que eran explosivos! Más tarde cayó ella, al visitarlo, en una reunión de conspiradores. Pero los amigos de él no eran los amigos de ella. No se la inició en nada. Uno de los últimos días, el 26 de febrero, cuando su alma se debatía en una angustia mortal, él apareció de improviso en su casa, se sentó, reflexionó, aguardó, como si esperase el milagro de un acercamiento. Pero ella no comprendió el estado de ánimo de su hermano; intentó conversar con él sobre cosas frívolas. El milagro no se realizó y Alejandro se retiró ensimismado, extraño, condenado. Y ella quedó levemente mortificada por la creencia de que él le ocultaba algo. Recién en la cárcel comprendió que su hermano había ido a verla para dirigirle un último llamado y que ella no le había dado lo que él esperaba. Desde la infancia, estaba habituada a buscar en la mirada de Alejandro la aprobación o la culpabilidad. Ahora ella sentía claramente que no había encontrado la aprobación y que, esta vez, era para siempre. Escribió a su hermano, desde una prisión a la otra: «No hay nadie mejor que tú, más noble que tú sobre la tierra». Pero el tardío gemido de la confesión no llegó a su destino.

Un pariente de los Ulianov que vivía en Petersburgo, escribió a la vieja institutriz de los niños sobre el arresto de Alejandro y Ana, rogándole que se lo comunicase con precauciones a la madre. Frunciendo sus cejas juveniles, Vladimir permaneció largo tiempo silencioso, examinando la carta de Petersburgo. El golpe inesperado le reveló bajo una nueva luz la figura de Alejandro. «Pero esto es un asunto serio —dijo— que puede tener un mal resultado para Sacha». Evidentemente no dudaba de la inocencia de Ana. A él le correspondió la tarea de preparar a la madre para recibir la noticia. Pero ésta, que adivinó las primeras palabras una desgracia, reclamó la carta y comenzó inmediatamente con los preparativos del viaje. No existía aún ferrocarril entre Simbirsk y Petersburgo; era preciso ir en coche hasta Syzran. Por razones de economía y para mayor seguridad, Vladimir se puso en busca de un compañero de viaje para su madre. Pero la novedad de los acontecimientos se había difundido ya por toda la ciudad, todo el mundo se apartaba de ellos con miedo, nadie consentía en viajar con la madre de un terrorista. Buena nota tomó Vladimir de esta lección. Esos días, influyeron muchísimo en la formación de su carácter y de sus inclinaciones. El adolescente estaba severo y taciturno. Se encerraba a menudo en su pieza, cuando no se hallaba obligado a ocuparse de los hermanos menores confiados a su cuidado. ¡Helo aquí tal como era el infatigable químico y observador de gusanos anillados, ese hermano silencioso, tan cercano y tan desconocido! Cuando le era necesario hablar de la catástrofe con Kachkadamova, repetía: «¡Y bien, es que Alejandro no podía proceder de otra manera!» La madre retornaba, en cortas visitas, para ver a sus hijos, relataba las diligencias que había efectuado y tenía esperanzas de la prisión perpetua para Alejandro: «Me iría entonces con él, mis hijos mayores ya son grandes y llevaría a los pequeños conmigo». Ya no eran una cátedra y una celebridad de sabio, sino las cadenas y la vestimenta del presidiario el objeto de las esperanzas de la madre. Recién el 30 de marzo, un mes después del arresto, obtuvo María Alexandrovna una entrevista con su hijo. Alejandro lloró, se abrazó a sus rodillas, le suplicó que lo perdonase, se justificó diciéndole que aparte de sus deberes para con la familia él tenía otro deber para con la patria y se esforzó por preparar a la madre para la suerte que lo esperaba. ¡Hay que resignarse, mamá! Pero mamá no quería resignarse. Cuando se separaba del hijo, iba a ver a la hija, cuando se separaba de la hija iba a ver las autoridades y a los personajes influyentes. Su aflicción era inconmensurable, pero su valor se elevó hasta la altura de su aflicción. Ella no se rendía, llamaba a todas las puertas, se esforzaba por reavivar la esperanza de su hijo, daba esperanzas a su hija. Fue admitida en la audiencia del Tribunal. En un mes y medio de detención, Alejandro había adquirido virilidad y hasta su voz tenía, de manera totalmente nueva, una autoridad impresionante. El adolescente ya era un hombre. «¡Qué bien Alejandro, de un modo tan persuasivo, tan elocuente!» Pero la madre no pudo permanecer en la sala hasta el fin de su discurso: esa elocuencia le destrozaba el corazón. La víspera de la ejecución, esperanzada todavía, repetía a su hijo a través de las rejas del locutorio: «¡Valor!» El 8 de mayo, cuando iba a visitar a su hija, se enteró por una hoja que se vendía en la calle, que Alejandro ya no existía. En ninguna parte han sido consignados los sentimientos que la madre infortunada arrastró consigo hasta la reja detrás de la cual se encontraba Ana. Pero María Alexandrovna no se doblegó, no cayó, no entregó el secreto a su hija. Cuando Ana le pidió noticias de su hermano, la madre le respondió: «¡Ruega por Alejandro!» Ana no supo distinguir, detrás de ese valor, la desesperación. ¡Con qué respeto los funcionarios de la administración penitenciaria, que ya sabían de la ejecución de Alejandro, dejaban pasar ante ellos a esa austera mujer vestida de negro! No adivinaba aún la hija que el luto por el padre se había transformado ya en luto por su hermano.

Simbirsk estaba perfumado por todas las flores de sus jardines cuando llegó de la capital la noticia de la ejecución de Alejandro Ulianov. La familia del Consejero de Estado, ayer todavía respetada por todos, se había convertido ahora en la familia de un criminal de Estado ajusticiado. Conocidos y amigos, todos sin excepción, desviaban sus pasos de la casa situada en la calle Moscú. Hasta el maestro de escuela, aquel buen anciano que tantas veces había venido a jugar al ajedrez con Ilya Nikolaievich no asomaba siquiera la punta de su nariz. Vladimir observaba con penetrante mirada el ambiente circundante, su cobardía y su perfidia. Recibió allí lecciones irreemplazables de realismo político.

Ana recobró la libertad algunos días después de la ejecución de su hermano; en lugar de enviarla a Siberia, las autoridades consintieron en que fuese, bajo la vigilancia policial, a Kokuchkino, comarca natal de la madre. Para María Alexandrovna se abrió una nueva fase de su existencia. No sólo tenía que rehacer las relaciones con el exterior sino también rehacerse ella misma. El movimiento lento y riguroso de la revolución rusa, penetrando en las mentes de las jóvenes generaciones de la intelligentsia, reeducó a más de una madre conservadora. Mujeres de la nobleza, de la burguesía y de los medios pequeñoburgueses debían alejarse de sus hogares para pasar largas horas en los locutorios de las comisarías, en los escritorios de los abogados y en las porterías de las prisiones. No se transformaban en revolucionarias, pero por defender a sus hijos, llevaban su propia lucha contra el régimen, desde la retaguardia del frente revolucionario. Sólo por las quejas que hacían contra su justicia y sus crueldades, volvían a la autoridad más odiosa. La función maternal se transformaba en una función revolucionaria Se distinguieron entre ellas figuras verdaderamente heroicas, de un impulso espiritual más elevado que aquél de la mater dolorosa evangélica, que no sabía más que postrarse ante la autocracia de los cielos. María Alexandrovna ingresó en la orden de las madres sufrientes y militantes en donde permaneció los treinta años que le restaban de vida.

Justamente durante las semanas en que se decidía, en la capital, la suerte de su hermano, el menor tuvo que preparar los exámenes finales del gimnasio («certificado de madurez»). Lo mismo que Alejandro después de la muerte del padre, Vladimir, luego de la ejecución de su hermano, apenas interrumpió unos días su trabajo intensivo. El Consejo pedagógico caracterizó perfectamente al alumno de octavo año Ulianov: «Estudia con afán todas las materias y particularmente las lenguas de la antigüedad». En diez materias del programa, Ulianov obtuvo la mención «muy bien»; sólo en lógica tenía la nota «bien». ¿No es acaso porque Hegel, su futuro maestro, llamaba a la lógica escolar dies tote Gebein[60] y comparaba despreciativamente los silogismos con un juego de paciencia para niños? ¿O quizás la lógica del futuro revolucionario ya describía un desvío del «muy bien» al «bien» respecto de la lógica oficial? A pesar de la recientísima amonestación recibida de Petersburgo, por haber recompensado con la medalla de oro y el diploma más elogioso al futuro criminal de Estado Alejandro Ulianov, el Consejo pedagógico no pudo negarle la medalla de oro a su hermano menor: en los últimos exámenes Vladimir mereció la nota «muy bien» en todas las materias. Cuando dejó el gimnasio tenía diecisiete años y dos meses.

En los zemstvos y en la prensa de la época, se elevaban quejas contra el sistema de los estudios clásicos, que proporcionaba al país «hombres de pecho endeble, nerviosos, con la columna vertebral deforme y más bien débiles de espíritu». No es asombroso: el sistema mismo, por entero, tenía por objeto deformar los espíritus y las espinas dorsales. No obstante, Vladimir Ulianov salió del gimnasio sano y salvo: aunque el «Barrilito» había adelgazado bastante, tenía el tórax bien desarrollado, los nervios en buen estado, y el espíritu, lo mismo que la columna vertebral, sólido y erguido. No se hubiera podido decir de ningún modo que este adolescente era hermoso: una tez grisácea, ojos achinados de tipo mongol, pómulos salientes, rasgos fuertes y no obstante poco acentuados, cabellos rojizos sobre una cabeza voluminosa. Pero los pequeños ojos marrones brillaban de perspicacia y decisión bajo las cejas pelirrojas y el juego de la fisonomía expresaba fielmente la música de las fuerzas interiores. Entre un grupo de alumnos inmóviles ante el aparato fotográfico, Vladimir no podía, de ninguna manera, llamar la atención. Por el contrario, en una conversación animada, en las diversiones y particularmente en el trabajo, descollaba inevitablemente entre todos y el que le seguía quedaba rezagado a mucha distancia de él.

Vale la pena reproducir íntegramente la apreciación oficial que dio de Vladimir Ulianov el director del gimnasio, Kerensky: «Muy aventajado, constantemente aplicado y cuidadoso, Ulianov ha estado siempre a la cabeza de su clase y, al finalizar sus estudios, ha sido recompensado con la medalla de oro, habiéndose demostrado como el más digno por sus éxitos, su desarrollo y su conducta. Ni en el gimnasio ni fuera del mismo, se ha señalado jamás un solo caso en que Ulianov, sea por la palabra, sea por un gesto, haya merecido una opinión desfavorable de los directores y profesores del gimnasio. La instrucción y el desarrollo moral de Ulianov han sido siempre atentamente vigilados por los padres y, a partir de 1886, después de la muerte del padre, por la madre sola, que consagró todos sus cuidados y su tutela a la educación de los hijos. Esta educación se ha basado en la religión y en una disciplina razonable. Los felices frutos de la educación familiar han sido evidentes en la excelente conducta de Ulianov. Observando desde muy cerca el género de vida familiar y el carácter de Ulianov, no he podido dejar de notar en él una excesiva reserva y un aire distante, aun con relación a personas conocidas y, fuera del gimnasio, con los condiscípulos que eran el honor de sus escuelas; en general era muy reservado. La madre de Ulianov no tiene la intención de perder de vista a su hijo durante sus estudios universitarios». El mismo Kerensky, a juzgar por sus informes anuales, basaba la educación sobre «el desarrollo del sentimiento religioso, la deferencia hacia las personas mayores, la sumisión a las autoridades y el respeto a la propiedad ajena». A la luz de estos principios irreprochables, no resulta fácil creer que el ejemplar testimonio por él remitido se refiera a quien posteriormente socavaría la religión, las autoridades y la propiedad. A decir verdad, el director del gimnasio era también un íntimo de la familia Ulianov, y según Elisarova quería ayudar, mediante un informe favorable, a que Vladimir venciese las dificultades que amenazaban su carrera, a causa de lo ocurrido a su hermano mayor. Pero cualesquiera que fuesen, aparte de esto, los motivos de Kerensky, no se hubiera decidido jamás, bajo los ojos de todo el Consejo pedagógico, a conceder a su pupilo un testimonio tan favorable si no hubiese estado seguro de que correspondía a la realidad. El honorable director obraba con tanta mayor seguridad cuanto justamente su intimidad con los Ulianov, que ciertamente no era fortuita, le había permitido completar las observaciones que había hecho en la escuela sobre Vladimir, con las que hizo en la familia.

La indicación de que la base de la educación familiar residía en «la religión y en una disciplina razonable» está confirmada por la misma Elisarova en los términos siguientes: «IlyaNikolaievich era., un creyente profundamente sincero y educaba en este espíritu a sus hijos», exigiéndoles al mismo tiempo «una subordinación rayana con la pedantería». Vladimir siguió siendo creyente hasta los dieciséis años. Y por las mismas condiciones del desarrollo de la opinión rusa como por los rasgos distintivos de su carácter, tan íntegro, no podía, en modo alguno, si conservaba convicciones religiosas, alimentar simultáneamente ideas destructivas en el terreno de la política. Hace falta, más allá de lo que piensen de ellos los falsos devotos de la revolución, aceptar el hecho tal como es: el núcleo de la personalidad de Vladimir, mientras se nutría de jugos vitales, se disimuló por algún tiempo bajo la corteza protectora de la tradición. Vladimir había aprendido a conocer en donde debía poner un freno a su ironía natural, particularmente después del desagradable incidente con el «Francés». No buscaba aventuras y no le gustaba llamar la atención sin algún motivo. Sin renunciar a su individualidad, sabía cómo arreglárselas con el régimen del gimnasio, oponiéndole su resistencia moral, su ingeniosidad y su buen humor. Es verdad que un año antes Vladimir había vuelto la espalda a la religión, tomando así el punto de partida para la revisión general de todas las concepciones tradicionales. Pero este proceso se desarrollaba aún en la oscuridad. Vladimir comenzaba solamente a transformarse en «una personalidad dotada de pensamiento crítico». Y al mismo tiempo, la prudencia adquirida por experiencia le enseñó, a los diecisiete años, a disimular el cambio operado en él, frente a un maestro que le observaba de cerca. No hay por consiguiente razón alguna para reprochar al digno director de haber traicionado sus deberes de fiel súbdito en nombre de una amistad personal.

Suscita ciertas dudas, no los pasajes elogiosos, sino justamente lo que hay de crítico en el testimonio. Un pasajero estado de depresión, por influencia de las desgracias familiares, no ofrecía, en todo caso, razones para clasificar a aquel adolescente dado a las bromas y de fácil y elegante palabra, en la categoría de las personas reconcentradas e inabordables.

Restaría sólo suponer que Kerensky padre era tan mal psicólogo como posteriormente se demostró su hijo, si bajo la poco precisa definición de «aire distante» no se ocultaba otro rasgo que el director había notado, pero que no supo comprender y designar con su verdadero nombre. El problema, por otra parte, no era de los más fáciles. Bajo la reserva y el espíritu disciplinado de Vladimir se transparentaba una especie de elemento psíquico extraño. De la misma manera se conducía en las relaciones con los jóvenes de su edad. Todo iba bien, parecía, y sin embargo de otra manera que la que aparentemente hubiese convenido. Vladimir ayudaba generosamente a los demás con sus conocimientos. A su hermana mayor, le enseñaba latín con buenos resultados. Durante dos años, preparó gratuitamente a un maestro chuvak para que pudiese obtener el diploma de estudios secundarios. Redactaba gustoso las composiciones para sus compañeros, esforzándose por adaptarse al estilo del otro. Pero nunca invitaba a nadie a su casa. Vladimir Ulianov se hallaba separado de los jóvenes de su edad, aun de los que «eran el honor de la escuela» como por un tabique invisible, que excluía tanto la intimidad como la familiaridad. Estaba en excelentes términos con muchas personas, pero no era amigo de ninguna. «Mi hermano —escribe Elisarova—, ridiculizaba a menudo a sus compañeros y a ciertos profesores». Las burlas, hay que pensar, daban justo en el blanco y no respetaban siempre el amor propio de los demás; pero, lo que aún es más grave, señalaban que había una distancia entre el bromista y su víctima. «No tenía grandes amigos, ni siquiera en sus años de gimnasio», reconoce Elisarova. La fanfarronería, la soberbia y la jactancia eran absolutamente extrañas al niño y al adolescente: las mismas proporciones de su individualidad excluían ya tales defectos. Pero la enorme superioridad personal del futuro cautivador de hombres se negaba a realizar acercamientos que exigen, si no la igualdad, al menos cierta equivalencia. A pesar de su espíritu sociable, Vladimir permanecía apartado. En la medida en que podía comprenderlo, el director había presentido este rasgo de carácter que, posteriormente, le provocó tantos reproches y acusaciones hasta que terminó por imponerse. Quizás lo más justo sería ver allí una manifestación del genio. Vladimir Ulianov, en el gimnasio, era un embrión de Lenin.

Sobre la intención de la madre de «no dejarlo partir» solo, Kerensky no escribía a la ligera. El director del departamento de policía, durante el curso de las interminables diligencias que María Alexandrovna había hecho por Alejandro, le dio «el consejo» de radicar a su segundo hijo lo más lejos posible del contagioso foco de la capital, en una de las universidades más tranquilas de la provincia. Se decidió que Vladimir estudiara en Kazán. María Alexandrovna resolvió establecerse allí con toda la familia: quería creer que bajo su salvaguardia, Vladimir no se dejaría arrastrar tan fácilmente por un camino funesto. Y además, permanecer en Simbirsk hubiera sido a partir de entonces intolerable: allí todo recordaba un pasado reciente, y los amigos de ayer, por su cobarde hostilidad, expulsaban a la familia de su viejo nido. María Alexandrovna se apresuró a vender la casa y algunas semanas después se mudó, con los hijos que le quedaban, a Kazán, para reunirse con Vladimir. En su nueva residencia, la familia se halló otra vez aislada, como en el primer período de su vida en Simbirsk y, además, bajo el oscuro nubarrón de la desgracia.

La ciudad, que contaba alrededor de cien mil habitantes y que era llamada «la capital del Volga», conservaba, aunque poseía universidad, un carácter provinciano enteramente atrasado. Las ideas y las esperanzas que habían conmovido a la sociedad cultivada veinte años atrás, se habían deshojado y marchitado. «El fastidio que roe la vida de Kazán —escribe un periodista en una revista de la época—, ha penetrado por doquier y ha infundido en las instituciones públicas de la ciudad, en la Duma y en los zemstvos, una especie de apatía». La Universidad de Kazán, fundada a principios del siglo XIX, tenía una historia dramática. Cuando la Santa Alianza desplegó sobre Europa sus negras alas, la ciencia universitaria de Rusia, a pesar de lo sumisa que era, cayó igualmente bajo las sospechas de los devotos de la Corte. El inspector general Magnisky descubrió con espanto que los profesores de Kazán deducían el derecho natural de la razón y no del Evangelio y propuso cerrar la universidad y arrasar su edificio. Alejandro I se empeñó en el mismo fin, pero por otros medios: nombró al inspector general rector de la Universidad. Magnisky estableció para todas las ciencias reglamentos muy severos, redactados por un cabo y completados por un monje borracho. Desde entonces, las parábolas hubieron de trazarse en nombre de la Santa Trinidad y las reacciones químicas no se producían si no contaban con la aprobación del espíritu santo. Reducida por mucho tiempo a un estado de humillación total, la universidad conoció posteriormente cierta primavera durante el rectorado por veinte años del célebre Lobachevsky, creador de una geometría no euclidiana o «hipotética». Ulianov, padre, había sido discípulo de Lobachevsky aunque, a decir verdad, durante los años de una nueva decadencia de las universidades rusas, provocada por el espanto de Nicolás I ante la revolución de 1848. Cuando enseñaba en Penza, Ilya Nikolaievich, por recomendación de Lobachevsky, había dirigido, con laboriosidad y éxito, durante varios años, la estación meteorológica

Vladimir ingresó a la Universidad de Kazán treinta y siete años después que el padre y no a la facultad de ciencias, sino a la de derecho. El director del gimnasio de Simbirsk se disgustó por esa elección: esperaba que su mejor alumno fuera filólogo. Pero la carrera pedagógica seducía muy poco a Vladimir: quería hacerse abogado. El ambiente estudiantil en Kazán era, podría decirse, aún más democrático que en otras universidades. Pero la vida de los establecimientos de enseñanza superior estaba en esos días poseída por el pánico: no habían transcurrido más que tres meses desde la ejecución de Alejandro Ulianov y sus camaradas. El gobierno, que disponía de una policía poderosa y de un millón de soldados, no dejaba de temer a los estudiantes, cuyo número apenas era de quince mil. El estatuto de 1884 entraba entonces en plena vigencia. Los profesores liberales fueron destituidos, las inofensivas agrupaciones regionales disueltas, los estudiantes sospechosos expulsados y los que quedaron fueron obligados a vestir un odioso uniforme. El ministro de Instrucción Pública, conde Delianov, pérfida nulidad, prohibió por una circular especial que se admitiese en los gimnasios a los «hijos de las cocineras». Leónidas Krassin[61], que tenía la misma edad que Lenin y que posteriormente militaría con él, cuenta en sus recuerdos: «Durante el otoño de 1887, cuando fui por primera vez a Petersburgo para dar mis exámenes en el instituto tecnológico, la capital atravesaba por un período de la más sombría reacción». En Kazán, en todo caso, las cosas no marchaban mejor.

Y, no obstante, el ambiente estudiantil encontró en sí fuerzas para la revuelta. Los primeros gritos de protesta resonaron en los muros de la Universidad de Petersburgo, a partir de la primavera, cuando el rector Andreevsky pronunció, con ocasión de la conspiración de Ulianov y sus camaradas, una arenga con ese espíritu que tan bien caracteriza a los héroes de las cátedras profesorales, patéticamente serviles: «¿Para qué esos desdichados se hicieron abrir las puertas de nuestra universidad? Ingresaron a nuestra encantadora familia universitaria para deshonrarla…», etcétera. Al día siguiente, una proclama de la Unión de los agrupamientos regionales declaraba deshonrada a una universidad que «se había arrodillado servilmente, en la persona de su rector, a los pies del despotismo». La ejecución de cinco estudiantes arrojó a la Universidad en la zozobra. Las vacaciones aliviaron un poco ese estado de ánimo. Pero desde el otoño los estudiantes se sintieron acorralados. De golpe, la atmósfera de los anfiteatros y corredores se cargó. En noviembre se desencadenó una oleada de «desórdenes», que comenzó en Moscú y alcanzó, en diciembre, el Volga. Los estudiantes de la Universidad de Kazán se reunieron por sí mismos en asamblea, el 4 de diciembre, hicieron llamar al inspector, le presentaron ruidosamente sus reivindicaciones y se negaron disolver la reunión. El inspector observó en las primeras filas a un joven estudiante que, a la salida, exhibió una tarjeta de inscripción con el nombre de Ulianov. Fue arrestado esa misma noche en su domicilio. Si había atraído sobre si la atención por su conducta de protesta o si había sido incluido en la lista de los cuarenta estudiantes arrestados a causa de la mala reputación de su nombre, no es fácil de dilucidar. En cualquier caso, el papel de dirigente no estaba a la altura de un novato: los organizadores de «desórdenes» eran siempre estudiantes de los cursos superiores, más experimentados, que actuaban unidos y que estaban ligados a otros centros universitarios. Sin embargo, los documentos oficiales de la época intentan explicar de otra manera la conducta del joven estudiante. El rector de la academia comunicaba en un informe, de acuerdo a los términos del inspector, que Vladimir Ulianov, durante su breve permanencia en la Universidad, se había distinguido por «su disimulo, su negligencia y también su irrespetuosidad». E igualmente, dos días antes de la asamblea, habría llamado la atención de los preceptores: en el salón de fumar conversaba con «los estudiantes más sospechosos», salía, volvía a entrar, llevaba consigo cosas; el 4 de diciembre se lanzó a la sala de fiestas con el primer grupo y se precipitó, gritando, por los corredores, «haciendo grandes ademanes como para incitar a los otros a hacer lo mismo». De este pintoresco esbozo una cosa resulta clara: desde el primer momento en que asistió a la Universidad, Vladimir cayó bajo la vigilante lupa de la policía, que descubrió en él tres vicios: «disimulo, negligencia y también irrespetuosidad». Podemos perfectamente dar fe a un testimonio impreso, según el cual Lenin, como lo contara él mismo posteriormente, «no había desempeñado ningún papel notable» en los desórdenes. Pero el inspector apenas se había equivocado cuando, al dirigir de antemano sobre Ulianov sus lentes de aumento, lo descubrió «en el primer grupo». Y quizás el ojo experimentado de la policía supo distinguir un odio ardiente en la mirada de este adolescente que llevaba un nombre molesto. «Considerando las circunstancias excepcionales en que se encuentra la familia Ulianov —agrega el rector de la Universidad en su informe—, tal actitud de Ulianov en la asamblea ha dado motivo a los inspectores para juzgarlo completamente capaz de manifestaciones de todo género, ilegales y criminales». El arresto tenía, por tanto, un carácter preventivo. Elisarova y otros ven un desafío suplementario, en el hecho de que Ulianov, al salir de la reunión, entregase al inspector su tarjeta de estudiante. En realidad, la significación de este gesto no ha sido esclarecida. Es posible que estudiantes más experimentados hayan logrado eludir la presentación de sus tarjetas y que Ulianov haya sido sorprendido. Pero tampoco es imposible que, en un estado de extrema excitación, haya puesto bajo la nariz del inspector su tarjeta de inscripción, como tarjeta de visita de un «disconforme». El comisario de policía que condujo a Ulianov a la comisaría intentó sermonearlo en el camino: «¿Por qué se rebela usted, joven? Tiene una muralla por delante…». «Una muralla, sí, pero tambaleante», respondió inmediatamente el detenido: «y que se va a derrumbar». Esta viva réplica estaba impresa, sin embargo, de un optimismo excesivo: un empujón sobre la muralla no fue suficiente. Pero el rebelde no tenía más que diecisiete años. Con los años, aprendió a apreciar los problemas de una manera más realista. Después de varios días de detención, Vladimir fue excluido de la universidad, donde había pasado menos de cuatro meses, y expulsado de Kazán. De este modo, seis meses después de la ejecución de Alejandro, un nuevo golpe cayó sobre la familia, no trágico como aquél, pero también penoso: la carrera del hermano menor parecía perdida.

Todavía en la primavera, el director del gimnasio atestiguaba solemnemente: «jamás se ha señalado un solo caso en que Ulianov, sea por la palabra, sea por un gesto, haya merecido una opinión desfavorable…». Pero las calles de Kazán no habían empezado aún a cubrirse de nieve cuando Ulianov comenzó ya a socavar las bases de la sociedad: se ocultaba en el salón de fumar, charlaba con los estudiantes sospechosos, gesticulaba y exhortaba a los otros a actuar. ¿Fue tan brusco su cambio o bien las notas de las autoridades del gimnasio daban una falsa imagen de él, en sentido contrario? Evidentemente había algunas deformaciones. Pero eso no es lo esencial. En el curso de los meses que acababan de transcurrir Vladimir había conocido la más grande conmoción íntima de su vida: el zar había hecho ahorcar a su hermano.

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