Lenin

Lenin


La juventud de Lenin » Capítulo XI. Bajo la sombra la reacción

Página 17 de 49

CAPÍTULO XI

BAJO LA SOMBRA LA REACCIÓN

El régimen de Alejandro III alcanzaba su apogeo. La ley sobre los jefes de los zemstvos, promulgada en 1889, restablecía en las localidades el poder administrativo y judicial de la nobleza sobre los campesinos. Lo mismo que los propietarios nobles antes de la reforma, los nuevos jefes gozaban ahora del derecho de someter al mujik, a su antojo, no sólo con arrestos sino también a los bastonazos. La contrarreforma de los zemstvos en 1890 entregaba definitivamente la administración autónoma de las localidades a la nobleza. A decir verdad, ya el estatuto de los zemstvos, de 1864, aseguraba suficientemente el dominio de los propietarios nobles sobre las administraciones autónomas mediante el censo agrario. Pero como la tierra se escapaba de manos de la clase noble era necesario fortalecer el censo de la propiedad con el censo de la casta. La burocracia adquiría una fuerza que no poseyó más que en tiempos del abuelo Nicolás el Garrote, de santa memoria. La propaganda revolucionaria, cada vez más escasa, se castigaba actualmente, a decir verdad, con menos rigor que en la época del «Zar Emancipador»: comúnmente con algunos años de prisión o deportación; los trabajos forzados y la horca quedaban reservados para los terroristas. En contrapartida, se escogieron para la deportación localidades singularmente malsanas. Los feroces tratos aplicados a los revolucionarios detenidos por los más mínimos actos de protesta merecían la aprobación personal del zar. En marzo de 1889, treinta y cinco deportados que se habían encerrado en una de las casas de Iakutsk, sufrieron un fusilamiento en masa: hubo seis muertos, nueve heridos y tres ejecuciones; los demás fueron enviados a la prisión. En noviembre del mismo año una presidiaría, Siguida, condenada a cien latigazos por haber insultado a un jefe de la prisión, murió al día siguiente del suplicio; treinta condenados a trabajos forzados, en protesta, se envenenaron; cinco murieron de inmediato. Pero la disgregación de los círculos revolucionarios, ahogados en un océano de indiferencia, había llegado a ser tan grande que la represión sangrienta, no sólo no provocó una activa resistencia, sino que incluso fue ignorada por mucho tiempo. Por ejemplo, es dudoso que el rumor de los trágicos acontecimientos ocurridos en Iakustsk y en el Kara haya llegado a Vladimir Ulianov antes —como muy rápido— de un año después, y él vivía por ese tiempo en Samara.

Después del aplastamiento de las universidades, el estado de ánimo revolucionario de la juventud estudiantil descendió a su punto más bajo. No se efectuó ni una sola tentativa para responder con el terrorismo a la violencia gubernamental. El acontecimiento del 1.o de marzo de 1887 fue la última convulsión del período de la Narodnaia Volia. «La valentía de individuos tales como Ulianov y sus camaradas —escribía Plejanov en el extranjero— evoca en mí la virilidad de los antiguos estoicos… Su muerte prematura no podía sino señalar la impotencia y la caducidad de la sociedad que los rodeaba… Su valor era el de la desesperación».

El año 1888 fue el más sombrío de este siniestro período. «El atentado de 1887 —escribe Brusnev, estudiante de Petersburgo—, aniquiló los más mínimos deseos de libertad de pensamiento entre los estudiantes… Uno tenía miedo del otro y cada uno desconfiaba en general de todo el mundo». «La reacción social —dice en sus memorias un estudiante de Moscú, Mickiewicz— había alcanzado su límite extremo. Ni antes ni después hubo año tan sombrío… En Moscú no encontré una sola publicación ilegal». Las traiciones, los actos de deslealtad y las deserciones se sucedieron de modo desvergonzado. El conductor y teórico de la Narodnaia Volia, LevTijomirov[75], que cinco años antes predicaba la toma del poder por medio de una revolución socialista inmediata, se declaró, a principios de 1888, partidario de la autocracia zarista y publicó en la emigración un folleto: «Por qué he dejado de ser revolucionario». Un abatimiento general impulsaba a centenares y millares de antiguos disidentes a fusionarse, ahora no con el pueblo, sino con las clases poseedoras y la burocracia. Una estrofa de Nadson, poco antes de su muerte: «No, yo no creo más en vuestro ideal», resonó como la confesión de toda una generación. Los menos sumisos se ahorcaban o se pegaban un tiro. Chejov escribía al publicista Grigorovich sobre los suicidios entre los jóvenes: «Por un lado… una sed apasionada de vida y de justicia, el sueño de una actividad inmensa como la estepa…; por el otro, una llanura sin límites, un clima riguroso, un pueblo ignorante y grosero, con su dura y fría historia, el yugo tártaro, la burocracia, la pobreza, la vida inculta… Esta existencia aplasta al hombre ruso… como si fuese una roca de varias toneladas».

En el comienzo mismo de esta oscura década de reacción, se produjo, no obstante, un acontecimiento político de primera magnitud: nació la socialdemocracia rusa. En los primeros años vegetaba, a decir verdad, casi exclusivamente en Ginebra y en Zurich y se parecía a una secta de emigrados sin punto de apoyo, cuyos miembros podían contarse con los dedos. Al estudiar su génesis, nos damos cuenta, sin embargo, que la socialdemocracia era un producto orgánico del desarrollo de Rusia, y que no fue nada casual que Vladimir Ulianov al inicio de los años ‘90, ligó su vida a la de este partido.

Hemos oído decir por Hipólito Mychkin, el principal acusado en el «proceso de los 193», que los actos revolucionarios de la intelligentsia eran la expresión —hubiese sido más justo decir el reflejo indirecto— de los levantamientos en el campesinado. Efectivamente, si en la vieja Rusia no hubiera existido una cuestión revolucionaria de carácter campesino, engendrando periódicamente hambres y epidemias o bien revueltas elementales, no habría existido tampoco la intelligentsia revolucionaria, con su heroísmo y sus programas utópicos. El régimen zarista estaba gestando una revolución cuya base social residía en la contradicción entre las supervivencias feudales y las necesidades del desarrollo capitalista; las conspiraciones y los atentados de la intelligentsia no eran sino los primeros dolores de parto de la revolución burguesa. Pero si la tarea más inmediata de ésta era la emancipación de la clase campesina, es en el proletariado donde ésta debía encontrar su fuerza decisiva. Desde los primeros pasos de la historia revolucionaria de Rusia ya se puede establecer la dependencia inmediata y evidente que unían los actos revolucionarios de la intelligentsia a las agitaciones entre los obreros industriales.

El desbarajuste general causado en el país por la reforma campesina de 1861, se tradujo en las ciudades por huelgas obreras que confirmaban el descontento del «pueblo» y daban valor a los primeros círculos revolucionarios. El año del nacimiento de Lenin fue señalado por las primeras grandes huelgas de Petersburgo. No buscamos en esta coincidencia presagios místicos. Pero algún matiz particular adquieren, a este respecto, las palabras del manifiesto de Marx dirigido a los miembros de la sección rusa de la I Internacional, en ese mismo año de 1870: «Vuestro país comienza también a participar en el movimiento general de nuestro siglo». Hacia mediados de los años ‘70, centenares de obreros se habían ya enrolado en el movimiento revolucionario. A decir verdad, de acuerdo con la teoría predominante, ellos mismos se esforzaban por considerarse como miembros de la comuna rural que habían hecho abandono temporario del arado. Pero haciéndose activamente eco a la prédica afín a los campesinos a la que los mismos campesinos desoían, los obreros avanzados le daban la interpretación que correspondía a su propia situación social, alarmando así frecuentemente a sus tutores intelectuales. Los hijos pródigos del populismo crearon en las ciudades, en el norte como en el sur, las primeras organizaciones proletarias, formularon las reivindicaciones de libertad de huelga, de asociación, de reunión y la convocatoria de una representación popular y pusieron la marca de su influencia sobre las rebeliones de los obreros industriales.

Las huelgas petersburguesas de 1878-79 que, según Plejanov, testigo ocular que participó en los acontecimientos, «se convirtieron en el hecho del día, en el que se interesaba casi todo el Petersburgo culto y pensante», hicieron subir intensamente la temperatura de los círculos revolucionarios y precedieron inmediatamente el pasaje de los populistas a la lucha terrorista. A su vez, los hombres de la Narodnaia Volia, al buscar reservas de combatientes, se ocupaban, entre otras cosas, de hacer propaganda entre los obreros. Los movimientos revolucionarios de las dos capas sociales, el intelectual y el proletario, aunque desarrollándose estrechamente ligados, manifestaban, sin embargo, cada uno su lógica particular. Cuando la Narodnaia Volia misma se encontró enteramente destruida, los círculos obreros, que sus miembros habían creado, siguieron existiendo, particularmente en provincias. Pero las ideas del populismo, aunque deformadas por el prisma del pensamiento obrero, impidieron por mucho tiempo todavía que tomaran por el buen camino.

La lucha que llevaban adelante los marxistas contra estas ideas se hallaba en contradicción, especialmente, por el hecho de que los mismos populistas no tenían una actitud del todo desfavorable frente a Marx. En virtud de un gran error teórico, que tenía sus raíces históricas, lo incluían sinceramente entre sus maestros. La traducción rusa de El Capital, comenzada por Bakunin y continuada por el populista Danielson, apareció en 1872, encontró una acogida muy favorable en los círculos radicales y pronto se distribuyeron 3000 ejemplares. La segunda edición fue prohibida por la censura. El éxito aparente del libro se explicaba sin embargo por la falta de éxito interno de la doctrina. El análisis científico del capitalismo era considerado por la intelligentsia —tanto por los bakuninistas como por los lavristas— como la denuncia de los graves errores de la Europa Occidental y como una advertencia que los invitaba a cuidarse de no tomar un camino equivocado.

El Comité Ejecutivo de la Narodnaia Volia escribía a Marx en 1880: «Ciudadano: la clase intelectual y progresista de Rusia… ha recibido con entusiasmo la publicación de vuestros trabajos científicos. En ellos y en nombre de la ciencia están reconocidos los mejores principios de la vida rusa». No fue difícil a Marx adivinar el quid pro quo\ los revolucionarios rusos habían creído reconocer en El Capital no lo que allí se encontraba, es decir, el análisis científico del sistema capitalista, sino una condenación moral de la explotación y, por consiguiente, una aportación de una visión científica sobre «los mejores principios de la vida rusa»: el sistema de vida comunal y el sistema corporativo (artel). El mismo Marx veía en la comuna rural del sistema ruso no un «principio» socialista sino un sistema histórico de servidumbre de los campesinos y la base material del zarismo. No se ahorraba sarcasmos contra Herzen, quien como muchos otros, había descubierto «el comunismo ruso» en la obra de un prusiano, un viajero conservador, el barón Haksthausen. El libro de este último había aparecido en lengua rusa dos años antes que El Capital y la clase «intelectual y progresista de Rusia» se empecinaba en conciliar a Marx con Haksthausen. No es asombroso: la combinación de un fin socialista con la idealización de las bases de la servidumbre constituía, en efecto, el sistema teórico del populismo.

En 1879, Zemlia i Volia se disoció, como recuerda el lector en dos organizaciones: la Narodnaia Volia, que expresaba la tendencia democrático-política y que englobaba los elementos más combativos del movimiento anterior y el Cherny Perediel, que se esforzaba por salvaguardar los principios puramente populistas de una revolución campesina socialista. Al oponerse a la lucha política provocada por toda la marcha del movimiento, el Cherny Perediel perdió toda la fuerza de atracción. «La organización no tuvo probabilidades de crecimiento desde los primeros días de su creación», declara apenado en sus memorias uno de sus fundadores, Deutsch[76]. Los mejores obreros, tales como Jalturín, se dirigían hacia la Narodnaia Volia. En el mismo sentido se orientaba la juventud estudiantil. Peor todavía era la situación del lado del campesinado: «de ese lado no teníamos absolutamente nada», el Cherny Perediel no desempeñó ningún papel revolucionario. Pero, por el contrario, le estuvo reservada la tarea de servir de puente entre el movimiento populista y la socialdemocracia.

Los dirigentes de la organización —Plejanov, Zasulich, Deutsch, Axelrod[77]—, se vieron obligados, en el curso de los años 1880-81, a emigrar uno tras otro. Justamente estos populistas obstinados, que no habían querido diluirse en una lucha por una constitución liberal, tenían que buscar, con un afán muy singular, esa parte del pueblo a la cual pudieran ligarse. Su propia experiencia, a pesar de sus intenciones, demostró indudablemente que sólo los obreros industriales eran accesibles a la propaganda socialista. Al mismo tiempo, la literatura populista, tanto artística como científica, había llegado, a pesar de su tendencia, a quebrantar suficientemente todas las representaciones hechas a priori de una «producción popular» armoniosa que se comprobó, en realidad, como un estadio primitivo del capitalismo. Quedaba «solamente» sacar las conclusiones inevitables. Pero este trabajo significaba toda una revolución ideológica. En gran parte, el trabajo de revisión de las concepciones tradicionales y de iniciación a la nueva orientación fue el resultado indiscutiblemente del dirigente del Cherny Perediel, George Valentinovich Plejanov. Nos lo volveremos a encontrar más de una vez, primero, como nuestro maestro, más adelante, como nuestro hermano mayor en la acción y, por último, como el adversario irreconciliable de Lenin.

Rusia ya se lanzaba por la vía del desarrollo capitalista. Y no era la intelligentsia quien iba a desviarla de ese camino. Las relaciones burguesas llegarán a una contradicción cada vez mayor con la autocracia y al mismo tiempo crearán nuevas fuerzas para la lucha contra ésta. La conquista de la libertad política se convierte en la condición indispensable para una lucha ulterior del proletariado por el socialismo. Los obreros rusos deben apoyar a la sociedad liberal y a la intelligentsia en sus esfuerzos por lograr una constitución y a la clase campesina en su levantamiento contra las supervivencias de la servidumbre. Por su parte, la intelligentsia revolucionaria, si quiere hacerse de un aliado poderoso, debe teóricamente plantarse en el terreno del marxismo y dedicar sus fuerzas a la propaganda entre los obreros.

Tal era, trazada a grandes rasgos, la nueva concepción revolucionaria. Actualmente parece ser un encadenamiento de lugares comunes. En 1883 esto significaba una conmoción, el más insolente desafío a los prejuicios más sagrados. La situación de los innovadores se complicaba extraordinariamente por el hecho de que, mientras que anunciaban teóricamente el advenimiento del proletariado, se vieron obligados en los primeros tiempos a dirigirse directamente a la capa social a la que ellos mismos pertenecían. Entre los pioneros del marxismo y los obreros que despertaban se levantaba el tabique intermedio, tradicional, de la intelligentsia Las viejas opiniones estaban tan fuertemente arraigadas en este medio que Plejanov y sus camaradas decidieron evitar hasta la denominación de socialdemocracia, tomando el nombre de Grupo de la Emancipación del Trabajo.

Así surgió, en la pequeña Suiza, la célula de un futuro gran partido, de la socialdemocracia rusa, de la cual salió posteriormente el bolchevismo, creador de la República de los Soviets. El mundo está construido con tan poca previsión que durante el alumbramiento de los grandes acontecimientos históricos los heraldos no hacen sonar sus trompetas y los astros celestes no dan presagios. El nacimiento del marxismo ruso pareció, durante los ocho o diez primeros años, un episodio poco digno de atención.

Temiendo desanimar a la poco numerosa intelligentsia de izquierda, el Grupo de la Emancipación del Trabajo, durante varios años, no tocó el dogma del terrorismo. Consideraba que el error de la Narodnaia Volia consistía solamente en no completar su actividad terrorista con «la creación de elementos para el futuro partido obrero socialista de Rusia». Plejanov se esforzaba, y no sin razón, por oponer a los terroristas, en tanto que políticos, con el populismo clásico que había rechazado la lucha política. «La Narodnaia Volia —escribía en 1883— no puede encontrar su justificación y no debe buscarla, por fuera del socialismo científico moderno». Pero las concesiones hechas al terrorismo no influían y las exhortaciones teóricas no encontraban eco.

La decadencia del movimiento revolucionario en la segunda mitad de los años ‘80 ganó a todas las corrientes y, engendrando una inercia espiritual, puso obstáculos a una extensión más amplia de las ideas marxistas. Cuanto más la intelligentsia en su conjunto desertaba del campo de batalla, más obstinadamente las unidades que permanecían fieles a la revolución se aferraban a las tradiciones consagradas por un pasado heroico. La asimilación de las ideas marxistas hubiera podido ser facilitada por la lucha revolucionaria del proletariado europeo. Pero los años ‘80 fueron también para Occidente años de reacción. En Francia, las heridas de la Comuna todavía no se habían cicatrizado. Los obreros alemanes habían sido arrojados, por Bismarck[78], a la clandestinidad. El tradeunionismo [sindicalismo, NdT] británico estaba profundamente penetrado por la arrogancia de los conservadores. Por influencia de causas temporarias, sobre las que volveremos, el movimiento huelguístico ruso también se había adormecido. No es asombroso que el grupo de Plejanov se haya encontrado completamente aislado. Se lo acusaba de fomentar artificialmente la discordia entre las clases, en lugar de propiciar la indispensable unión de todas «las fuerzas vivas» contra el absolutismo.

Redactado apresuradamente por Alejandro Ulianov, absorto en la fabricación del ácido azótico y el relleno de las cápsulas de revólver con estricnina, el programa de la fracción terrorista declaraba, es verdad, que sus disensiones con los socialdemócratas eran «poco profundas», mas sólo para formular esperanzas en «un paso inmediato de la economía pública hacia una forma superior», dejando de lado el estadio capitalista de la evolución, y para reconocer «el enorme valor independiente de la intelligentsia, su aptitud para dirigir de inmediato la lucha política contra el gobierno». Prácticamente, el grupo de Alejandro Ulianov estaba más alejado de los obreros que los terroristas de la generación precedente.

Las relaciones del Grupo de la Emancipación del Trabajo con Rusia eran fortuitas y poco seguras. «No nos llegaban, sobre la fundación en 1883 del Grupo de la Emancipación del Trabajo, de Plejanov —relata Mickiewicz—, más que vagos rumores». En los círculos hostiles de la emigración se contaba, no sin placer, que en Odessa un grupo de radicales había quemado solemnemente el opúsculo de Plejanov Nuestras diferencias y tales rumores eran acogidos con confianza, pues respondían bien a los estados de ánimo, así como a los hechos. Los escasos partidarios del grupo entre la juventud rusa, residentes en el extranjero, le cedían mucho a los revolucionarios de la década precedente por la amplitud de sus puntos de vista y valor personal; algunos se decían marxistas con la esperanza de que esto los dispensaría de sus obligaciones revolucionarias. Plejanov, que no respetaba a nadie cuando lanzaba sus dardos, denominaba a estos dudosos partidarios de su pensamiento «inválidos que nunca estuvieron en el campo de batalla». A comienzos de los años ‘90, los líderes del grupo habían perdido, definitivamente, sus esperanzas de conquistar a la intelligentsia. La incapacidad de ésta para asimilar las ideas del marxismo fue interpretada por Axelrod como una deformación burguesa. Exacta en su sentido histórico general y confirmada posteriormente por los acontecimientos, esta explicación se anticipaba demasiado a los hechos: la intelligentsia rusa debía aún pasar por una etapa de entusiasmo casi unánime por el marxismo y ese momento ya estaba muy cercano.

Sin esperar que su existencia fuera reconocida por la teoría, el capitalismo llevaba a cabo mientras tanto, bajo la sombra de la reacción, su trabajo convulsivo. Las consecuencias de las medidas esclavistas y capitalistas del gobierno no alcanzaban a fundirse en un todo armónico. A pesar del amplio sostén financiero del Estado, la nobleza terrateniente se arruinaba rápidamente. En los treinta años que siguieron a la reforma, la casta dirigente abandonó más del 35% de sus tierras y hay que observar que precisamente el reinado de Alejandro III, época de la restauración de la nobleza, fue también la gran época de su ruina. Eran sobre todo, naturalmente, la mediana y la pequeña nobleza las que estaban siendo desposeídas. En lo que concierne a la industria, no dejaba de progresar, particularmente a fines de la década a causa de que sus ingresos, gracias a los elevados impuestos sobre la importación, llegaban al 60%. Así, pese a las contrarreformas nobiliarias, se operaba una transformación capitalista de la economía nacional. Al apretar cada vez más los nudos del régimen medieval, especialmente en el campo, la política gubernamental contribuía por otra parte al acrecentamiento de las fuerzas de la ciudad que estaban destinadas a cortar esos nudos. El reinado reaccionario de Alejandro III resultó ser el cálido invernadero de la revolución rusa.

Al cuadro general de los años ‘80 que se ha dado en uno de los anteriores capítulos conviene ahora añadir un correctivo muy importante: la postración política se extendía a diferentes capas de la sociedad culta —funcionarios liberales de los zemstvos, intelectuales radicales, círculos revolucionarios—; pero al mismo tiempo, bajo la sombra de la reacción, se verificaba, en las profundidades del país, el despertar de los obreros industriales, se producían huelgas tempestuosas, a veces se destrozaban las medianas y grandes fábricas, había refriegas con la policía, aún sin claros fines revolucionarios, pero ya con víctimas revolucionarias. Junto con las reivindicaciones se despertaba la solidaridad; nacía en la masa una nueva personalidad; acá y allá aparecían los dirigentes. En la historia del proletariado ruso, los años ‘80 están inscriptos como el principio de su ascenso.

La ola de huelgas que se desarrolló a partir de los últimos años del reinado de Alejandro II, pero que alcanzó su apogeo en el curso de los años 1884-86, obligó a la prensa de diferentes matices a alarmarse, reconociendo el nacimiento en Rusia de un «problema obrero» particular. La administración zarista, es menester hacerle justicia, comprendió mucho más pronto que los intelectuales de izquierda la importancia revolucionaria del proletariado. Los documentos oficiales secretos, desde fines de los años ‘70, comienzan a destacar a los obreros industriales, como a una clase extremadamente peligrosa, mientras las publicaciones populistas continuaban todavía diluyendo al proletariado en la clase campesina.

Simultáneamente con la cruel represión ejercida contra los huelguistas, en 1882, comienza a desarrollarse rápidamente una legislación sobre las fábricas: prohibición del trabajo infantil, creación de la inspección de fábricas, reglamentación embrionaria del trabajo femenino y de los adolescentes. La ley del 3 de junio de 1886, que siguió inmediatamente alas grandes huelgas textiles, estableció la obligación patronal de abonar con dinero los salarios y a fechas fijas, abriendo la primera brecha en la muralla de la arbitrariedad patriarcal. De este modo, el gobierno zarista, mientras comprobaba satisfecho la capitulación de todos los grupos opositores de la sociedad culta, se vio él mismo forzado a capitular por primera vez ante la clase obrera que despertaba entonces. A menos de estimar exactamente este hecho es imposible comprender toda la historia rusa posterior, incluso hasta la Revolución de Octubre.

A pesar de todas las teorías populistas y pese a la continuación y aun a la agravación de la crisis agraria, la crisis industrial, cedió su puesto, hacia el fin de los años ‘80, a un ascenso. El número de obreros industriales se acrecentó rápidamente. Las nuevas leyes fabriles y los precios particularmente bajos de los objetos de consumo mejoraron la condición de los obreros habituados a la miseria de la aldea. Por un tiempo, las huelgas se apaciguaron. Precisamente durante este lapso el movimiento revolucionario cae a un nivel más bajo que el que alcanzara en los treinta años precedentes. De este modo, el estudio concreto de los zig-zags políticos de la intelligentsia rusa proporciona un capítulo sumamente interesante de la sociología: el libre «pensamiento crítico» se encuentra a cada paso bajo la dependencia de causas materiales que él mismo ignora.

Si una pluma, que cualquier ráfaga llevaría consigo, pudiese tener conciencia de sí misma, se consideraría como el ser más libre sobre la tierra.

En el movimiento huelguístico a principios de los años ‘80, el papel dirigente correspondió a los obreros educados por el movimiento revolucionario de la década anterior. A su vez, las huelgas dieron un impulso a los obreros más conscientes de la nueva generación. Es verdad que los místicos devaneos de esos días también penetraron en los medios obreros. Pero si para la intelligentsia el tolstoísmo significaba una renuncia a la lucha activa, para los obreros constituía la forma primera, aún imprecisa, de su protesta contra la injusticia social. De este modo, ideas enteramente iguales cumplen a menudo funciones opuestas en diversas capas sociales. Los ecos del bakuninismo, las tradiciones de la Narodnaia Volia, las primeras consignas del marxismo se combinan, en los obreros avanzados, con su propia experiencia huelguística y adquieren inevitablemente el tinte de una lucha de clase. Justamente en 1887, León Tolstoi se entregaba a tristes reflexiones sobre el resultado de la lucha revolucionaria de los veinte años anteriores. «¡Cuántas verdaderas aspiraciones al bien, cuántas disposiciones al sacrificio han sido dilapidadas por nuestra juventud intelectual para instituir la justicia…! ¿Y qué se ha conseguido? ¿Nada? Peor que nada». El gran artista se equivocaba políticamente una vez más. Las fuerzas morales aniquiladas de la intelligentsia se habían hundido más profundamente en el suelo para resurgir rápidamente con los primeros brotes de la conciencia de las masas.

Abandonados por sus dirigentes de la víspera, los círculos obreros continuaban buscando por sí mismos su propio camino: leían mucho, escudriñaban en las revistas viejas y nuevas, en busca de artículos sobre las condiciones de vida de los obreros de la Europa Occidental, establecían comparaciones con su propia vida. Uno de los primeros obreros marxistas, Chelgunov, recuerda que durante los años 1887-88, es decir, en el período maldito entre todos, «los círculos obreros se desarrollaban cada vez más… Los obreros progresaban… iban a hurgar en las librerías de ofertas y compraban libros». Los libros usados habían sido vendidos, sin duda alguna, a los revendedores, por una intelligentsia desencantada. Un tomo de El Capital se cotizaba en las librerías de ofertas entre 40 y 50 rublos.

Y sin embargo, los obreros de Petersburgo se las arreglaban para procurarse este libro de sabiduría. «Yo mismo —escribe Chelgunov—, me veía a veces obligado a dividir El Capital en pedazos, a deshojarlo en capítulos, para que se lo pudiese leer simultáneamente en cuatro o cinco círculos». El obrero Moiscenko, organizador de una formidable huelga textil, estudiaba también con unos camaradas, de acuerdo a una nota de El Capital, las obras de Lassalle[79]. El grano no caía sobre la piedra.

En un homenaje dedicado al viejo publicista Chelgunov (que naturalmente no debe confundirse con el obrero nombrado más arriba, su homónimo), poco tiempo antes de su muerte acaecida en 1891, un grupo de obreros de Petersburgo le agradecía especialmente por haber indicado, mediante sus artículos sobre la lucha del proletariado en Francia e Inglaterra, el buen camino, a los obreros rusos. Los artículos de Chelgunov estaban escritos para los intelectuales. En manos de los obreros se transformaron en fuente de deducciones que iban más allá de los pensamientos de su autor. Trastornado por la visita de una delegación obrera, el viejo se llevó a la tumba la imagen de una fuerza que despertaba. El más notable de los escritores populistas, G. I. Upensky, antes de hundirse en la locura, pudo enterarse de que los obreros avanzados lo apreciaban y querían, y felicitó públicamente a los escritores rusos «por ver acudir hacia ellos a nuevos lectores». Los oradores obreros, en Petersburgo, al celebrar clandestinamente el 1.o de mayo, en 1891, evocaban con gratitud la lucha precedente de la intelligentsia y al mismo tiempo expresaban de manera inequívoca su intención de reemplazarla. «La juventud de hoy —decía uno de ellos—, no piensa en el pueblo. Esta juventud no es otra cosa que un elemento parasitario de la sociedad». El pueblo comprenderá mejor a los obreros propagandistas «porque nosotros estamos más cerca de él que los intelectuales».

Sin embargo, en el filo de las dos décadas, nuevos vientos se abrieron paso también en los medios de la intelligentsia, aunque muy lentamente. Los estudiantes se ponían en contacto con los obreros y se impregnaban de su valentía. Aparecieron entonces los socialdemócratas, en su mayoría muy jóvenes, cuya voz cambiaba al mismo tiempo que su respeto hacia las viejas autoridades. Un joven de la época, Grigoriev, que habitaba en Kazán, escribe en sus memorias: «En 1888, entre los jóvenes de Kazán, se manifestó cada vez mayor interés por el nombre de Marx». A la cabeza de los primeros círculos marxistas de Kazán se coloca un notable joven revolucionario, Fedoseev. A partir del invierno de 1888-89, de acuerdo a Brusnev, en Petersburgo «el interés por los libros sobre las cuestiones sociales y políticas se acrecentó considerablemente. Se empezó a reclamar la literatura ilegal». Se leyeron de otro modo los periódicos. Los Russkaia Vedomosti (Informaciones rusas), órgano central del liberalismo de los zemstvos, publicaban durante esos años extensas comunicaciones de Berlín, con largas citas sacadas de los discursos de Bebel[80] y otros líderes de la socialdemocracia. El periódico liberal quería así decir al zar y a sus consejeros que la libertad no era peligrosa: el emperador de Alemania seguía firmemente asentado en su trono, la propiedad y el orden estaban sólidamente garantizados. Pero los estudiantes revolucionarios encontraban otra cosa en esos discursos. Los propagandistas soñaban con educar a los obreros, para hacer de ellos Bebels rusos. Las nuevas ideas habían sido introducidas por estudiantes polacos: el movimiento obrero en Polonia se había desarrollado más tempranamente que en Rusia. Según Brusnev, que en los meses subsiguientes se coloca a la cabeza del grupo socialdemócrata de Petersburgo, en los círculos de estudiantes de tecnología de 1889 predominaba ya la corriente marxista: los futuros ingenieros, que se preparaban para servir al capitalismo, tenían muchas dificultades para conservar su fe en los destinos originales de Rusia.

Los estudiantes de tecnología llevaron a cabo una propaganda bastante activa en los círculos obreros. Al mismo tiempo, la animación ganaba los antiguos círculos adormecidos. De regreso de la deportación, miembros de la Narodnaia Volia se esforzaron, momentáneamente aún sin resultados, por reconstituir el partido terrorista.

Leónidas Krassin, quien por entonces había aparecido en la arena petersburguesa de vuelta de Siberia en compañía de su hermano Hermann, describía posteriormente, no sin humor, sus primeros pasos en el marxismo. «La insuficiencia de erudición se suplía por el ardor de la juventud y las voces estruendosas… Hacia fines de 1889, las cualidades combativas de nuestro círculo se consideraban como sólidamente establecidas». ¡Leónidas tenía en esta época diecinueve años! Mickiewicz observaba también en la vida estudiantil de Moscú un cambio en el estado de ánimo general: ya no se desesperaban tanto como antes, se constituyeron espontáneamente un mayor número círculos de cultura y se acrecentó el interés por el estudio de Marx. En la primavera de 1890, después de un intervalo de tres años, estallaron graves desórdenes entre los estudiantes, por cuya causa los hermanos Krassin, estudiantes de ingeniería, fueron desterrados de Petersburgo a Nijni-Novgorod. De sus labios oyó Mickiewicz, deportado al mismo lugar, por primera vez, la viva prédica del marxismo y se arrojó sobre Nuestras diferencias de Plejanov. «Un mundo nuevo se presentó ante mí: había encontrado la clave para comprender la realidad circundante». El Manifiesto del Partido Comunista, leído a continuación, produjo en Mickiewicz una enorme impresión: «Comprendí las bases de la gran teoría histórico-filosófica de Marx. Desde entonces me convertí en marxista para toda la vida». Durante ese lapso Leónidas Krassin obtuvo la autorización para regresar a la capital y allí empezó la propaganda entre los obreros textiles. Nevzorova, estudiante de comienzos de los años ‘90, relata qué revelación para la juventud de la época fueron las primeras publicaciones del Grupo de la Emancipación del Trabajo: «Recuerdo hasta hoy la profunda conmoción causada por di Manifiesto Comunista, de Marx y Engels». Krassin, Mickiewicz, Nevzorova y sus amigos. Tales son los cuadros en formación del futuro bolchevismo.

El nuevo estado de ánimo en la intelligentsia rusa estaba condicionado también por los acontecimientos de Occidente, en donde el movimiento obrero salía del marasmo. La famosa huelga de los portuarios ingleses bajo la dirección del futuro renegado John Burns daba paso a un nuevo y combativo tradeunionismo. En Francia, los obreros se reponían de la catástrofe y entonces se elevó la prédica de los marxistas Guesde y Lafargue[81]. Durante el otoño de 1889 se celebró en París el Congreso constitutivo de la nueva Internacional[82]. Plejanov pronunció en el Congreso su profética declaración: «La revolución rusa no podrá vencer sino como revolución obrera, no hay otra salida ni puede haberla». Estas palabras, que resonaron en la sala del Congreso, sin que se reparase casi en ellas, despertaron en Rusia un eco que se repitió en los corazones de varias generaciones revolucionarias. Por último, en Alemania, en las elecciones de 1890, la socialdemocracia ilegal reunió casi un millón quinientos mil votos. La ley de excepción contra los socialistas, mantenida durante casi doce años, se hundía en el oprobio.

¡Cuán ingenua es la creencia en un nacimiento arbitrario de las ideas! Fueron necesarias toda una serie de circunstancias objetivas, materiales, y en cierto orden de sucesión, en una combinación determinada, para que el marxismo encontrase acceso en los espíritus de los revolucionarios rusos. El capitalismo debía realizar serios progresos; la intelligentsia debía recorrer hasta el final todos los otros caminos: el bakuninismo, el lavrismo, la propaganda entre la clase campesina, la permanencia en el campo, el terrorismo, la acción cultural pacífica, el tolstoísmo; los obreros debían organizar huelgas; el movimiento socialdemócrata de Occidente debía adquirir un carácter más activo; en fin, la formidable catástrofe del hambre de 1891 debía mostrar al desnudo todas las úlceras de la economía pública de Rusia: entonces y sólo entonces, las ideas del marxismo, cuya formulación teórica había sido encontrada cincuenta años antes y enunciada por Plejanov para Rusia en 1883, comenzaron al fin a ser aceptadas en territorio ruso. Sin embargo, todavía no está todo dicho. Habiendo tenido rápidamente una amplia difusión en los medios intelectuales, conforme con la naturaleza social de ese medio, éstas fueron sujetas a deformaciones. Sólo con la aparición de una vanguardia proletaria consciente toma forma definitivamente el marxismo ruso. ¿Significa esto que las ideas no son esenciales ni actuantes? No, esto sólo significa que las ideas están socialmente condicionadas; antes de convertirse en la causa de los hechos y de los acontecimientos, ellas aparecen como su consecuencia. Con más precisión: la idea no se eleva por encima del hecho como una instancia superior, pues la idea misma es un hecho que entra como un eslabón indispensable en la cadena de los otros hechos.

El desarrollo personal de Vladimir Ulianov se cumplía en estrecha conexión con la evolución de la intelligentsia revolucionaria y con la formación de una pequeña capa de obreros avanzados. La biografía, aquí, se relaciona orgánicamente con la historia. El proceso subjetivo de la formación espiritual coincide con el proceso objetivo del ascenso de la crisis revolucionaria en el país. Al tiempo que surgen los primeros cuadros marxistas y los primeros círculos socialdemócratas, se prepara y madura, bajo la sombra de la reacción, el futuro conductor del pueblo revolucionario.

Ir a la siguiente página

Report Page