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La juventud de Lenin » Capítulo XIII. El año del hambre. El abogado Ulianov

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CAPÍTULO XIII

EL AÑO DEL HAMBRE. EL ABOGADO ULIANOV

El verano de 1891 fue muy cálido y trajo la sequía. El sol abrasó los campos sembrados de trigo y los prados en veinte provincias que contaban con una población de treinta millones de almas. Cuando Vladimir regresó, después de los exámenes de otoño, la provincia de Samara, más afectada que las otras, estaba atormentada por el hambre. A decir verdad, toda la historia de la Rusia campesina es la historia de penurias periódicas e inmensas epidemias. Pero el hambre de 1891-92 fue excepcional, no sólo por su extensión sino además por la influencia que ejerció en la evolución política de la sociedad. Más tarde, mirando hacia atrás, los reaccionarios evocaban enternecidos la inconmovible solidez del régimen durante el reinado de Alejandro III, el que con su pesada mano era capaz de partir una herradura, y culpaban de las conmociones ulteriores al débil Nicolás II. En realidad, los tres años del reinado del «padre inolvidable» ya señalaban el comienzo de una nueva época, la que preparó directamente la Revolución de 1905.

El peligro vino del mismo lugar en el que la fuerza tomaba su fuente: en la aldea. Las condiciones de vida de la gran masa campesina, en los treinta años transcurridos desde la abolición de la servidumbre, había empeorado mucho. En la provincia de Samara, rica en tierras, más del 40% de los campesinos poseían lotes improductivos. La tierra agotada y mal trabajada quedaba expuesta a la acción de todos los elementos hostiles. El acelerado desarrollo de la industria conjuntamente con el restablecimiento de un régimen semiservil en el campo provocó, al mismo tiempo que una rápida intensificación de la explotación por los kulaks, un espantoso empobrecimiento de las masas campesinas. Se construían fábricas y vías férreas, se equilibró el presupuesto, el oro se apilaba en los sótanos del Banco del Estado, la potencia aparente parecía inquebrantable. Cuando de repente, inmediatamente después de tales éxitos, el mujik se tiró al piso y se puso a gemir con la agonizante voz del hambriento.

El gobierno, sorprendido, intentó al principio negar el hambre, hablando tan sólo de una insuficiencia en las cosechas; enseguida perdió la cabeza y, por primera vez desde 1881, aflojó un poco las riendas. La siniestra reputación de inquebrantable solidez que había envuelto el régimen de Alejandro III, comenzó a disiparse. La calamidad sacudió la aletargada opinión pública. Una ráfaga de aire fresco recorrió todo el país. Cierta parte de las clases poseedoras y amplios círculos de la intelligentsia fueron arrebatados por un mismo impulso: ayudar a la aldea, dar pan a los hambrientos y medicamentos a los enfermos del tifus. Los zemstvos y la prensa liberal dieron la voz de alarma. Por todas partes se hacían colectas. León Tolstoi se puso a abrir comedores para los menesterosos. Centenares de intelectuales se dirigieron de nuevo hacia el pueblo, esta vez con propósitos más modestos que durante los años ‘70. Las autoridades, sin embargo, estimaban, no sin razón, que bajo ese movimiento filantrópico se disimulaba una tendencia sospechosa; la pacífica forma del auxilio a las víctimas era la vía más fácil para las fuerzas de oposición que se habían acumulado durante los años del nuevo reinado.

Los revolucionarios no podían tomar ese camino. Para ellos, el problema no consistía en atenuar sencillamente las consecuencias de la calamidad social sino en eliminar sus causas. Exactamente así consideraba las cosas, diez o quince años antes, la intelligentsia populista, contrariamente a los liberales y a los filántropos. Pero el espíritu revolucionario de los populistas se había evaporado; al despertar ahora de un prolongado sueño, se sentían felices confundiéndose con los liberales y poniéndose junto con ellos «al servicio del pueblo». Aun antes de que bajo la influencia de la catástrofe se abriese en las filas de la intelligentsia una áspera lucha sobre las perspectivas del desarrollo ulterior del país, un pequeño número de marxistas se encontró en oposición a grandes sectores de la «sociedad» culta, sobre esta candente cuestión: ¿qué hacer por el momento? Más de treinta años después Vodovosov, a quien ya conocemos, relataba en la prensa de la emigración: «la diferencia más grave y más profunda por la que nos contraponíamos a Vladimir Ulianov versaba sobre la actitud a tomar frente al hambre de 1891-92». Mientras la sociedad de Samara respondía con unanimidad a los pedidos de socorro, «sólo Vladimir Ulianov con su familia y un grupito que le hacía eco tomó otra posición». Sucedía que Ulianov se regocijaba del hambre considerándola como un factor de progreso: «al destruir la economía campesina… el hambre crea un proletariado y contribuye a la industrialización del país». Los recuerdos de Vodovosov, en esta parte, reproducen no tanto las opiniones de Ulianov como su reflejo deformado en la conciencia de los liberales y populistas. Demasiado absurda de por sí es la idea de que la ruina y la lenta extinción de los campesinos serían capaces de contribuir a la industrialización del país. Los campesinos arruinados se transformaban en indigentes y no en proletarios; el hambre alimentaba las tendencias parasitarias y no las progresistas de la economía. Pero incluso por su carácter tendencioso, el relato de Vodovosov traduce bastante bien la ardiente atmósfera de las viejas disputas.

Las acusaciones habitualmente lanzadas en la época contra los marxistas, a saber, que ellos habrían mirado la calamidad popular a través de los anteojos de la doctrina, caracterizaban solamente el bajo nivel teórico de los debates. En realidad, todas las fuerzas y todos los grupos tomaron posiciones políticas: el gobierno que, para mantener su prestigio, negaba o atenuaba el hambre; los liberales que, denunciando el hambre, se esforzaban a la vez por demostrar, mediante su «trabajo positivo», que serían para el zar los mejores colaboradores si éste les concediera tan sólo la más mínima migaja de poder; los populistas que, precipitándose hacia los comedores de menesterosos y hacia las barracas de los tíficos, esperaban hallar un medio pacífico y legal de conquistarse las simpatías del pueblo. Los marxistas se pronunciaban, no por cierto contra los socorros a los hambrientos, sino contra ilusiones tales como la de que era posible agotar, con la cuchara de la filantropía, el mar de la indigencia. Si un revolucionario ocupa en los comités legales y en los comedores para menesterosos un puesto perteneciente por derecho propio a un miembro de los zemstvos o bien a un funcionario, ¿quién ocupará entonces el lugar del revolucionario en la acción clandestina? Circulares y ordenanzas ministeriales, publicadas posteriormente, revelan indudablemente que si el gobierno asignaba sumas cada vez más importantes en provecho de los hambrientos era únicamente por temor a la agitación revolucionaria de suerte que, aun desde el punto de vista de los auxilios inmediatos, la política revolucionaria se demostraba mucho más eficaz que una filantropía neutral.

En la emigración, no sólo el marxista Axelrod enseñaba entonces que «para un socialista… la lucha efectiva contra el hambre únicamente es posible sobre el terreno de la lucha contra la autocracia», sino incluso el viejo moralista de la revolución, Lavrov, proclamaba en la prensa: «Sí, la única buena obra posible para nosotros no es la filantrópica, sino la revolucionaria». Sin embargo, en el centro de una provincia hambrienta, en una atmósfera de entusiasmo general por los comedores de menesterosos, era mucho más difícil sostener una intransigencia revolucionaria que en la emigración, aislada por esos años de Rusia. Ulianov debió, por primera vez y enteramente bajo su propia responsabilidad, tomar posición sobre una cuestión política candente. No adhirió al Comité local de socorro. Aún más: «en las asambleas y en las reuniones…, efectuaba una propaganda sistemática y resuelta contra el Comité». Falta añadir: no contra su actividad práctica, sino contra sus ilusiones. Vodovosov le replicó. Ulianov tenía de su parte «a una minoría muy reducida, pero esta minoría se aferraba firmemente a sus posiciones». Vodovosov no alcanzó a conquistar ni a uno solo de ellos: hubo casos en que Ulianov logró atraer a adversarios de su lado: «En pequeño número, pero los hubo».

Las divergencias con los populistas debían, precisamente en este período, adquirir el carácter de una lucha entre dos tendencias que se separaban. No por casualidad emerge la figura de Vodovosov en la memoria de Elisarova cuando, sin citar las fechas, habla de las controversias de Samara: éstas comenzaron justamente a fines de 1891. La catástrofe del hambre se convirtió así en una importante etapa del desarrollo político de Vladimir. Por ese tiempo, ya conocía, sin duda alguna, los trabajos de Plejanov: a fines de ese año o al comienzo del siguiente, como lo atestigua Vodovosov, hablaba con gran respeto de Nuestras diferencias. Si algunas dudas le quedaban todavía sobre el desarrollo económico de Rusia y el camino revolucionario, éstas debieron disiparse para siempre a la luz de la catástrofe. En otros términos, Vladimir Ulianov se transformaba definitivamente de marxista teórico en revolucionario socialdemócrata.

Según Vodovosov, toda la familia se atenía, respecto de la ayuda de los hambrientos, a la posición de Vladimir. Pero, nos enteramos por la hermana menor que Ana, en 1892, cuando el hambre acarreó consigo el cólera, «se dedicó con mucho afán a socorrer a los enfermos, distribuyéndoles medicamentos y dándoles consejos». Y, naturalmente, no hubiese sido Vladimir quien la reprendiese por eso. El relato de Iasneva no concuerda tampoco enteramente con el de Vodovosov. «De todos los que residían en Samara bajo vigilancia policial —escribe— sólo Vladimir Ilich y yo no participamos en los trabajos de esos comedores». Según esta frase, no existía aún ningún grupo que compartiese las ideas de Vladimir. No es difícil creerlo. Él no había comenzado la propaganda socialdemócrata. Sólo podía emprenderla después de haberse separado de los representantes de sus antiguas creencias y de los elementos estancados. «Pacíficas al principio, nuestras discusiones —dice Vodovosov—, comenzaron gradualmente a adquirir un carácter muy violento».

La verificación política de las diferencias no tardó. Los liberales no consiguieron, en efecto, granjearse la confianza del gobierno: éste, por el contrario, pronto y no del todo sin razón, acusó al zemstvo de Samara de haber comprado grano de mala calidad para los hambrientos. Los populistas no se reconciliaron con el pueblo. Los campesinos no tenían confianza en los habitantes de la ciudad. Ellos nunca habían recibido de parte de las personas instruidas, otra cosa que males. Si se da de comer a los hambrientos es porque el zar lo ha ordenado y seguramente los señores cometen estafas. Cuando, como secuela del hambre, comenzó la epidemia de cólera e innumerables enfermos perecieron en las barracas donde los cuidaban con abnegación médicos y estudiantes, los campesinos se imaginaron que los señores envenenaban al pueblo para acrecentar sus propios dominios. Estalló una ola de revueltas ocasionadas por el cólera: se asesinaba a los médicos, a los estudiantes, a los enfermeros. Entonces las autoridades «tomaron bajo su protección» a los intelectuales, por medio de la fuerza armada. De este modo, el año del hambre ajustó también las cuentas del trabajo cultural en el campo. En la provincia de Simbirsk, donde Ilya Nikolaievich Ulianov había educado infatigablemente durante dieciséis años, las revueltas llamadas del cólera adquirieron una amplitud particular; burgos enteros sufrieron a continuación, a razón de un hombre por cada diez, el castigo del látigo y algunos murieron bajo los azotes. El campesino ruso comenzó a escuchar a los socialistas sólo cuando llegó hasta él, desde la ciudad, su hermano, el obrero que poseía un lote en la aldea, y cuando éste se puso a explicarle de qué lado estaba la justicia. Pero para esto era menester previamente conquistar para el socialismo al obrero de la ciudad.

En el curso del año del hambre y del cólera hubo aún un conflicto de principios que contribuyó a la dislocación de los grupos políticos. Vodovosov proponía enviar un mensaje de simpatía a cierto Kossich, gobernador de una de las provincias del Volga, destituido por «liberalismo». Vladimir se levantó violentamente contra el sentimentalismo pequeñoburgués, siempre dispuesto a derramar lágrimas ante el más mezquino resplandor de «humanidad» en un representante de las clases dominantes. Este episodio, digámoslo a propósito, demuestra una vez más cuán absurdo es intentar trazar una línea de herencia política entre el director de escuelas primarias Ilya Nikolaievich —que a diferencia de Kossich nunca había sido depuesto por liberalismo— y su hijo —absolutamente intransigente—, a quien no podía enternecer ni el más humano de los gobernadores. Visiblemente, Vodovosov sufrió una derrota y el mensaje no se envió.

Vodovosov, como lo contaba él mismo, se puso a designar a su joven antagonista con el apodo de «Marat», naturalmente a sus espaldas. El sobrenombre no carece de justeza, si es que no ha sido imaginado con posterioridad. Los amigos de la víspera, adversarios al presente, consideraban a Vladimir, de acuerdo a la hermana mayor, «como un joven muy capaz, pero demasiado presuntuoso». Aquél que, ayer todavía, no parecía ser más que «el hermano de Alejandro Ulianov» se convertía hoy en «él mismo» y mostraba las garras. Vladimir no sólo no adaptaba su posición a la complexión política de sus adversarios, sino al contrario, daba a esa posición un carácter exacerbado, en lo posible hasta el extremo: intransigente, imperioso, rudo. Experimentaba así una doble alegría, por su seguridad en sí mismo y por la indignación con que se traicionaban las caras de sus contradictores. «La profunda certidumbre de tener razón se revelaba —según atestigua Vodovosov— en todos sus discursos». Y es por esto que parecía doblemente insoportable. «Toda esa gente presumida —según Elisarova— se sentía disgustada por el gran aplomo manifestado durante las discusiones por ese joven; pero a menudo le cedía el paso». Lo que particularmente no se le podía perdonar era el tono de desprecio con que se puso a hablar de las más altas autoridades del populismo. Con todo, éstas no eran sino las primeras florecillas; más tarde llegarían los frutos dignos de escogerse…

«De qué lado estaba la victoria —se pregunta modestamente Vodovosov, resumiendo sus debates con Ulianov—, es difícil decirlo». En realidad, no había siquiera necesidad de esperar hasta la Revolución de Octubre para descifrar ese enigma. Cuando siete años más tarde volvió el hambre, había ya infinitamente menos ilusiones políticas, la intelligentsia, habiendo encontrado otro camino, ya no se dirigía hacia la aldea. Una revista liberal muy moderada, la Russkaia Mysl, escribía entonces que todos los que habían vuelto de las regiones hambrientas estaban extremadamente descontentos de su propio trabajo, no viendo en él sino un «miserable paliativo», cuando se requerían «medidas generales». Sólo fue necesario un poco de experiencia política y aun los tímidos constitucionalistas se vieron forzados a traducir al lenguaje liberal fragmentos de estas ideas que, algunos años antes, sonaban a blasfemia.

Pero Vladimir estaba obligado a pensar en su propia suerte, en lo que se llama el porvenir. El diploma había sido conquistado; había que utilizarlo. Vladimir ingresó al foro, disponiéndose a hacer suya la profesión de abogado: «Pues Vladimir Ilich —como lo recuerda Elisarova—, no tenía recursos, salvo la pensión de nuestra madre y la granja de Alakaievka dilapidada poco a poco». Eligió por tutor aquel abogado con quién, mientras vivía en Kazán, había jugado partidas de ajedrez por correspondencia. Jardín era una figura poco común, no sólo como abogado y estratega ajedrecístico, de quien hablaba con estima Chigorín, rey del ajedrez en Rusia por ese tiempo, sino también como hombre público en su provincia. Elegido presidente de la dirección del zemstvo de la capital de la provincia a los veintiocho años, fue destituido como individuo sospechoso a las veinticuatro horas, «por orden de Su Majestad» ¡Muy escasos eran aquéllos a quienes se había otorgado semejante honor! Según N. Samoilov, que ha dado una descripción tan viva de sus primeras relaciones con Vladimir, Jardín, aun en su madurez, conservaba simpatías por los radicales y no era hostil a la ideología marxista. Vladimir, al decir de Elisarova, estimaba a Jardín como hombre muy inteligente. Encontrándose todavía en Kazán, Vladimir había apreciado en este jugador de ajedrez «una potencia del diablo» y participó regularmente en los torneos semanales en casa de su padrino profesional.

La inscripción en el foro no se hizo, por otra parte, sin dificultad. El tribunal del distrito de Samara necesitaba un certificado de lealtad política de Ulianov; la universidad de Petersburgo, que había entregado el diploma, no podía expedir el certificado exigido por no haber conocido a Ulianov como estudiante. A fin de cuentas, a instancias del mismo Vladimir, el tribunal se dirigió directamente al Departamento de policía, el que, magnánimo, hizo saber que «no oponía obstáculos». Después de cinco meses de aplazamientos, Vladimir obtuvo por fin, en julio de 1892, la licencia para ejercer.

En calidad de defensor no intervino en total más que en diez procesos criminales; en siete de ellos por nombramiento de oficio y en tres por designación de parte. No eran más que pequeñas causas de gentes humildes, causas desesperadas, y las perdió todas. Tuvo que defender a campesinos, a obreros agrícolas, a pequeñoburgueses pobres, las más de las veces por pequeños hurtos cometidos en la extrema necesidad. Eran acusados algunos mujiks que se habían combinado para desvalijar de 300 rublos a un campesino rico de su aldea; algunos jornaleros agrícolas que habían intentado sustraer trigo de una granja y que fueron sorprendidos en flagrante delito; un aldeano, reducido a la extrema miseria, que había cometido cuatro pequeños robos; otro acusado en la misma situación; y aun algunos obreros agrícolas que habían robado «con violencia» efectos por valor de una suma de 170 rublos. Todos estos delitos eran tan poco complicados que los debates, para cada proceso, duraban como mucho una hora y media o dos horas y el secretario del juzgado no se tomaba el trabajo de redactar un acta extensa, limitándose a la fórmula estereotipada: después de la requisitoria del fiscal, el defensor Ulianov ha tomado la palabra. Sólo dos muchachos de trece años, que habían participado en los robos junto con los adultos, fueron absueltos, en consideración a su edad y no por los argumentos de la defensa; todos los otros acusados fueron declarados culpables y condenados. Ulianov tuvo también entre manos la causa de un pequeñoburgués de Samara, llamado Gusev, que había castigado a su mujer a latigazos. Después de una corta instrucción a la cual compareció la víctima, el defensor Ulianov se rehusó a solicitar una reducción de la pena para el acusado. En este asunto, como en todos los asuntos de este tipo, él se sintió, toda su vida, un implacable fiscal.

En tres ocasiones, igualmente triviales, Ulianov pleiteó a requerimiento de los acusados. Un grupo de campesinos y de pequeñoburgueses eran inculpados de haber robado rieles y una rueda de hierro a un comerciante de Samara. Todos fueron declarados culpables. Un joven campesino estaba acusado por haber desobedecido a su padre y haberlo ultrajado. El proceso fue postergado a pedido de la defensa y jamás fue apelado: el hijo remitió a su padre por escrito la promesa de obedecerle sin réplica y las partes se reconciliaron por sí mismas. En fin, la última vez, Ulianov debió litigar por un jefe de estación, acusado de negligencia, por la cual se había producido una colisión de vagones de carga vacíos. Aun aquí, la defensa no fue eficaz y el acusado fue declarado culpable. Tales fueron las causas del abogado pasante Ulianov. Humildes causas perdidas de antemano, lo mismo que era humilde y sin esperanzas la vida de las clases de las que provenían los acusados. El joven defensor —¿podríamos dudarlo?— examinaba con ojos penetrantes cada causa y cada acusado. Pero no podía socorrerlos individualmente; eso sólo podía hacerse en bloque. Y para ello hacía falta otra tribuna, no la sala de audiencia del tribunal del distrito de Samara.

Ulianov sólo ganó una sola causa judicial; pero —¡es verdaderamente el dedo del destino!— tomó la palabra no como defensor sino como acusador. En el verano de 1892, Vladimir y Elisarov salían de Syzrán, situada en la orilla izquierda del Volga, para ganar la aldea de Bestujevka, donde el hermano de Elisarov poseía una explotación. El mercader Arefiev, que se había tomado en serio los derechos de barquero, consideraba el río como su feudo particular: todas las veces que un botero tomaba pasajeros, el vaporcito de Arefiev lo alcanzaba y obligaba por la fuerza a todo el mundo a retroceder. Así sucedió también esta vez. Las amenazas de apelar a la justicia por arbitrariedad, de nada valieron. Hubo que ceder a la fuerza. Vladimir tomó nota de los nombres de las personas que habían participado en el incidente y de los testigos. El proceso fue ventilado en casa del jefe del zemstvo, a más de 100 verstas de Samara. A pedido de Arefiev, el jefe del zemstvo aplazó la audiencia. Lo mismo ocurrió una segunda vez. El comerciante había decidido, evidentemente, hacer languidecer a su acusador. La tercera fecha fijada para los debates caía ya en invierno. Vladimir tendría que sufrir una noche de insomnio en el tren y fatigosas horas de espera en las estaciones y en la sala del zemstvo. María Alexandrovna intentaba disuadir a su hijo de ese viaje. Pero Vladimir permaneció inflexible: el proceso se había iniciado, había que llevarlo hasta el fin. La tercera vez, el jefe del zemstvo no consiguió escabullirse bajo la presión del joven jurista, se vio obligado a condenar al famoso comerciante a un mes de prisión. ¡No es difícil imaginarse qué música cantaba en el alma del vencedor, cuando regresó a Samara!

La experiencia del foro no fue exitosa, de la misma manera como anteriormente había fracasado la experiencia agrícola. Y no porque Vladimir careciese de las cualidades exigidas por esas profesiones. Tenía tenacidad, sagacidad práctica, atención por los menores detalles, capacidad de juzgar a las personas y ubicarlas en su justo lugar, finalmente, amor por la naturaleza-hubiera podido ser un propietario de primer orden. Su aptitud para desenvolverse en una situación complicada, para distinguir los hilos principales, para apreciar los lados fuertes y débiles del adversario, para movilizar los mejores argumentos en defensa de su propia tesis, se manifestaba ya desde sus años juveniles. Jardín no dudaba que su ayudante podría llegar a ser «un notable jurisconsulto». Pero justamente en el transcurso de 1892, cuando Vladimir se dedicó a la profesión de abogado, sus intereses de teórico y de revolucionario, reavivados por la catástrofe del hambre y por la renovación política del país, se volvieron cada día más agudos y exigentes.

A decir verdad, aunque el joven abogado fuese muy concienzudo, la preparación de los pequeños asuntos judiciales, casi no lo distraía del estudio del marxismo. ¡Pero su carrera de abogado no podría limitarse a asuntos como el robo de una rueda de hierro por una banda criminal compuesta de tres pequeñoburgueses y dos campesinos! Estaba escrito en el libro del destino que Vladimir Ulianov no serviría a dos dioses a la vez. Había que elegir. Y él hizo su elección sin dificultad. Apenas comenzada en marzo, la corta serie de sus actuaciones judiciales, se rompe repentinamente en diciembre. A decir verdad, todavía en 1893, recoge del tribunal un certificado otorgándole el derecho a ejercer, pero este documento ya sólo le era necesario como un camuflaje legal para una actividad dirigida contra las leyes fundamentales del Imperio Ruso.

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