Lenin

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Segunda parte: Acerca de Octubre

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SEGUNDA PARTE: ACERCA DE OCTUBRE

CAPÍTULO I

EN VÍSPERAS DE OCTUBRE

Me enteré de la llegada de Lenin a Petrogrado y de su aparición en los mítines obreros contra la guerra y el gobierno provisional por medio de los periódicos norteamericanos que llegaban al campo canadiense de concentración de Amherst[23]. Los marineros alemanes que estaban internados allí manifestaron enseguida un vivo interés por Lenin, cuyo nombre se encontraba por primera vez en los despachos de la prensa. Todos ellos esperaban con impaciencia el fin de la guerra, el que les abriría las puertas de la prisión. Escuchaban con la mayor atención a toda voz que se levantase contra la guerra. Hasta entonces sólo conocían a Liebknecht[24]. Pero habían oído decir muchas veces que Liebknecht había sido sobornado. Ahora comenzaban a conocer a Lenin. Yo les hablé de Zimmerwald y Kienthal[25]. La acción pública de Lenin hizo renacer en gran parte de ellos sus sentimientos por Liebknecht.

Fue al pasar por Finlandia que me encontré con los rusos, recién llegados: sus telegramas anunciaban la entrada de Tseretelli, Skobelev[26] y otros «socialistas» en el gobierno provisional. De esta forma, la situación estaba perfectamente clara. Al segundo o tercer día de mi llegada a Petrogrado tomé conocimiento de las Tesis de abril[27] de Lenin. Era exactamente lo que necesitaba la revolución.

Sólo algún tiempo después leí en Pravda[28] el artículo que Lenin había enviado anteriormente desde Suiza: «La primera etapa de la primera Revolución». Aun ahora se pueden y deben leer con la mayor atención, porque son de gran provecho político, los primeros números, tan confusos, de la Pravda prerrevolucionaria: en este contexto, la «Carta desde lejos» que escribió Lenin surgió con toda su fuerza concentrada. Este artículo, de un tono muy tranquilo, teórico y explicativo, semejaba un poderoso resorte de acero fuertemente comprimido, que en el futuro se desplegaría y extendería, cubriendo en su desarrollo todo el contenido de la revolución.

Poco después de mi llegada, convine con el camarada Kamenev una cita para conversar con la redacción de Pravda. Creo que la primera reunión se realizó el 5 o 6 de mayo. Le dije a Lenin que nada me separaba de sus Tesis de abril ni de toda la Enea seguida por el partido desde su regreso a Rusia, y que me encontraba ante la alternativa de entrar individualmente en una organización del partido, o de intentar llevar a él a la elite de los «unionistas», cuya organización en Petrogrado reunía casi 3000 obreros, a los que se sumaban numerosas y valiosas fuerzas revolucionarias: Uritsky, Lunacharsky, Joffe, Vladimirov Manuilsky, Karajan, Yureniev, Posern, Litkens y otros. Antonov-Ovseenko ya había entrado en el partido; creo que Sokolnikov también[29].

Lenin no se pronunció categóricamente por una solución ni por la otra. Lo importante era, ante todo, orientarse de una forma más concreta en medio de las circunstancias y los hombres. Lenin no excluía la posibilidad de algún tipo de colaboración con Martov o, en general, con una parte de los mencheviques internacionalistas[30], que acababan de llegar del extranjero. Al mismo tiempo, había que ver cómo se establecerían las relaciones con los «internacionalistas» al calor del trabajo.

Como convine tácitamente con él, por mi parte no buscaría forzar el natural desarrollo de los acontecimientos. Nuestra orientación política era la misma. En los mítines de soldados y obreros dije desde el primer día de mi llegada: «Nosotros, bolcheviques e internacionalistas»; y como la conjunción obstaculizaba inútilmente mi discurso cuando las repetía frecuentemente, muy pronto abrevié la forma y comencé a decir: «Nosotros, bolcheviques-internacionalistas». De esta manera la fusión política precedía a la de las organizaciones[31].

Hasta las Jornadas de Julio[32], estuve dos o tres veces en la oficina editorial de Pravda, en los momentos más críticos. En estos primeros encuentros, Lenin daba la impresión hallarse en una concentración de todo su ser avanzando hacia el más alto nivel y de una formidable recogimiento interior bajo una apariencia de calma y una simplicidad «prosaicas». En aquellos días el kerenskismo parecía todopoderoso. El bolchevismo sólo se presentaba como «un miserable puñado» de personas. El partido mismo aún no tenía conciencia de su futura fuerza. Y al mismo tiempo, Lenin lo conducía con un paso seguro hacia las más grandes tareas…

Sus discursos en el I Congreso de los Soviets[33] produjeron una inesperada inquietud en la mayoría de mencheviques y SR. Sentían confusamente que este hombre apuntaba muy lejos, pero no veían hacia dónde, y los pequeñoburgueses revolucionarios se preguntaban: ¿Quién es? ¿Quién es? ¿Es sencillamente un loco? ¿O es un proyectil histórico de una fuerza explosiva inaudita?

El discurso de Lenin en el Congreso de los Soviets, en el que habló de la necesidad de arrestar a cincuenta capitalistas, quizá no fue quizás completamente «feliz» desde el punto de vista de la retórica. Pero tuvo un significado excepcional. Pocos aplausos de los relativamente escasos bolcheviques acompañaron al orador cuando descendió de la tribuna con el aspecto de un hombre que no ha dicho todo lo quería decir, y que quizás no lo ha dicho como deseaba decirlo… Y al mismo tiempo, una corriente de aire extraordinaria había pasado sobre la sala. Era el viento del futuro del que todos sintieron su presencia allí mientras las miradas azoradas seguían a este hombre, de aspecto tan normal y, sin embargo, enigmático.

¿Quién era? ¿Quién era? ¿Plejanov, en su periódico, no había calificado el primer discurso de Lenin en el territorio revolucionario de Petrogrado como un delirio? ¿Los delegados elegidos por las masas, no se alineaban casi todos con los SR y los mencheviques? Incluso entre los mismos bolcheviques, ¿la posición de Lenin no produjo al principio un gran descontento?

Por un lado, Lenin exigía categóricamente una ruptura, no sólo con el liberalismo burgués, sino también con todos los partidarios de una «defensa nacional». Organizó la lucha interna en su propio partido contra estos «viejos bolcheviques que —escribía Lenin— habían jugado ya más de una vez un triste rol en la historia de nuestro partido, repitiendo de forma absurda una fórmula aprendida de memoria en vez de estudiar en su originalidad singular la nueva realidad, viviente[34]». Visto desde un observador superficial, de esta manera debilitaba a su propio partido. Pero, al mismo tiempo, declaraba al Congreso de los Soviets: «No es cierto que ningún partido esté dispuesto ahora mismo a tomar el poder; ese partido existe y está muy decidido: es el nuestro».

¿No había allí una monstruosa contradicción entre la situación de un «pequeño círculo de propagandistas», que se aislaba de todos las demás, y esta pretensión abiertamente afirmada de tomar el poder en un país inmenso, sacudido hasta sus cimientos?

Y el Congreso de los Soviets desestimaba completamente lo que quería, lo que podía esperar de este extraño hombre, este frío visionario, que escribía pequeños artículos en un pequeño periódico.

Cuando Lenin declaró en el Congreso de los Soviets, con una magnífica simplicidad, que le parecía ingenua hasta a los verdaderos ingenuos: «Nuestro partido está dispuesto a tomar el poder en toda su amplitud», se oyó un estallido general de risas. «¡Ríanse cuanto quieran!», replicó Lenin. Él conocía el proverbio: «quien ríe último reirá mejor». A Lenin le gustaba este aforismo francés, porque se disponía firmemente a ser el último en reír.

Con calma seguía argumentando para demostrar que era preciso, para empezar, detener a cincuenta o cien de los millonarios más importantes y declarar al pueblo que los capitalistas serían considerados ladrones, y que Terechenko no era mejor que Miliukov[35], pero sí más estúpido. ¡Ah! ¡Las simples ideas, espantosa, inexorablemente ingenuas! Y este representante de una pequeña parte del Soviet, la que cada tanto lo aplaudía con moderación, dijo aún a la asamblea: «¿Tienen miedo del poder? Y bien, nosotros estamos dispuestos a tomarlo». Se reían, se reían, naturalmente, con una risa casi compasiva, pero al mismo tiempo, un poco inquieta.

Para su segundo discurso, Lenin escogió algunas palabras de una simplicidad extraordinaria, citando la carta que le escribió un campesino: el buen hombre opinaba que había descargar todo el peso sobre la burguesía, para que reviente por todas las costuras; entonces la guerra habría terminado; pero, decía el campesino, si se la trata con indulgencia, las cosas podrían deteriorarse.

¿Y esta sencilla e ingenua cita era todo el programa de Lenin? ¿Cómo no estar desconcertado? Y volvieron las pequeñas risas, pequeñas risas que se expandían, indulgentes e inquietas. Efectivamente, si se quería considerar en forma abstracta el programa de los propagandistas, estas palabras: «descargar, hacer presión sobre la burguesía» no tenían mucho peso. Sin embargo, los que se sorprendían no comprendían que Lenin había percibido sin equivocación posible, el ruido sordo de la presión creciente ejercida por los nuevos tiempos sobre la burguesía y previo que, bajo esta presión, ésta debería verdaderamente derrumbarse «por todas las costuras».

Lenin, en realidad, no se había engañado cuando en mayo le explicaba a M. Maklakov que «este país de obreros y campesinos indigentes estaba mil veces más a la izquierda que los Chernov y los Tseretelli, y cien veces más a la izquierda que nosotros, los bolcheviques».

Ésta era la principal fuente de la táctica de Lenin. Atravesando la película recientemente formada, pero ya bastante borrosa, de la democracia, él alcanzaba a tocar las profundidades del «país de obreros y campesinos indigentes». Y este país estaba dispuesto a realizar la más grande de las revoluciones. Sin embargo, aún no era capaz de manifestar esta disposición de forma política.

Los partidos que hablaban en nombre de los obreros y de los campesinos, simplemente, los engañaban. Millones de obreros y campesinos ignoraban aún la existencia de nuestro partido, no lo habían descubierto, no sabían que expresaba sus aspiraciones; y nuestro partido, al mismo tiempo, aún no era consciente de toda su fuerza potencial, y por ello se encontraba «cien veces más a la derecha» que los obreros y los campesinos. Debíamos reagrupar fuerzas, mostrar al partido los millones de hombres que lo necesitaban, y mostrar el partido a estos millones de hombres. Debíamos evitar ir muy por delante, pero tampoco permanecer en la retaguardia. Era necesario dar explicaciones pacientes y perseverantes. Desde ahora, lo que se debía explicar era muy simple:

«¡Abajo los diez ministros capitalistas!»

¿Los mencheviques no estaban de acuerdo? ¡Abajo los mencheviques! ¿Ellos estallan de risa? No se reirán siempre… Y el último reirá mejor.

Recuerdo que entonces propuse exigir al Congreso de los Soviets, que se preguntara con urgencia sobre la ofensiva que se estaba preparando en el frente. Lenin aprobó esta idea pero quería primero, evidentemente, discutirla con los otros miembros del Comité Central.

En la primera sesión del Comité Central, el compañero Kamenev trajo un borrador, rápidamente esbozado por Lenin, con la declaración de los bolcheviques acerca de la ofensiva. No sé si el documento existe aún. Su texto no satisfizo —nunca supe por qué— ni a los bolcheviques ni a los internacionalistas. Aun Posern, a quien queríamos confiar la misión de plantearlo, hizo objeciones. Yo redacté otro texto que fue adoptado y leído.

Esta intervención fue organizada, si no me equivoco, por Sverdlov[36], a quien conocí por primera vez durante el I Congreso de los Soviets. Él presidía la fracción bolchevique.

A pesar de que su baja estatura y delgadez daban la impresión de un estado enfermizo, la personalidad de Sverdlov se imponía por su nobleza y su serena energía. Presidía de igual manera, sin ruidos ni sobresaltos, como trabaja un buen motor. El secreto estaba, naturalmente, no sólo en el arte de presidir, sino en el hecho que Sverdlov conocía perfectamente la composición de la sala y sabía admirablemente adónde quería llegar. Antes de cada sesión tenía conversaciones por separado con los delegados, a quienes interrogaba y algunas veces reprendía. Antes de la apertura de una sesión él se representaba el desarrollo de los debates en su conjunto. Pero incluso no necesitaba conversaciones previas para saber, mejor que nadie, la actitud que adoptaría tal o cual militante sobre la cuestión planteada. El número de camaradas en los que él penetraba claramente en su pensamiento político era muy grande en proporción a lo que entonces era nuestro partido. Tenía facultades innatas para la organización y la combinación de medios para lograr el objetivo. Cada cuestión política se le presentaba, ante todo, en su naturaleza concreta, desde el punto de vista de la organización: veía allí una cuestión de relaciones entre personas y grupos dentro de la organización del partido, y de relaciones entre la organización tomada en su conjunto y las masas. En las fórmulas algebraicas, arrojaba cifras de inmediato y casi automáticamente. Por este medio, obtenía la sumamente importante verificación de las fórmulas políticas, teniendo en cuenta que se trataba de acción revolucionaria.

Después de haber renunciado a la manifestación del 10 de junio, como la atmósfera del I Congreso de los Soviets era altamente impaciente y Tseretelli amenazaba con desarmar a los obreros de Petrogrado, fui con el camarada Kamenev al comité editorial de Pravda y después de un breve intercambio de opiniones, redacté, en base a la propuesta Lenin, un proyecto de directivas del Comité Central del partido al Comité Ejecutivo del Congreso.

En el curso de esta reunión Lenin dijo algunas palabras acerca de Tseretelli respecto de su último discurso del 11 de junio:

—¡Pensar que este hombre ha sido revolucionario y que ha pasado tantos años en la cárcel! ¡Y ahora, reniega completamente de su pasado…!

En aquellas palabras no había ninguna intención política: era sólo una rápida reflexión acerca del destino de un hombre que había sido antiguamente un gran revolucionario. El tono en que las dijo, tenía algo de compasivo, de pesar; pero su expresión fue breve y seca, pues nada le era más odioso a Lenin que el menor matiz de sentimentalismo o de argucia psicológica.

Hacia el 4 o 5 de julio encontré a Lenin (¿y también a Zinoviev[37]?), si la memoria no me engaña, en el Palacio Táurida[38]. La ofensiva había sido repelida. La furia contra los bolcheviques, entre los gobernantes, había llegado a su punto culminante.

—Ahora quieren fusilarnos a todos —dijo Lenin—. Sería para ellos su mejor momento.

Su idea fundamental era comenzar la retirada y volver, en la medida que fuese necesario, a la acción clandestina. Éste fue uno de los giros bruscos de la estrategia de Lenin motivado, como siempre, en una rápida apreciación de las circunstancias.

Más tarde, durante el III Congreso de la Internacional Comunista, Vladimir Ilich dijo un día:

—En julio, hemos hecho unas cuantas estupideces.

Con esto quería decir que la acción militar había sido prematura, que la manifestación había tomado formas muy agresivas que no estaban en relación con nuestras fuerzas en proporción con la inmensidad del país.

Tanto más destacable es la serena decisión con la que, los días 4 y 5 de julio, definió las posiciones respectivas de los revolucionarios y de sus adversarios, y, poniéndose en el lugar de estos últimos, concluyó que «para ellos» era el mejor momento para fusilarnos. Afortunadamente, nuestros enemigos eran incapaces entonces de actuar tanto con el sentido de la oportunidad como con resolución. Se limitaban a la preparación química, a las combinaciones de Perevertzev. Sin embargo, era muy probable que si ellos, o más exactamente, sus oficiales, hubiesen logrado poner las manos sobre Lenin en los primeros días que siguieron al levantamiento de julio[39], le hubieran dado un trato similar al que los oficiales alemanes, menos de dos años más tarde, le dieron a Liebknecht y a Rosa Luxemburgo.

En la reunión arriba mencionada no se decidió claramente desaparecer o retirarse a la acción clandestina. La revuelta de Kornilov[40] se ponía poco a poco en movimiento. Personalmente permanecí visible durante dos o tres días más. Hice uso de la palabra en varias reuniones del partido y de organizaciones, sobre este tema: «¿Qué hacer?» El furioso ataque desatado sobre los bolcheviques parecía invencible. Los mencheviques procuraban, por todos los medios, de sacar provecho de una situación, que ellos mismos habían ayudado a crear.

Recuerdo que tuve la ocasión de hablar, en la biblioteca del Palacio Táurida, en un mitin de representantes de los sindicatos. Se encontraban allí unas docenas de hombres, como máximo, es decir, las «altas cumbres» de los sindicatos. Predominaban los mencheviques. Demostré la necesidad que tenían los sindicatos de protestar contra la acusación que afirmaba que los bolcheviques eran cómplices del militarismo alemán. Recuerdo bastante confusamente las peripecias de esta reunión, pero claramente me acuerdo de dos o tres caras sarcásticas que realmente sólo querían ser abofeteadas…

Sin embargo, el terror se profundizaba. Las detenciones se sucedían. Durante varios días estuve escondido en casa del camarada Larín. Luego, volví a salir, me presenté en el Palacio Táurida y rápidamente fui detenido.

Sólo recuperé mi libertad en plena revuelta de Kornilov y cuando la corriente del bolchevismo comenzó a ascender con fuerza. En esta época, los «unionistas» ya habían ingresado al partido. Sverdlov me propuso ver a Lenin, que aún estaba escondido. No recuerdo quién me introdujo al alojamiento obrero de la «conspiración», donde debía encontrar a Vladimir Ilich; quizás fue Rachia quien me llevó. También encontré allí a Kalinin[41], a quien Lenin, en mi presencia, continuó consultando largamente acerca del estado de ánimo de los obreros: si lucharían, si irían hasta el final, si podrían tomar el poder, etcétera.

¿Cuál era el estado de ánimo de Lenin entonces? Si he de caracterizarlo en pocas palabras, debo decir que era de una impaciencia contenida y de una profunda inquietud. Veía claramente que se acercaba el momento de arriesgar el todo por el todo, y al mismo tiempo opinaba, no sin fundamento, que los jefes del partido no habían sacado todas las conclusiones que imponía la situación. El comportamiento del Comité Central le parecía pasivo y expectante. Lenin creía que aún no era posible su regreso al trabajo abierto, porque temía, justificadamente, que si lo detenían esto fijaría e incluso reforzaría la actitud expectante de los principales militantes del partido: lo que inevitablemente nos habría llevado a dejar escapar una situación excepcionalmente revolucionaria.

Por eso la suspicaz vigilancia de Vladimir Ilich, su susceptibilidad con respecto a cualquier síntoma de ánimo contemporizador, índice de irresolución o de temor, se acrecentaron en estos días y semanas hasta su punto culminante. Exigía que se hiciera inmediatamente una conspiración sistemática. Había que sorprender al enemigo como un rayo y arrancarle el poder; luego, se vería… Esto sin embargo debe ser contado más detalladamente.

El biógrafo de Lenin deberá prestar la mayor atención al mismo hecho del regreso de Lenin a Rusia y el contacto que tomó con las masas obreras. Salvo un breve intervalo que tuvo lugar en 1905, Lenin había pasado más de quince años en la emigración. Su capacidad de sentir la realidad, su íntima percepción del trabajador viviente, tal como existe, lejos de debilitarse durante este largo período, por el contrario, se había fortalecido con la labor del pensamiento teórico y de la imaginación creadora. Según los encuentros y las observaciones que le brindaba la ocasión, él distinguía y recomponía la imagen del conjunto.

Sin embargo, fue en la emigración cuando vivió el período en el que maduró y creció definitivamente para cumplir su rol histórico. Cuando llegó a Petrogrado, portaba consigo mismo conceptos completamente formados, los que resumían toda la experiencia social, teórica y práctica de su vida. Apenas tocó el suelo de Rusia proclamó la consigna de la revolución social. Pero fue sólo entonces, durante la experiencia realizada por las masas laboriosas vivientes, llevadas a la acción en Rusia, cuando comenzó la verificación del conjunto de los pensamientos acumulados, revisados, fijados durante tantos años.

Las fórmulas resistieron la prueba. Mucho mejor aún, fue sólo aquí, en Rusia, en Petrogrado, que ellas se llenaron de su contenido concreto, cotidiano, irrefutable y que tomaron, en consecuencia, una fuerza irresistible.

De ahora en adelante, no era cuestión de reconstituir, según modelos más o menos ocasionales, la perspectiva del conjunto. Era este conjunto mismo el que se afirmaba abiertamente a través de todas las voces de la revolución.

Lenin mostró entonces, y quizás lo sintió completamente por primera vez, hasta qué punto era capaz de escuchar la voz aún caótica de la masa que despertaba ¡Con qué desprecio profundamente orgánico observaba el silencio de los partidos dirigentes de la Rusia de febrero, estas corrientes de una «poderosa» opinión pública que, de contragolpe, se reenviaban de un periódico a otro; con qué desprecio se sorprendía de la miopía, la vanidad, la charlatanería, todo lo que caracterizaba la Rusia oficial de febrero!

Bajo los decorados democráticos que cubrían la escena, él escuchaba crecer el ruido sordo y prolongado de acontecimientos de otro calibre. Cuando los escépticos le señalaban las grandes dificultades de su empresa, la movilización de la opinión pública burguesa, la presencia de fuerzas elementales pequeñoburguesas, cerraba sus dientes y sus pómulos se hacían más agudos bajo la piel de sus mejillas. Esto significaba que se contenía para no decirles a los escépticos, simple y francamente, lo que pensaba de ellos. Veía y comprendía las dificultades tanto y mejor que nadie, pero tenía la clara sensación física, como algo palpable, de las gigantescas fuerzas acumuladas y que, ahora, tomaban un formidable impulso para derribar todos los obstáculos.

Él veía, escuchaba y sentía ante todo al obrero ruso, cuyo número había crecido considerablemente, que no había olvidado todavía la experiencia de 1905, que había pasado por la escuela de la guerra, conociendo sus ilusiones, hipocresías y las imposturas de la defensa nacional, y que ahora estaba dispuesto a soportar los mayores sacrificios y arriesgarse en esfuerzos inauditos.

Sentía el estado de ánimo del soldado, del soldado cansado por tres años de carnicería diabólica —sin razón ni objetivo—, del soldado que despertó con el rayo de la revolución y que se disponía a tomar su revancha por todos los sacrificios estúpidos, las humillaciones y todas las afrentas a través de una explosión de furioso odio que nada podía detener.

Escuchaba y sentía al mujik que arrastraba aún las cadenas de una esclavitud multisecular y que ahora, gracias a la violenta sacudida de la guerra, percibió por primera vez la posibilidad de ajustar cuentas con sus opresores, esclavistas y señores: una revancha espantosa, implacable.

El mujik aún pataleaba en el mismo lugar, sin saber por quién decidirse, dudando entre la pirotecnia verbal de Chernov y su «especialidad», que consistía en una gran revuelta agraria.

El soldado permanecía aún en la incertidumbre, con un pie aquí y otro allá, dudando si elegir su camino entre el patriotismo y las tentaciones de la deserción.

Los obreros terminaban de escuchar, aunque ya con desconfianza y cierta hostilidad, los últimos discursos de Tseretelli.

Ya crecía impacientemente el vapor en las calderas de los cruceros armados de Kronstadt. El marinero combinaba el odio de los obreros, afilado como puntas de acero y la obtusa cólera del insociable mujik; quemado a fuego por la espantosa masacre, ya echaba por la borda a aquellos que encarnaban para él todas las formas de opresión, las de la clase, las de la burocracia y las de la autoridad militar.

La Revolución de Febrero estaba cuesta abajo. Una coalición de salvadores había recogido los despojos que quedaban del régimen zarista; se los estiraba, se los hilvanaba y terminaban formando un delgado velo de legalidad democrática.

Pero debajo de él todo hervía y se agitaba, todos los rencores del pasado buscaban su salida: el odio al guardia en el campo, al comisario del barrio, al jefe de policía, al inspector del distrito, al agente de policía, a los industriales, al usurero, al propietario, a los parásitos, a los hombres de «manos blancas», a los injuriadores y a los tiranos: así se preparaba la mayor de las erupciones revolucionarias que haya conocido la historia.

Esto era lo que Lenin vivía y escuchaba, lo que sentía físicamente, con una irresistible claridad y una convicción absoluta cuando, después de una larga ausencia, tomó contacto con el país atrapado por los espasmos de la revolución.

«Imbéciles, charlatanes y cretinos, ¿creen que la historia se hace en los salones, donde los pequeños advenedizos demócratas tratan familiarmente, ‘amigos como chanchos’, con los titulados liberales, donde los serviciales de ayer, abogadillos de provincia, aprenden rápidamente a besar vivamente las finas manos de las Altezas? ¡Imbéciles! ¡Charlatanes! ¡Cretinos!»

La historia se hace en las trincheras donde el soldado, poseído por la pesadilla, la locura de la guerra, clava su bayoneta en el cuerpo del oficial y luego, aferrado a los topes de un vagón, huye a su aldea natal para encender la llama, para plantar el «gallo rojo» en el techo de los propietarios. ¿Esta barbarie no está de acuerdo con vuestra sensibilidad? No se ofendan, les responde la historia: la más bella muchacha del mundo no puede dar más de lo que posee. Lo que se produce procede simplemente de lo que ha precedido. ¿Ustedes se imaginan seriamente que la historia se hace en vuestros «comités de contacto»? ¡Tonterías, palabrerío infantil, fantasmagorías, cretinismo!

La historia —apréndanlo— ha escogido esta vez como laboratorio de sus preparativos al palacio [de Táurida] de la bailarina Kchessinskaia, ex amante del ex zar. Y desde allí, desde este edificio que simboliza la vieja Rusia, la historia prepara la liquidación de toda vuestra lujuria, de toda la disolución corrupta de vuestro Petrogrado monárquico, burocrático, aristocrático, burgués. Hacia este palacio de la ex bailarina imperial convergen las muchedumbres negras de hollín, los delegados de las fábricas, los diputados llegados a pie desde las trincheras, hombres grises, mal vestidos, cubiertos de piojos; y es desde aquí que ellos difunden en el país la nueva palabra, las palabras fatídicas…

Los mediocres ministros de la revolución deliberaban y se preguntaban cómo hacer para restituir el palacio a su propietario legítimo. Los periodistas burgueses, SR y mencheviques rechinaban sus dientes cariados y se lamentaban porque Lenin, desde lo alto del balcón de Kchessinskaia, lanzaba las consignas de la revolución social. Pero estos tardíos esfuerzos no aumentaban el odio que Lenin sentía por la vieja Rusia ni daban más impulso a su voluntad de represalias: ambas cosas ya habían alcanzado su límite. El Lenin que se dirigía desde el balcón de Kchessinskaia era el mismo que, dos meses más tarde, se ocultaría en un motón de hierbas y que pocas semanas después ocuparía el cargo de presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo.

Pero al mismo tiempo, Lenin veía que existía dentro del partido una cierta resistencia conservadora —al comienzo de naturaleza más psicológica que política— frente al salto inmenso que debía ponerse en juego.

Lenin observaba con inquietud creciente las divergencias que se manifestaban cada vez más entre la predisposición de algunos dirigentes del partido y del estado de ánimo de las masas obreras. Ni por un minuto consideró como suficiente la adopción del Comité Central de la fórmula de insurrección armada. Sabía cuán difícil es pasar de las palabras a los hechos. Con toda su energía, por todos los medios a su disposición procuraba someter el partido bajo la presión de las masas y al Comité Central del partido bajo la presión de las filas de sus adhérentes y seguidores.

Convocaba a camaradas a su lugar de refugio, tomaba notas, las verificaba, realizaba interrogatorios, preveía las contradicciones, lanzaba por vías indirectas y transversales sus consignas en el partido, las lanzaba hacia las masas, profundamente, para poner a los jefes frente a la necesidad de actuar y de ir hasta el final.

Si queremos hacernos una idea de la conducta de Lenin en estos días, debemos ver claramente esto: Vladimir Ilich tenía una fe ciega en la voluntad de revolución de las masas, creía que la revolución podía ser hecha por ellas; pero no tenía la misma confianza con respecto al Estado Mayor del partido.

Y sin embargo comprendía también claramente, que no había tiempo que perder. Una situación revolucionaria no puede prolongarse arbitrariamente hasta el momento en que el partido esté dispuesto a aprovecharla. Lo hemos visto recientemente en el ejemplo de Alemania.

Aún en los últimos tiempos, se ha expresado esta opinión: que si no hubiéramos tomado el poder en octubre, lo podríamos haber conquistado dos o tres meses después. ¡Grosero error! Si no hubiéramos tomado el poder en octubre, no lo habríamos tomado jamás. Nuestra fuerza antes de octubre estaba en la afluencia ininterrumpida de las masas, que creían que nuestro partido, que este partido haría lo que los otros no habían hecho. Si en aquel momento hubiesen visto alguna vacilación de nuestra parte, cualquier dilación, si hubieran constatado que nuestras palabras no se correspondían con los hechos, en el curso de dos o tres meses nos hubiesen abandonado de la misma manera que lo hicieron con los SR y los mencheviques. La burguesía se habría beneficiado de un impasse, que habría aprovechado para concertar la paz. Las relaciones de fuerzas habrían cambiado radicalmente, y el golpe de Estado proletario hubiese sido dejado de lado para un tiempo indeterminado. Esto es precisamente lo que Lenin comprendía, lo que sentía, lo que le afectaba De allí provenía su inquietud, su ansiedad, su desconfianza; de allí la furiosa presión que ejerció, saludable para la revolución.

Los disensos dentro del partido, que estallaron como una tormenta durante las Jornadas de Octubre, ya se habían manifestado anteriormente, en varias etapas de la revolución.

El primer conflicto, durante el que se cuestionó ante todo los principios, pero en el que la discusión permaneció aún en calma, en el terreno de la teoría, surgió inmediatamente después de la llegada de Lenin, a propósito de sus Tesis.

El segundo conflicto, fue un choque subterráneo y se produjo a causa de la manifestación armada del 20 de abril.

El tercero surgió a propósito de la tentativa de manifestación armada del 10 de junio. Los «moderados» creían que Lenin, quería intimidarlos a través de una manifestación armada, mostrándoles una perspectiva de insurrección.

El conflicto siguiente fue el más grave: estalló luego de las Jornadas de Julio. Los desacuerdos se manifestaron en la prensa.

La etapa siguiente en el desarrollo de la lucha interna estuvo marcada por la cuestión del «preparlamento[42]». Esta vez, en el partido dos grupos se enfrentaron abiertamente. ¿Se levantó acta de esta sesión? ¿Alguien la conserva? No lo sé. Pero los debates fueron indudablemente de un interés extraordinario. Las dos tendencias, una partidaria de tomar el poder, la otra de sostener el papel de oposición en la Asamblea constituyente, se definieron entonces plenamente. Los que defendían el boicot del preparlamento quedaron en minoría, aunque no por mucha diferencia.

Lenin desde su escondite rechazó rápidamente los debates que se producían en la fracción y la decisión tomada, a través de una carta al Comité Central.

Esta carta, en la que Lenin, en términos más que enérgicos, se declaraba partidario de los boicoteadores ala «Duma de Bulyguin[43]», es decir de Kerensky-Tseretelli, no se encuentra en la segunda parte del volumen XIV de sus Obras Completas. ¿Ha sido conservado éste extremadamente precioso documento? Las divergencias de opinión alcanzaron su máxima tensión precisamente en vísperas de Octubre, cuando hubo que adoptar definitivamente la línea que llevaría a la sublevación y fijar la fecha de la insurrección.

Y finalmente, después del golpe de Estado del 25 de Octubre, las divergencias se agravaron aún más respecto a la cuestión de la coalición con los otros partidos socialistas.

Sería sumamente interesante reconstruir en todos sus detalles el papel de Lenin en vísperas del 20 de abril, del 10 de junio y de las Jornadas de julio.

«En julio hicimos estupideces», decía Lenin más tarde; lo decía en conversaciones particulares y recuerdo que lo repitió en una conferencia con la delegación alemana acerca de los acontecimientos en marzo de 1921, en Alemania. ¿En qué consistían entonces estas «estupideces»?

En una enérgica experimentación o demasiado enérgica, en una operación de reconocimiento activo o demasiado impulsada activamente.

Era necesario efectuar cada tanto estos reconocimientos, sin los cuales se habría podido perder el contacto con las masas. Pero, por otra parte, como es bien sabido, un reconocimiento activo se transforma algunas veces por las buenas o por las malas en una batalla general.

Es justamente lo que casi se produjo en julio. Pero afortunadamente, sonó la retirada en el tiempo requerido. Y el enemigo, no tuvo la audacia de utilizar sus ventajas hasta el final. No era por azar que le faltara esta audacia; el régimen de Kerensky era, en su esencia misma, el de las tergiversaciones; y la cobardía del «kerenkismo» lo paralizaba tanto más cuanto que la aventura de Kornilov le hacía sentir más terror.

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